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iv

‘Hostis humani generis’

argel

ca. 1775

Henry Every terminaría convirtiéndose en el pirata más célebre del mundo, pero empezó probablemente su carrera náutica en la Marina Real británica ayudando a limpiar los mares de la terrible lacra de la piratería. Según una biografía de Every escrita por Adrian Van Broeck, el joven Every “zarpó desde Plymouth” a bordo de una “flota de buques de guerra que se dirigía a acabar con el nido de piratas de Argel”. Siguiendo el arco narrativo que se generalizaría en las novelas de marinos tan leídas en el siglo xix, Van Broeck especula que Every no tardó en hacerse un nombre a bordo. “El joven Every hace gala de una poco común disposición para el ejercicio de la náutica –escribe– y no solo se gana la estima de los oficiales del Revolution [sic], el navío de Su Majestad a bordo del cual sirve, sino del comodoro contralmirante Lawson […], demostrando un extraordinario brío y vigor cuando el terror de la marina inglesa hizo entrar en razón a la ciudad de Argel”.27

Algunas de las cosas que relata Van Broeck tienen fundamento histórico. Un vicealmirante de nombre John Lawson capitaneó, en efecto, una fragata de cincuenta cañones llamada Resolution y dedicó varios años a proteger a los barcos mercantes ingleses de los piratas de Berbería que operaban desde los puertos de Argel, Túnez y Trípoli. El problema es que el primer servicio de Lawson en el Mediterráneo tuvo lugar a principios de la década de 1660 y el vicealmirante murió durante una batalla naval contra los holandeses frente a las costas del condado de Suffolk, en el sur de Inglaterra, en 1665. El Resolution, por su parte, se hundió durante la llamada batalla del Día de San Jaime, librada, de nuevo, entre ingleses y holandeses al año siguiente. Si Henry Every nació, en efecto, en Newton Ferrers en 1659, habría sido un marino especialmente precoz para haber luchado junto a John Lawson en Argel a principios de la década siguiente. (Quizá su “brío y vigor” eran los propios de un niño de tres años). Por supuesto, en los barcos de la Marina Real solían servir adolescentes y, según Van Broeck, Every habría nacido en 1653, lo que deja abierta la posibilidad de que se embarcara con Lawson en el Resolution en calidad de paje a los ocho o nueve años. Una edad, no obstante, inusualmente temprana aun para las convenciones de la Marina Real. Parece poco probable que un niño de esa edad hubiera causado impresión en un almirante, por muy “vigoroso” que se hubiera demostrado.

Una segunda fragata llamada HMS Resolution –en este caso, un navío de línea de tercera clase armado con setenta cañones– fue botado en 1667 y también prestó servicio contra los piratas de Berbería a finales de esa década, aunque Lawson no navegó en él. Si hemos de creer que Every nació en 1659 y en última instancia participó en algún tipo de batalla náutica en la que “el terror de la marina inglesa hizo entrar en razón a la ciudad de Argel”, entonces lo más probable es que Every se alistara en la marina a principios de la década de 1670 y participase en diversos ataques contra ciudades de Berbería durante ese periodo.

Con independencia de la cronología exacta, tendría sentido que a Every lo hubiera movido a alistarse a la marina aquella operación de castigo contra los piratas de Berbería. Habiéndose criado en la costa meridional de Inglaterra, los legendarios corsarios de África del Norte habrían desempeñado un papel de peso en cuentos populares y en las pesadillas de la niñez de Every. Los piratas de Berbería llevaban más de un siglo hostigando a los barcos mercantes británicos en el Mediterráneo, pero también planteaban un peligro inminente a las poblaciones costeras del sur de Irlanda e Inglaterra. En 1631, un barco pirata berberisco atacó la aldea de Baltimore, en la costa del condado de Cork, en plena madrugada. Los piratas raptaron a casi cien personas –la mitad de ellas niños–, todas las cuales fueron vendidas como esclavas en Argel. Catorce años más tarde, fueron capturados y esclavizados doscientos cuarenta ingleses de diferentes poblaciones de la costa de Cornualles. (Muchos de ellos regresaron a Inglaterra gracias a que el Parlamento pagó un rescate). Corrían rumores de que hasta sesenta bajeles de guerra berberiscos merodeaban sin descanso el canal de la Mancha, esperando la oportunidad de capturar más mercancía para los mercados de esclavos de Argel y Trípoli. Durante la mayor parte del siglo xvii, las familias inglesas e irlandesas que vivían en la costa se enfrentaban a la posibilidad real de terminar sin previo aviso en una cárcel norteafricana. En 1640 el Parlamento creó una comisión para los cautivos en Argel, que estimó en cinco mil los súbditos ingleses esclavizados en el norte de África. Esas cifras daban a entender que las probabilidades de terminar siendo apresado por los piratas berberiscos eran mucho más elevadas para el residente promedio del condado inglés de Devon­shire que el de sufrir un atentado terrorista en cualquier gran ciudad occidental actual.

Desde el punto de vista británico, esta depredación hizo que a los piratas berberiscos les fuera impuesta, de acuerdo con una venerable tradición jurídica, una de las primeras etiquetas del derecho internacional: hostis humani generis, que en latín significa enemigos de toda la humanidad. Asaltar pueblos costeros para secuestrar familias y vender a todos sus miembros como esclavos era una transgresión que iba más allá de las ofensas habituales de quienes demostraban una conducta criminal. Los piratas berberiscos cometían crímenes contra la humanidad que merecían formas más extremas de castigo. Durante siglos, la clasificación de hostis humani generis estuvo reservada exclusivamente a los piratas –Every y sus hombres recibirían tal distinción dos décadas después de que la Marina Real británica “hiciera a Argel entrar en razón”–, en parte porque estos cometían actos atroces que trascendían la criminalidad convencional, pero también porque la mayor parte de tales actos se perpetraron en aguas internacionales, en las que por razones obvias se desdibujaban las jurisdicciones. Declarar a los piratas “enemigos de toda la humanidad” otorgaba a las autoridades en tierra firme la justificación legal para juzgarlos por aquellos crímenes, aun cuando estos se hubieran cometido al otro lado del mundo. En cualquier caso, en el siglo xx el término jurídico hostis humani generis se extendería a un grupo más amplio de forajidos: criminales de guerra, torturadores y terroristas entraron en una categoría que se hacía cada vez más amplia. Inmediatamente después del 11S, John Yoo, el abogado del Departamento de Justicia invocó la tradición del hostis humani generis para justificar el trato extremo dado a los combatientes enemigos en el marco de la guerra contra el terrorismo. Los fundamentos jurídicos que justificaban los abusos cometidos en las prisiones de Guantánamo y de Abu Ghraib quedaron fijados originalmente para hacer frente a las muy particulares afrentas de los piratas en mar abierto.

No faltaba tampoco la hipocresía en la Gran Bretaña del siglo xvii que condenaba a esos piratas berberiscos como enemigos de toda la humanidad. Algunos de los piratas más viles de la historia eran ingleses y se habían enriquecido con pleno respaldo de la Corona. La common law británica de la época trató de disimular esta aparente contradicción creando una laguna técnica, a saber, la distinción entre piratas y corsarios. A efectos prácticos, los corsarios eran casi indistinguibles de los piratas: saqueaban ciudades, robaban tesoros y se apoderaban de barcos, torturando y matando en el ínterin. Sin embargo, lo hacían con la bendición de su gobierno, explicitada esta en una “patente de corso” que depositaba en ellos autoridad para atacar barcos con bandera de otras naciones. “A cambio de esta protección legal –escribe el historiador Angus Konstam– el Estado que había expedido la patente de corso normalmente recibía un porcentaje de los beneficios. Mientras se atuvieran a las normas y abordaran únicamente a los enemigos del Estado enumerados en su patente, los corsarios se escapaban de ser ejecutados sumariamente o en la horca, o condenados a toda una vida de servidumbre en las galeras”.28 Habitualmente a los corsarios solo se les permitía atacar barcos pertenecientes a naciones consideradas enemigas, a las que se había declarado formalmente la guerra. Sin embargo, también estas líneas eran borrosas y los corsarios, que habían desarrollado cierto gusto por el estilo de vida bucanero, se mostraban reacios a renunciar a él cuando se sellaba la paz. “Los corsarios en tiempos de guerra –escribe el primer historiador de la piratería, Charles Johnson, en su Historia general de los piratas–, son el vivero de los piratas que se enfrentan a la paz”.*,29

El corso en Reino Unido existió formalmente a partir del reinado de Eduardo I. Los mercantes británicos que habían sido atacados por piratas recibían lo que se conocía como commission of reprisal o carta de represalia –la antecesora de la patente de corso– que les daba derecho a capturar barcos mercantes de otros países. Técnicamente, la figura jurídica quería promover un estricto ten con ten: los corsarios debían abordar solo los barcos que ondeasen la bandera de los piratas y que les habían robado antes. En la práctica, no obstante, los corsarios no se mostraban tan quisquillosos y a menudo se hacían con muchos más tesoros de los que habían perdido.

El corso se hizo mayor de edad a lo largo del siglo xvi, conforme las relaciones entre Inglaterra y España se fueron haciendo más hostiles, un periodo en el que “el comercio legítimo, el mercantilismo agresivo y la piratería pura y dura se mezclaban y solapaban”, como describe el historiador Douglas Burgess.30 Los galeones españoles transportaban cantidades inauditas de oro, plata y especias desde América a Sevilla. Disimulado el estigma de la piratería gracias a la patente de corso, muchos hombres respetables decidieron hacer carrera como corsarios. El más célebre fue Francis Drake, hijo de un pastor protestante de Devonshire, que circunnavegó el planeta en la década de 1570 y dirigió una serie de devastadores ataques contra puertos españoles en América Central, acumulando tantas riquezas y prestigio en sus aventuras que Isabel I lo armó caballero y él pudo comprar una lujosa casa palaciega en Buckland Abbey, en su Devon nativo, que hoy forma parte del National Trust. Como escribe Burgess: “El colosal éxito de Drake no solo lo convirtió en un héroe, sino en el baremo por el que se medirían todos los futuros piratas”.31

Todo lo anterior nos llevaría a pensar que el joven Henry Every tuvo quizá dos modelos de pirata que cotejar cuando zarpó de Plymouth a bordo de un navío de la Marina Real británica. Por un lado, los mortíferos piratas berberiscos, que no conocían la decencia humana y eran enemigos de toda la humanidad; por el otro, la figura deslumbrante de Drake y otros corsarios de éxito: hombres estimados que habían vivido con gran riesgo y habían corrido aventuras que les habían procurado grandes fortunas. Ser pirata significaba, al mismo tiempo, granjearse el desprecio y enfilar un camino emocionante hacia el respeto, e incluso hacia las armas de caballero. Ambos polos coexistieron durante al menos un siglo sin crear demasiadas disonancias cognitivas por una razón: los piratas de Berbería eran (en su mayoría) norteafricanos y atacaban a familias inglesas inocentes, mientras que Drake y sus colegas asaltaban las colonias españolas del Nuevo Mundo. Que lo primero pareciera una monstruosidad y lo segundo algo merecedor de una orden de caballería tenía que ver con el mero hecho de ir con el equipo de casa y barrer para adentro.

Henry Every no tenía manera de saberlo en esos primeros años de su carrera naval, pero sus acciones terminarían haciendo que esas dos formas de piratería colisionaran entre sí, obligando a los británicos a barajar la posibilidad de que uno de sus celebrados bucaneros fuera un monstruo después de todo.

* N. de la E.: La identidad del capitán Charles Johnson es desconocida, aunque algunos creen, a partir de la teoría de su alumno John Robert Moore, que se trata de un seudónimo de Daniel Defoe, lo que ha llevado a publicar en ocasiones esta obra bajo su autoría.

27 Van Broeck, 1980, pp. 3-4.

28 Konstam, 2008, pp. 553-558.

29 Johnson, 1999, p. 2.

30 Burgess, 2009, pp. 21-22.

31 Ibíd., pp. 27-28.

Un pirata contra el capital

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