Читать книгу Historias tardías - Stephen Dixon - Страница 12
DUÉRMETE
ОглавлениеSe despierta y ella no está. ¿Qué creía? Por supuesto que no está. Pero él se imagina que sí. O lo intenta. Extiende la mano hasta donde ella solía dormir. Palpa el colchón hasta el final del que era su lado de la cama. La toca. Su espalda. Desliza la mano hacia arriba a lo largo de su espina y acaricia suavemente su cuello. Desliza la mano hacia abajo por la hendidura de su espalda hasta su trasero. Lo siente. Lo acaricia. Hace círculos con su mano alrededor de una nalga, luego la otra. ¿Puedes sentirme?, piensa. “¿Puedes sentir mi mano?”, dice. “Te fuiste por tanto tiempo. Es bueno tenerte de vuelta. ‘¿Bueno?’. No hay una palabra para eso. ¿Puedes darte vuelta sobre tu espalda?”. Ella se da vuelta. Él tantea sus pechos debajo de su camisón. Tantea entre sus piernas debajo de su bombacha. Los últimos años, en la cama, ella usaba pañales. O “toallas”, preferían llamarlos. Él se los sacaba a la mañana, aun si estaban secos, cosa que casi nunca ocurría, después de sacarla de la cama y llevarla al baño. “Creí que había tirado todas tus bombachas hace años. Estaban en el segundo cajón de la cómoda, eran unas diez. Te pregunté si no había problema. Después de todo, ya no las usabas más. Desde hacía años, y pensábamos que nunca lo harías. Y estaban viejas y ni siquiera una organización tipo Goodwill o Corazón Púrpura habría querido aceptarlas. Ahora tienes puesta una. ¿Se me escapó una? Supongo que significa que piensas que ya no necesitas las toallas de noche, y tal vez ni siquiera de día. Bien. Te prefiero en bombacha, y estoy seguro de que tú también. La sensación debe ser más agradable. La toalla, pienso, podía ser un poco incómoda de usar, y no son fáciles de poner y de sacar. Debemos haber hablado de esto antes”. Se desplaza un poco más cerca de ella. No puede ver su cara en la oscuridad. No puede ver ninguna parte de su cuerpo. Y ella sigue debajo de las mantas. La noche está fría. Deben ser alrededor de las dos o tres de la mañana. El momento más apacible afuera. Todas las cortinas de la habitación están corridas. Él las corrió antes de que se fueran a dormir. Quería dormir hasta tarde esta mañana, porque últimamente no está durmiendo mucho. Algunas noches da vueltas en la cama durante horas, o después de unas pocas horas de sueño. No sabe por qué. Tal vez debería dejar de beber una hora o dos antes de irse a dormir. Lo que hace ahora, y ha hecho durante meses, o más, es dejar de beber antes de entrar en su cuarto, lavarse, meterse en la cama y leer hasta que se le cansan los ojos y apaga la luz. “¿Te importaría si te toco ahí abajo? Sé que antes lo hice sin preguntar, pero eso solo fue para averiguar lo que llevabas puesto”. No la está tocando ahora, y dice: “Quiero decir, tu entrepierna”, y tantea su entrepierna. El vello alrededor. Luego sus muslos cerca de la entrepierna. “Siempre me gustaron tus muslos. A ti no. Pensabas que eran demasiado anchos. O ‘rechonchos’, esa es la palabra que me parece que usabas, pero yo siempre pensé que estaban muy bien. O no tan anchos o rechonchos. O lo que sea que quiera decir. Siempre me encantó también el vello ahí abajo. Tan mullido. A ti no; pensabas que tenías demasiado. Y sé que no te gusta que hable así sobre tu cuerpo. Nunca te gustó. Pero yo lo hacía igual, tal vez porque eso me excitaba. Claro que porque me excitaba; eso lo sabemos los dos. Yo adoraba su suavidad. Tersura. Desnudez”. Siente su vagina. “No debería juguetear así. Pero quiero tocarla. ¿Te molesta? Di que te molesta y pararé”. Tira un poco de su vello púbico. “Eso no dolió, ¿verdad? Si dolió, lo siento; pararé. Si quieres que siga, lo dirás, ¿verdad? Oh, esto no nos lleva a ninguna parte. En realidad, no sé lo que quiero decir con eso. Y sueno tan asqueroso, cosa que puedo ser, eso también lo sabemos los dos. De acuerdo, retiraré mi mano”, y la retira, y luego trata de ponerla otra vez. Ella no está allí. Él yace sobre su espalda. Retira una de las tres almohadas –sumadas las de ambos, siempre tenían cuatro– que había acomodado contra la pared para poder recostarse contra ellas mientras leía, anoche antes de irse a dormir. Tal vez tener la cabeza sobre tres almohadas fue lo que le impidió dormir. Tal vez no. Pero tal vez ahora pueda volver a quedarse dormido. Dos, si son buenas almohadas, y las suyas lo son, deberían ser suficientes para cualquiera. Se da unas palmadas sobre el estómago y cierra los ojos. No, ella está ahí, de acuerdo. Estaba antes, ¿por qué no iba a estar ahora? Busca su mano. Pero ella se debe haber dado vuelta sobre su lado derecho, en el borde de su lado de la cama, fuera de su alcance. Si estirara la mano o se moviera algunos centímetros más cerca de ella, podría alcanzarla. ¿Qué trataría de tocar primero? Su hombro izquierdo bajo las mantas. No sabe por qué. Solo le vino a la cabeza. Y está seguro de que está debajo de las mantas. Hace demasiado frío en la habitación para que su hombro quede descubierto. Después acercaría la parte anterior de su cuerpo a la espalda de ella y la rodearía con el brazo izquierdo, de manera que su mano pudiera sentir sus dos pechos al mismo tiempo. Si ella dijera que su mano estaba demasiado fría –había estado un rato fuera de las mantas–, él la retiraría. Se quedaría dormido así. Primero diciendo: “¿Te molesta si te abrazo así y me apretujo contra ti?”. Si ella no dijera nada, se quedaría donde estaba, sujetando sus pechos. Tal vez ella ya se habría dormido de nuevo. Tal vez no querría hablar. Tal vez solo querría oírlo. Tal vez le gustaría tenerlo apretujado contra ella desde atrás y sujetando sus pechos con una mano, y pensaría que si dijera algo podría arruinarlo. También podría ser que le gustara tenerlo apretujado contra su espalda y abrazándola, porque la estaba poniendo más tibia de lo que estaría sin él haciendo eso. Él gira sobre su lado derecho y se acerca más a ella o a donde ella estaba. Ella no está ahí. Él iba a apretujarse contra ella y a sujetar sus pechos con la mano izquierda. No acariciarlos, porque eso podría perturbar su sueño o su retorno al sueño, sino solo sujetarlos. Por supuesto que ella no está ahí. ¿En qué estaba pensando? Pero mejor prendes la luz para estar seguro. No seas idiota. No, préndela. Se da vuelta y con la mano derecha enciende su velador. ¿Estás listo para mirar? Piensa. Está mirando hacia el lado contrario del lado de ella en la cama. “Estoy listo para mirar”, dice. Se da vuelta y mira. Hay una almohada. La cuarta almohada, donde él la dejó anoche, la que no acomodó con las otras contra la pared para recostarse contra ellas mientras leía en la cama. Tal vez ella se haya caído de la cama y esté en el suelo. Eso pasó un par de veces. Una vez se rompió la nariz al caerse desde su lado de la cama. Sangró mucho; él la llevó volando a un hospital que estaba a un par de calles. Eso fue en Nueva York. Tuvieron que esperar dos horas hasta que la examinara un médico de guardia y la curara, y para entonces había dejado de sangrar. Después de eso ella tuvo un problema de ronquido por la noche. Les dijeron que solo se podía corregir con una operación en alguna parte de su nariz, que él no quería que ella se hiciera. “Demasiado arriesgado para algo tan menor”, dijo. “Y dado que soy yo el que se queda despierto de noche y que a ti el ronquido no parece incomodarte para nada, debería ser mi decisión. ¿Qué dices?”. Se apoya sobre su estómago y mira el suelo desde el borde del lado de ella. No está ahí. Hay una almohada, había olvidado que faltaba una, la que él quitó de su lado de la cama. Tal vez se haya levantado muy despacito y fue al baño sola, de alguna manera. No al baño de esta habitación –él la oiría, y habría visto la luz debajo de la puerta cuando su velador estaba apagado–, sino el baño de huéspedes en el pasillo saliendo de su cuarto. “¿Estás en el baño de huéspedes?”, dice, más alto de lo que estaba hablando antes. Escucha. Nada. Tal vez fue a la cocina a buscar algo. Agua. De la canilla de agua filtrada conectada en la pileta de la cocina. O tal vez tenía hambre y quería algo de comer. ¿De qué está hablando? Agua. Comida. Ridículo. Apaga la luz. Se pone sobre su lado izquierdo, cerca del borde de su lado de la cama, y alcanza la radio sobre su mesa de noche y la enciende. Están pasando una obra que ha oído en la radio unas cuantas veces, pero no sabe cómo se llama. Schubert. Tiene que ser. Música de cámara. ¿Uno de los cuartetos? Escribió quince. Quince. Él no los conoce todos, pero este sí. Incluso cree que fueron a escucharlo en Maine, en la sala de conciertos de cámara cerca de donde solían alojarse. “¿Volviste a la cama?”, dice, sin darse vuelta. “¿Te gusta esta música? ¿Te molestará para dormir? ¿Te estoy molestando ya con hablar? ¿Quieres acurrucarte otra vez? ¿Y luego quieres que deje la radio encendida? Si no, dilo y la apagaré. Debería apagarla. Nunca nos dormiremos si la dejo encendida. Schubert, uno de sus cuartetos, pero no sé cuál. Estoy casi seguro de que lo oímos en Maine una vez, hace unos cuantos veranos”. Escucha. Nada. Apaga la radio y se queda apoyado sobre su espalda. Estira una mano para alcanzar la de ella. A menudo se iban a dormir de esa manera, los dos sobre sus espaldas. A veces ella estiraba su mano hacia él para sujetar la suya en la cama. A veces él alzaba la mano de ella hasta sus labios, cuando estaban los dos sobre sus espaldas, y se la besaba. La dejará en paz. La dejará dormir o quedarse dormida. A la mañana le dirá, si ella sigue estando en la cama, que si se hubiera acurrucado contra ella un poco más de lo que lo hizo anoche, probablemente habría querido hacerle el amor. Ella podría decir algo como “¿Quieres hacer un intento ahora?”. No, eso no es de su estilo. Diría algo más como: “¿Estás interesado ahora?”. Él diría: “Sí. ¿Quieres que te saque la bombacha antes de empezar?”. “¿Quieres decir mi toalla?”, podría decir ella. “Lo que sea que lleves puesto”. “Claro”, diría ella. “Tendrás que hacerlo, tarde o temprano, ¿o no? No veo qué otra manera podría haber”. Él deslizaría su bombacha por sus piernas y sobre sus dedos. No. Desprendería las tiras a ambos lados de su toalla y la quitaría de debajo de ella, y la dejaría caer al piso aun si estuviese húmeda. No. Ella no lleva nada puesto ahí. Se fue a la cama sin nada puesto excepto el camisón. Él le levanta el camisón hasta el cuello. No. Se lo saca por encima de un brazo y después por encima del otro y luego se las arregla para pasarlo por encima de su cabeza sin lastimarle las orejas y lo deja caer al suelo. A veces incluso el borde de su camisón estaba húmedo, pero esta vez no. Ahora no lleva nada puesto. Él besa su hombro izquierdo, luego su pecho izquierdo. Ella tiene la cabeza sobre dos almohadas. Está acostada sobre su espalda. Las mantas los cubren a los dos. No. Ella está apoyada en su lado derecho. Él besa su hombro izquierdo, besa su espalda. Alza su pierna izquierda, la acaricia allá abajo un momento, y luego mete su pene. Qué maravillosa sensación, piensa. “Qué maravillosa sensación”, dice. “Ssshhhh”, dice ella. “¿Qué?”, dice él. Pero no seas idiota, piensa. Tal vez fue un ruido que hizo la cama, o el gato. Se acomoda boca arriba, tira de las mantas hasta su cuello y cierra los ojos. Duérmete, piensa. “Duérmete”, dice. “Duerme. Duerme”.