Читать книгу Tres (Artículo 5 #3) - Simmons Kristen - Страница 8

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Capítulo 6

YO TEMBLABA JUNTO AL FUEGO, con las rodillas pegadas al pecho. El aire húmedo había tomado un regusto amargo y la ropa mojada se me pegó a la piel. Con el dedo del pie Chase empujó mis botas más cerca de las llamas y pude observar al lado opuesto a Jack, quien caminaba de un lado a otro. Diez metros detrás de él, en el bosque, habían en­terrado a Rat en una tumba poco profunda.

—Sean dijo que te encontraría por aquí.

Rebecca se sentó a mi lado, desplomándose los últimos quince centímetros mientras jadeaba. Colocó sus muletas entre nosotros, una línea plateada y sólida.

La madera húmeda crepitaba. Yo la observaba, con la esperanza de que pudiera repeler el frío dentro de mí.

—¿Fue horrible? —susurró después de un rato—. ¿Encontrarlo?

Miré en su dirección, y noté cómo evitaba a propósi­to mi mirada. Sentí que otra clase de frío penetraba profun­damente mi estómago.

—Fue terrible —le dije—. No se lo desearía a nadie.

Su pequeña boca se frunció.

—Al menos se terminó —dijo en voz baja.

—¿Para mí? —le pregunté—. ¿O para él?

Pensé nuevamente en ella cojeando por el paseo peatonal que pasaba sobre el turbio pantano. Si ella hubiera caído, era muy posible que no hubiéramos podido alcanzarla a tiempo. Tenía el presentimiento de que ella había sabido esto todo el tiempo.

Actuó como si no me hubiera escuchado, pero yo sabía que sí lo había hecho. Recogió unas cuantas briznas de hierbas, y una por una las hizo pedazos, mientras yo la miraba y trataba de sacarme de la cabeza la imagen de su pequeño cuerpo inmóvil en el agua tal y como había visto a Rat. La imagen de su pelo plateado a la luz de la luna, ondeando.

Yo quería preguntarle “¿Por qué lo hiciste?” y “¿Cómo pudiste hacerlo?”, y decirle que nunca, nunca más, volviera a hacer algo así. Pero no pude, porque sabía la razón por la cual lo había hecho, y eso me daba igual de miedo.

—Al amanecer volveremos al minimercado —anunció Jack, que interrumpió el flujo de mis pensamientos. Me di la vuelta y miré al lugar desde donde había hecho una pausa, y vi cómo el resplandor rojo de las brasas ensombrecía su rostro y le daba un aspecto peligroso—. Les dijimos que volveríamos en cinco días; mañana se vence el plazo.

No había forma de que pudiéramos llegar en un solo día. Quizá en dos, si no nos deteníamos para dormir, pero lo más probable es que fueran tres.

—Entonces regresa tú —dijo el anciano que había cocinado el jabalí. El pelo plateado le caía sobre las orejas y se lo mesaba con ansiedad—. No volveré allá. Nunca más.

—¿Qué hay de mi hermano? —preguntó una de las personas del grupo de Jesse, una chica larguirucha que creía que su hermano había sido uno de los heridos en el minimercado.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí. —Sean se detuvo junto a Chase—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Construir casas en los árboles? ¿Vivir de lo que nos dé la tierra?

Rebecca cambió de postura.

—Lo hemos estado haciendo bien de esta manera —objetó otro hombre del refugio. Su ropa estaba cubierta de mugre; debió haber hecho parte del grupo que nos atacó. Dirigió su mirada hacia el tío de Chase, como si esperara el respaldo suyo, pero no lo recibió.

Me llamó la atención que el rango superior de Jesse no había sido determinado por la edad; varias personas aquí eran mayores que él. Era más joven que la madre de Chase, quien apenas debía tener treinta y cinco años. Basados en las historias de una paliza que había recibido cuando se detuvieron junto a un árbol caído un tiempo atrás, yo no enten­día muy bien cómo se había convertido en su líder. No tenía el aspecto de alguien que quisiera estar a cargo de las decisiones más importantes.

—Parece que lo has estado haciendo de maravilla —dijo Jack—. Al menos Rat partió de este mundo antes de que pudiera enterarse de que sus compañeros hacían parte de la ceniza pegada a la parte inferior de sus botas.

Varias personas expresaron su desaprobación.

—Él lo eligió —dijo Jesse. Los otros se callaron—. No nos achaques eso.

—Tal vez solo te lo estaba achacando a ti —dijo Jack señalando a través de las llamas.

Jesse respiró con lentitud.

—No sería la primera vez.

Me puse de pie. Jack resopló incrédulo, mirando fríamente al tío de Chase.

—¿Cuál es tu plan? —Varios ojos curiosos se volvieron hacia mí.

Jesse avivó el fuego, tan relajado como siempre.

—Lo estás viendo. —Ni siquiera levantó la mirada.

—No podemos seguir huyendo. En algún momento se nos acabará la tierra firme. Por lo menos eso fue lo que aprendí en el colegio —dijo Sean.

—Por estos lados hay muchas ciudades vacías. Empezaremos de nuevo. Construiremos un refugio —dijo una mujer.

Billy soltó un bufido.

—Ustedes no tienen ninguna protección que sirva. Intentaron sacarnos con un par de pistolas y algunos cuchillos de cocina. Por si se te olvida, los soldados tienen bombas.

—¿Olvidarlo? —preguntó Sarah, levantándose del suelo—. ¿Cómo podríamos olvidarlo? —Se apartó de Billy, quien la miró alejarse mientras se rascaba la cabeza.

—Haremos que paguen por lo que hicieron —agregó Billy. Nuevamente esa extraña mirada se apoderó de él, igual a la de aquella vez en el bosque cuando disparó al aire. Como si la respuesta fuera tan clara como la luz del día y él no pudiera entender por qué nadie más se percataba de ello.

Yo lo entendía, aunque no estaba segura de que eso ayudara en algo. Mientras más trataba de enfocarme en nuestra situación actual, más deseos sentía de que la MM recibiera su merecido. Por el refugio. Por mi madre. Por cada uno de aquellos estatutos que nos habían empujado a todos a deambular por estas tierras salvajes.

—Esa es la actitud que necesitamos. —Jesse se rio bur­lonamente, e hizo que Billy, enojado, se encorvara sobre sus rodillas—. Te diré algo chico. Si encuentras la forma de unir a la gente, te apoyaré en lo que necesites.

—Necesitamos una ubicación permanente —inte­rrum­pió Chase—. Reagruparnos. Reabastecernos. Aquí no podemos traer a nuestra gente lastimada.

—Lo que necesitamos es enviar nuevamente un equipo. —Presionó Jack.

—Querrás decir reducir el equipo —dijo el anciano—. Llevar a los más fuertes de nosotros y dejar el resto para que se defiendan por su cuenta. Tenemos niños aquí, ya sabes.

Se pasó el pulgar por encima del hombro hacia donde tres niños dormían sobre la hierba.

La tensión creció sin cesar. Cada persona que hablaba intentaba poner al grupo de su lado y luego contraatacaba a los que no estaban de acuerdo. Las voces se elevaron y despertaron a una niña pequeña que comenzó a llorar. Pronto, otros estaban de pie, empujándose unos a otros y amenazándose. Todos menos Jesse, quien continuó mirando hacia el fuego, sin inmutarse.

—¿Qué va a pasar con Tres? —grité, lo suficientemente fuerte como para que los más cercanos pudieran escuchar. Algunos se detuvieron, mirándome con recelo, pero los chicos de Chicago refunfuñaron.

—Olvídalo de una vez por todas —dijo Jack.

—Tranquila. —La voz de Jesse retumbó en medio de la noche—. ¿Qué quieres saber de Tres, vecina?

Chase me miró y asintió levemente. Estaba pensando, al igual que yo, en la casa de la ciudad por la que habíamos pasado y en los suministros guardados en su interior.

Mis palmas se humedecieron. Ya no tenía nada de frío. La presión de sus miradas me calentaba considerablemente.

—¿Cuál Tres? —preguntó uno de los sobrevivientes.

Esto me pareció extraño. Los rumores que habíamos oído sobre Tres decían que tenían su base en el refugio, pero ninguno de los sobrevivientes, aparte de Jesse, parecía tener alguna noción de lo que estaba hablando.

Si la base de Tres estaba en otro lugar, es probable que siguieran activos. Es probable que todavía fueran capaces de combatir nuevamente. Por un momento, el enorme agujero que sentía en el pecho cada vez que pensaba en el refugio pareció cerrarse un poco. Solos, a duras penas podríamos hacer algo de daño a las defensas de la MM; pero con Tres, me parecía que teníamos una posibilidad real de interponernos en su camino.

—Encontramos suministros en la última ciudad en la que estuvimos —dije dubitativamente—. Yo… Nosotros… pensamos que tal vez alguien más podría haberlos puesto allí. Alguien que sobrevivió a la explosión.

La mirada de Jesse era incisiva, e inconscientemente me acerqué a Chase.

—Nadie más sobrevivió —dijo Sarah sombríamente.

—Hay rumores de un asentamiento en la costa —dijo finalmente Jesse.

Silencio absoluto.

—Son noticias viejas —continuó Jesse—. No estoy se­guro de que todavía esté allí. —Miró hacia delante, como hipnotizado por las llamas—. Mañana nos dirigiremos más al sur. Si no los encontramos en dos días, ustedes estarán en libertad de llevar a su equipo de vuelta al refugio. O lo que queda de este.

—¿Estaremos en libertad? —bufó Jack—. ¿Qué te hace pensar que…?

—¿En dos días? —interrumpió la chica cuyo hermano aún estaba desaparecido—. ¿Qué va a pasar con las personas que ustedes dejaron a su suerte? Mi hermano necesita…

—¿Qué piensas? —le susurré a Chase mientras los otros comenzaban a discutir nuevamente—. Se supone que para ese plazo ya habremos regresado.

Él asintió, al tiempo que con el pulgar frotaba un pliegue entre sus cejas.

—Pero si encontramos un asentamiento, eso podría significar alimentos, suministros médicos…

—Tres —dije. Él asintió.

—Tal vez encontremos a Tres.

Teniendo semejante sensación de culpabilidad por haber dejado atrás a los heridos, la perspectiva de encontrar a Tres era demasiado grande como para dejarla pasar.

—Que sean solo dos días —dije—. Si no hemos encontrado un radio para entonces, regresamos. ¿De acuerdo?

La mirada de Jesse se paseó entre Jack y Chase, y finalmente volvió a mí. Él no miró a su gente; tal vez ya sabía que seguirían su liderazgo.

—Está bien —dijo Jack.

—De acuerdo —dijo Jesse.

PARTIMOS AL AMANECER.

La mañana era muy parecida a las de los días ante­riores, solo que ahora no estábamos buscando canecas de basura vacías ni huellas, sino señales de un asentamiento permanente, y ya no éramos nueve, sino veintiséis. Pudimos dispersarnos y cubrir terreno con mayor rapidez. Con tantas personas con las cuales protegernos unos a otros, nos arriesgamos incluso a seguir la autopista que bajaba por la costa hacia Charleston, Carolina del Sur. Allí Rebecca y Sarah podían caminar con más facilidad, y Jack, que se estaba curando la herida de cuchillo en el muslo, podía cojear lentamente detrás de los demás.

Yo vigilaba a Rebecca lo más cerca que podía. Una suerte de intuición me impelía a no dejarla sola, y cada vez que ella se desprendía del grupo, yo estaba allí, haciéndole compañía. Si se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo, no dijo nada al respecto.

Jack y algunos de los otros del grupo de Chicago se juntaron en la parte posterior. Sus susurros no pasaron desapercibidos para mí. En más de una ocasión en que me acerqué, sus conversaciones terminaron abruptamente. Me preocupaba que no fueran a cumplir su palabra —que trataran de tomar el control o simplemente que desaparecieran—, y después de la forma en que nos habían recibido los supervivientes, no podríamos arriesgarnos a más disensiones. El silencio me destrozaba los nervios. El recorrido de hoy había sido tranquilo, pero sentía un hormigueo en la base del cuello. Tenía la impresión de que estábamos siendo observados.

A primera hora de la tarde, el vigoroso aroma de las naranjas nos condujo a un bosquecillo abandonado. Los árboles estaban cargados de frutas, y sobre la hierba, se veían los restos podridos de las que habían caído.

No éramos los únicos inquilinos. Ardillas, ratones, ciervos y gatos huyeron cuando nos acercamos. En el firmamento, los halcones volaban en círculos. Cazadores, mirándonos desde arriba.

Chase había pasado la mañana haciendo un reconocimiento del recorrido, pero me encontró una vez que nos detuvimos. Cuando se acercó, me hice la ocupada recogiendo naranjas, sin dejar de mirar a Rebecca, que dormitaba bajo un árbol. En medio de nuestra búsqueda, había logrado apartar de mi mente lo que sucedió la noche anterior con Rat y lo que había sucedido antes en el bosque. Pero ahora estos recuerdos flotaban entre los dos, pesados e imposibles de ignorar.

Chase se paró justo más allá del árbol, jugueteando con algo en su mano, como si esperara que yo lo detuviera. Cuando lo hice, aspiró velozmente, como a punto de zambullirse en agua fría; luego se acomodó bajo la sombra y tuvo que ajustar su posición hasta que encontró un lugar donde pudiera estar de pie sin golpearse la cabeza con las ramas.

—Lo siento —dijo.

—¿Por cuál de todas las razones? —No quise sonar sarcástica, pero las palabras de todos modos salieron de esta forma. Cuando se dejó caer sentado, puse a mis pies las naranjas que había recogido y limpié sobre el jean el zumo impregnado en las manos.

—El momento en que me comporté como un idiota —dijo aclarándose la garganta—. No quiero asustarte. Nunca.

Abrió la mano, y en su palma había una flor amarilla, parecida a una rosa, pero más pequeña. Cuando lo miré, abrió mi mano apretada y la depositó en ella.

Toqué los tiernos pétalos, aquellos que habían sobrevivido a su mano. La mayoría estaban doblados o partidos, pero seguían siendo hermosos. Algo revoloteó en mi interior cuando imaginé el momento en que él la encontraba y me la traía.

—Me parece que estoy destrozado —dijo sin levantar la mirada.

Me acerqué a su lado. Sentí que su tristeza se expandía sobre mí.

—Todos estamos destrozados —dije—. Simplemente tenemos que ayudarnos el uno al otro a salir de este hueco y recomponernos.

Mi mano, que sostenía laxamente la flor, descansó en el centro de su pecho, y la flor quedó apretada en medio de los dos. Chase se inclinó, con su frente tocando la mía. Sus ojos se cerraron.

—¿Qué pasaría si ya estoy muy lejos?

—Que te encontraría —dije—. Te traería de vuelta.

ME CONTÓ SOBRE LA PRIMERA VEZ que tuvo que robar comida, y los días después de que Jesse lo dejara en medio de las ruinas.

Historias de la guerra. Al principio no me soltaba la mano y me miraba con cautela, esperando que le indicara que no lo hiciera, pero después de un rato las palabras comenzaron a fluir con mayor libertad, y mientras nos dividíamos una naranja también me dijo cosas divertidas, sobre profecías del día del juicio final y los juegos de cartas de toda una noche que había jugado con los otros niños en los campamentos de la Cruz Roja. En poco tiempo, habíamos pelado otra naranja, y luego una tercera. Nos reímos cuando Sean apareció por entre las ramas. Me puse velozmente de pie, dándome cuenta de que había perdido la noción del tiempo.

—¿Has visto a Becca? —El pelo de Sean apuntaba en di­ferentes direcciones, como si se lo hubiera estado halando.

Me abrí paso a través de las ramas hacia el callejón entre las hileras de árboles, con el miedo enrollándose en mi estómago. Apenas un minuto atrás Rebecca había estado durmiendo aquí, pero en mi distracción se las había arreglado para desaparecer. Por la expresión de la cara de Sean, no tuve que preguntarle qué estaba pensando. Yo no era la única persona que había tenido un mal presentimiento desde lo que ocurriera en el puente.

—No puede estar demasiado lejos —dijo Chase—. Apenas hace unos minutos estuvo aquí.

Me consoló sobremanera saber que él también la había estado vigilando.

Sean echó la cabeza hacia atrás y se quejó.

Nos separamos, cada uno tomando una dirección diferente a través del bosquecillo. Detrás de mí, todavía podía escuchar a los demás en nuestro grupo, pero cuanto más profundo me adentraba en la arboleda, más se silenciaban sus voces. Pronto, lo único que podía escucharse era el canto de las aves y el crujido de las ramitas y hojas caídas bajo mis pies.

—¿Rebecca?

Un movimiento repentino a mi izquierda me sobresaltó. Me enredé, los zapatos resbalaron sobre un trozo de fruta negra y podrida, y perdí el equilibrio con una rama que colgaba a poca altura. Cuando volví a mirar, lo único que había era la base color marrón grisáceo del árbol, y una muleta de metal apoyada en ella.

—¿Rebecca?

Mis palabras quedaron amortiguadas por la densa vegetación. Agarré esa única muleta, buscando cualquier señal de Rebecca.

Un ruido detrás de mí me hizo dar la vuelta como un trompo y me encontré mirando a un niño cuyo rostro estaba cubierto de barro y estaba medio oculto bajo una salvaje maraña de pelo marrón. Su atuendo era extraño: no llevaba camisa ni zapatos, y alrededor de sus caderas colgaba una falda plisada que se detenía justo por encima de sus huesudas rodillas. Él no era uno de los sobrevivientes. No tenía idea de dónde venía.

—Hola —dije.

No respondió. Se quedó mirándome fijamente, con los ojos como platos, como si yo lo estuviera forzando a abrirlos lo máximo posible.

—¿Qué edad tienes? —Era una pregunta estúpida, y no estaba segura de por qué la hice.

Extendió sus manos, indicando el número siete. Mis cejas se enarcaron. Le habría puesto, al menos, doce años.

—¿Dónde está tu familia? —le pregunté.

Sus ojos se posaron más abajo, hacia la abrazadera plateada de Rebeca que yo todavía llevaba agarrada. Inmediatamente me puse de pie, dándome cuenta de que probablemente tenía el aspecto de alguien que se disponía a asestar un golpe.

—Es de mi amiga. ¿La has visto? —Toqué mi pelo—. Ella es rubia. Tiene pelo amarillo. Ella es de más o menos mi estatura.

Él se dio la vuelta y se echó a correr.

—¡Oye! —Salí tras él, y me adentré en los árboles. Al ser este su territorio se movía con toda seguridad y muy pronto ganó distancia. Finalmente, me detuve, con la frustración hirviendo en mi interior. Podría jurar que cuando le pregunté por Rebecca hubo un parpadeo de reconocimiento en su rostro, y no era invento mío.

Una rama se rompió justo detrás de mí y me volví. De mi garganta brotó un pequeño alarido de sorpresa cuando otros dos chicos, sin camisa y manchados de barro como el otro, me arrojaban algo. Tratando de bloquear lo que fuera que me arrojaban, solté la muleta y en cuestión de segundos, mis brazos y mi torso quedaron atrapados. Cuando me eché hacia atrás, ellos dieron un tirón y caí de bruces.

Había quedado atrapada en una red, como si fuera algún animal. La sentía retorcerse alrededor de las piernas; cuanto más luchaba, la cuerda más me apretaba y me cortaba en el cuello y la cara.

—¡Qué hacen! —grité—. ¡Déjenme ir!

Los dos muchachos juntaron el extremo de la red sobre sus hombros, se dieron media vuelta y procedieron a arrastrarme sobre un terreno lleno de montículos. El olor a podredumbre y tierra húmeda se metió de lleno en mis narices en el instante en que di la vuelta y la cara entró en contacto con la tierra. Entrecerrando los ojos, miré hacia arriba y vi al chico al que había estado persiguiendo y que ahora mantenía el ritmo a nuestro lado. Me sonrió con dientes amarillos y torcidos. Giré para tratar de darle un puntapié, pero lo único que logré fue dar una nueva vuelta.

—¡Auxilio! —grité—. ¡Auxilio!

Los dos chicos que me halaban se detuvieron. Eran mayores, tal vez de unos trece años, y demacrados. Sus costillas se pegaban a la piel, y se notaba un hueco hondo en el lugar donde quedaban sus vientres. Ambos llevaban los mismos desteñidos pantalones amarillentos, destrozados en los extremos, y demasiado apretados. Tenían atadas a su cabello toda una variedad de plumas.

El chico de la derecha retrocedió y me dio una patada en el costado. Los brazos se me habían atorado en la red. Ni siquiera podía protegerme. El aire salió expulsado de mis pulmones y jadeé intentando recuperar el aliento.

—Cállate —dijo.

No me llevaron lejos. Pronto escuché otras voces: la estridente orden de Rebecca para que la soltaran y la de otro chico diciéndole que no se moviera.

Me soltaron frente a mi antigua compañera de cuarto, que estaba sentada con las rodillas en alto en medio de un angosto claro entre dos hileras de árboles. Su rostro estaba tensionado por la furia. Me obligué a levantarme, pero solo logré apoyarme en los codos, pues la red me había dejado los brazos atados a mis espaldas. Un segundo después, alguien fue arrojado encima de mí, y una vez más me quedé sin aire de golpe.

—¡Sean! —gritó Rebecca en el momento en que él cayó rodando. Sean se frotó la sien, por donde corría un hilo de sangre.

—Malditos —refunfuñó. Ahora había tres más. Ocho, contando a los que habían estado aquí con Rebecca.

Detrás de nosotros se produjo una discusión. Me di la vuelta para ver a Chase rodeado por otros cinco chicos salvajes, todos apuntando lanzas hechizas en su dirección. La mirada en su rostro era una mezcla de confusión e irritación. Cuando me vio, sus ojos se ensombrecieron, y un gruñido le contrajo los labios. Intentó acercarse, pero uno de los chicos le dio una patada detrás de las rodillas, y con un quejido cayó hacia delante.

—Por favor, dime que todavía tienes un arma —dijo Sean.

Algunos de los chicos se habían reunido entre nosotros, jadeando de alegría y chocando entre sí las palmas. A juzgar por la expresión de Chase, el arma de fuego había llegado a las manos equivocadas.

Se escuchó un disparo, un fuerte estruendo que resonó entre los árboles. No era el restallido de una pistola, sino algo más grande y poderoso, proveniente de la dirección en la que habíamos entrado al bosquecillo: donde los otros del grupo se habían detenido a descansar.

No recordaba que ninguno de los sobrevivientes tuviera un rifle.

A nuestro alrededor, los chicos se habían quedado congelados y apenas si respiraban, todos mirando en la dirección de donde había venido el sonido. Al segundo disparo, salieron corriendo, con pasos tan silenciosos como si hubieran alzado vuelo.

Los cuatro nos quedamos solos en el bosquecillo.

—Esto no tiene buena pinta —dijo Sean.

Los oídos me zumbaban mientras luchaba por liberarme de la red. Lo que fuera que había asustado a los chicos todavía estaba aquí. A lo lejos, se filtraban entre los árboles gritos de confusión, una inquietante advertencia del peligro que se agazapaba más allá de nuestra vista.

Chase llegó donde me encontraba y liberó mis piernas. Hice una mueca cuando las delgadas cuerdas se ajustaron alrededor de la parte superior de mi cuerpo. Procedió a romper la red con los dientes, hasta que finalmente pude escabullirme. Me palpé las tirillas de la piel, en jirones como si hubieran sido parte de una telaraña gigante, y miré por el callejón en busca de señales del autor de aquellos tiros.

—Fueron los sobrevivientes, ¿no es cierto? —preguntó Rebecca nerviosa.

Chase me dirigió una mirada sombría. “Era alguien más”.

Sean había estado ayudando a Rebecca a levantarse, pero se detuvo de repente y la dejó caer al suelo. Rebecca se aferró de las pantorrillas de Sean, esforzándose por ver qué había llamado su atención.

Seguí la mirada de Sean. Por encima del hombro de Chase, algo negro y metálico brillaba en una franja de luz que se vislumbraba entre los árboles.

El cañón de un rifle.

—Chase —susurré.

Cuando Chase se dio la vuelta, me puse de pie lentamente, hombro con hombro con Sean. Del otro lado mío Chase se puso de pie, de espaldas a mí. La pretina de su pantalón, donde cargaba una pistola standard de la OFR, estaba vacía. Maldije por lo bajo a estos niños.

Las hojas a mi izquierda crujieron, y un hombre vestido con una túnica ancha y curtida y pantalones cortos salió a la luz. Estaba más limpio que los niños, tenía pelo rojizo pulcramente recortado y era lo suficientemente mayor como para ser el padre de todos ellos. Llevaba una escopeta apoyada sobre el hombro, que apuntaba hacia nosotros cuatro.

Luego aparecieron de todas partes. Hombres. Muje­res. Una docena. Dos docenas. Más. Algunos iban a caballo. Formaron una circunferencia a nuestro alrededor y se apre­taron entre nosotros de tal forma que Chase, Sean y yo quedamos encerrados en un triángulo alrededor de Rebecca.

—Debimos habernos quedado en el reformatorio —murmuró Sean detrás de mí.

Tres (Artículo 5 #3)

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