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LOCO

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Tuve un sueño. En el sueño llevo a mi esposa en su silla de ruedas por una angosta calle de Nueva York. El barrio chino, durante la hora del almuerzo. Edificios de cuatro o cinco pisos, montones de pequeños restaurantes, veredas atestadas y gente que camina apresuradamente. “Disculpen, disculpen”, les digo a unas personas delante de nosotros. “Mejor tengan cuidado, no quiero chocarlos”. No tengo idea de adónde voy. Solamente empujo. Mi mujer va sentada en silencio, mirando hacia delante.

Entonces la escena cambia a una calle del lado este de Nueva York. En la calle 40; cerca de East River. No una calle sino una avenida: Primera o Segunda o Tercera. Las veredas son anchas y otra vez abarrotadas. La hora del almuerzo. Gente que camina muy rápido. A pesar de los edificios altos a ambos lados de la avenida, muchísimo sol. “Estamos en el distrito Gravlax”, le digo a mi esposa. “¿Me oyes, con todo este ruido? El distrito Gravlax. Yo solía venir por aquí únicamente para ir a alguna churrasquería o a un cine de arte” Dejo de empujar y miro alrededor. “Tanta gente”, digo, dándole la espalda. “Las calles nunca están así de atestadas donde vivimos nosotros. Ni el tráfico. Es excitante, ¿no te parece?”. Cuando vuelvo a girar, ella y la silla de ruedas han desaparecido. Retiré mis manos de las manijas de la silla de ruedas, algo que casi nunca hago cuando voy con ella por la calle y estamos en movimiento, ni siquiera cuando estamos detenidos pero hay gente que se mueve alrededor. ¿Adónde puede haber ido? Ella no se iría sin siquiera decirme algo. Debió estar en un apuro, probablemente para hacer pis. Se levantó, me dijo adónde iba y para qué –muy probablemente a un restaurante para usar el baño–, pero yo no la oí debido al ruido de la calle, y luego empujó la silla de ruedas hasta ahí, o bien hizo rodar la silla hasta ahí pero sentada en ella.

Estoy en una esquina y veo un restaurante por la misma calle, unas pocas puertas más allá. Corro hasta ahí y le digo al hombre detrás del mostrador: “¿Ha entrado una mujer en silla de ruedas durante el último minuto más o menos?”.

“¿En silla de ruedas?”, dice. “No habría podido hacerlo. Hay que subir tres escalones hasta nuestra puerta”.

Corro más lejos hasta un parque que hay al final de la calle. ¿El parque Jacob Riis? ¿Llega hasta aquí ese parque? Como sea, un parque que bordea el río. Tal vez haya pensado que había un baño público en algún lugar por aquí, así que echo un vistazo. Abby no está. Sería fácil de ver, además, porque estaría en la silla de ruedas o empujándola. No puede caminar sola. Ningún edificio público cerca, tampoco. Solo un área de juegos rodeada de césped y de árboles.

Corro por la misma vereda dando la vuelta a la manzana. Miro a través de las puertas de entrada de todas las casas de piedra rojiza de ese lado de la calle, como lo hice del otro lado de la calle cuando corrí hasta el parque. Al fondo de un corredor sombrío veo lo que me parece una silla de ruedas volcada. Oh Dios mío; ¿está sobre ella? Toco todos los timbres, me abren con la chicharra. Corro a lo largo del pasillo. Es un cochecito de bebé que está volcado, no hay nadie debajo de él.

Corro a la avenida donde la vi por última vez, hago una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar, Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. La gente me mira como si estuviera loco. “Estoy buscando a mi esposa”, digo. “Estaba aquí, en su silla de ruedas; y ahora no está”. Vuelvo a gritar: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. Sigo gritando esas palabras mientras la busco con la mirada en todas las direcciones. Es mejor esperarla aquí que correr alrededor buscándola. Si viene a este lugar y yo no estoy, podría no saber qué hacer para encontrarme. No la veo, ni a nadie en silla de ruedas. La calle sigue muy concurrida y ruidosa. Y ahora oigo música, es música sinfónica que viene de alguna parte, y el volumen está tan alto que no podré gritar por encima de ella.

Me despierto. La música viene de la radio encima de mi mesita de noche. Estaba escuchando en la oscuridad la señal de música clásica cuando me quedé dormido. Pienso en el sueño. Al principio estábamos en el Barrio Chino y después en el lado este, en la 40. Tengo que ir ahí. Tengo que encontrarla. Esto es completamente loco, lo sé.

Manejo hasta la estación de tren, estaciono el auto en el garaje subterráneo y compro un pasaje de ida y vuelta a Nueva York. Cuando llego, voy derecho al Barrio Chino. Aunque no sé muy bien cómo llegar allí. Hace cinco años que no voy a Nueva York, mi ciudad natal y la de Abby. El distrito se angosta en el extremo sur, cerca de donde está el Barrio Chino, así que basta con tomar cualquier subterráneo hacia el sur y bajar en Worth Street o en Canal Street o en Chambers, lo que aparezca primero. Tomo el subte y me bajo en Houston Street –me había olvidado de Houston– y pienso que estoy cerca del Barrio Chino, pero resulta ser una caminata larga. Tengo hambre… salí de casa tan apurado que no comí nada, y en el tren no había coche comedor. Debería parar en cualquiera de los pequeños restaurantes que hay por aquí y sentarme ante la barra y pedir un tazón de sopa y un plato de fideos, pero no quiero perder el tiempo de buscarla.

Camino por todo el Barrio Chino. Pienso que cubro hasta la última manzana. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero pensé que podría encontrarla por aquí, o que al menos había alguna chance. No quiero que esté perdida. Se sentirá triste, asustada, incluso aterrorizada tal vez. Así de vulnerable se ha vuelto. Solía gustarle ir sola a lugares –incluso a países lejanos– en los que nunca había estado o a los que no había ido en mucho tiempo. Pero ya no desde que se enfermó tanto. Ella me necesita. Una vez dijo que yo la mantengo con vida. No me lo dijo a mí sino que lo escribió, hace cuatro o cinco años, en uno de los cuadernos suyos que encontré. “Phil me mantiene con vida. ¿Qué hacer?”, y le puso fecha: 6 de octubre; no recuerdo el año exacto. Renuncio a buscarla en el Barrio Chino. El único otro lugar adonde ir es la 40 Este. Tal vez allí la encuentre. Puesto que fue el último lugar donde la vi, es allí donde primero debí haber ido.

Tomo el subte hasta Times Square, y después el ómnibus de enlace que tiene una sola parada, desde ahí hasta la avenida Lexington y la calle 42. Subo y camino por la calle 42 hasta la Primera Avenida. Recorro la Primera Avenida hasta la calle 34, luego la Segunda Avenida hasta la calle 42, luego la Tercera Avenida hasta la Calle 34. Después camino a lo largo de todas las calles laterales entre las avenidas Primera y Tercera, desde la calle 34 hasta la 50. Miro en las tiendas. Miro en casi todas las casas de piedra rojiza ante las que paso, y también en los lobbies de los altos edificios de departamentos y de oficinas, e incluso en unos pocos cines. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero por alguna razón empiezo a pensar que la voy a encontrar, que hay más que una ligera chance. Pero ni rastros de Abby ni de la silla de ruedas en ninguna parte. Ni una silla de ruedas en los pasillos de planta baja de ninguna de las casas de piedra rojiza, aunque sí hay un par de cochecitos de bebé, ninguno de ellos volcado.

Tengo que ir al baño. Entro en una cafetería, pido un café en la barra y voy al baño de hombres. Bebo el café, lo acompaño con un muffin y le pregunto a la moza detrás de la barra si ha visto a una mujer en silla de ruedas, hoy, aquí, y le describo a Abby, la silla y su bolso de mano colgado del respaldo. “Yo iba empujando su silla, me distraje uno o dos segundos, cosa que casi nunca ocurre, y o bien alguien se la llevó o bien se alejó por sus propios medios”.

“Si hubiera venido aquí, yo la habría visto”, dice la mujer. “Estuve de turno todo el día, sin la más mínima pausa. La puerta de este lugar es difícil de abrir desde afuera para alguien en silla de ruedas, así que siempre tengo que salir de atrás de la barra para ayudar”.

Pago y me voy. Camino hasta la esquina de la calle 40 y Primera Avenida, que es donde ella desapareció, y la busco un poco más y luego formo una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar. Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”.

Montones de personas me miran. Un hombre se detiene y dice: “¿Algún problema, jefe?”.

“Sí”, digo, “perdí a mi esposa. Estaba en su silla de ruedas”.

“Si se alejó de usted en la silla de ruedas y fue capaz de moverse por sí misma, entonces volverá”.

“Es por eso que la llamo a los gritos”, digo. “Hay demasiada gente en estas calles, y ella va sentada tan abajo en la silla que no podrá verme. Pero me oirá, y entonces volverá al lugar donde la perdí”. Pongo otra vez mis manos alrededor de mi boca y grito: “Abby, Abby, soy Phil. Vuelve al mismo lugar”.

Viene un policía y me dice: “No puede ponerse a gritar así, señor. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarlo?”.

“Mi esposa, en su silla de ruedas, estaba aquí conmigo y desapareció”.

“¿Podría describirme a su esposa? Haré que una patrulla la busque”.

“No”, digo, “eso no va a funcionar. Es algo loco, ya lo sé, hacer lo que estoy haciendo, pero tenía que pasar por esto. Se lo agradezco. Ahora me iré a mi casa. Solo necesito creer que ella estará bien”.

Paro un taxi, lo digo que me lleve hasta Penn Station, allí tomo el siguiente tren de vuelta a mi ciudad. Será mejor que tenga cuidado, me digo. Podrían arrestarme. Llevarme preso. Retenerme toda una noche. Encerrarme no sé por cuánto tiempo en un loquero. No es precisamente lo que me anda haciendo falta.

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