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EL ÁLGEBRA MORAL

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Hace unos diez mil años, justo al final de la Era Glacial, una oleada de deshielo provocó la ruptura de una delgada barrera de tierra que conectaba Brooklyn con Staten Island, creando el estrecho ahora conocido como los Narrows, la entrada a lo que posteriormente se convertiría en uno de los grandes puertos urbanos del mundo, la bahía de Nueva York. Este evento geológico resultaría ser tanto una maldición como una bendición para los seres humanos que posteriormente vivirían a lo largo de las costas cercanas. La apertura al mar fue una gran ayuda para la navegación marítima, pero también permitió que el agua salada entrara en la bahía con cada marea ascendente. Aunque la isla de Manhattan está bordeada por dos ríos, en realidad los nombres de estos son engañosos, ya que tanto el East River como la parte baja del Hudson son estuarios, con concentraciones extremadamente bajas de agua dulce. La apertura de los Narrows convirtió a la isla de Manhattan en un lugar espectacular en el que refugiarse para quienes ­estuvieran buscando un puerto seguro en el que fondear sus barcos. Pero el hecho de que fuera una isla rodeada de agua salada suponía un auténtico desafío si uno no quería deshidratarse, como suele ser el caso de los seres humanos.

En los siglos anteriores a la finalización de los grandes proyectos de construcción de acueductos realizados en el siglo XIX, que llevarían agua potable de los ríos y embalses del norte del estado a la ciudad, los habitantes de la isla de Manhattan (originalmente las tribus lenape y, más tarde, los primeros colonos holandeses) sobrevivieron en medio de los estuarios salados bebiendo de un pequeño lago situado cerca de la punta sur de la isla, justo debajo de la actual Canal Street. Tuvo varios nombres, que iban cambiando: los holandeses lo llamaron el Kalck; más tarde fue conocido como el Estanque de Agua Dulce. Hoy en día es más comúnmente denominado estanque de recolección de aguas (Collect Pond). Alimentado por manantiales subterráneos, el estanque vertía sus aguas en dos arroyos, uno de los cuales serpenteaba hacia el East River y el otro fluía hacia el oeste y acababa en el río Hudson. Durante la marea alta, se dice que los lenape podían cruzar toda la isla en canoa.

Algunas pinturas de principios del siglo XVIII sugieren que Collect Pond era un lugar tranquilo y pintoresco, un oasis para los primeros habitantes de Manhattan que deseaban escapar por la tarde del creciente centro de comercio hacia el sur. Un imponente acantilado (a veces llamado Bayard’s Mount, a veces Bunker Hill) se asomaba sobre el borde noreste del estanque. Escalar los treinta metros de altura que conducían a su cima permitía disfrutar de una vista espectacular del estanque y de los humedales circundantes, con las agujas y chimeneas de la bulliciosa ciudad en la distancia. «Era el gran centro de patinaje en invierno de nuestra juventud –recordaba William Duer en unas memorias de los principios de Nueva York escritas en el siglo XIX–, y nada puede superar en brillo y animación la perspectiva que presentaba en un buen día de invierno, cuando la superficie helada estaba llena de vida con ­patinadores que se movían a toda velocidad de un lado a otro, con la rapidez del viento». 1

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII, el desarrollo comercial había comenzado a estropear el bucólico entorno de Collect Pond. Los curtidores se instalaron al borde del estanque; empapaban las pieles de los animales en taninos (incluidos los productos químicos venenosos del árbol de cicuta) y vertían luego los residuos directamente al principal suministro de agua potable de la ciudad en crecimiento. Los humedales al borde del estanque se convirtieron en un vertedero común de animales muertos e incluso de víctimas de asesinatos ocasionales. En 1789, un grupo de ciudadanos preocupados (y un puñado de especuladores inmobiliarios) propusieron expulsar a los curtidores y convertir Collect Pond y las colinas en un parque público. Contrataron al arquitecto e ingeniero civil francés Pierre Charles L’Enfant, que se encargaría varios años más tarde del diseño de Washington D. C. La propuesta de L’Enfant de que Collect Pond Park fuera financiado por especuladores inmobiliarios que comprasen propiedades en los límites del espacio público preservado es un precedente de las asociaciones público-privadas que, en última instancia, conducirían al renacimiento de muchos parques de Manhattan a finales del siglo XX. Pero el plan al final fracasó, en gran parte porque los defensores del proyecto no pudieron persuadir a la comunidad de inversores de que la ciudad acabaría expandiéndose tanto hacia el norte.

Ya en 1798, los periódicos y los publicistas llamaban a Collect Pond un «agujero espantoso» al que iban a parar «todos los vertidos líquidos y de residuos, chatarra, meados y mierda de un gran territorio a su alrededor». Como el agua del estanque estaba demasiado contaminada para beber, la ciudad decidió que era mejor rellenar tanto el estanque como los cenagales circundantes y construir un nuevo barrio de «lujo» encima de él que atraería a las familias de gente bien que deseaban vivir fuera del tumulto de la ciudad, de manera similar a como se desarrollarían los planes de urbanización de Long Island y Nueva Jersey, a las afueras de la ciudad, ciento cincuenta años más tarde. En 1802, el Consejo Comunitario decretó que Bunker Hill fuera aplanada y que la «tierra buena y sana» de la colina se utilizara para borrar Collect Pond del mapa de Nueva York. Para 1812, los manantiales de agua dulce que habían saciado la sed de los habitantes de Manhattan durante siglos ya habían sido enterrados bajo tierra. Ningún neoyorquino normal y corriente que viva en la superficie los ha visto desde entonces.

Durante un tiempo, a principios de la década de los veinte del siglo XIX, floreció un barrio respetable sobre el antiguo emplazamiento del estanque. Pero al poco tiempo el intento de la ciudad de borrar el paisaje natural de Collect Pond cayó víctima de una especie de retorno de lo reprimido. Debajo de esos nuevos hogares elegantes, en la «tierra buena y sana» procedente de Bunker Hill, los microorganismos se abrían paso de manera constante a través del material orgánico que había quedado de la vida anterior de Collect Pond: todos los cadáveres de animales en descomposición y otra biomasa de los humedales.

El trabajo de esos microbios subterráneos causó dos problemas a ras de suelo. A medida que la biomasa se descomponía, las casas que estaban encima comenzaron a hundirse en el terreno. Y a medida que se hundían, empezaron a emanar olores pútridos de la tierra. Incluso las más ligeras precipitaciones provocaban que los sótanos se inundaran con el agua de las ciénagas. Los brotes de tifus se convirtieron en algo habitual en el vecindario. En cuestión de años, el bienestar de los residentes desapareció y el valor de las viviendas se desplomó. El barrio pronto se convirtió en un imán para los residentes más pobres de la ciudad, para los afroamericanos que escapaban de la esclavitud en el sur y para los nuevos inmigrantes que llegaban de Irlanda e Italia. En la miseria de su infraestructura en decadencia, el barrio desarrolló una reputación de crimen y libertinaje que resonó en todo el mundo. En la década de los cuarenta de ese mismo siglo, cuando Charles Dickens lo ­visitó, se había convertido en la barriada más famosa de los Estados Unidos: Five Points.

Visión de futuro

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