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SOLO

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Maneja de vuelta de un almuerzo en casa de una pareja. Había varios otros invitados. Todos habían ido con sus parejas. Había una mujer que fue sola porque su esposo, médico, tenía que hacer algún trabajo en el hospital. Así que estaba solo, ahí. Su esposa está muerta. Él miraba a las parejas y pensaba: cada persona tiene alguien con quien volver o a quien encontrar en casa, menos él. ¿Todavía no se acostumbró? No, no se acostumbró. No le gusta volver a casa solo. Estar solo en casa. Ir a estos almuerzos solo. ¿Pero qué va a hacer? Sus hijas viven en otras ciudades. Era buena la comida en el almuerzo. Había rebanadas de pavo y de jamón en una bandeja. Pescado ahumado en otra. Una ensalada de papas condimentada solo con vinagre, mostaza y aceite de oliva. Una ensalada de remolacha, una ensalada de guisantes capuchinos, rodajas de tomate, pan. Tuvo ganas de tomar una copa de vino, o cerveza, cuando otros tomaban, pero nunca toma alcohol durante la tarde. Lo hace sentir demasiado cansado. Tomó agua. Se mantuvo bastante tranquilo durante el almuerzo. Aunque la conversación era animada, él no participó mucho. En una ocasión dijo: “Ah, sí, tengo una anécdota acerca de eso”, y todo el mundo alrededor de la larga mesa del comedor se volvió hacia él. Dijo: “Es sobre el rector de la universidad en la que yo enseñaba, el tipo que usted dice que ahora dirige un prestigioso instituto médico en Minneapolis. Teníamos –en mi departamento– un escritor visitante que estaba leyendo una obra suya de ficción. Gran muchedumbre. El tipo este es muy conocido. Y el rector vino al hall después de la lectura… tenía su residencia en el campus y supongo que simplemente habrá salido a caminar, que vio el edificio iluminado y a un montón de gente que salía, porque él no había asistido a la lectura, y… Dios, ¿qué era lo que iba a contar? Algo que él me dijo. Y entonces yo le respondí algo. Sé que termina con él diciendo ‘¿qué es un macho de verdad?’”. Caramba, no me acuerdo. Lo lamento. Sigan conversando, por favor. Ya no soy muy bueno contando historias”. “Claro que lo eres”, dijo la anfitriona. “Es un tipo muy divertido”, dijo su marido, “o puede serlo”, y todo el mundo se rio. Después del café y la fruta, la mujer de una las parejas dijo: “Tendremos que excusarnos. Esperamos invitados a cenar y tengo un montón de preparativos que hacer”. “Yo también debo irme”, dijo él, “no vienen invitados, pero tengo algo que hacer en casa”. Se puso de pie. También la pareja. Él no tenía nada que hacer en su casa. Estrechó la mano de tres de los hombres, besó la mejilla de la anfitriona y de una mujer a quien varias veces se había encontrado en alguna cena en esta misma casa, cuando su mujer todavía vivía, y él y la pareja salieron juntos. Se detuvo frente a una planta que había afuera y dijo: “Tengo de estas alrededor de casa; realmente rodean la casa por todas partes. Venían con ella, y las mías tienen unos dos metros de alto. ¿Alguna idea de cómo se llaman?”, y la mujer dijo: “Aucuba; empieza con ‘a’ y con ‘u’”. “Caramba, realmente le he preguntado a la persona indicada. Debería cortar las mías más o menos a setenta centímetros, como los Pinski”. “Esa sería más o menos la altura correcta para ellas, sí, entre sesenta y cinco centímetros y un metro. Son unas plantas geniales. Resistentes; dan unas bayas rojas. Y no son nada baratas, si uno va a comprarlas en un vivero. A mí me encantan”. “Bueno, si quiere algunas, tengo muchas y puede sacarlas de raíz. Yo saqué algunas sin ningún problema cuando estaban invadiendo todo”. “Lo haré”, dijo ella. “Hablo en serio”. “Yo también”, dijo ella. “En primavera. Iremos los dos. Tenemos las herramientas necesarias y sabemos cómo hacerlo. Les pediré a Ginny y Schmuel su número de teléfono”. Luego se despidieron con un apretón de manos, ellos se metieron en su auto y él en el suyo, y arrancó rumbo a su barrio. Pero ahora, piensa, no tiene ganas de volver a casa enseguida. Tan pronto. Por el camino se detiene junto a un restaurante que vende su propio pan, y compra una hogaza pequeña de su preferido de ahí, el de lino y girasol, y pide que se lo den rebanado. “¿Algo más?”, dice la mujer detrás del mostrador, y él responde: “Eso será todo. Acabo de volver de un gran almuerzo”. Después se detiene en una librería, también camino a casa, que es la mejor librería independiente de la ciudad, y durante unos diez minutos busca algún libro que quiera comprarse para cuando termine el que está leyendo ahora. No ve nada que le interese, y luego piensa que necesita un nuevo American Heritage College Dictionary. El suyo es tan viejo que tiene una foto de O. J. Simpson en el margen, y sus primeras cincuenta páginas, más o menos, están dobladas en las esquinas y plegadas unas dentro de otras, y se ve obligado a aplanarlas para poder leerlas. ¿Tienen la nueva edición, la quinta? Sí, ahí está, queda un ejemplar, lo toma del anaquel. Y se acuerda de que pensó en regalarle un ejemplar de tapa dura de The Oxford Book of American Poetry y uno de English Verse a una pareja que se casó en septiembre –la novia es exalumna suya de los cursos de grado– y que lo invitó a la boda en Nyack, pero él no fue. No tenía ganas de estar solo ahí. Ir solo, a eso se refiere, y además habría significado dos días lejos de casa. Aun si la boda se hubiese hecho aquí, sabe que tampoco habría ido. Se habría sentido demasiado fuera de lugar. Durante la fiesta –ya que su exalumna le había dicho que sería en un gran salón alquilado y que habría una banda– la gente se habría levantado a bailar y cosas así. En la librería no tienen ninguno de los dos libros, así que los encarga. Lo llamarán cuando los libros lleguen. Paga el diccionario, no pensó que sería tan caro, y vuelve a subirse al auto y maneja rumbo a su casa, pero otra vez se dice que todavía no tiene ganas de llegar. Afrontémoslo, se dice, todavía no tengo ganas de estar solo ahí. ¿Es una locura? No. Se detiene en el mercado a menos de un kilómetro de su casa, aunque en realidad no necesita nada de ahí, y toma una canasta y piensa en qué cosas comprar. Siempre puede necesitar más zanahorias, dada la cantidad que consume, y elige una bolsa de un kilo de las orgánicas. Y el gato adora las rebanadas de pavo de la sección rotisería. Le gusta premiarlo con una pequeña porción de vez en cuando, así que compra un poco más de cien gramos. Le durará una semana y él también comerá un poco. Y piensa que se le terminó la cebolla de verdeo, así que vuelve a la sección frutas y verduras. ¿Algo más? Debería haber llevado un poco de la ensalada gourmet de pollo de la sección rotisería, pero resultará extraño volver solo por eso si lo atiende el mismo empleado que le dio el pavo en rebanadas. Toma algunas latas de comida para gatos, a pesar de que en casa tiene suficientes, y un paquete de croquetas de arroz, porque piensa que le queda una sola. ¿Es todo? Bueno, ¿qué va a comer esta noche? Comió un sándwich abierto de atún casi todas las noches de las últimas dos semanas, con el queso encima de las rodajas de tomate, encima de la ensalada de atún que prepara él mismo, encima de dos rodajas de pan tostado –el pan de lino y girasol sería perfecto para eso– que pone en el horno por unos quince minutos y luego un minuto debajo del grill. ¿Le queda atún en casa? Sí, le queda, más de una lata, está casi seguro. Oh, vete de una vez, y se dirige a las filas para las cajas, y entonces se le ocurren un par de artículos más. Tal vez se encuentre con alguien conocido… le pasa a menudo, aquí. Un vecino, o alguien de la YMCA a la que va todos los días, y tendrán una breve charla. O tal vez tome un café de la máquina expendedora. Solo un dólar y no está mal. Y el café con leche por dos dólares es bueno de verdad. Se sirve un café sencillo, negro, le pone una tapa y paga por todo. “¿Plástico está bien?”, dice la cajera, y él dice: “Por lo general llevo papel. Pero tengo tan pocos artículos, plástico está bien, y la bolsa me sirve para el tacho de basura”. Ella mete sus compras en una bolsa y dice: “Que termine bien el día”. “Gracias; usted también”, le dice él y se va. Maneja hasta su casa, separa la comida que compró… bananas, piensa; olvidó que no le quedan bananas. Bueno, la próxima vez. En realidad mañana, tal vez antes del desayuno, y buscará un par de cosas más, porque siempre corta unos trocitos de banana en sus cereales, ya decida comerlos calientes o fríos. Se toma el resto del café y verifica su teléfono celular sobre el aparador del comedor. Rara vez sale con él y lo usa más que nada para hablar con sus hijas, que comparten con él un mismo abono. No hay mensajes. Lleva el diccionario a su cuarto y verifica el teléfono de línea. Lo mismo. El gato duerme sobre la cama o descansa con los ojos cerrados. Se sienta sobre la cama y lo mima. “A ver, ¿cómo va todo, amigo mío? ¿Manteniendo el tugurio libre de ratas y rateros?”. El gato se levanta, se estira y salta de la cama. “¿Quieres salir? No hay problema. Hazlo mientras todavía hay luz afuera”. Camina hasta la cocina. El gato lo sigue. Si quiere salir, por lo general se queda al lado de la puerta de la cocina, y a veces se para sobre sus patas de atrás y rasguña la pared cerca de la puerta. Se sienta al lado de su plato vacío. “Cómete el alimento balanceado del bol. Todavía no es hora de cenar. Más tarde te daré un poco más de comida fresca”. El gato lo mira, se queda sentado. “Está bien, está bien”. Él saca un poco de pavo del envase de plástico en el que está, y lo deja caer en el plato. El gato lo come y va hacia la puerta. “¿Me vas a dejar solo conmigo mismo? Está bien. Hasta luego”, abre la puerta y el gato sale. Él vuelve al dormitorio, se sienta ante su mesa de trabajo y piensa si debería seguir escribiendo lo que empezó esta mañana. Todavía le quedan un par de horas antes de que oscurezca. No. Ya sabe hacia dónde va la cosa. Mañana. Después del desayuno. Se saca las zapatillas y se acuesta en la cama. La habitación está un poquito fría. ¿Y qué? No, no tomes frío. Agarra la manta que está en la silla al lado de la cama. Fue un regalo de su madre cuando tuvieron su primera hija. De Irlanda, les dijo ella. La había encargado por correo. Les regaló otra de un cuadriculado diferente cuando nació la segunda. Su hija mayor usó esta por mucho tiempo. Después la dejó, cuando dejó de vivir con ellos, y él la mandó a la tintorería y ahora piensa en la manta como si fuera suya. La desdobla y se acuesta en la cama y extiende la manta encima de él hasta el cuello. Sus pies asoman afuera. ¿Y qué? No se le van a enfriar. Tiene puestas las medias. Pone las manos sobre su pecho y piensa en el sueño del que se despertó esta mañana, cuando apenas empezaba a hacerse de día. En el sueño, su mujer llevaba un vestido azul. De pana. Abierto en el cuello, tal vez los primeros tres botones, y con un cinturón alrededor del talle. Ella tenía ese vestido desde antes de que se conocieran y lo usaba mucho cuando afuera hacía frío y salían a comer, o iban a ver un concierto o una obra de teatro. Fue una de las muchas prendas suyas que él donó a los Corazones Púrpuras y a los Veteranos. Al principio las chicas se probaron todo, pero en el correr de dos años casi no se llevaron nada, ni una sola alhaja, aunque no querían que él vendiera o donara ninguna de esas cosas. Ella llevaba el pelo peinado hacia atrás, y le colgaba sobre los hombros. Parecía saludable, vivaz, feliz, y corría de aquí para allá por toda la casa. “Detente”, dijo él, cuando ella pasó volando a su lado. “¿Adónde vas tan apurada? Eres como un gato”. La alcanzó en el baño del corredor. Ella se estaba mirando en el espejo del botiquín. Se paró detrás de ella, bien cerca, y le dijo a su imagen en el espejo: “Estás hermosa otra vez. Y cuando estás tan hermosa no quiero alejarme de ti ni por un segundo”. “Tengo que dejarte”, le dijo ella a la imagen en el espejo, y él dijo: “No, me entendiste mal. Me refería a otra cosa. En fin, ¿qué importa a qué me refería? Y tal vez lo que dije sobre que estabas hermosa es algo que no debí decir”. La rodeó desde atrás con los brazos. Ella miró la imagen de las manos de él en el espejo, luego se dio vuelta entre sus brazos hasta quedar cara a cara y se besaron. El sueño terminaba ahí. Cosas de la vida. En fin, al menos llegó a besarla. Cierra los ojos. Tal vez haga una siesta, piensa, y logre soñar con ella otra vez. El gato está golpeando una de las ventanas del dormitorio. Hay tres tipos de ventanas en esta habitación: una larga frente a la cama que le parece que se llama ventanal, pero puede ser que se equivoque; dos ventanas pequeñas a la derecha de la cama, de como máximo sesenta por noventa y que se abren y se cierran con una manija; y una ventana normal, encima de la silla en la que estaba apoyada la manta, precisamente la que el gato está golpeando con su pata. “Vete”, dice él. “Déjame descansar. No has estado afuera tanto tiempo, y además hace lindo tiempo y tienes puesto tu abrigo de piel”. El gato, parado en un saliente exterior, a unos dos metros del suelo, no deja de golpear la ventana con su pata. Él se levanta, alza la ventana y luego el mosquitero. El gato entra, salta al suelo y sale corriendo de la habitación. Él cierra el mosquitero y deja la ventana un poco abierta por debajo. Vuelve a la cama y se cubre con la manta, junta las manos sobre su pecho y cierra los ojos. Lo va a intentar de nuevo. Sería lindo tener otro sueño con ella tan pronto, después del de esta mañana. Ya ha sucedido alguna vez, y quizás una continuación de aquel, o uno en el que hagan el amor. Esos son los mejores, o igual de buenos que cualquier sueño en el que los dos se besen, aun si en esos sueños nunca llegó a acabar. Se queda dormido. No sueña, o no recuerda haber soñado, cuando se despierta.

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