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iii

El auge de los mogoles

paso de bolán

663 d. c.

Los montes Brahui recorren la parte central del actual Pakistán y sus cumbres suelen rondar los tres mil quinientos metros. No tienen el glamour de la cordillera vecina por el norte, el Himalaya. Sin embargo, los valles y cárcavas excavadas en la roca que recorren a lo largo de casi noventa kilómetros esas montañas fueron durante muchos siglos la única conexión entre el mundo árabe y los asentamientos agrícolas del valle del Indo y el vasto subcontinente indio. Hoy día es posible cruzar el paso de Bolán –así llamado por la corriente de montaña que lo abrió a lo largo de miles de años de procesos erosivos– en coche y en tren, pero no siempre ha sido tan accesible. Un oficial del ejército británico describía de la siguiente manera el paso en una carta a la Royal Geographical Society en 1841: “Si llueve en la cabecera del río, este baja a veces con un volumen de agua tremendo y sin previo aviso, arramblando con todo lo que encuentra a su paso, como testimonió un amigo mío, quien tuvo la oportunidad de ver arrastrada toda una partida expedicionaria, con todos sus caballos, camellos e impedimenta. […] El río se llevó por delante en aquella ocasión a treinta y siete hombres”.15

El año 663 d. C., transcurridos solo treinta y un años de la muerte del profeta Mahoma, una fuerza militar musulmana atravesó el paso de Bolán y descendió por las estribaciones orientales de los montes Brahui hasta el valle del río Indo (entre sus filas habría unos cuantos discípulos del propio Mahoma). Esa incursión marca el primer contacto entre la fe musulmana y las culturas hindúes. En aquel momento, aquella expedición se antojaba continuación natural de las tres décadas de vivaz expansión que siguieron a la muerte de Mahoma. El nacimiento del islam se data convencionalmente en el 622 d. C., coincidiendo con la Hégira, el éxodo del profeta desde La Meca. Para el 650 d. C., las fuerzas musulmanas habían sepultado los últimos vestigios del Imperio romano, extendiéndose por los actuales Siria, Egipto, Irak, Irán, partes de África del Norte y la mayor parte de Afganistán. Parecía inevitable que el islam continuara su expansión hasta la India: los comerciantes musulmanes ya habían empezado a mercadear en los puertos de la costa occidental india y sus barcos cargueros seguían ya entonces las mismas rutas marítimas a través del mar de Arabia que tomaría mil años más tarde el barco de Henry Every.

Sin embargo, los guerreros que cruzaron el paso de Bolán en el 664 no demostraron su valía como conquistadores y fueron rápidamente repelidos por un brahmán llamado Chach, que gobernaba la provincia de Sind. No obstante, medio siglo más tarde, Mohamed ben Qasim regresó y logró conquistar la provincia y todo el valle del Indo. Durante los siglos siguientes aquellas tierras pasaron de manos musulmanas a manos indias, aunque los invasores nunca lograron controlar gran parte del Indostán, salvo estas regiones noroccidentales. Los intrusos eran considerados mlechas, término peyorativo que denotaba inferioridad, pero en ningún caso una amenaza real. En parte sus conquistas se vieron frenadas por la barrera natural que formaba el desierto de Thar, que hoy marca la frontera entre Pakistán y la India. El comercio ayudó, en cambio, a crear una red estable de interdependencia entre ambas culturas. En el seno del islam apareció la primera red comercial integrada y realmente global: alcanzaba desde el África occidental hasta Indonesia. En esa vasta red, pocas rutas comerciales eran tan lucrativas como la que seguían los barcos que llevaban caballos árabes a la India y regresaban cargados de algodón y especias.

Este comercio global enriqueció tanto a la India que el islam no supo contener sus ambiciones imperiales. Entre el año 1 y el 1500 d. C., ninguna región del mundo –ni siquiera China– tuvo una cuota mayor del PIB mundial.16 Las copiosas reservas de perlas, diamantes, marfil, ébano y especias garantizaron superávits comerciales durante todo el siguiente milenio. En cualquier caso, no había otro producto que encendiera la imaginación del resto del mundo –vaciando además sus bolsas de dinero– como los tejidos de algodón teñido, que desempeñarían un papel crucial en la historia de la India. El vínculo entre el algodón y el subcontinente indio es muy antiguo. En excavaciones arqueológicas a lo largo del valle del Indo se descubrió una jarra de plata a la que se habían fijado hebras de algodón tejido y teñido; se cree que este tejido data del 2300 a. C., lo que lo convertiría en uno de los ejemplos más antiguos de fibras de algodón procesadas en todo el mundo. En el 400 a. C., Heródoto da cuenta de unos árboles silvestres de la India “que producen una especie de lana mejor que la lana de oveja en belleza y calidad que los indios utilizan para tejer sus atuendos”.17 Desde el principio, el algodón ha sido una inspiración para la innovación tecnológica. En las pinturas rupestres de las legendarias cuevas de Ajanta, fechadas aproximadamente en ese mismo periodo, aparecen personas trabajando con un almarrá, un artilugio para separar la fibra del algodón o borra de las semillas de la planta, antecesor primitivo del que Eli Whitney diseñaría en el siglo xviii.

Sin embargo, el invento que más profundamente transformaría el subcontinente indio –y, por ende, su relación económica con el resto del mundo– no tuvo que ver con la separación de la fibra y las semillas en el algodón; en efecto, todas las sociedades que domesticaron el algodón para su aprovechamiento textil terminaron desarrollando algún tipo de aparato similar al almarrá. Lo que hacía único al algodón indio no era la fibra en sí, sino su color.18 Que la fibra pudiera teñirse de los vívidos colores de la rubia, la alheña o la cúrcuma no dependía tanto de la invención de artilugios mecánicos como de una audaz experimentación química. La celulosa de la fibra de algodón, rica en ceras, repele de forma natural los tintes vegetales. (Solo del azul intenso del índigo –cuyo nombre deriva del valle del Indo, donde por primera vez se usó como tinte– se fija en el algodón sin necesidad de productos catalizadores adicionales). El proceso de transformación del algodón en un tejido que pueda teñirse con colores distintos al índigo se conoce como “animalización” de la fibra, supuestamente porque es necesario utilizar excrementos de animales de granja en el proceso. En primer lugar, los tintoreros blanqueaban la fibra con leche agria, a continuación, la atacan con diversas sustancias de alto contenido proteico: orina de cabra, estiércol de camello, sangre. Las sales metálicas se combinan entonces con los tintes para crear un mordiente que permea la fibra. El resultado es un tejido de color vivo que no se desvanece tras los lavados.19

Se desconoce cuándo fue inventada esta técnica. Muy probablemente no fue descubierta por un único tintorero de gran ingenio, sino que evolucionó a través de siglos de experimentación. En el año 327 a. C., cuando Alejandro Magno lanzó su campaña contra el Indostán, los tejidos teñidos llamaban tanto la atención que varios de sus generales les dieron un gran protagonismo en sus relatos sobre la guerra: “En la India había árboles que daban borras o puñados de lana –cuenta el historiador griego Estrabón, citando a los generales alejandrinos–. El lino que se fabrica a partir de esta lana es más fino y blanco que ningún otro. […] Este país produce colores de gran belleza”.20

Las fuerzas de Alejandro regresaban de la India con noticias sobre ese tejido milagroso, plantando así la semilla de la obsesión por el algodón indio. Esa obsesión, que acabaría extendiéndose por todo el orbe, nace por la confluencia de tres propiedades que no reunía hasta entonces ningún otro tejido: era suave, podía teñirse de colores muy vivos y el color no se desvaía con los lavados. Durante los dos milenios que separan la invasión de Alejandro y la batalla naval entre el Fancy y el barco mogol, se hicieron muchas fortunas desenterrando y comerciando con metales raros, o cultivando y vendiendo valiosos productos alimentarios como el azúcar o la pimienta. Sin embargo, ningún otro producto manufacturado u obra de arte creados en ese tiempo generaron tantos beneficios económicos como los tejidos indios teñidos.

La India fue una potencia clave en el comercio global entre los tiempos romanos y la era de los descubrimientos, pero su papel en el movimiento de sus productos a lo largo y ancho del planeta fue marginal. Estrabón afirma que cada año navegaban hasta la costa sudoccidental de la India unos ciento veinte barcos romanos, gobernados por griegos de Egipto, para intercambiar oro y plata por algodón, piedras preciosas y especias.21 Finalizado el primer milenio, esa red comercial era administrada casi exclusivamente por mercaderes musulmanes. El resultado fue un sistema geoeconómico en el que los artesanos hindúes creaban productos de valor y en el que una capa de comerciantes y marinos musulmanes, concentrados en las ciudades portuarias, hacían circular dichos productos en el mercado global.

Por qué la India nunca desarrolló sus propias redes comerciales nos conduce a uno de los grandes experimentos de especulación de la historia universal. De haber combinado las sociedades del subcontinente indio sus abundantísimos recursos naturales e ingenio técnico con el apetito por el comercio marítimo, la India muy bien podría haber seguido el camino de la industrialización y el dominio global antes de que Inglaterra diera su gran salto adelante a principios del siglo xviii. El motivo de la reticencia de los indios a comerciar a través del mar podría residir en una cuestión religiosa: el hinduismo prohíbe, en efecto, las travesías oceánicas. Según el sutra escrito por Baudhāyana, cualquiera que “haga viajes por mar” perderá su estatus en el sistema de castas, castigo que solo podía levantarse siguiendo una elaborada penitencia: “Comerá una refacción muy ligera cada cuatro comidas, se bañará a la hora de las tres libaciones (mañana, mediodía y tarde) y pasará el día de pie y la noche sentado. Después de tres años, se habrá liberado de la culpa”.22 La prohibición solo ocupaba tres líneas, pero su sombra era alargada.

Algunos historiadores han argumentado que, prohibiciones aparte, la India de los primeros siglos de nuestra era tenía más conocimientos náuticos de lo que creemos. Por alguna razón, finalizado el primer milenio después de Cristo, las flotas comerciales musulmanas dominaban completamente el flujo de bienes y mercancías que entraban y salían del subcontinente indio. En esos años el islam mostraba una extraversión comercial inversamente proporcional a la introversión de los indios. El propio Mahoma había sido comerciante y sus discípulos reconocían que vender productos codiciados era una manera especialmente eficaz de entablar una relación que podía desembocar en la conversión religiosa del cliente. (En el mapa del islam moderno aparecen casi todas las regiones del mundo en que sus comerciantes hicieron negocios hace mil años; la mayor parte de los territorios conquistados militarmente por el islam en ese periodo rechazaron la nueva religión cuando los ejércitos enemigos se marcharon). En el año 1000, de todas las religiones del mundo, el islam era de lejos la más cosmopolita, la más abierta al encuentro –a menudo gracias al comercio– con otras culturas y creencias religiosas. A los musulmanes les sorprendía mucho la cultura insular de los artesanos con quienes interactuaban en los puertos indios: “Los hindúes creen que no hay país como el suyo, que no hay nación como la suya, ni reyes como los suyos, ni religión como la suya, ni ciencia como la suya –señalaba el erudito persa Al-Biruni en el siglo xi–. Es tal su altivez que si uno hace mención de cualquier científico o erudito del Jorasán o de Persia, te tachan o bien de ignorante, o bien de embustero. Si viajasen y se mezclaran con otras naciones, no tardarían en cambiar de opinión”.23

Pese a sus diferencias, las culturas hindú y musulmana coexistieron de manera bastante armoniosa hasta los albores del segundo milenio. En efecto, las buenas relaciones no durarían para siempre. En el 1001, el sultán afgano Mahmud de Gazni lanzó un primer ataque contra el subcontinente con un doble objetivo: destruir a los infieles y saquear sus templos y palacios para financiar su creciente imperio. Esa incursión sería la primera de las dieciséis que se producirían a lo largo de los siguientes treinta años. Tres años más tarde, Mahmud había cruzado el Indo y en el 1008 tomó al asalto la ciudadela de Kangra, de la que salió con ciento ochenta kilos de oro en lingotes y dos toneladas de barras de plata.24

La codicia de Mahmud estaba a la altura de su desprecio implacable por los iconos de la fe hinduista.25 (La palabra iconoclasta, usada hoy con cierto matiz admirativo para describir al excéntrico y al diferente, se refería originalmente a quienes destruían símbolos religiosos). Cuando Mahmud murió en el 1030, sus ejércitos alcanzaron en última instancia el valle del Ganges. Dos siglos después, Mohamed de Gur fundaría el sultanato de Delhi, por el cual la mayor parte del Indostán quedaría bajo control musulmán durante cinco siglos.

La naturaleza del dominio mogol sobre la India sigue siendo, aun hoy, una cuestión muy controvertida. Para algunos trajo consigo uno de los más devastadores genocidios de la historia universal. El historiador Fernand Braudel lo describe de la siguiente manera en su A History of Civilizations [Historia de las civilizaciones]:

Los musulmanes no pudieron imponerse en el país salvo a través del terror sistematizado. La norma era la crueldad: cremaciones, ejecuciones sumarias, crucifixiones, empalamientos y otras inventivas formas de tortura. Se demolían los templos hindúes para construir mezquitas. Ocasionalmente, se daban conversiones forzadas. Si se producía algún alzamiento, este era salvajemente sofocado sin dilación: se incendiaban las casas, se arrasaban los campos, los hombres eran asesinados y las mujeres, esclavizadas.26

Otras fuentes refieren una mayor tolerancia en los mandatarios musulmanes, especialmente bajo los Grandes Mogoles, que llegaron al poder con el ascenso de Babur en 1526. En el apogeo de la dinastía mogol –asociado usualmente con el reinado de Akbar el Grande durante la segunda mitad del siglo xvi–, la India disfrutó de una economía muy dinámica y una discriminación religiosa no demasiado acusada. El propio Akbar era un erudito de la literatura universal; nombró a muchos no musulmanes para cargos civiles y eliminó un impuesto que grababa específicamente a los súbditos de fe hinduista. Hasta intentó crear una religión sincrética, conocida como Dīn-i Ilāhī o Fe Divina, que incorporaba elementos del islam y del hinduismo, aunque nunca llegó a calar.

El último líder musulmán en gobernar en la India sin encontrar una oposición relevante llegó al poder en 1658, en torno a los años en que nació Henry Every. Su título completo de emperador era Abu Muzaffar Muhiuddin Muhammad Aurangzeb Alamgir, aunque la mayor parte del orbe lo conoció por un solo nombre: Aurangzeb.

Imaginen un doble metraje contemplado en una pantalla partida por la mitad. Estamos a finales de la década de 1650. Nace un bebé en una familia cualquiera del Sudoeste de Inglaterra. A ocho mil kilómetros, el nuevo heredero de una dinastía reinante se sienta por primera vez en el Trono del Pavo Real. Es difícil imaginar dos vidas más distintas entre sí, separadas como estaban por la geografía, la cultura, la clase, la religión y el idioma. Sin embargo, por improbable que pareciese en ese tiempo, una serie de acontecimientos enfrentarían al poderoso Aurangzeb y a Henry Every en un brutal conflicto.

Aquella improbable intersección tendría consecuencias que irían mucho más allá de sus vidas individuales. Un espectador que, a finales de esa década, viese el doble documental sobre el nacimiento de Every y el ascenso de Aurangzeb no creería de ningún modo que la etapa islámica en la India estaba por tocar a su fin y daría paso al dominio imperial británico, que se extendería en todo el subcontinente durante los dos siglos siguientes. La ocupación británica de la India es un hecho hasta tal punto definitorio de la Edad Moderna que es difícil imaginar una cronología histórica alternativa. Sin embargo, si la vida de Henry Every hubiera tomado otros derroteros, es probable que la ocupación británica ni siquiera se hubiera producido.

15 Anónimo, 1842, pp. 109-112.

16 Maddison, 2013, pp. 7.583-7.584.

17 Yafa, 2006.

18 Para obtener más información sobre este tejido teñido, que tuvo un impacto histórico a nivel mundial y cuyo valor se debía únicamente a cuestiones estéticas, véase Johnson, 2016, pp. 17-30.

19 Yafa, 2006, p. 28.

20 Los escritos de Estrabón sobre la India están disponibles en https://www.ibiblio.org/britishraj/Jackson9/chapter01.html [consultado el 26/05/20].

21 “El vino, el bronce, el estaño, el oro y varios artículos manufacturados se enviaban por el Nilo hasta Coptos y eran trasladados por tierra a los puertos de Mios Hormos o Berenice. Tripulados por griegos de Egipto, esos barcos navegaban a través del golfo de Adén hacia la India por dos rutas principales: una por el norte, costeando Guyarat y hacia la costa de Kerala, al sudoeste; y otra por el sur, hasta Ceilán. Regresaban con especias, pimienta, joyas y tejidos de algodón. Compraban sedas chinas, espejos y otras mercancías que habían llegado hasta la India por tierra. El comercio indio se financiaba en gran parte con la exportación de plata y oro. El volumen y datación de las monedas romanas encontradas en la India indican los puestos comerciales y la fluctuante intensidad de los intercambios” (Maddison, 2007, pp. 3.884-3.891).

22 Gopalakrishnan, 2008.

23 Al-Biruni, 2015, pp. 10-11.

24 “En 1012 lo llevó a Thanesar, la primera capital de Harsha, al norte de Delhi. Trató de interceder Anandapala, cuyo reino quedó relegado a un pequeño rincón del Punyab Oriental y cuyo estatus era algo mejor que el de un feudatario gaznávida. Ofreció sobornar a Mahmud con elefantes, joyas y un tributo anual. La oferta fue rechazada, Thanesar cayó y ‘el Sultán regresó a casa con un botín imposible de cuantificar. Alabado sea Dios, el protector del mundo por el honor que otorga al islam y a los musulmanes’, escribió Al Utbi” (Keay, 2010, pp. 4.472-4.476).

25 En 1018, las fuerzas de Mahmud llegaron al templo sagrado de Mathur y rápidamente “lo inundaron de brea y lo quemaron y arrasaron”. Un destino aún peor le esperaba al templo de Somnath, cerca de la costa, en la península de Saurastra. “Tras despojarlo de su oro, entró personalmente en el templo con su ‘espada’, que debía de ser más bien algo parecido a un mazo. Los escombros que quedaron fueron enviados a Gazni y se usaron para construir los escalones de la nueva Jama Masjid (la ‘mezquita del viernes’), para que fueran pisoteados humillantemente y eternamente profanados por los pies de los fieles musulmanes” (Keay, 2010, p. 4.456).

26 Braudel, 1988, p. 232.

Un pirata contra el capital

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