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CAPE MAY

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Solían ir a Cape May más o menos cada dos años, sobre todo para avistar aves, en el observatorio de aves que hay allí. Fueron tres veces, una en primavera y dos en otoño, antes de que ella estuviera demasiado enferma como para poder ir. No era algo que a él le gustara mucho hacer: quedarse parado en la playa, durante un par de horas, a la mañana y a la tarde, a veces cuando hacía frío, tratando de encontrar aves con los binoculares que le había comprado. Además, arrastrar su silla de ruedas por la arena hasta el lugar desde el cual quisiera ver los pájaros, y luego arrastrar la silla de vuelta hasta el camino asfaltado, en ocasiones con la ayuda de uno o dos observadores de aves. A ella no le importaba el frío, o decía que no le importaba. Él la arropaba en su manta afgana para cubrirle bien el pecho, le envolvía los hombros y el cuello con su chalina de angora, le bajaba el gorro de lana sobre las orejas y le ponía los guantes. “¿Estás bien calentita?”, o algo así le decía, y ella contestaba: “Ahora sí. Gracias. Así que vayamos a encontrar un ave que nunca hayamos visto”. Siempre había montones de observadores de aves en la playa, no importa cuánto frío hiciera, algunos con binoculares que parecían carísimos y otros con sofisticados telescopios montados sobre trípodes, todos apuntados en diferentes direcciones. Allí todos eran muy amigables y gentiles y la mayoría parecían saber mucho sobre las aves que venían a observar y fotografiar. Algunos le preguntaban si quería mirar a través de sus telescopios; los tenían enfocados en el nido de un pájaro, o en un pájaro entre las ramas de un árbol o escondido en la maleza, a veces a decenas de metros de distancia, sin duda lo suficientemente lejos como para que no pudiesen ser vistos sin un telescopio o unos binoculares de largo alcance, cosa que los suyos no eran. No cree que ella haya visto nunca un ave a través de esos telescopios, cosa que él sí, varias veces. Primero, porque veía mal a causa de la esclerosis múltiple. Y además, como estaba sentada en una silla de ruedas, normalmente no conseguía poner su ojo lo bastante cerca de la lente como para poder ver. Hubo incluso un par de observadores que sacaron el trípode y sostuvieron el telescopio junto al mejor de sus ojos –así es como lo dirá él, porque no se acuerda si era el izquierdo o el derecho–, pero nunca lograban mantenerlo lo suficientemente quieto como para enfocarlo en lo que se proponían que ella viese. Él ni siquiera cree que alguna vez ella haya visto un ave a través de sus propios binoculares. No podía sostenerlos, así que él se los sostenía cerca de los ojos, pero nunca lograba apuntarlos o enfocarlos correctamente para ella. Aun así, a ella le gustaba estar en la playa o en la plataforma de observación, con todos esos avistadores serios. Y cada cierto tiempo un pájaro pasaba volándoles cerca: uno que nunca habían visto alrededor de su casa o en el vecindario, por donde solían dar paseos para avistar aves, y ni siquiera en Maine, adonde pasaban dos meses todos los veranos. Entonces alguien gritaba qué clase de pájaro era y después le contaba –o se lo contaba algún otro, o bien ella misma lo buscaba en el libro de aves que siempre llevaba consigo a la playa– cuáles eran las marcas que lo identificaban u otras cosas acerca de él, para que la próxima vez pudiera reconocerlo por sí misma. Pero en Cape May tenían, o al menos él los tenía con ella, algunos de sus momentos más felices juntos. No en el observatorio de aves sino en un restaurante al que, una vez que lo descubrieron, iban a cenar todas las noches durante sus viajes a Cape May. Lo encontraron de casualidad o buena suerte o destino, lo mismo da. La primera vez que fueron a Cape May no consiguieron reservar habitación en ninguno de los hoteles de la ciudad. Todos estaban completos esa semana, debido a una convención, y los hostales, que tenían un par de habitaciones disponibles, quedaban en viejos edificios en los que había que subir varios escalones para llegar hasta la entrada y más escalones o escaleras en el interior. Ellos siempre llevaban su rampa portátil en viajes como esos, pero solo servía para tres escalones como máximo. Además, en esos hostales, le dijeron los dueños por teléfono, el baño era demasiado chico para mover una silla de ruedas dentro de ellos. Así que, como era temporada baja, el alojamiento más cercano a Cape May que pudieron conseguir fue un motel de cuatro pisos a unos quince kilómetros. Era un lugar muy feo, con una fachada rosada y un enorme letrero de neón en el frente, y muebles de mal gusto adentro. Pero tenía ascensor hasta su piso, una kitchenette para preparar el desayuno y una ducha especial para sillas de ruedas en su habitación, lo que los sorprendió –ni siquiera había una de esas en algunos de los mejores moteles y hoteles en los que se habían alojado–, y eso, junto con el lugar reservado para discapacitados en el estacionamiento gratuito, hizo que volvieran a ir a ese motel las dos veces siguientes. Lo que está diciendo es que si la primera vez que fueron hubiesen conseguido reservar una habitación adecuada en un hotel de Cape May, sin duda habrían caminado hasta algún restaurante cercano –había unos cuantos abiertos– y no se habrían topado con este en las afueras de la ciudad. Iban en el auto desde el motel en dirección a Cape May, la primera noche, buscando un restaurante donde comer, y vieron el cartel de ese lugar junto al camino. “Creo que deberíamos echar un vistazo”, dijo él, y ella: “¿Qué podríamos perder?”. Tomaron una ruta secundaria. El estacionamiento del restaurante estaba casi lleno. Si no hubiesen tenido las placas de discapacidad no habrían conseguido lugar. “Buena señal”, dijo él. Miró el menú, le gustó lo que vio, volvió para sacarla de la camioneta y entraron. Era un lugar enorme –probablemente tuvieran capacidad para ciento cincuenta comensales a la vez– con una amplia recepción donde esperaron que los llamaran a su mesa. Estuvo colmado cada vez que comieron allí, y siempre tuvieron que esperar un cuarto de hora o más, lo que no les molestaba. En la recepción había varias mesas de bufé, una con cócteles de camarón y croquetas de cangrejo, otra con varias clases de ostras en sus valvas, recién desbulladas, y una tercera con martinis y manhattans. Ella adoraba las ostras, acaso más que cualquier otra comida. Aunque no entendía cómo alguien podía comerlas crudas, a él, fritas, le gustaban. Se sirvió media docena de ostras para ella y un martini para él, y se sentaron junto a una mesita auxiliar, o eso parecía, y ella comió y él bebió. “¿Seguro que no quieres una?”, dijo ella: “cinco son suficientes para mí”. “Definitivamente”, dijo él, “¿quieres un trago de mi martini? Está delicioso; simplemente, la mezcla justa”. “Sabes que odio su sabor”. “Pensé que debía ofrecerte, y lo mismo me pasa a mí con tus ostras. ¿Qué tal están?”. “Las mejores que comí jamás”. Después de tragar cada una –antes, él debía exprimir una rodaja de limón sobre cada ostra y acercársela con ese tenedor pequeño que te dan para eso, sosteniendo la concha por debajo, hasta que estuviese dentro de su boca–, ella tenía una gran sonrisa casi arrebatada y decía “Ummm… ummm…”, y tal vez, después de la segunda o tercera ostra: “No sabes lo que te estás perdiendo”. “Sé lo que me estoy perdiendo y no lo lamento. ¿Alguna vez te conté de cuando me comí una ostra cruda entera, en el restaurante de pescado de Oscar, en la Tercera Avenida, y toda la noche pensé que me iba a morir envenenado? Mucho antes de que nos conociéramos. Diez años antes tal vez. Mi padre estaba en el hospital –el Mont Sinai– y mi madre y una de mis hermanas y yo acabábamos de volver de visitarlo”. “No entres en más detalles sobre eso. No quiero arruinar mis ostras. Sobreviviste. Agradezco poder decirlo. Y no porque no habríamos venido aquí y yo no estaría disfrutando tanto de estas ostras hoy. ¿De qué clase dijo que eran, el embullador?”. “Algún nombre indígena local. Un montón de sílabas, muchísimas vocales. Pero está bien, no diré nada más sobre mi mala ostra. Come. Disfruta. Para eso estamos aquí”. Así que era esa sonrisa de deleite total, que ella siempre tenía mientras comía ostras en ese restaurante –del nombre tampoco se acuerda, pero piensa que podría encontrarlo en internet si quisiera–, lo que hacía que el viaje valiera la pena para él. Los ummmms. El aire de completa satisfacción. Que estuviera tan feliz, sentada en su silla de ruedas en la recepción, sonriendo después de que le diese de comer cada ostra, y él diciendo: “Me alegra tanto que lo disfrutes. Mucho, realmente. A veces me parece que solo vivo para hacer que disfrutes cosas y seas feliz”. “Eres muy dulce”, dijo ella un par de veces, después de oírle decir eso. “Y tú eres hermosa”, dijo él la primera vez. “Sé que se supone que las ostras, y no puedo asegurarte que suscriba esa noción, son afrodisíacas, pero soy la única que las está comiendo. ¿Seguro de que no te gustaría comer la última?”. “Ni lo pienso. Y no la necesitaré, si eso es lo que quisiste decir. ¿Quieres que esa sea la última, o busco media docena más, tal vez de alguna otra clase?”. “Seis es más que suficiente para mí. Nos espera toda una comida. Y después de ver lo que hacen con las ostras, estoy segura de que la cena será grandiosa. Mañana. Tal vez mañana deberíamos venir a cenar otra vez aquí. Y pasar un rato en esta área de espera, aunque nos digan que nuestra mesa ya está lista, y tú tomarás tu martini y yo mis ostras. Y la próxima vez que vengamos a Cape May a ver los pájaros –y debemos volver: la estamos pasando demasiado bien–, vendremos de nuevo aquí y nos serviremos las mismas cosas. O yo probaré tres ostras de una clase y tres de otra, y tal vez tu pruebes uno de sus manhattans”. “Me parece bien. Me gustan los dos, ¿y por qué ir a alguna otra parte? Este lugar es lo mejor que hay, y me encanta esta sala, y mirar a las demás personas que esperan, y todo lo que hay alrededor. Las cosas que tienen en las paredes. Tu embullador personal. Todo”. “¿Y el martini es así de bueno, también?”. “Me tomaría otro”, dijo él. “Por lo rápido que lo despaché –y la copa es tan grande, además–, puedes darte cuenta de lo mucho que me gustó, pero quiero tomar vino con la comida y poder manejar de vuelta al motel”. “Ojalá yo todavía pudiese manejar. Entonces podrías beber todo lo que quisieras”. “No te preocupes por eso”, y levantó el tenedor para ostras y ella sonrió y asintió, y él le dio la última ostra. Después le tomó la mano y con la otra bebió lo que le quedaba del martini, y dijo: “Cape May es un lugar genial. Quiero decir, todavía no hemos visto mucho, pero la verdad es que parece serlo. Aunque si no fuera por este restaurante, no sé”. “Me alegro de que me guste tanto observar aves y de haber propuesto venir aquí”, dijo ella. Así que fueron a Cape May otras dos veces. La última vez, ella renunció a llevar los binoculares. Tampoco llevaron la rampa portátil. Descubrieron que no la necesitaban. Fueron a cenar al mismo restaurante todas las veces. Con eso suman seis las veces que esperaron en la recepción. Ella siempre pidió media docena de ostras en su valva, a veces tres de dos clases diferentes y otras veces todas de la misma clase. Él una vez tomó un manhattan, pero no le gustó cómo lo habían preparado. Demasiado dulce. Las otras veces tomó siempre un martini, puro con una aceituna y cáscara de limón, y hecho con la mejor ginebra inglesa que tuvieran, o con vodka ruso o sueco. Algo así como un año después de la última vez que fueron, él le dijo: “¿Te gustaría ir un par de días a Cape May el mes que viene?”. Ella respondió: “Tal vez tendríamos que abstenernos esta vez. Siempre hacemos lo mismo, vamos al mismo lugar, así que mejor probemos algo diferente, o algún lugar al que no hayamos ido en mucho tiempo”. “Ah, pero ese restaurante, del que siempre me olvido el nombre. Cómo lo extrañaría. A esta altura lo encontraríamos con los ojos cerrados, y no tenemos que hacer una reservación, porque la verdad es que nos gusta esperar en esa recepción hasta que se libere una mesa”. “Es un lugar maravilloso”, dijo ella, “pero deberíamos ir a Chincoteague al menos una vez, y cenar en ese restaurante de pescado sobre el mar, que siempre nos gustaba. El que está conectado con una tienda de conchas marinas. Y podemos hacer una o dos escapadas a la reserva natural del parque nacional, y ver los pájaros ahí. Probablemente tengan los mismos pájaros que en la playa de Cape May; parte de la misma ruta migratoria, ¿no?”. “De acuerdo”, dijo él. “Llegar nos llevará más o menos el mismo tiempo, tal vez un poquito más, pero el camino es igual de fácil, ¿y el observatorio de aves de Blackwater no queda de camino? El restaurante que mencionaste no es tan bueno como el de Cape May, ni es tan divertido ir. Pero tienes razón. Hace bastante tiempo que no vamos a Chincoteague, y siempre la pasábamos bien ahí. Tal vez, desde la última vez que estuvimos, haya en la ciudad un lugar nuevo para comer mariscos, mejor que aquel al que solíamos ir, y que tenga ostras que te resulten tan deliciosas como las que preparan en el de Cape May”. “Tal vez”, dijo ella. “Las ostras de Chincoteague. Las del restaurante de Cape May eran casi mis favoritas, pero ningún local de ostras estaba en plena temporada las veces que fuimos a Chincoteague”. “Entonces es lo que haremos, el mes que viene, durante un fin de semana, o dos días en medio de la semana, en el motel más cercano al mar… el Retreat o algo así, me parece que se llamaba. Ese con la piscina cubierta calefaccionada que me gustaba bastante, e instalaciones aptas para discapacitados, casi tan buenas como las que tenía el motel horrible de Cape May. Pero me parece que se llama The Refuge, no Retreat. Tendría sentido, en esa área, para un motel tan cercano al refugio de vida silvestre del Parque Nacional. The Refuge Inn; así se llama exactamente. Ahora ya sé lo que tengo que buscar cuando haga la reservación”. Pero ella estuvo muy enferma el mes siguiente, y también muy enferma algunas veces durante el siguiente año, y no fueron nunca.

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