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EL RECINTO

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En agosto de 2010, el mensajero pakistaní Ibrahim Saeed Ahmed (también conocido como Al Kuwaiti, entre otros alias) condujo dos horas hacia el este desde la ciudad de Peshawar, por el árido valle, hasta las colinas Sarban, donde se encuentra la ciudad de Abbottabad. Al Kuwaiti había sido una persona de interés para la CIA durante varios años, ya que se sabía que estaba vinculado a Osama Bin Laden y a otros agentes de alto nivel de Al Qaeda. Un activo pakistaní que estaba reuniendo información para la CIA había identificado el jeep Suzuki blanco de Al Kuwaiti en Peshawar y lo siguió sin que este lo descubriese hasta un suburbio de Abbottabad, un viaje que finalizó en un camino de tierra que conducía a un destartalado recinto rodeado de muros de hormigón de cinco metros de altura y rematado por una alambrada de púas. Cuando Al Kuwaiti entró en el recinto, el operativo pakistaní avisó a la CIA de que habían recibido a su objetivo en un edificio que parecía tener un sistema de seguridad más elaborado que el de otras casas del vecindario. En ese escenario había algo sospechoso.

Ese ágil acto de vigilancia puso en marcha una cadena de acontecimientos que finalmente desembocaría en la legendaria ­operación de mayo de 2011 y en la muerte de Osama Bin Laden, que había vivido en el recinto con relativa comodidad (si lo comparamos con la cueva en la que muchos sospechaban que se había escondido) durante cinco años, o casi. La historia del ataque contra la improbable residencia de Bin Laden, con helicópteros Black Hawk descendiendo sobre el complejo en las primeras horas de la mañana, ha sido ampliamente cubierta como una operación militar brillantemente ejecutada, y ciertamente fue una operación sólida, en el sentido de que sobrevivió a lo que podría haber sido fácilmente un fallo catastrófico al estrellarse uno de los helicópteros cuando intentaba sobrevolar por encima de la parte interior del complejo. Las acciones emprendidas esa noche cuentan una historia de valentía, trabajo en equipo casi perfecto y pensamiento rápido bajo una presión casi inimaginable. No es de extrañar que haya sido el tema de películas de éxito de Hollywood y documentales de televisión de alto nivel, así como de varios de los libros más vendidos.

Pero la historia más amplia que hay detrás de la operación, no solo las acciones que se llevaron a cabo esa noche, sino los nueve meses de debate y deliberación que resultaron en el ataque de Abbottabad, ayuda a explicar por qué el talento para tomar decisiones difíciles ha sido generalmente descuidado en nuestras escuelas y en la cultura en general. Tenemos una tendencia a enfatizar los resultados de las buenas decisiones y no el proceso que condujo a la decisión en sí. La incursión de Abbottabad fue un triunfo de instituciones militares como los SEAL de la Marina y la tecnología basada en satélites que les permitió analizar el complejo con la suficiente precisión para planificar el ataque. Pero bajo toda esa espectacular fuerza y audacia, un proceso más lento y menos digno de titulares había hecho posible la incursión, un proceso que se basó explícitamente en nuestro nuevo entendimiento sobre cómo tomar decisiones difíciles.

La tecnología utilizada para localizar a Bin Laden era de última generación, desde los satélites hasta los Black Hawks. Pero también lo fue la toma de decisiones. Curiosamente, la mayoría de nosotros, los civiles de a pie, no tenemos casi nada que aprender de la historia de esa operación. Pero tenemos mucho que aprender del proceso de decisión que la puso en marcha. La gran mayoría de nosotros nunca tendremos que aterrizar un helicóptero en un pequeño patio al abrigo de la oscuridad. Sin embargo, todos nos enfrentaremos a decisiones difíciles en nuestras vidas, cuyos resultados pueden mejorarse aprendiendo de las deliberaciones internas que condujeron a la muerte de Bin Laden.

Cuando llegaron noticias al cuartel general de la CIA en Langley de que su agente había rastreado a Al Kuwaiti hasta un misterioso complejo en las afueras de Abbottabad, casi nadie sospechó que se habían topado con el escondite real de Osama Bin Laden. El consenso era que Bin Laden vivía en una región remota, en un lugar no muy diferente a las cuevas de las afueras de Tora Bora, donde las fuerzas estadounidenses casi lo habían capturado ocho años antes. El complejo en sí estaba situado a aproximadamente un kilómetro y medio de la Academia Militar de Pakistán; muchos de los vecinos de Bin Laden eran miembros de las fuerzas armadas pakistaníes. Se suponía que Pakistán iba a ser nuestro aliado en la guerra contra el terrorismo. La idea de que el hombre que había diseñado el complot del 11 de septiembre podría estar viviendo en medio de una comunidad militar pakistaní parecía absurda.

Pero el reconocimiento previo que se efectuó en el recinto no hizo sino aumentar el misterio. La CIA rápidamente determinó que el complejo no tenía líneas telefónicas ni Internet y que los residentes quemaban su propia basura.

La presencia de Al Kuwaiti sugería que el edificio tenía alguna conexión con Al Qaeda, pero ya los costes de construcción por sí solos, estimados en más de doscientos mil dólares, eran desconcertantes: ¿por qué la red terrorista, hambrienta de dinero, gastaría tanto en un edificio en los suburbios de Abbottabad? Según el relato de Peter Bergen sobre la caza de Bin Laden, el jefe de la CIA, Leon Panetta, fue informado sobre la visita de Al Kuwaiti en agosto de 2010. Los oficiales describieron el recinto, de forma algo agresiva, como una «fortaleza». La palabra llamó la atención de Panetta, que ordenó a los funcionarios que siguieran «todas las vías de operación posibles» para descubrir quién vivía detrás de esos muros de hormigón. El proceso de decisión que condujo a la muerte de Osama Bin Laden fue, en última instancia, una secuencia de dos tipos de decisiones muy diferentes. La primera tomó la forma de un misterio: la CIA tenía que decidir quién vivía dentro del enigmático complejo. La segunda decisión surgió una vez que se llegó a una certeza razonable de que la estructura albergaba al líder de Al Qaeda: cómo entrar en el complejo y capturar o matar a Bin Laden, suponiendo que la primera decisión hubiera sido correcta. La primera decisión fue epistemológica: «¿Cómo podemos saber con certeza la identidad de las personas que viven en este edificio al otro lado del planeta?». Tomar la decisión implicó un tipo de trabajo detectivesco: reunir pistas de una amplia gama de fuentes. La segunda decisión giraba en torno a las acciones y sus consecuencias: «Si simplemente arrasamos el recinto con un bombardero B2, ¿sabremos alguna vez con seguridad si Bin Laden estaba en las instalaciones? Si enviamos un equipo de operaciones especiales para sacarlo, ¿qué ocurre si tienen problemas sobre el terreno? E incluso si tienen éxito, ¿deberían intentar capturar vivo a Bin Laden?».

Resulta que cada una de estas decisiones se veía ensombrecida por una decisión similar del pasado en la que algo había salido muy mal. La Administración Bush se había debatido con una decisión epistemológica comparable (¿posee Saddam Hussein armas de destrucción masiva?) que ocho años antes había tenido consecuencias desastrosas. Y en la decisión de iniciar la incursión en el complejo resonaba el eco tanto del fallido rescate en helicóptero de Jimmy Carter de los rehenes iraníes como de la fallida invasión de la bahía de Cochinos de John F. Kennedy. Estas decisiones habían sido tomadas por personas inteligentes que trabajaban con la mejor intención de elegir lo correcto. Fueron decisiones que se deliberaron durante meses y, sin embargo, terminaron en un fracaso catastrófico. En cierto modo, se puede ver el triunfo final de la operación contra Bin Laden como un ejemplo poco común de una institución que aprende de sus errores al mejorar deliberadamente el proceso que había conducido a esos errores pasados.

Resulta que muchas decisiones difíciles contienen a su vez otras decisiones que tienen que tomarse por separado y, a menudo, en algún tipo de secuencia predeterminada, como en la incursión de Abbottabad. Para tomar la decisión correcta, hay que averiguar cómo estructurarla correctamente, lo cual constituye en sí mismo una capacidad importante. En el caso de la persecución de Bin Laden, la CIA tuvo que tomar una decisión sobre quiénes iban a estar dentro del recinto y después tuvo que tomar una decisión sobre cómo atacarlo. Pero cada una de esas decisiones estaba compuesta por dos fases distintas, a veces llamadas fases de divergencia y consenso. En la fase de divergencia, el objetivo clave es poner sobre la mesa tantas perspectivas y variables como sea posible a través de ejercicios exploratorios diseñados para revelar nuevas posibilidades. Algunas veces esas posibilidades toman la forma de información que podría influir en la decisión final de qué camino tomar; en otras ocasiones toman la forma de caminos completamente nuevos que no se contemplaron al principio del proceso. En la fase de consenso, la exploración abierta de nuevas posibilidades invierte su curso, y el grupo comienza a reducir sus opciones, buscando un acuerdo sobre la vía correcta. Cada fase requiere un conjunto distinto de herramientas cognitivas y modelos de colaboración para tener éxito. Por supuesto, la mayoría de nosotros no separamos las dos fases en nuestra cabeza en absoluto. Simplemente examinamos las opciones, celebramos algunas reuniones informales y tomamos una decisión, ya sea a través de algún tipo de votación a mano alzada o de una evaluación individual. En la persecución de Bin Laden, la CIA estableció deliberadamente una fase de divergencia en ­ambas etapas de su investigación sobre ese misterioso recinto. Pocas semanas después de que Panetta oyera por primera vez hablar de la «fortaleza» en las afueras de Abbottabad, su jefe de personal ordenó al equipo que concibiera veinticinco maneras diferentes de identificar a los ocupantes del recinto. Se les dijo expresamente que ninguna idea era demasiado loca. Después de todo, se trataba de la fase exploratoria. El objetivo era generar más posibilidades, no estrechar el campo. Los analistas se mostraron muy dispuestos a proponer planes poco probables. «Una idea era lanzar bombas fétidas y malolientes para hacer salir a los ocupantes del complejo –escribe Bergen–. Otra era jugar con el supuesto fanatismo religioso de los habitantes del recinto y transmitir por unos altavoces exteriores lo que pretendía ser la ‘‘voz de Alá’’ diciendo: ‘‘¡Se te ordena que salgas a la calle!’’». 5 Al final, se propusieron treinta y siete formas de obtener acceso subrepticio al recinto. La mayoría de ellas resultaron ser totalmente inútiles para identificar a los ocupantes, callejones sin salida en la fase exploratoria. Pero algunos de los esquemas terminaron abriendo nuevos caminos. Uno de esos caminos llevaría finalmente a la muerte de Osama Bin Laden.

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