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Capítulo 4

RECIÉN SE OCULTÓ EL SOL cuando entró la segunda transmisión. Prácticamente nos desmadejamos al llegar al pequeño claro, hambrientos y exhaustos. Había intentado comunicarme con el minimercado, pero no contestaron. Una de dos, la batería de su radio finalmente había sacado la mano o tenían el radio apagado para no gastarla.

Cuando la titilante lucecita roja se puso en verde, todo el mundo se dispuso a la acción. Se arrodillaron en torno a mí y sus rostros me contemplaban expectantes. Sentí que me subía la adrenalina. Desenredé la cuerda del micrófono de mano, giré la rueda para ajustar la frecuencia y oprimí el botón de recepción.

—Adelante. Lo escuchamos todos.

Se oyó un ruido de estática.

—¿Te parecería de mal gusto si te digo que te ves muy sexi operando el radio? —dijo Chase en voz baja, de manera que solo oyera yo. Me alegró ver que había mermado la angustia que solía marcarse en su ceño.

—Tú no te imaginas lo que yo soy capaz de hacer con un bastón en la mano.

Chase sonrió satisfecho. Ambos recordamos aquella oportunidad cuando le asesté un buen golpe blandiendo un palo a ciegas para defendernos de unos ladrones. Pero la sonrisa se desvaneció cuando escuchamos la voz de Tucker por radio.

—¿Hallaron algo?

El pantano bullía con el zumbido de insectos y el croar de ranas, y por tanto los demás cerraron el círculo para escuchar mejor el radio.

Oprimí el botón del micrófono.

—Todavía no. ¿Ya llegó a casa de la abuela?

—Deben estar en Virginia —dijo Chase—. Dijeron que irían primero allá. Un lugar cerca de Roanoke.

Sean asintió con la cabeza.

—Sí. Pero no estaba en casa.

La angustia nos embargó, pesada y palpable. Mi mente voló a las imágenes del Wayland Inn ardiendo en llamas y a los túneles en Chicago bajo el bombardeo. ¿Sería posible que ya hubieran descubierto la primera parada de nuestro equipo?, o simple y llanamente allí no había nadie.

—¿Qué quiere decir con que no está en casa? —preguntó Jack, y me azuzó para que me diera prisa—. Vamos, pregunta de una vez.

—¿Dónde está? —pregunté.

—No estoy seguro —replicó Tucker—. La casa sigue ahí, pero no hay nadie adentro. Nuestro compañero con problemas dentales está averiguando.

—Truck —dijo Jack—. Tiene que ser Truck de quien habla.

Truck, el enorme transportador con cabeza de chorlito que conocimos en Chicago. Había perdido algunos dientes, y él y Jack eran amigos.

—¿Hace cuánto se fue? —pregunté. Chase asintió.

Se hizo una pausa tan larga que alcancé a pensar que se había perdido la conexión.

—Hace tiempo. Ya debería haber vuelto. El otro transportador fue a buscarlo.

Tubman, el otro transportador, al que habíamos co­no­cido en Knoxville. No parecía una muy buena idea. Truck y Tubman eran los encargados de llevar mensajes entre los distintos bastiones de la resistencia. Si se marchaban los dos juntos, los otros no sabrían adónde ir.

—Algo anda mal —dijo Rat.

—Tucker, ¿algún problema? —pregunté.

Otra pausa.

—Tengo que irme—dijo Tucker apresurado—. Mañana llamo, al amanecer.

—Espere. ¿Qué pasa?

La comunicación se interrumpió. Tras un instante, dejé caer el micrófono sobre mi regazo. Durante los siguientes segundos nadie moduló palabra, y luego, todos hablaron al mismo tiempo.

—Debió haberse ido con ellos —opinó Jack.

—Mala idea —dijo otro tipo—. Se verán en apuros por eso, ya verán.

Sentí malestar en el estómago. Chase recogió el micrófono de mi regazo y enrolló el cable en la manija.

—¿Qué piensas? —le pregunté.

Sacudió la cabeza, con el semblante sombrío.

—Creo que debemos seguir adelante.

Él tenía razón. A pesar de estar exhaustos como estábamos, quedarnos ahí sentados y preocupados con la llamada de Tucker no era una buena idea. Teníamos que echar para delante, aunque solo fuera para comprobar que nadie había sobrevivido. Teníamos que volver al minimercado. Había gente que dependía de nosotros. Conservé el radioteléfono cerca, por si a Tucker le daba por volver a llamar.

Al final del claro había un paso peatonal elevado —un vestigio del antiguo parque nacional— que cruzaba sobre el pantano para acceder al bosque al otro lado. Los tablones eran tambaleantes y desvencijados, e incluso, en algunos pedazos, inexistentes, y las barandillas estaban casi completamente deterioradas.

Billy dio el primer paso y el puente crujió al sentir su peso.

—Oye, Gordinflón —dijo Jack—, envía a un peso liviano para que pruebe el camino. Si tú lo quiebras, nadie podrá pasar.

Billy retrocedió, sonriendo.

—Rat, pasa tú.

Algo se movió en el agua. Contuve el aliento, y juro que oí el chasquido de unas fauces.

Rat maldijo.

—¿Por qué no lo rodeamos, más bien?

—¿Crees que el monstruo del pantano te va a agarrar de las patas? —lo reprendió Billy.

—Valiente manada de bebés.

Fue Rebecca quien habló. Se introdujo como mejor pudo entre Billy y Sean y se subió a los tablones apoyada en las abrazaderas de sus muletas. Sean corrió tras ella, pero cuando la tomó del brazo, Rebecca se sacudió.

—¿Ves? —dijo Rebecca jadeando, cuando alcanzó el cabezal del puente y se quitó el pelo sudado de la frente—. Sí se puede, aguanta.

Reboté sobre mis talones, esperando que Sean también lo hiciera, pero no lo hizo. Refunfuñó algo que no entendí y se quedó quieto al tiempo que Rebecca daba un par de pasos cautelosos sobre las aguas que corrían abajo.

Quería que se detuviera, que otra persona lo hiciera. Era lo suficientemente riesgoso sin sus piernas paralíticas y su andar tambaleante; es más, no tendría la fuerza ni la rapidez necesarias para reaccionar en el caso de que diera un paso en falso. No era el momento indicado para ponerse a prueba, y yo ya estaba a punto de ir por ella cuando vi la terca determinación de su rostro. Ella necesitaba hacerlo.

Hice por tanto de tripas corazón y me contuve. Apenas si respiraba viéndola dar cauteloso paso tras cauteloso paso sobre los tablones desvencijados. Avanzó cinco metros, diez metros, y más y más, hasta llegar a medio camino. Allí tropezó y me mordí el labio al tiempo que vi cómo hundía una de sus piernas hasta la rodilla en un hueco. Una de las tablas se desprendió y chapoteó en las aguas abajo, pero, antes de que nada más ocurriera, ya Rebecca se había aferrado a las abrazaderas y se levantaba de nuevo. Dio otro paso, como si nada hubiera ocurrido.

Casi aplaudo. De alguna manera esto se había convertido en una prueba y Rebecca la estaba pasando con honores.

—Parece que la paralítica sirve de algo, después de todo —dijo Jack.

—Sí, como carnada de cocodrilo —dijo Rat con una risita imbécil. Los hombros de Billy se sacudían con las carcajadas.

Fue tal mi ira que no me percaté del momento en que Sean se lanzó sobre Jack, sino cuando ya era muy tarde, demasiado tarde para quitarme del medio. Un puño al aire me dio de refilón y caí de espaldas, y me pelé las manos contra el suelo pedregoso. A mi lado Sean, con la cara crispada de furia, acribillaba a puñetazos a Jack. Cuando Chase quiso intervenir, Rat y otro de los tipos lo hicieron a un lado y pronto todos se empujaban unos a otros intercambiando acaloradas palabras.

—¡Ya basta!

Quise levantarme, pero un alarido, agudo y aterrador, me llevó de nuevo al puente donde Rebecca se encontraba, ahora unos veinte metros puente adentro. Temí que hubiera caído, pero allí estaba de pie, por lo menos hasta un instante después, cuando se derrumbó sobre los tablones enroscada como un ovillo.

—¡Rebecca! —la llamé, pero Sean ya se había separado de Jack y trepaba los escalones.

Luego lo seguí los dos primeros pasos antes de que la madera cediera para hundirse bajo su pie derecho. Se aferró a la baranda y a duras penas pudo mantenerse derecho. Trozos de madera podrida cayeron al agua, tres, cuatro metros abajo.

Rebecca gritó de nuevo y se me heló la sangre. Algo no andaba bien. Desde donde yo estaba la podía ver abrazada a un soporte vertical, con su cabeza inclinada, ya muy cerca de la plataforma. Un segundo después un estampido cruzó por los aires. Las reverberaciones hicieron eco en las aguas.

Alguien nos disparaba.

—¡Emboscada! —gritó Jack.

Alejé mi horrorizada mirada de Rebecca, que estaba detenida en su marcha, y busqué a Chase, quien a su vez se encontraba en medio de la conmoción que reinaba a mis espaldas. Voces confundidas de hombres daban órdenes y contraórdenes a voz en cuello.

Tan agachada como pude corrí en dirección al bosque y arrojé la bolsa con el radio en mi carrera para ponerme a cubierto. Rat, lívido de pánico, me empujó en su precipitada carrera trocha abajo por donde habíamos llegado. Me lancé detrás de un árbol caído y de barriga intenté divisar algo bajo el follaje. Chase estaba al otro lado del claro, con la espalda recostada contra el tronco de un árbol. Tenía el arma lista, con la cara hacia el cielo, y me preparé para la posibilidad de que la MM nos hubiera encontrado y enviado sus bombarderos.

El follaje de las ramas no me dejaba ver bien el cielo que ya oscurecía. Las sombras eran largas y profundas, y jugaban con mi imaginación encendida.

Más disparos obligaron mi vista de nuevo a tierra.

Tres, en rápida sucesión: ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Rebecca gritó de nuevo. Sean, a gatas, intentaba acercarse a ella, pero era muy pesado: los tablones no dejaban de quebrarse a su paso.

—¡Aguanta! —le gritó.

Yo pesaba menos, yo sí la podría seguir. Tenía que ser yo.

Esforcé los ojos en busca de nuestros atacantes. ¿Serían soldados? Aquí, en los pantanos, era posible cruzarnos con cualquiera: remanentes de la evacuación, restos de refugiados, incluso de sobrevivientes. En la creciente penumbra nadie podría ver nada. Maldije la hora en la que a Billy le dio por disparar su arma al aire esa tarde. Les dio la ventaja a nuestros atacantes. Les indicó, a quienesquiera que fuesen, dónde estábamos exactamente. En el claro, nuestras pertenencias reposaban desperdigadas por el suelo. Billy estaba en el centro, hecho un ovillo, cubriéndose la cabeza con las manos. Jack se había resguardado tras los escalones que subían hacia los tablones quebradizos del paso elevado. Disparaba en dirección al pantano.

Los juncos se movían, y pequeñas ondas rizadas viajaban hacia la orilla.

Todo el pantano parecía rendirse a la brisa y hacía imposible saber dónde se escondían nuestros atacantes, pero por el ruido del agua era evidente que estaban cerca, a ocho o diez metros de distancia. Se acercaban.

Entonces, una sombra informe que se aferraba a un travesaño de apoyo bajo el puente surgió del borde de la plataforma y envolvió a Sean. Distinguí la figura de un hombre y algo metálico que brilló, pero antes de que pudiera gritar para advertir a Sean, se hundieron ambas figu­ras en el pantano y salpicaron agua. Hubo una lucha. El bulto turbio giraba y borboteaba hasta que por fin se detuvo. Sean no salió a flote.

Abrí la boca para llamarlo, pero no me salió la voz. Tomé aire, una, dos veces, y me puse de pie. Algo muy cerca me rozó zumbando, se incrustó en el barro que tenía justo delante de mí y me tambaleé hacia atrás. Examiné el suelo, pero solo pude ver una pequeña piedra gris.

Yo caí al suelo con fuerza. El cuerpo de Chase cubría al mío.

—Atrás —me gruñó al oído.

Escuché el grito de un hombre y bajo el brazo de Chase vi caer un cuerpo: Jack. Sorprendido, soltó el arma, que resbaló por el suelo en dirección mía. Jack cayó de costado, con un puñal clavado en la pierna. Enseguida, con un gesto de dolor antes de mostrar todos sus dientes, lo sacó, gruñendo y desgarrando su piel.

Oscurecía, para beneficio de la emboscada. El repicar hueco de juncos en el agua acompañaba el quebrar de ramas que oíamos a nuestra espalda en el bosque.

Dos, luego tres cuerpos en sombras saltaron de los arbustos sobre Jack, y lo tomaron por sorpresa. Nuestros asaltantes, envueltos en prendas oscuras y con los rostros cubiertos de barro seco, se confundían con la noche. Uno de ellos lo pateó con fuerza en la mandíbula y Jack cayó, atontado.

Estábamos rodeados.

Chase se levantó de un salto y corrió hacia el agua, donde, entre los arbustos a la orilla, arrastraban a una figu­ra que cojeaba. Me pareció entrever la camiseta azul estampada que más temprano le había visto puesta a Sean. Un instante después escuché un chapoteo, y luego vi a Sean buscando a gatas terreno seco.

El nombre de Rebecca se me escapó de la garganta, pero no obtuve respuesta.

Tomé a Jack del brazo e intenté arrastrarlo a los árboles, pero me resultó muy pesado. Desesperada, en cuatro patas, busqué su arma entre la arena con los dedos. Tenía que estar cerca. Yo la vi volar en esta dirección.

Alguien saltó sobre mí. Un segundo después, Billy gritaba de dolor.

Mis manos se aferraron a algo delgado y metálico. No era el arma… Era mi tenedor.

Entonces me detuve, bocabajo. Sentí el cañón romo de un arma contra la nuca. Un par de piernas a horcajadas que me atrapaban, con las botas a la altura de la cadera.

—De pie —me ordenaron.

Aferré el tenedor con fuerza. Las tripas se me helaron.

Un puño agarró el espaldar de mi camisa y me levantó como si no pesara más que un bebé, y el otro grueso antebrazo del hombre se ajustó bien bajo mi mentón, tanto que por un momento quedé sin aire. Una especie de marco blanco delineaba el entorno que podía ver. Respiré con dificultad.

—¡Deténganse! —gritó el hombre que me retenía en medio de la oscuridad; sin embargo, algo sofocaba sus palabras, ¿llevaría máscara? Noté que se encorvaba sobre mí. Debía ser cuarenta o cincuenta centímetros más alto que yo. Olía a rancio: a barro y cloaca.

Giré el tenedor en mi mano, puntas hacia abajo.

Poco a poco la escaramuza se detuvo. Mi captor debía ser el líder.

—¿Por qué nos siguen? —preguntó.

Me recosté contra él e intenté escabullirme hundiendo mi mentón bajo su brazo.

—¡Quítame tus manos de…!

Apretó con más fuerza.

—Sobrevivientes… —jadeé—. Estamos buscando… sobrevivientes… del bombardeo.

—Suéltala.

Aunque apenas si podía ver la sombra de Chase, sabía muy bien cómo sonaba el paso de una bala a la recámara.

Mi captor dio un respingo.

—Acércate más —dijo.

—¡Mátalo de un tiro! —gritó Jack con voz áspera—. ¡Mátalo de una vez! —resopló, como si le hubieran sacado el aire de un golpe.

Chase dio un paso adelante. El crujir de hojas al paso de sus botas casi me ensordecía.

—Suéltala.

No podía ver su cara y él no podía ver la mía, de manera que mi única esperanza era que Chase estuviera listo.

Alcé mi brazo y con todas mis fuerzas hundí el tenedor en la cadera del hombre. Con un gruñido de dolor el tipo me soltó, se echó atrás, y en esa fracción de segundo, Chase a su vez arremetió contra el hombre y rodaron por tierra.

Rodaron y se enzarzaron dando botes, como una argamasa oscura de sombras en una noche que se había tornado silente. Tras una poderosa inhalación, Chase fue arrojado al suelo a mi lado. En un primer momento pensé que lo habían herido, no se levantaba… no se movía. De repente, se sentó apoyándose en los codos, con los ojos abiertos como platos por la conmoción.

Enseguida, el hombre se levantó y vino a nosotros. Era más alto que Chase, y se agarraba la cadera con una mueca de dolor. Tenía la ropa y la piel cubiertas de barro. Los ojos eran dos pepas negras brillantes. En su mano tenía un destornillador, no un arma. Su puño se cerraba sobre el mango, con la punta chata expuesta.

Sentí que la sangre se apresuraba por mis venas. Me acuclillé, preparándome para dar un salto, y pude ver el tenedor aún clavado a un lado de su muslo, oscilando con cada movimiento de la pierna. Se lo sacó con un bufido y lo arrojó al suelo.

Con el envés de la mano quiso deshacerse del sucio pañuelo con el que se cubría la cara, pero le quedó colgando de una oreja. El parche de piel limpia que quedó expuesto brillaba de sudor.

Me quedé boquiabierta.

El tatuaje de una serpiente retorcida se extendía del lado derecho de su cuello y terminaba bajo su barbilla, y aunque habían pasado años desde la última vez que vi su rostro, era uno que nunca olvidaría.

—¿Me apuñalaste con un tenedor? —me preguntó el tío de Chase.

Tres (Artículo 5 #3)

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