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LA CHICA
ОглавлениеVerano de 1952. Acababa de cumplir dieciséis años y durante los dos meses de aquel verano fue mozo en un campamento mixto. Él y los otros mozos –eran unos quince, todos varones– fueron a otro campamento a jugar un partido de sóftbol contra los mozos de allá. Él era el mejor bateador de su equipo. No era un chico tan robusto, pero por alguna razón –sus brazos potentes y algo relacionado con sus muñecas, quizá– era capaz de batear la pelota fuerte y lejos. Además, tenía buen ojo para saber cuándo batear. Rara vez quedaba afuera por strikes y a menudo lograba robar base caminando.
Su campamento estaba en Flatbrookville, Nueva Jersey. Le parece que esa ciudad, ahora, se encuentra bajo el agua debido a un lago artificial que se creó cuando construyeron la represa, unos veinte años después de la época en que trabajó allí. Además, el campamento al que habían ido a jugar estaba sobre el río Delaware, cerca de Bushkill, Pennsylvania. Los llevaron hasta allá en un viejo camión militar de la Segunda Guerra Mundial, con la caja abierta y chata, lo suficientemente grande para acomodar a todos los mozos de la cantina con todos sus elementos deportivos. Uno de los directores del campamento y el responsable de los mozos se habían sentado adelante, con el conductor. El viaje les tomó cerca de una hora, que era el mismo tiempo que él había tardado en llegar hasta los terrenos públicos de Bushkill, la única vez que remó con otro mozo hasta allá en una canoa. Su primera vez en Pennsylvania, pensó entonces. No habían hecho gran cosa una vez que llegaron a los terrenos. Comieron la vianda que habían llevado y remaron de vuelta al campamento.
Este otro campamento tenía un diamante de sóftbol mucho mejor cuidado y con bases de verdad, no esos pedazos de cartón o de linóleo que usaban en el suyo. Solo llevaban unos pocos minutos ahí cuando el director del campamento les dijo que hicieran prácticas de bateo, y pronto.
–Quiero que empiece el juego para que puedan estar de vuelta en el campamento a tiempo para servir la cena.
Todos hicieron fila para batear tres lanzamientos cada uno. El director del campamento les lanzaba bolas. Él bateó dos por sobre las cabezas de los defensores, que eran de su campamento y le jugaban muy abierto.
–Así se batea, jonronero –gritó uno de ellos–. Muéstrales de dónde vienes.
–Cuando te toque el turno de batear, haz eso mismo pero de verdad –dijo el director del campamento–. Esta noche quiero anunciar en el comedor que fuiste el orgullo de nuestro campamento y que contribuiste a ganar el partido.
Había unas cien personas del otro campamento, contando niños y adultos, sentadas en las tribunas a lo largo de las líneas de primera y de tercera base. Una de ellas, por el lado de la tercera base, era una chica muy bonita. Tenía más o menos su misma edad, así que asumió que era una instructora en pasantía, o acaso en ese campamento tuvieran algunas mozas mujeres. Largo cabello rubio peinado hacia atrás, delgada, con una buena figura y una expresión serena y concentrada en un rostro luminoso. Tenía el mismo aire que algunas de las chicas inteligentes que conocía, pero era mucho más hermosa que cualquiera de ellas. Llevaba puestos unos shorts que le llegaban muy por encima de las rodillas y parecía tener unas piernas bonitas y fuertes. Cuando se reía con las otras chicas de su edad en cuya compañía estaba sentada, lo hacía modesta y discretamente, no de manera ruidosa y a las carcajadas como las demás. Y la cara no se le deformaba, como las de las otras, cuando se reía. Le gustaba su cara. De hecho, no había nada que no le gustara en ella. Parecía la chica perfecta para él. Le resultaba difícil apartar los ojos y deseaba poder conocerla. ¿Pero qué chance tenía? Él no era el tipo que simplemente va, se le acerca después del juego y se presenta y le dice que tiene poco tiempo para hablar, porque el director de su campamento quiere subirlos al camión y llevárselos lo antes posible, pero ¿querría ella decirle su nombre, aceptaría que le escribiera, tal vez? Antes de salir para este campamento, el director les había dicho que era kosher como el suyo, aunque no tan estrictamente religioso, y que casi todos los internos, así como el personal, venían de Pennsylvania. De los que venían de ahí, la mayoría eran de Filadelfia.
–Me pareció que tenían que saber algo de aquellos con quienes van a jugar y a quienes van a dar una paliza hoy, y que si después del partido ellos les ofrecen un refrigerio, les está permitido comerlo.
En cualquier caso: Pennsylvania. De modo que, ¿qué sentido podría tener conocerla? Pero quién sabe.
Luego de su turno de práctica de bateo, miró hacia donde estaba ella para ver si también lo estaba mirando. Alguna de sus amigas le habría podido decir que la había mirado varias veces. Si ella lo miraba, y si le devolvía la sonrisa, eso le daría coraje, más tarde, para acercársele. Pero estaba muy concentrada, con una mano en la mejilla y una expresión seria, en lo que otra de las chicas decía.
El árbitro, que era el padre de alguno de los del otro campamento, dijo:
–Muy bien, equipo visitante; primer bateador.
Su equipo iba abajo con los tres primeros bateadores. El pitcher era bueno; era difícil conectar sus tiros. Dejó a los dos primeros afuera por strikes y obligó al tercero a batear alto y corto para terminar en el guante de un defensor. Él estaba en el círculo de espera, cuarto para batear, exhibiendo sus bíceps mientras hacía swings con dos bates, aunque ella no parecía ser la clase de chicas que se impresionan con esas cosas.
El otro equipo logró anotar una carrera. Tres sencillos seguidos. Él jugaba en tercera base, y por causa de esa posición en el campo, y porque siempre jugaba pegado al cojín, la pudo ver de más cerca. Era más bonita aun de lo que había pensado. Hermosa, diría. Y con un aire tan maduro y con los brazos y las piernas agradablemente bronceados, pero no su cara. Nada tonta. Pues hasta sus cejas eran rubias. Si no hubiera estado sentada a la sombra –un par de amigas suyas se hallaban a pleno sol–, estaba seguro de que se habría puesto un sombrero. En esa entrada, él le atrapó una bola al ras al bateador, y rápidamente se la lanzó a su compañero en la primera base. Eso hizo que el juego pareciera demasiado fácil. Después del tercer out, salió trotando hacia el banco de su equipo en el ala de tercera base, dándole la espalda. Ella no lo miró mientras él salía del campo. Tampoco las demás chicas que estaban con ella. Demasiado ocupadas con su charla, apenas si miraban el juego, aun cuando los mozos de su campamento iban ganando. Para él, eso era un buen signo. De que no tenía un novio en el equipo. Si lo hubiese tenido, habría estado mirándolo y sonriéndole de cuando en cuando, tal vez alentando un poco a su equipo. Pero entonces, ¿por qué estaban ahí? Tal vez el instructor de su campamento o alguna otra autoridad se lo había pedido: que al menos estuvieran ahí durante el comienzo del juego.
Él era el próximo para la siguiente entrada. Quería impresionarla con un batazo firme y una carrera rápida a la base, o si era posible, incluso un jonrón para empatar el marcador. Alguna de esas dos cosas, sin duda, en su primer turno en el plato, antes de que ella y sus amigas se aburrieran del juego, como acaba siempre por ocurrir con las chicas, y que se fueran, si es que lo tenían permitido, porque si todas eran I.E.P., entonces podría ser que tuvieran que quedarse ahí para estar cerca de sus acampantes. Él sabía que no hay que batear al primer lanzamiento, especialmente si uno está en su primer turno de bateo, pero estaba ansioso y esa bola, que venía lenta y pesada, parecía demasiado buena para dejarla pasar, así que bateó y la mandó más lejos de lo que jamás había enviado una pelota de sóftbol, pero cayó en zona de foul como por cinco metros.
–Enderézala la próxima vez –gritaron un par de sus compañeros de equipo–. Tú puedes.
También intentó batear la siguiente –una mala, demasiado baja– y erró. Tómalo con calma, se dijo. Estás demasiado ansioso. Lo último que quieres es quedar afuera por strikes delante de ella. Aunque lo hubiese visto enviar tan lejos el primer batazo, cayó en zona de foul, así que no significaba nada.
Salió de la caja del bateador para calmarse. El pitcher estaba por lanzar la bola y se detuvo. Y era una caja de bateador de verdad, trazada con tiza, igual que el círculo del bateador en espera y las líneas de carrera hasta el final del campo exterior. Además, quería darle tiempo a ella para que lo viera pensativo y determinado.
–Vamos, muchacho –dijo el árbitro–. Ve a tu posición. Estás desperdiciando tiempo.
Podría ser embarazoso, pensó, pero no iba a decir nada. Le hizo la venia al árbitro, después pensó: qué gesto estúpido, hacer la venia, y volvió a la caja. Definitivamente, deja pasar el primer lanzamiento si parece una bola. Confía en tus ojos. Espera otra buena. El siguiente lanzamiento –habría sido un strike si el árbitro la hubiese cantado correctamente–, lo bateó al ras del suelo de vuelta al pitcher, que lo puso out.
La chica seguía allí. Alentó una vez cuando su equipo logró otra carrera. O fingió alentar, en realidad. Eso es lo que le parecía a él. Después, ella y las otras chicas se pusieron a alentar juntas:
–Uno, dos, tres, cuatro, ¿a quién idolatro? Na-ho-je, Na-ho-je –que era el nombre de su campamento–. ¡Síííí!
El marcador seguía dos a cero en el cuarto capítulo, cuando dos de los jugadores de su equipo lograron llegar a primera con sendas caminatas, y ahora le tocaba batear a él.
–Lánzala fuera del parque –le gritaban sus compañeros de equipo–. Si alguien puede hacerlo, ese eres tú.
–No te pongas ansioso –le había dicho el supervisor de los mozos–. Espera a ver quién aguanta más. Quizá podamos anotar caminando. O con un simple batazo. Todo lo que necesitamos es una anotación que nos mantenga en la pelea.
–Entendido –dijo él.
Bateó el primer lanzamiento, uno muy rápido que atravesó rectamente el plato, y envió la bola por sobre la cabeza del defensor izquierdo. Corrió hasta la tercera y terminó con un triple. Sentía que habría podido seguir y convertir el batazo en jonrón, pero el director del campamento, que estaba como asistente de tercera, lo detuvo.
–¿Por qué me frenó? –dijo él–. Pude haberlo logrado. Ahora estaríamos adelante.
–No te hagas tanto el héroe –dijo el director del campamento–. Es mejor jugar a lo seguro. Además, no quería que te resbalaras en la base y te hicieras daño. Hubiera tenido que enviarte a la enfermería. ¿Y quién serviría tus mesas, entonces?
Miró a la chica. Ella lo estaba mirando. Aplaudió dos veces en dirección a él. Aplausos apagados. Como lo haría una foca. Pero sin sonreír. Se sacó la gorra de béisbol y la agitó en dirección a ella. Buena jugada, pensó. Circunspecto. Esto tenía que gustarle. Pero ella apartó la mirada enseguida. En cualquier caso, había reparado en él. Tenía que conocerla. ¿Qué le diría, si llegaba a hablarle? Pero sobre todo, ¿cómo lo haría? Tal como dijo, sencillamente se le acercaría y diría: “Hola, me llamo Phil. Philip para los amigos”. No. Nada de chistes idiotas. Ni siquiera lo intentes. “Te vi en las tribunas. Me pareciste interesante. ¿Eres de Pennsylvania?”. Tendría que ser después del juego, y tal como lo había pensado, pronto. Y ojalá ganaran. O si no ganaban, algo del estilo de “Tu equipo jugó muy bien. Los felicito. ¿Estás como I.E.P. en este campamento?”. ¿Y después? Bueno, dependería de lo que respondiera ella. Y que no le quedaba mucho tiempo para hablar. “Uno de los directores de nuestro campamento, el tío Abe, estará apurado por llevarnos de vuelta. Pero me gustaría escribirte, si no te molesta. ¿Puedo preguntarte tu nombre” –si es que ella no se lo hubiese dicho ya, cuando él le hubiese dicho el suyo– “y cuál es tu número de cabaña, o tu dirección aquí, para poder escribirte?” Si ella le preguntaba por qué quería escribirle, él le diría: “Porque de solo mirarte me dije que eras interesante”. Eso tendría que funcionar. Y si se escribían una o dos veces, tal vez mientras todavía estaban en sus campamentos, ¿qué pasaría cuando eso ya hubiese terminado para los dos, a fines de agosto? Tal vez, un día, tomar un tren o un ómnibus a Filadelfia, si es ahí donde vive, y pasar la jornada con ella. ¿Sus padres lo permitirían? ¿Por qué no? Sería una tarde de fin de semana, y los dos tienen dieciséis, o ella casi los tiene, al parecer. Y con sus propios padres no habría problema. Ellos le dan mucha libertad. Y no le faltaría dinero –siempre hace algún trabajito después del colegio– para pagar él mismo los gastos. Y más tarde ir a verla por segunda vez. Tomarla de la mano. Visitar un museo. Besarla. Conversar. ¿Qué le gusta leer? O acaso de eso ya hubiesen hablado. Así que ¿qué le gusta hacer en la ciudad? ¿Qué está estudiando en el colegio? Las cosas que le interesan, aparte del colegio. ¿A qué universidad quiere ir? Montones de cosas. Y si vive fuera de Filadelfia, de todos modos debe haber una manera de llegar hasta allí.
El siguiente bateador quedó out. El marcador se mantuvo empatado durante un par de entradas, hasta que el equipo de Na-ho-je logró hacer otras cuatro anotaciones, casi todas por caminatas. Puesto que era sóftbol, era un juego a siete entradas. Le tocó entrar por tercera vez y alzó la vista hacia ella. No lo miraba; ni lo había mirado mientras estaba en el campo, o sentado en el banco –al menos cuando él la miró–, desde aquella única vez que lo había aplaudido. Con dos strikes en su contra, conectó un batazo que voló al defensor central, a pesar de que los guardabosques esta vez le jugaban muy profundo. El defensor central era rápido y tenía buen brazo y lanzó la pelota a la tercera, a tiempo para impedirle anotar otro triple. Estaba a medio camino de la tercera base y se sentía con suerte para regresar a segunda antes de que lo alcanzaran y lo dejaran out. Era por lejos su batazo más largo del día, y miró hacia las tribunas para ver si ella lo miraba, pero no estaba ahí. ¿Adónde diablos se había ido? Parado en la segunda base, miró alrededor, buscándola. Ella y algunas de sus amigas ya se alejaban –parecían estar corriendo una carrera– en alguna dirección con todo un grupo de internos más chicos, probablemente los niños de los que estaban a cargo. En fin, ahí va ese sueño, pensó. Ahora no hay nada que pueda hacer para conocerla, a menos que ella regrese antes de que el equipo vuelva a subirse al camión y se vaya.
El bateador que le seguía la mandó a rodar por el campo hasta quedar out, terminando la entrada. No anotaron otra carrera, pero él sentía que había hecho todo lo que pudo por ganar. Dos largos indiscutibles, ningún error ni strike, y había conectado sus únicas carreras. En cualquier caso, estaban tantos puntos abajo, con un solo turno más de bateo por delante, que una carrera o dos más ya no ayudarían.
Les dijeron que al terminar el juego fuesen a estrecharles la mano a los del equipo contrario, que tomaran los refrigerios que hubiera –magdalenas, galletitas dulces y limonada–, ya que probablemente no llegarían de vuelta a tiempo para cenar antes de acomodar las mesas y servir –así que cenarían más tarde–, y que inmediatamente después subieran al camión.
Cuando le estrechó la mano al pitcher, le dijo:
–Buen juego. Su equipo lo hizo muy bien. ¿Qué puedo decir? Ganó el mejor. ¿Pero puedo preguntarte algo? Había una chica sentada en las tribunas. Parecía alta, y muy bonita, con el cabello rubio de verdad. De aquel lado –y señaló–. Con algunas amigas. ¿Sabes de quién estoy hablando?