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HUELLAS DACTILARES Y PRESIONES ENCADENADAS

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Dicho en palabras más sencillas, las decisiones deliberativas implican tres pasos, 6 diseñados específicamente para superar los desafíos propios de una decisión difícil: construimos un mapa preciso y de espectro completo de todas las variables y de las posibles trayectorias de que disponemos, hacemos predicciones acerca de adónde nos pueden llevar todas esas diferentes trayectorias teniendo en cuenta las variables que están en juego y llegamos a la conclusión de que debemos tomar una decisión sobre la trayectoria, sopesando los diversos resultados y cotejándolos con los objetivos que perseguimos en su conjunto. Los primeros tres capítulos exploran diferentes técnicas que se pueden utilizar para tomar decisiones en grupo, siguiendo aproximadamente la secuencia que la mayoría de las trayectorias de toma de decisiones desarrollan: mapear, predecir y, en última instancia, tomar la decisión. Los dos últimos capítulos abordan de manera más especulativa las decisiones tomadas en los dos extremos: las decisiones masivas sobre temas más amplios, como aquella a la que nos enfrentamos en la lucha contra el cambio climático, y las decisiones personales, como la que Darwin abordaba en su cuaderno.

Hay una escena maravillosa en la primera mitad del libro ­Middlemarch, de George Eliot, que refleja las dificultades de la toma de decisiones complejas. (Volveremos a Middlemarch y a una decisión aún más famosa en el último capítulo del libro). La escena transcurre con el monólogo interior de un joven y ambicioso médico llamado Tertius Lydgate en la década de 1830 en Inglaterra, sopesando una decisión de grupo que le resulta muy incómoda: si reemplazar al amable vicario local, Camden Farebrother, por un nuevo capellán llamado Tyke, que cuenta con el apoyo de Nicholas Bulstrode, el banquero beato de la ciudad, que es la principal fuente de financiación para el hospital de Lydgate. Lydgate ha entablado amistad con Farebrother, aunque desaprueba el hábito de juego del vicario. A medida que se aproxima el momento de la reunión del consejo municipal, se apresura a analizar sus opciones:

No le gustaba la idea de ir en contra de sus propios intereses por llevarse mal con Bulstrode; no le gustaba la idea de votar en contra de Farebrother y contribuir a privarlo de sus funciones y salario; y se le planteaba la cuestión de si esas cuarenta libras adicionales no dejarían al vicario libre de la innoble preocupación por ganar a las cartas. Además, a Lydgate le desagradaba ser consciente de que al votar por Tyke estaría votando por el bando que le convenía a él mismo. Pero ¿realmente sería el objetivo su propia conveniencia? Otras personas así lo dirían y alegarían que se estaba ganando el favor de Bulstrode con el fin de hacerse importante y prosperar. ¿Entonces qué? Él, por su parte, sabía que si sus aspiraciones personales se hubieran visto afectadas, no le habría importado un comino la amistad o la enemistad del banquero. Lo que realmente le importaba era un medio para su trabajo, un vehículo para sus ideas; y después de todo, ¿no estaba obligado él a preferir el objetivo de conseguir un buen hospital, donde pudiera demostrar las diferencias específicas de una fiebre y probar los resultados terapéuticos, antes que cualquier otra cosa relacionada con esta capellanía? Por primera vez, Lydgate sentía la presión de las pequeñas condiciones sociales y su frustrante complejidad. 7

Lo que llama la atención aquí es, en primer lugar, el matiz del retrato de la mente decisoria: todas esas «presiones hilvanadas» dibujadas con gran detalle. (De hecho, el extracto anterior es solo una muestra de cómo aborda Eliot las reflexiones de Lydgate sobre esta decisión concreta, que ocupa la mayor parte de un capítulo). Pero las propias presiones se originan con fuerzas más amplias y variadas que la mente individual. Solo en este párrafo, Lydgate se debate entre su amistad personal con Farebrother; sus objeciones morales a la debilidad de este por las cartas; el estigma social de que los demás piensen que, a la hora de votar, se pone del lado de su patrón; el coste económico de que parezca que pueda estar traicionando a su patrocinador en un foro público; la amenaza que representa para sus ambiciones intelectuales si Bulstrode se vuelva contra él; y las oportunidades que ofrece para la mejora de la salud de la población de Middlemarch, gracias a su creciente conocimiento científico acerca de las «distintas fiebres». La elección en sí es binaria: Farebrother o Tyke. Pero la variedad de factores que dan forma a la decisión está dispersa a través de múltiples escalas, desde la intimidad de la conexión personal hasta las tendencias a largo plazo en la ciencia médica. Y la decisión se complica aún más por el hecho de que el propio Lydgate tiene objetivos contradictorios: quiere que se financie su hospital, pero no desea que la comunidad se burle de él por adular al banquero para ganarse su favor.

En el atormentado monólogo interior de Lydgate se puede ver una mente que lucha tanto en la fase de mapeo como en la fase predictiva de una decisión difícil: pensando en todas las capas de la decisión y especulando sobre lo que sucederá si toma una decisión en lugar de otra. En su cabeza, al igual que en la lista de pros y contras de Darwin, las dos fases se funden en una sola. Pero resulta que nos va mucho mejor cuando consideramos esos dos tipos de problemas por separado: mapear la decisión y todas sus «presiones encadenadas» y luego predecir los resultados futuros que esas presiones probablemente crearán.

Los escépticos podrían argumentar, no sin razón, que hay algo acerca de las decisiones complejas que fundamentalmente se resiste a las recetas de talla única. Simplemente hay demasiadas variables, interactuando de manera no lineal, para luchar contra ellas en patrones predecibles. La complejidad del problema lo hace singular. Cada decisión a largo plazo es un copo de nieve, o una huella dactilar: única, que nunca se repite, tan diferente de sus semejantes que no podemos clasificarla en categorías de fórmulas. Esta es la posición que el príncipe Andrei de Tolstói adopta en un memorable pasaje de Guerra y paz, desafiando la «ciencia de la guerra» que los generales rusos creen haber dominado. Anticipándose al discurso del premio Nobel de Herbert Simon, el príncipe Andrei pregunta: «¿Qué teoría o ciencia es posible cuando las condiciones y circunstancias son desconocidas y las fuerzas activas no se pueden determinar?».

Tolstói pretendía que la pregunta fuera retórica, pero este libro se puede considerar como un intento de darle una ­respuesta adecuada a esa pregunta. Parte de la respuesta radica en que la ciencia nos ha dotado de herramientas para percibir mejor los matices de situaciones complejas, herramientas que no existían en la época de Tolstói o Darwin. El hecho de que cada huella dactilar sea única no ha impedido que los científicos comprendan cómo se forman las huellas dactilares o incluso por qué adoptan formas tan impredecibles. Pero el progreso más importante en la ciencia de las huellas dactilares proviene de los avances exponenciales en nuestra capacidad de distinguirlas todas, discerniendo los giros únicos que diferencian la huella de una persona de la de otra. La ciencia no siempre comprime la enorme complejidad del mundo en fórmulas compactas, como los planificadores militares de Tolstói intentaron comprimir el caos del campo de batalla en la «ciencia de la guerra». A veces la ciencia, por el contrario, amplía información, ayudándonos así a captar los detalles de la vida, todos aquellos detalles que podrían escapar a un ojo menos atento. Y, en la medida en que este libro se basa en la investigación científica para la toma de decisiones, se apoya en esa forma de ampliar información, en estudios que nos ayudan a ver más allá de nuestros prejuicios, estereotipos y primeras impresiones.

Pero otra parte de la respuesta a la pregunta del príncipe Andrei implica admitir que tiene algo de razón: lo que la lente científica puede revelar sobre toda la gama de experiencias humanas, ya sea que esas experiencias se desarrollen en el campo de batalla o en una reunión del consejo de un pueblo pequeño en la que se debate a quién elegir para que sea el próximo vicario, tiene sus límites. En esos ambientes, como dijo Tolstói, «todo depende de innumerables condiciones, cuyo significado se hace patente en un momento dado, pero nadie puede saber cuándo llegará ese momento». Una vida humana individual es un cóctel único de casualidad y circunstancias, que se hace aún más complejo cuando se ve embrollado, como siempre ocurre, por otros espíritus. Y cuando se reduce todo eso a la química, hay cosas que se pierden.

Pero como les gusta recordarnos a los economistas conductistas, ya somos propensos, como especie, a todo tipo de simplificaciones. No son solo los científicos. Comprimimos la realidad compleja en una heurística abreviada que a menudo funciona de maravilla en la vida cotidiana para tomar un tipo de decisiones que surgen con mucha frecuencia pero que son de poca importancia. Debido a que somos una especie excepcionalmente inteligente y autorreflexiva, hace tiempo que nos dimos cuenta de que necesitábamos ayuda para superar esos instintos cuando realmente importa. Así que inventamos una herramienta llamada narración de historias. Al principio, algunas de nuestras historias eran aún más reduccionistas que las ciencias: alegorías, parábolas y juegos de moralidad que comprimían el flujo de la vida real hasta llegar a mensajes morales arquetípicos. Pero con el tiempo las historias se volvieron más hábiles para describir la verdadera complejidad de la experiencia vivida, los giros y las presiones encadenadas. Uno de los logros más importantes de ese crecimiento es la novela realista. Esa, por supuesto, es la implicación latente en la pregunta del príncipe Andrei: «innumerables condiciones que se vuelven significativas solo en determinados momentos que son impredecibles» sería muy útil como una descripción tanto de Guerra y paz como de Middlemarch, que podrían considerarse las dos obras más representativas de los cánones realistas. Lo que le da a la novela el tono de veracidad radica precisamente en la forma en que no recorre los surcos esperados, en el modo en que dramatiza todas las fuerzas y variables impredecibles que conforman las opciones a las que los seres humanos se enfrentan en los momentos más significativos de sus vidas. 8

Cuando leemos esas novelas, o biografías de figuras históricas igualmente ricas, no solo nos sirven para entretenernos, sino también para ensayar nuestras propias experiencias en el mundo real. Ante todo, cuando nos enfrentamos a una de las decisiones difíciles de la vida, necesitamos verla en sus propios términos, con ojos nuevos. Para eso contamos con el arte tanto como con la ciencia. Tenemos relatos, novelas realistas, sí, pero también, como veremos, otros géneros de relatos que han sido deliberadamente elaborados para ayudarnos a percibir una porción más grande del espectro y prepararnos para resultados inciertos. Ya se los llame planificaciones de escenario, juegos de guerra, simulaciones de conjunto o ejercicios de análisis pre mortem, ninguno de ellos se debe confundir con un arte mayor. Sin embargo, lo que tienen en común con la novela realista es una capacidad casi milagrosa de hacernos ver el mundo más claramente, de ver cada giro en la huella dactilar como realmente es. No nos dan recetas simples, pero nos dan algo casi igual de valioso: la práctica.

Comprender una decisión por su similitud con otras decisiones pasadas puede ser muy sensato, ya sea a partir de la experiencia personal, de las anécdotas de amigos o colegas, o de los estudios clínicos de los científicos. Pero también es sensato pararse a observar en qué se diferencia una decisión determinada de otras tomadas anteriormente, por medio de una valoración de sus propiedades concretas. La hipótesis de este libro es que esta forma de observar se puede enseñar.

* La aversión a la pérdida, el sesgo de confirmación y la heurística de la disponibilidad son sesgos cognitivos. Un sesgo cognitivo es una sistemática interpretación errónea de la información disponible, que ejerce influencia en la manera de procesar los pensamientos, emitir juicios y tomar decisiones. Están determinados por implicaciones culturales, sociales, emocionales o éticas, atajos en el procesamiento de la información, o distorsiones en la recuperación de los recuerdos y la memoria. (Fuente: brainvestigations.com)

1 William Duer, New-York as It Was During the Latter Part of the Last Century (Nueva York: Stanford y Swords, 1849), 13-14.

2 Ryal Keynes, Darwin, His Daughter, and Human Evolución (Nueva York: Penguin Publishing Group, 2002), loc. 195-203, Kindle.

3 Mr. Franklin: A Selection from His Personal Letters (New Haven, CT: Yale University Press, 1956).

4 Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow (Nueva York: Farrar, Straus y Giroux, 2011), loc. 4668-4672, Kindle. (Publicada en castellano por Debolsillo con el título Pensar rápido, pensar despacio).

5 Peter L. Bergen, Manhunt: the Ten- Year Search for Bin Laden from 9/11 to Abbottabad (Nueva York: Crown/Archetype, 2012), loc. 1877, Kindle.

6 Algunas decisiones (como las decisiones de los jurados sobre la culpabilidad o inocencia de una persona o la decisión de la CIA sobre quién vivía en ese misterioso recinto) no implican la segunda fase predictiva, dado que no se trata realmente de las consecuencias de tomar un camino en lugar de tomar el otro, sino más bien de una cuestión de hecho: ¿Es culpable o es inocente? ¿Vive Osama Bin Laden en esta casa o no?

7 George Eliot, Middlemarch (MobileReference, 2008), loc. 191., Kindle.

8 El crítico literario Gary Saul Morson describe esta propiedad de la novela, y de la experiencia humana misma, como «narrativa», una forma de medir la facilidad con la que un fenómeno dado se puede comprimir hasta convertirlo en una simple teoría o máxima: «Aunque se pudiera dar una explicación narrativa sobre la órbita de Marte (primero estaba aquí, luego se movió hacia allá y luego se deslizó hacia aquí) sería absurdo hacerlo porque las leyes de Newton ya permiten que uno pueda derivar su ubicación en cualquier momento. Así que salí del Centro con un nuevo concepto en mente, al que llamé «narratividad». La narratividad, que va por grados, mide hasta qué punto es necesaria la narrativa. En el ejemplo de Marte, el grado de narratividad sería cero. Por otro lado, el tipo de cuestiones éticas planteadas por las grandes novelas realistas tienen una narratividad máxima. ¿Cuándo se da la narratividad? Cuanto más necesitamos la cultura como medio de explicación, más narratividad habrá. Cuanto más invocamos irreductiblemente a la psicología humana individual, más narratividad. Y cuanto más contingentes, más impredecibles sean los acontecimientos desde el marco disciplinario de cada uno, mayor será la narratividad». (Morson, 38-39.)

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