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Dos tipos de tesoro

surat

24 de agosto de 1608

El galeón mercante Héctor había echado el ancla en la desembocadura del río Tapti, en la costa occidental de la India, a finales de agosto de 1608. Llevaba más de un año navegando. Había zarpado desde Londres y, tras largas escalas de aprovisionamiento en Sierra Leona y Madagascar, había bordeado el Cuerno de África. Para los indios que vivían a las orillas del río, la presencia de un navío mercante europeo en la boca del Tapti no era nada nuevo, pues a apenas catorce millas curso arriba se encontraba la ciudad portuaria de Surat, epicentro del comercio proveniente del mar Rojo. Sin embargo, un observador atento habría notado algo inusual en el Héctor. En una época en la que los portugueses ostentaban el monopolio del comercio occidental con la India –tradición iniciada con el famoso viaje de Vasco da Gama de 1499–, la llegada del Héctor marcó un punto de inflexión importante en las relaciones entre la India y Europa. Era el primer barco británico en arribar a las costas del subcontinente indio.

A bordo viajaba un representante de la Compañía de las Indias Orientales llamado William Hawkins, quien había sido despachado por esta para investigar la posibilidad de abrir nuevas vías comerciales con la India. La atenuación general de las tensiones tras la firma del Tratado de Londres de 1604, que ponía fin a la Guerra anglo-española, llevó a creer a los gobernadores de la compañía que los portugueses tolerarían la presencia de otros comerciantes en los puertos indios bajo su control. Los recientes problemas sufridos en las islas de las Especias empujaron a los dirigentes británicos a buscar nuevos mercados. Hawkins llevaba consigo una carta del rey Jaime dirigida al Gran Mogol Jahangir, solicitando al sultán que concediera “libertad de tráfico y privilegios razonables que garanticen la seguridad y el beneficio económico”.32

En Surat, a Hawkins se le informó inicialmente de que el gobernador local “no se encontraba bien” y no podría recibirlo. (En su diario, Hawkins dice sospechar que la causa de su indisposición no era otra que el opio, y no un problema de salud). En su lugar, fue recibido por el shahbander, el capitán marítimo de ese puerto: “Le hice saber que nuestra intención era establecer una factoría en Surat –dejó escrito Hawkins en su diario– y que tenía una misiva para su rey de Su Majestad el rey de Inglaterra en el que se da cuenta de este mismo propósito, y también Su Majestad expresa su deseo de aliarse y entablar relaciones de amistad con su rey, de manera que sus respectivos súbditos puedan libremente ir y venir, comprar y vender, como es costumbre de todas las naciones, y que mi navío viene cargado con mercancías de nuestras tierras que, a tenor de lo transmitido por viajeros que ya han visitado estas partes, se pueden vender allí”.33

En un primer momento pareció que este acercamiento de Hawkins sería recibido favorablemente. La mañana posterior a su encuentro con el capitán del puerto, el inglés supo que el gobernador ya se encontraba recuperado y podría recibirlo. Vestido con un historiado atuendo de tafetán escarlata bordado de plata, diseñado especialmente en Londres para dar enjundia diplomática a la visita, Hawkins entregó al gobernador diversos presentes y recalcó el deseo de entablar relaciones comerciales con el sultanato de Jahangir. “Me atendió con gran gravedad y mostrando abierta gentileza –escribe Hawkins–, dándome una cordial bienvenida y asegurándome que aquel país estaba a su disposición”. La bienvenida, no obstante, fue efímera. Un oficial de la aduana llamado Muqarrab Jan confiscó parte de las “mercancías vendibles” que Hawkins había esperado vender a los mercaderes de Surat; el resto cayó en manos de los portugueses, que también aprehendieron a la mayor parte de la tripulación del Héctor, declarando que “los mares indios pertenecían en exclusiva a Portugal”. Esquivando varios complots para asesinarlo, Hawkins pudo escapar con dos hombres y emprendió una larga marcha a pie hasta la capital de Agra, con la esperanza de que el Gran Mogol en persona se mostrase más receptivo ante la propuesta de “amistad” del rey Jaime y los comerciantes de la Compañía de las Indias Orientales británica.

La pertinacia de Hawkins terminó dando sus frutos. En Agra encontró una opulenta ciudad de espectacular grandiosidad arquitectónica, con fuertes y palacios construidos con la característica piedra caliza roja de la región. (Las cúpulas de mármol marfileño de la estructura más famosa de la ciudad, el Taj Mahal, no se levantarían hasta tres décadas más tarde). Flanqueaban el río Yamuna lujuriantes jardines tropicales, repletos de estanques octogonales, pabellones y mausoleos. Al final de un viaje que trajo consigo “no pocas penalidades, tráfagos y peligros”, Agra les debió de parecer un lugar salido de un sueño.

La recepción de Hawkins ante la corte de Jahangir se probó mucho más provechosa que sus primeros encuentros con el gobernador de Surat. Habiendo perdido casi todos sus “productos vendibles” a manos del capitán marítimo de Surat y los portugueses, Hawkins solo pudo ofrecer “un humilde presente”, consistente en unos tejidos, como tributo al Gran Mogol. Sin embargo, la carta del rey Jaime cautivó la atención de Jahangir. “Se dirigió a mí con toda cortesía –escribiría Hawkins más tarde–, prometiéndome por Dios que me concedería de grado todo lo que mi rey solicitaba en su carta, y más aún, si Su Majestad lo requería”. Los dos hombres descubrieron que tenían un idioma en común, el turco, y en una larga conversación sobre las distintas naciones de Europa comenzó a pergeñarse una compleja amistad que se prolongaría durante casi cuatro años.

La travesía desde Surat había despojado a Hawkins de casi todas sus pertenencias y en ella a punto estuvo de perder la vida varias veces. De la noche a la mañana, merced al Gran Mogol, se vio llevado en volandas a una vida llena de lujos. Jahangir declaró que Hawkins debía ejercer como “embajador residente” en Agra. Según el historiador William Foster, “fue nombrado capitán de una compañía de cuatrocientos caballos, se le asignó una prestación cuantiosa, desposó a una doncella armenia y ocupó un lugar entre los grandes de la corte”. Hawkins se deshizo de su raído atuendo de tafetán y empezó a vestir “de la guisa de un noble mahometano”.

Durante su estancia en Agra, Hawkins hizo importantes aportaciones al venerable género de la literatura “orientalista” y contribuyó a que los europeos se maravillaran ante la opulencia de las élites indias. Toda la segunda mitad del diario que Hawkins escribió en la India es un minucioso inventario del extravagante estilo de vida del Gran Mogol: “Su tesoro es como sigue”, anuncia Hawkins para proceder luego a enumerar sus “monedas de oro”, las “gemas de toda clase”, las “piedras preciosas engarzadas en oro”, las “bestias de toda condición”, hasta el mobiliario incrustado de joyas de palacio:

Hay cinco tronos de Estado, de los cuales tres son en plata y dos en oro; y hay otros tipos de asientos, cien en total de plata y de oro; suman en total ciento cinco. […] Hay doscientas ricas copas de vidrio. Hay cien jarras de vino, muy hermosas y ricamente decoradas con joyas. Hay quinientas copas de beber, de las cuales cincuenta son muy ricas, a saber, están hechas de una pieza en rubí de Balay, y también en esmeralda, en piedra eshim, en piedra turca [turquesa] y en otros tipos de piedras. Hay asimismo un número infinito, que solo el guardián conoce con precisión, de perlas, de collares con gemas de todo tipo engastadas, de anillos con ricos brillantes, rubíes y también rubíes de Balay, con viejas esmeraldas.34

La fascinación de Hawkins por las riquezas sin parangón del tesoro mogol nos recuerda la importancia del marco conceptual que modeló los encuentros entre Europa y la India en este periodo: muchos europeos dan por hecho que la India era la más rica de esas dos culturas. Midiendo puramente la producción de bienes de lujo, no había punto de comparación. Los economistas, no obstante, creen hoy que el PIB per cápita de la India del siglo xvii era cercano al de la Europa coetánea, pero en aquella la riqueza estaba mucho más concentrada en manos de las élites. Puesto que principalmente se conocían los palacios, jardines y el resto de los espacios de la clase alta, pensados para hacer ostentación, la India parecía a los europeos más avanzada, rica y civilizada que su continente de origen.

En su descripción del atuendo del Gran Mogol Jahangir, Hawkins apunta un posible origen de sus vastas riquezas:

Hace gala de una riqueza desmesurada de diamantes y otras piedras preciosas, y de diario suele lucir un bello diamante muy valioso. […] Viste además una cadena perlas, de gran belleza y esplendor, y otra cadena de esmeraldas y rubíes de Balay. Prende en su turbante gran número de hermosos rubíes y brillantes. No ha de extrañar al visitante tales riquezas de joyas, oro y plata, pues las acumularon él y sus antecesores, que conquistaron muchos reinos y durante mucho tiempo reunieron riquezas, todas las cuales llegaron a las manos del rey. De nuevo, todo el dinero y gemas que sus nobles atesoran van a parar a sus manos cuando estos desaparecen. El Gran Mogol entrega a las viudas e hijos de los nobles la cantidad que le place y así se acostumbra con todos aquellos que reciben paga y sustento del rey. La India es rica en plata, pues todas las naciones traen su moneda y compran con ella mercancías, y esta moneda es enterrada en el país y no vuelve a salir.35

“Esta moneda es enterrada en el país y no vuelve a salir”. Esta línea podría servir de eslogan para el programa económico de la India en aquel momento. Desde la época romana, la India mostró poco interés en los productos que los europeos ofrecían a cambio de especias, tejidos y demás bienes que tan valorados eran por los consumidores occidentales. Si los europeos querían pimienta en sus mesas o vestirse de calicó tenían que pagar en plata. Sin embargo, en lugar de ponerse a trabajar esa riqueza, la mayoría se quedó en la ostentación que había embebido a Hawkins y sus contemporáneos. “La India llevaba tiempo siendo considerada ‘un abismo de oro y plata’ –escribe el historiador John Keay–, que se hacía con lingotes de plata provenientes de todo el mundo pero que luego anuló su potencial económico fundiendo el metal precioso y dedicándolo a fabricar pulseras, brocados y otros artículos de lujo”.36 El oro llegaba a la India en forma de moneda, pero terminaba convertido en adornos, como si uno ganara la lotería y forrase su casa con billetes. En cualquier caso, en los albores del siglo xvii, no podía negarse el éxito del modelo económico impulsado por los mogoles. Si el objetivo era reunir una gigantesca fortuna, el camino emprendido por los Grandes Mogoles –y, dicho sea de paso, por el rey Jaime y el resto de monarcas europeos– parecía ser el más viable.

Sin embargo, William Hawkins no era solo el emisario del rey Jaime. También fue una especie de heraldo del futuro. Estaba en la India representando tanto a un Estado nación como a una empresa privada: la Compañía de las Indias Orientales.

Esto es lo que, en última instancia y en perspectiva, confiere especial importancia a aquel encuentro entre Hawkins y Jahangir: fue el primer contacto entre dos estrategias muy distintas de acumulación de riquezas. La primera era un viejo truco, casi tanto como la agricultura: declararse emperador, rey o mogol y extraer las rentas de todas las personas sometidas en forma de gravámenes y aranceles. Este enfoque tenía un largo historial de éxitos: el “número infinito” de joyas y gemas que poseía Jahangir marcaba el tope de los retornos de tal estrategia, que en ese momento histórico no era raro alcanzar. Si uno quería unirse al club de los multimillonarios en el siglo xvii, la vía más rápida era aquella etiqueta, enteramente ficticia, de la “sangre real”. Pero eso estaba a punto de cambiar. En unos pocos siglos, las monarquías se convertirían en pensionistas de clase alta y vivirían de las aún cuantiosas pero siempre decrecientes ayudas públicas. El dinero de verdad había que hacerlo de otra manera.

La mayor parte llegaría a través de sociedades, gracias a sus acciones y sus accionistas. Las familias reales apenas asoman en las listas de Forbes 100 últimamente. Hoy los escalafones superiores están ocupados casi totalmente por personas que han participado en ofertas públicas o semipúblicas de acciones empresariales, ya sea como fundadores (Bill Gates, Jeff Bezos) o como inversores (Warren Buffett). Como representante de la Compañía de las Indias Orientales y también emisario del rey Jaime, Hawkins estaba sirviendo a dos señores distintos. Había jurado lealtad a un rey británico que, en lo referido al menos al modelo económico feudal que lo sostenía, mantenía significativas similitudes con Jahangir. Hawkins, no obstante, representaba también a la Compañía de las Indias Orientales, que fue según la mayoría de expertos la primera empresa por acciones de la historia.

La reina Isabel I había otorgado mediante carta real el privilegio de crear “una corporación” que oficialmente se denominaría “Gobernador y Compañía de Comerciantes de Londres para Comerciar con las Indias Orientales” el 31 de diciembre de 1600. Las acciones, emitidas públicamente, daban a los inversores intereses en las empresas puestas en marcha allende los mares y fueron ofrecidas a las élites ricas de la sociedad británica: “condes y duques, miembros del Consejo Privado, jueces y caballeros, condesas y damas de rango, damas viudas o doncellas, clérigos y comerciantes tanto nacionales como extranjeros”.37 Antes de la Compañía de las Indias Orientales, si uno quería echar el guante al valor emergente de las redes comerciales globales tenía que embarcarse con Francis Drake o alguno de sus contemporáneos (o ser miembro de la familia real). Las acciones ofrecían, valga la redundancia, parte de la acción sin salir de tu café favorito de la capital del reino. Lo único que había que hacer era comprar unas cuantas acciones.

En un primer momento, la empresa emitía lo que se vino en conocer como “acciones rescindibles” (terminable stock), con validez para viajes únicos o, a veces, para series de tres o cuatro viajes. La empresa recaudaba fondos para una travesía a, por ejemplo, las islas de las Especias. Si el viaje tenía éxito, los beneficios se repartían entre los accionistas dependiendo del importe invertido inicialmente. Sin embargo, a mediados del siglo xvii, la empresa había ya hecho evolucionar el modelo a otro ya similar al actual: las acciones eran permanentes y reflejaban una inversión hecha en las empresas en curso o futuras de la compañía. Esta innovación tenía dos ventajas cruciales y provocó un interesante efecto colateral. La recaudación de fondos a partir de un gran colectivo de inversores permitía planear, por primera vez, empresas de negocios con elevados costes fijos –en este caso, la construcción de navíos y el viaje de estos al otro lado del mundo para comprar bienes que después se venderían a los consumidores británicos–. Se reunía tanto dinero a partir de ciudadanos particulares que, en efecto, la compañía podía operar sin el respaldo ni la supervisión directos del Estado. (En el culmen de su poder, fechado a lo largo del siglo xviii, la Compañía de las Indias Orientales tuvo en la India un aparato estatal, dotado de un ejército y funcionarios que controlaban grandes extensiones de territorio en todo el subcontinente indio). Además, al distribuir la inversión en varios individuos, se minimizaban los riesgos de las empresas futuras. Si un barco se hundía de regreso de la India, resentiría la pérdida todo el colectivo de inversores en la metrópoli. Sin embargo, como el viaje se había financiado con muchas aportaciones grandes –en lugar de contar con un único auspiciador, como la Corona– el impacto era menos catastrófico.

El efecto colateral fue que la emisión pública de acciones provocó la aparición de un mercado secundario en el que las propias acciones se vendían y compraban entre particulares. El precio de estas acciones subía y bajaba según los hados sonrieran o no a la Compañía de las Indias Orientales (la mayoría de las veces, sonreían). Entre 1660 y 1680, las acciones de la compañía cuadruplicaron su valor, impulsado este incremento en gran parte porque las élites londinenses perdieron la cabeza por el calicó y el chintz. (Para finales de la década de 1680, la Compañía de las Indias Orientales importaba unos dos millones de piezas de tejido al año, un tráfico muchísimo mayor que el de especias, que era el que la reina Isabel había querido potenciar originalmente dando su beneplácito a la compañía). El aumento del valor de las acciones creó un tipo de riqueza auténticamente nuevo. La propia compañía ganaba dinero en la tradición comercial que se remontaba a los mercaderes musulmanes y más allá: compraban barato, vendían caro y sus beneficios reflejaban el delta entre ambos precios, regresando algunos de ellos a los inversores en forma de dividendos. No obstante, el comercio de acciones creó una segunda forma de riqueza que, a la larga, resultó aún más lucrativa. Ganabas dinero invirtiendo en la Compañía de las Indias Orientales no solo porque esta obtuviera beneficios, sino porque otros inversores en algún momento pensaban que tus acciones valían más de lo que tú habías pagado por ellas.

Fue así como aquel encuentro entre esos dos hombres en Agra durante la primavera de 1609 marcó un primer hito en la transición de un régimen de acumulación de riqueza a otro. Esta transición se propagaba desde Londres y, en última instancia, se extendería a todo el planeta, pues la sociedad anónima se convertiría en el siglo xx en la forma preeminente de organización de la actividad económica, al menos en el sector privado. Hawkins quizá no estaba tan deslumbrante enfundado en su harapiento tafetán como Jahangir con sus “cadenas de esmeraldas y rubíes”, pero el futuro estaba de su lado.

Pese al aparente cariño de Jahangir por Hawkins, los portugueses terminaron interviniendo para mantener a los ingleses a raya y lograron impedir que comerciaran con la India durante varios años. Hawkins dejó Agra en 1611 y murió durante una travesía marítima poco después. No fue hasta 1612 cuando el Gran Mogol concedió a la Compañía de las Indias Orientales un permiso para abrir una factoría en Surat. El sucesor de Hawkins, Thomas Roe, hizo llegar al rey Jaime una misiva de Jahangir en la que se explicitaban las condiciones:

He dado orden general a todos los reinos y puertos de mis dominios de recibir a cualesquiera mercaderes de la nación inglesa como súbditos de mi amigo; para que en el lugar que elijan para vivir disfruten de libertad sin restricción; y para que, con independencia del puerto en que arribaren, ni Portugal ni ningún otro reino ose perturbar su tranquilidad; en la ciudad que eligieren como residencia, mis gobernadores y capitanes les dejarán actuar libremente, según sus propios deseos, para vender, comprar y transportar mercancías de vuelta a su país a su antojo.

La fábrica de Surat fue el primer puesto de avanzadilla en suelo indio para la nueva compañía. A partir de aquella pequeña ciudad portuaria, donde las víctimas de las depredaciones de Henry Every buscarían su venganza casi un siglo después, los británicos harían crecer sin descanso sus dominios, destacando entre todos ellos sus asentamientos en Bombay y Madrás. En poco tiempo, todo el subcontinente estaría bajo el control de la Compañía de las Indias Orientales.

32 Foster, 1921, p. 61.

33 Ibíd., p. 82.

34 Ibíd., p. 102.

35 Ibíd., p. 104.

36 Keay, 2010, pp. 6.673-6.684.

37 Baladouni, 1983, p. 66.

Un pirata contra el capital

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