Читать книгу La mujer de Ödesmark - Stina Jackson - Страница 11

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Liv se ató las zapatillas deportivas y encadenó a la perra para que no la siguiera por el bosque. El aire sabía a agua de deshielo y el suelo se embarraba y le salpicaba los pantalones. Cuando llegó a la escuela del pueblo arriba en la cima, se detuvo y posó las manos en los muslos. Le ardían los pulmones y tenía un sabor agrio en la boca. Abajo en el valle se vislumbraba el lago, agua negra allí donde había desaparecido el hielo. Liv giró la cabeza para mirar la escuela abandonada. Se había roto un cristal de la ventana y la tela amarillenta de una cortina ondeaba afuera entre los fragmentos. El edificio debía ser demolido, pero nadie quería pagarlo. El anuncio de la finca había salido varias veces en la página web de Blocket sin que nadie hubiera mostrado interés. Lo más probable era que el propio bosque acabara recuperando la madera. Siguió corriendo, pasando de largo por delante de las granjas de los vecinos, hasta que solo quedaron los abetos, un viejo bosque denso que tardaría más en soltar la nieve. Liv no paró hasta que vislumbró la casa; la última granja de Ödesmark estaba tan lejos del pueblo que casi no formaba parte de este. Se detuvo en la espesura, indecisa. Las paredes de la casa parecían celestialmente blancas frente al bosque gris, las hojas viejas estaban rastrilladas en montones ordenados y había dos perros tumbados como charcos oscuros en la hierba. Si notaron su presencia, no dieron muestras de ello, no tuvieron energía suficiente para levantar la cabeza hasta que ella comenzó a moverse hacia la casa. Entonces golpearon el suelo con la cola al mismo ritmo que el corazón de ella. Liv se agachó y les acarició el áspero pelaje antes de subir a la terraza. Al principio, los perros siempre le ladraban, pero ahora se habían acostumbrado, ahora sabían que ella no quería hacer daño a nadie.

No se molestó en llamar, se limitó a dejar los zapatos en el porche y se recogió las perneras de los pantalones antes de entrar. El sudor le cosquilleaba la espalda mientras se deslizaba a través de las habitaciones en penumbra. La casa había pertenecido a una anciana viuda y todo cuanto había allí dentro hablaba de tiempos pasados: maderas oscuras, terciopelo sintético y manteles de ganchillo. La cama del dormitorio tenía un faldón sobrecargado donde se acumulaba el polvo, y lo único que parecía fuera de lugar en la casa era el hombre que dormía allí. Liv pudo adivinar el contorno del cuerpo bajo el edredón y la sombra de su cabello esparcida sobre la almohada. El aire de la habitación estaba cargado de sueño y de calor humano. Liv se quitó el jersey y los pantalones, se lo quitó todo antes de meterse en la cama al lado del hombre dormido.

Sus manos fueron las primeras en despertar y comenzaron a palpar la piel de ella, como si hubiera perdido la vista durante la noche y tuviera que asegurarse de que era Liv. Él olía intensamente a madera y a alquitrán, y la cama de la viuda crujía de un modo preocupante cada vez que sus cuerpos se movían el uno contra el otro.

Después, mientras él encendía un cigarrillo, ella se quedó mirando la cabeza de alce que sobresalía en la pared de enfrente. Le pareció vislumbrar un reproche en los brillantes ojos de porcelana.

—¿Sabías que ella murió en la cama?

—¿Quién?

—La viuda Johansson, la que vivía aquí.

Él le pasó el cigarrillo.

—La verdad es que he cambiado las sábanas.

Soltaron carcajadas de humo blanco hacia el techo manchado, se rieron hasta que se les saltaron las lágrimas y los perros comenzaron a ladrar fuera de la ventana.

—¿Tienes hambre? ¿Preparo algo de comer?

—¿La comida también ha estado aquí desde 2008?

—No, es reciente.

La cama crujió a modo de protesta cuando él se levantó. En realidad, era un milagro que pudiera soportarlo, que no se derrumbara bajo su peso. Ella se quedó fumando en silencio mientras él empezó a hacer ruido con los cubiertos y la porcelana al otro lado de la pared.

La primera vez que ella lo vio, la aurora boreal crepitaba sobre el pueblo. El hombre había conducido durante todo el día y se le notaba que venía del sur, no llevaba ropa adecuada. Apareció allí tendiendo la mano, vestido solo con una sudadera con capucha y unas zapatillas deportivas. Liv había preparado café y Vidar le había dado la llave de la casa de la viuda Johansson, una casa que Vidar adquirió por cuatro perras antes siquiera de que el cuerpo de la viuda hubiera tenido tiempo de enfriarse en su tumba. Liv suponía que, más que el interés por la casa en sí, había sido su necesidad de control la que lo había llevado a comprar aquel chamizo, porque había permanecido vacío durante casi diez años.

Nadie había querido saber nada de la casa hasta que apareció Johnny Westberg. Así se llamaba, el hombre con el que ella se acostaba ahora. Tenía cuarenta y dos años y le habían dado trabajo en la serrería del pueblo de al lado. La primera vez que se encontraron, él había respondido con vaguedades a todas las preguntas. Cuando Liv le preguntó si vivía solo, él se limitó a señalar con la cabeza el coche, donde había dos bestias negras que jadeaban en la ventanilla aquella noche de invierno.

—Tengo a los perros.

Quizá ella supo ya entonces que acabaría en la cama de la viuda Johansson unas pocas semanas después. Quizá Vidar también se lo imaginó, porque, cuando Johnny se alejó con el coche dejando tras de sí una nube de nieve, se volvió hacia Liv con gesto severo.

—Mantente alejada de este.

—¿Por qué?

—Porque no se puede fiar uno de él, lo veo a simple vista. Oculta algo.

Liv apagó el cigarrillo y se levantó de la cama. Se volvió de espaldas a la cabeza de alce mientras se vestía. En la cocina se agitaban las llamas de las velas sobre el hule de la viuda, y Johnny había puesto encima de la mesa dos cervezas y un plato con queso y salchichas. Aun así, ella no podía sentarse a la mesa.

—No quiero nada.

—Pero ¿podrás quedarte un momento?

—Es tarde. Tengo que irme a casa.

La cara de él parecía triste a la luz de las velas, hizo que ella se avergonzara y se jurara a sí misma que aquella sería la última vez. Antes de que los descubrieran y todo el vecindario comenzara a hablar. Antes de que Vidar se enterase de todo y lo echara del pueblo. Se dirigió a la entrada y a los perros, que aullaban en el exterior. Mientras se ataba los zapatos sintió que la mirada de él le quemaba la piel, y cuando se enderezó e intentó esbozar una sonrisa no obtuvo respuesta. Se preguntó qué pasaría si ella apareciera con él en casa de Vidar, cogidos de la mano, y se lo presentara a su padre como su pareja. Trató de imaginarse la reacción de Vidar, lo que diría. Pero no pudo; era imposible.


La noche la envolvió con su fría túnica mientras se acercaba sigilosamente a Björngården. Liv ya deseaba volver al hombre y al calor. Con pasos silenciosos se deslizó entre las sombras que rodeaban el granero y la leñera. Se detuvo en la puerta del garaje. En el tendedero revoloteaba un vestido que ella no había usado desde hacía muchos años, la tela blanca como un fantasma. La visión hizo que la oscuridad palpitara a su alrededor. Corrió hacia el tendedero y arrancó el vestido tirando de él tan fuerte que toda la cuerda se movió y las pinzas de la ropa volaron por el suelo. Rasgó la ligera tela en tiras que dejó caer en el contenedor de la basura, introdujo la mano y lo revolvió todo para asegurarse de que cualquier tentativa de rescate resultara imposible.

Él estaba sentado en la oscuridad cuando ella entró por la puerta. Sintió su olor antes de verlo, el linimento y los vapores de su alcohol de destilación casera. Sobre la mesa ardía una vela, pero él estaba fuera de su resplandor, acurrucado entre las sombras como un fantasma.

—¿Qué haces aquí sentado?

—Te estoy esperando.

—Estamos en medio de la noche.

—Estoy aquí con tu madre pensando en lo endiabladamente parecidas que sois las dos.

Liv se adentró un par de pasos en la cocina. Sus ojos se detuvieron en la fotografía que había sobre la mesa, vislumbró la sonrisa de su madre bajo la luz centelleante, sintió que la invadía el vértigo y las piernas se le volvieron tan inestables que tuvo que sentarse. Se hundió en la oscuridad, enfrente de Vidar; ambos mantuvieron el rostro fuera de la luz, para no verse. Solo cuando bebía hablaba de Kristina, la madre. Durante la borrachera, ella volvía a estar viva. Entonces él podía verla y oírla, el alcohol hacía que le pusiera voz a todo lo que ella habría dicho si se hubiera quedado. Si hubiera vivido.

—Mamá está muerta —dijo Liv.

Pero las palabras solo revolotearon alrededor de él, mudos aleteos que desaparecieron fuera en la noche; resultaba demasiado fácil quitárselas de encima. Vidar echó más bebida, empujó el vaso sobre la mesa y la animó a tomar un trago. Sus ojos eran como piedras calientes a la luz de la llama.

—¿Sabes lo que me dijo antes de casarnos?

—No hables tan alto, vas a despertar a Simon.

—No dejes que la oscuridad me lleve —dijo—. Asegúrate de que siempre tenga la cabeza por encima de la superficie. No dejes que me hunda, haz lo que tengas que hacer.

La bebida le había suavizado la voz, las palabras fluían como una canción dulce, transmitiéndole oleadas de escalofríos que corrían a través de su cuerpo. Liv se llevó el vaso a la boca, contuvo el aliento y se lo bebió todo de un trago. Una llama en su garganta que le prendió fuego al estómago.

—Fui yo quien la dejó preñada —continuó Vidar—. Fui yo quien se empeñó en tener hijos, aunque debería haber comprendido lo que eso supondría para ella.

Le temblaba la barbilla, se le caían los mocos. Liv tenía la mirada fija en la luz de la vela; deseaba estar en otro lugar, donde fuera, pero no allí. Quería decirle: «Cállate, no quiero oír más», pero continuaba allí sentada, sin poder hacer nada, sintiendo cómo él deslizaba la culpa negra sobre la mesa y se la depositaba a ella sobre los hombros. Era un peso inmenso con el que cargar.

—El día que naciste, ella estaba sentenciada. Desapareció dentro de sí misma, no quería saber nada de nosotros. Los médicos me dijeron que debía tener paciencia, que ella mejoraría, pero no mejoró. Ya estaba perdida. Habría sido igual si hubiera muerto de parto.

Las palabras caían de su boca como piedras, resonando como un eco dentro de ella. Había oído demasiadas veces las verdades que escapaban de la boca del viejo cuando bebía, y sin embargo nunca perdían su fuerza. Saber que era culpa suya que su madre estuviera muerta. «Suicidio como consecuencia de la psicosis posparto», ponía en el historial médico. Parto era la palabra clave, allí era donde residía la culpa. Era ella quien tenía que cargar con esa culpa, a pesar de que solo tenía unos meses.

Vidar se estiró para coger la pipa; llenó el cuarto con sus chupadas. El llanto lo había abandonado y dado paso a una especie de calma, casi una satisfacción, ahora que le había recordado a ella cuál era el estado de las cosas. La vida que llevaban sobre su conciencia.

Liv agarró el cuello de la botella y, en un intento de calmar el temblor de las manos, llenó el vaso a medias y bebió de tal manera que el líquido le corrió barbilla abajo.

—Tú no lo ves —dijo Vidar—, pero llevas dentro la misma oscuridad que tu madre. Veo cómo te atormenta y te atrae, cómo intenta engañarte para que abandones este mundo.

—No sé de qué estás hablando.

—No puedo obligarte a que te quedes más tiempo, eres mayor para eso. Pero no voy a quitarte los ojos de encima, que lo sepas. No mientras viva. No te voy a permitir desaparecer en los brazos de ninguna de esas bestias a las que acudes corriendo por las noches. Antes prefiero morir.

Se inclinó sobre la mesa para que ella pudiera verlo mejor, los contornos flácidos de su cuerpo envejecido. La soledad de su mirada se le clavó en lo más profundo, lo que agitó todo cuanto ella prefería reprimir. Giró la cara hacia la ventana, hacia el exterior, hacia la noche. Cuando era más joven, la oscuridad que reinaba allá fuera la ahogaba, pero ahora podía desaparecer en ella, refugiarse. Vio su propia cara en el cristal, la niña desdichada que se escondía allí, que le suplicaba.

La llama de la vela parpadeó al ritmo de sus movimientos cuando ella se levantó. El alcohol ya había alcanzado la sangre y sus pasos eran inseguros. Solo cuando se volvió de espaldas a él se atrevió a protestar.

—Yo no soy Kristina.

Apenas había llegado al umbral de la puerta cuando algo se hizo pedazos detrás de ella. Se dio la vuelta y el vaso estaba hecho añicos en el suelo. Vidar daba manotazos a tientas en el aire, buscándola.

—Si me dejas, no sé lo que hago.


Ella estaba tumbada entre las sábanas frías y oyó sus pesados pasos en la escalera. Su respiración silbó al otro lado de la puerta. Ella contuvo la respiración y esperó, deslizó una mano debajo del colchón en busca del cuchillo. Se entreveía su sombra por la rendija de debajo de la puerta, los pies inquietos que querían entrar en la habitación. Se le contrajeron todos los músculos del cuerpo. Vio que él tocaba la manija, suavemente al principio y a continuación con tal vehemencia que la puerta tembló en el marco. Tenía la piel sudorosa cuando apretó el cuchillo contra el pecho, con las dos manos aferradas al mango. Pero la cerradura no cedió y ella lo oyó soltar la manija con un gemido prolongado. Él se quedó inmóvil al otro lado de la puerta, solo e inquieto en medio de la noche. Pasó mucho tiempo antes de que la dejara en paz. Antes de que ella se atreviera a cerrar los ojos.


Vanja extendió mermelada de mora de los pantanos en la tortita con meticulosa precisión. Luego hizo lo mismo con la nata, antes de enrollar la crujiente tortita con cuidado para que no se saliera nada por los extremos. Se puso un buen bocado en la boca y le dedicó una mueca.

—La abuela dice que tienes que buscar una casa. Dice que no se puede vivir en un garaje.

Liam puso un poco de mantequilla en la sartén y la volvió a llenar con la mezcla para las tortitas.

—La abuela tiene razón —contestó—, en el garaje solo deberían vivir los coches. Pero voy a construir una casa nueva para ti y para mí, ya lo verás.

La mermelada brillaba en los labios de Vanja.

—¿La podemos pintar de verde? —preguntó.

—¿De verde?

—Sí, como la aurora boreal.

Liam dio la vuelta a la tortita con un movimiento rápido y le sonrió.

—Claro que lo haremos. Nuestra casa va a ser verde aurora boreal.

Ella sonrió con una sonrisa desdentada, esa sonrisa que hacía que todo se estremeciera y cantara dentro de él. Como los hielos en pleno invierno o en primavera. Él había vivido en la parte superior del garaje del tractor desde los diecisiete años. Sobre todo, para librarse de su madre y de los perros. El sofá cama quedaba encajado a un lado, cuando estaba abierto, y la cama ocupaba la mayor parte del espacio. En el otro lado había una placa de cocina, una nevera y una mesa de cocina para dos personas. La única ventana que había dejaba pasar la corriente y daba al cercado de los perros. Los ladridos y los aullidos lo arrancaban del sueño casi cada amanecer. Y además estaba el olor a gasolina que se filtraba por las tablas del piso. No era un lugar para que creciera un niño. Vanja necesitaba su propia cama, su propia habitación. Y era él quien se las iba a proporcionar. En eso era en lo único que pensaba realmente. En construir un hogar para ella.

Acababan de comer la última tortita cuando se abrió la puerta y apareció Gabriel. Una gorra le aplastaba los rizos alborotados, y debajo de la visera su cara era una masa de sombras oscuras. Vanja salió corriendo a su encuentro y él levantó del suelo su cuerpo ligero como una pluma y la sentó en sus hombros. Ella lo agarró de las orejas y se echó a reír. El techo era tan bajo que parecía que fuera a darse un golpe en la cabeza de un momento a otro. Liam se volvió y escuchó sus charlas amorosas.

—¿Cómo está hoy la mocosa?

—¡Yo no soy una mocosa!

—Claro que lo eres. ¡Toda tú eres verde moco!

Vanja se rio tan alto que los perros empezaron a ladrar en el patio. Gabriel solo tenía que abrir la boca para que ella se riera. Solo tenía que mirarla.

Liam levantó el teléfono y tomó una foto, captó sus risas sin que ellos lo notaran. Así era como mejor salían siempre. Luego sacó una Coca-Cola de la nevera y se la puso delante a su hermano. Gabriel se sentó en una de las sillas de cocina con Vanja en las rodillas, peinando su largo cabello alborotado con dedos torpes.

—¿No tienes cerveza?

—No son ni siquiera las diez.

—Pero es sábado, se podrá tomar cerveza, ¿no? —Acercó su cara a la de Vanja—. ¿Qué dices tú, mocosa? ¿A que uno sí puede permitírselo el fin de semana?

Vanja asintió con la cabeza. Ahí estaba ella. Liam volvió a colocar la Coca-Cola en la nevera y en su lugar sacó una cerveza Norrland. Apoyó la espalda contra el frigorífico y se quedó mirándolos mientras Gabriel abría la cerveza y le ofrecía un trago a Vanja, que ella rechazó arrugando la nariz. Liam apretó los puños debajo de las axilas y se clavó las uñas con tanta fuerza contra las palmas de las manos que le dolía la piel. No sabía de dónde le venía la rabia, solo sabía que tenía algo que ver con Vanja. Vanja y su hermano. No quería que Gabriel le contagiara a ella su visión distorsionada del mundo. Toda aquella palabrería acerca de que el cerebro humano necesitaba anestesiarse con sustancias, porque, de lo contrario, al final uno acababa perdiendo el juicio. «Los seres humanos siempre han tomado drogas —solía decir Gabriel—, de lo contrario no habríamos sobrevivido».

Gabriel dio un par de generosos tragos y ahogó un eructo. Toqueteó un cigarrillo, pero sabía que no debía encenderlo. Liam sacó papel de dibujo y pinturas para Vanja. Le pidió que dibujara la casa que iban a construir, la casa de color aurora boreal. Por encima de la cabeza de la niña se encontró con la mirada de su hermano.

—¿Por qué has venido?

—¿Es que acaso tiene que haber un motivo especial? Solo quería ver un rato a mi sobrina.

—Lo que yo veo es que quieres algo.

Gabriel sonrió burlón, se quitó la gorra y se pasó la mano por el cabello antes de volvérsela a poner. La piel de su rostro tenía un aspecto enfermizo a la luz del tubo fluorescente, como si no viera nunca el sol.

—No puedo dejar de pensar en el viejo.

—¿En qué viejo?

—En el de Ödesmark.

Liam miró a Vanja allí sentada, inclinada sobre el papel. Ella alternaba una pintura azul y una verde, se chupaba el pulgar y mojaba el papel para mezclar los dos colores. Justo como él le había enseñado.

—Ya hablaremos de ello más tarde.

Se produjo una sacudida alrededor de los ojos de Gabriel.

—Sé que necesitas dinero —dijo— para poder salir de esta ratonera de una vez por todas.

—No me fío de Juha.

—Ni yo tampoco, pero no está de más ir a echar un vistazo.

Liam permaneció en silencio en el rincón. Era cierto que necesitaba dinero: la plantación nunca había producido mucho, y la otra mierda tampoco. Ese era el problema con el dinero rápido, que desaparecía tan deprisa como había llegado. Un viento fuerte de primavera empezó a arañar las paredes e hizo callar a los perros. Él se sirvió café y miró por la ventana. El bosque peleaba contra el viento. Uno de los perros —una perra— olfateaba el aire. El pelaje se le movía formando olas con el viento. Los otros perros estaban tumbados y escondidos en sus casetas, solo la perra parecía impasible ante la tormenta que se acercaba.

—¿Qué dices? —continuó Gabriel—. ¿Vamos a dar una vuelta?

Liam sorbió el café frío; hizo una mueca al notar su sabor amargo. Siguió con la mirada a la perra que parecía una reina allí fuera, en la tormenta, quieta e impasible, como si nada pudiera con ella. El viento sopló a través de él, llevando consigo una advertencia que hizo que se le erizara el vello de los brazos. Miró a Gabriel y luego miró a su hija, que seguía concentrada en el dibujo.

—Está bien —dijo finalmente—. Podemos ir a reconocer un poco el terreno.

La sonrisa de Gabriel le provocó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Vio que su hermano bajaba a Vanja de sus rodillas y se levantaba. La lata de cerveza vacía se tambaleó sobre el tablero de la mesa.

—Dame un beso, mocosa, que me voy.

Vanja frunció los labios y los puso contra los de su tío.

—Te llamaré cuando sea la hora —le dijo, mirando fijamente a Liam.

Cuando la puerta se cerró de nuevo, Liam se dejó caer junto a la mesa, agotado de repente. Sus ojos se posaron en el dibujo de Vanja. En una esquina había dibujado un sol que lanzaba sus largos rayos hacia una casa grande de color verde azulado. En la puerta había dos figuras sonrientes cogidas de la mano. Vanja siguió su mirada y le indicó:

—Somos tú y yo, papá. Y esta es nuestra casa.


La puerta de Simon siempre estaba cerrada. Solo la luz azul del ordenador se filtraba fuera, hacia ella. A Liv le gustaba pegar la oreja a la madera fresca y escucharlo desde allí, al otro lado. Los dedos del chico cuando pulsaban el teclado, sus ronquidos sordos cuando dormía, o esa rítmica música rap que Vidar detestaba. A veces, él se reía detrás de la puerta, se reía de tal manera que su risa era contagiosa. Ella no sabía de qué, si se trataba de una película o de alguno de sus amigos secretos al otro lado de la pantalla. Vivían en todas partes, esos amigos suyos, lejos, por todo el mundo. La sola idea le daba vértigo. Ella comprendía que era su manera de alejarse, el chico podía viajar a donde quisiera sin salir nunca de la habitación.

Cuando llamó a la puerta, se hizo el silencio. Esperó con el resuello en la garganta hasta que él le dijera que podía entrar. En cuanto entreabrió la puerta, la envolvió una bocanada de aire frío proveniente de la ventana abierta.

—¿No tienes frío?

—No.

Una película japonesa de dibujos animados aparecía pausada en la pantalla del ordenador. Simon siempre había soñado con viajar a Japón, hablaba de ello desde que iba a primaria. De las ganas que tenía de ver florecer los cerezos y de comer sushi de verdad. «Yo no voy a ser como tú —solía decir—. No voy a vivir en Ödesmark toda la vida. En cuanto cumpla los dieciocho me largaré».

La miró con impaciencia.

—¿Qué quieres?

Liv sopesó sus palabras en el umbral. «Haz las maletas —le habría gustado decirle—. Nos largamos a Japón».

Pero todo cuanto fue capaz de hacer fue encogerse de hombros. Echó una ojeada debajo de la cama, donde había encontrado la botella de alcohol, pero había muy poca luz para ver si estaba allí. Simon siguió su mirada.

—No hace falta que te pongas pesada, le he devuelto la botella a mi amigo.

—¿Quién es tu amigo?

—Una chica, sin más.

—¿Una chica?

—Mmm.

Liv pudo observar cómo se le encendía la cara. Lo cual le hizo pensar que Vidar tenía razón en sus conjeturas, como de costumbre; a él no se le escapaba nada.

—¿Es alguien que conozca?

—Tal vez.

La sonrisa maliciosa que se dibujó en sus labios la hizo estremecerse. Alegría e inquietud, como olas eléctricas bajo su piel. Habían pasado diecisiete años, pronto él ya no estaría allí sentado, pronto la abandonaría. Por Tokio y por las islas de Lofoten o por cualquiera de esos lugares de los que hablaba. Liv entró en la habitación, cerró la ventana y al volverse le acarició la cabeza.

—No le digas nada al abuelo —dijo él.

—Claro que no. Pero ¿no puedes decirme quién es?

Él negó con la cabeza, no quería decirlo. Liv no lo había visto nunca con una chica, no desde los primeros cursos de primaria, cuando ellas se limitaban a invitarlo a sus fiestas de cumpleaños. Él era como un muñeco en sus manos, callado y complaciente, les dejaba que le cepillaran el pelo y le pusieran vestidos. Todo para poder participar. Después los chicos eran despiadados con él.

Ella se detuvo en la puerta, rogándole con los ojos. Hubo un tiempo en que él se lo contaba todo, en el que su madre se sentaba en su cama escuchando la voz clara del niño con todas sus preguntas e ideas acerca del mundo, y entonces no existían muros ni distancia entre ellos. Liv se preguntaba cuándo habían surgido la distancia y los muros. De repente, habían aparecido allí.

—¿Por qué eres tan reservado?

—Y tú me lo preguntas.

Por un momento le pareció distinguir en su voz el tono sarcástico de Vidar.

—No soy yo quien se escabulle por el pueblo de noche.


La niebla se abría paso entre los árboles y convertía el camino en una trampa mortal. Liam dejó que el coche avanzara lentamente. Los renos habían regresado de los pastos de invierno y vislumbraba sus sombras entre los pinos, enjutos y con el tono azulado propio de cuando mudaban la piel. Gabriel iba a su lado con la vista puesta en el móvil, donde ampliaba una foto del plano que les había dado Juha, con su uña sucia planeando sobre la pantalla.

—¿De dónde crees que ha sacado el dibujo? —preguntó Liam.

—Lo habrá hecho él mismo. Dice que conocía al viejo, back in the day.

—No me sorprendería nada que todo esto fuera una majadería.

—Es posible, pero todo el mundo sabe que Vidar tiene pasta. Ese detalle no se lo ha inventado él.

Era cierto, todos conocían la historia de Vidar Björnlund, pero no había nadie que lo conociera realmente. Liam trató de recordar cuándo fue la última vez que vio al viejo; en su mente solo aparecía una cara borrosa tras el cristal de la ventanilla de un coche, una figura casi mística de la que todos hablaban pero que solo en contadas ocasiones se dejaba ver por el pueblo. Era huraño, casi un loco, se rumoreaba que solía levantar la escopeta de perdigones en cuanto alguien ponía el pie en sus tierras. Pero no siempre había sido así. De joven había sido ambicioso, había hecho un montón de negocios lucrativos con las tierras y había amasado una buena fortuna. Pero todo cambió cuando murió su mujer. Fue entonces cuando vendió los bosques y se retiró, dejó de hacer negocios. La versión oficial era que ella se había colgado de un árbol del jardín, pero decían que había sido el propio Vidar quien la había colgado. Que se le había ido de las manos.

Gabriel le pasó el porro.

—¿Quieres?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque se lo he prometido a Vanja.

Gabriel sonrió como si Liam hubiera dicho algo gracioso.

—Vanja todavía no sabe la diferencia.

—Claro que la sabe.

—No sé a quién tratas de engañar. Llevas cinco años diciendo que lo vas a dejar, pero no has hecho nada. Solo porque has sido padre te crees que eres mejor que yo, pero eres tan incapaz como siempre. Nunca lo dejarás, y cuanto antes te lo metas en la cabeza, mejor.

Gabriel hizo un gesto amenazante con el porro en el aire. Liam no tenía ganas de discutir, bajó el cristal de la ventanilla y se inclinó hacia fuera. El olor dulce de la marihuana se mezcló con el efluvio ácido del agua del deshielo. Pasaron por delante de un par de granjas donde había caballos en los prados embarrados moviendo las colas. Liam miraba con anhelo las casas de las granjas pintadas de rojo que brillaban en medio de la grisura con las esquinas y las barandillas de las terrazas de color blanco. Había pequeños árboles frutales con ramas nudosas donde se movían al viento unos columpios vacíos. Podía ver a Vanja allí, en uno de aquellos columpios con su sonrisa desdentada apuntando hacia el cielo. «Más rápido —gritaría ella—. ¡Más rápido, papááá!».

—Ahí está —dijo Gabriel, dándole un codazo.

—¿Qué?

—Ödesmark, cinco kilómetros, ¿no has visto la señal?

Liam miró de reojo el espejo retrovisor.

—No he visto nada.

—Estás demasiado ocupado con esas malditas ensoñaciones, salta a la vista.

Tuvieron que conducir casi dos kilómetros antes de encontrar un cruce para poder dar la vuelta. Dos cuervos posados en la señal que indicaba la dirección a Ödesmark giraron la cabeza hacia ellos cuando pasaron. Liam sintió un malestar que le revolvía el estómago. El camino estaba en pésimas condiciones: baches llenos de agua y roderas con barro que se pegaba a los neumáticos. A la izquierda se veía un lago sombrío; la niebla flotaba en capas finas sobre la superficie inmóvil. La primera casa que pasaron estaba abandonada, de espaldas al agua. En el tejado crecía un manto de musgo y los ladrillos de la chimenea yacían formando ruinas negras.

—¿Por qué iba a vivir un millonario en este agujero miserable?

—Porque es demasiado tacaño para mudarse a otro lugar —dijo Gabriel.

El camino estaba bordeado de abetos y abedules desnudos en invierno. Pertinaces montones de nieve asomaban bajo las faldas de los abetos, y el bosque humeaba y brillaba a la luz del amanecer. Estaban en una estación del año que favorecía sus propósitos, había una mayor probabilidad de que nevara sobre las huellas que dejaran o de que estas desaparecieran con el deshielo. Ningún día era igual que otro cuando el invierno y la primavera combatían entre sí.

A la izquierda se dejó ver entre los abetos otra casa deshabitada. Unas cortinas blancas colgaban en las ventanas y había tallos marrones trepando por las paredes. Los baches del camino le producían dolor de cabeza.

—Con el dinero que tiene podría vivir en cualquier lugar —observó Liam.

—La gente echa raíces. Cuando el dinero finalmente llega, puede que ya sea demasiado tarde; entonces uno está donde está.

—A veces juraría que te vuelves más lúcido cuando fumas.

Gabriel sonrió burlón.

—Ahí delante está. ¿Ves la barrera?

Liam redujo la velocidad. En el lado derecho el terreno era más elevado, y arriba, en la cima, se alzaba una casa pintada de rojo. Una barrera amarilla bloqueaba el camino de entrada e impedía el paso a personas ajenas. Había un buzón de chapa en un poste, unos regueros de cagadas de pájaro cubrían la placa con el nombre, pero no cabía duda de que habían dado con la casa. Allí era donde se escondía el tesoro, suponiendo que lo hubiera.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Liam.

—Ver si podemos aparcar abajo, junto al lago, y después nos acercaremos a pie.

Pasaron despacio por delante de dos granjas grandes antes de encontrar un par de roderas que conducían hasta el agua. El bosque crecía hasta la misma orilla y los árboles colgaban sobre el lago y rasgaban su brillante superficie con sus ramas. Algunas obstinadas placas de hielo formaban islas más adentro en el agua. Liam llevó el coche lo más lejos que pudo, tratando de camuflarlo entre los abetos.

—¿Y si ven el coche?

—¿Quién lo va a ver? Aquí no vive ni un alma. El viejo está rodeado de casas abandonadas.

Gabriel sacó los prismáticos de la guantera y salió del coche; Liam lo siguió de mala gana. Caminaron describiendo un amplio círculo y se acercaron a la casa desde el lado norte. No llevaban la ropa adecuada, la nieve estaba húmeda y pesada, y las zapatillas de deporte se les llenaron rápidamente de agua helada que les entumecía los pies. Liam quería protestar, pero Gabriel iba en ese momento mucho más adelante, tan terco e impávido como un perro de caza siguiendo un rastro. A unos cientos de metros de la casa se deslizó entre los abetos y levantó los prismáticos. Liam se colocó detrás de él y esperó su turno. La casa de Vidar Björnlund había visto sus días de gloria hacía ya mucho tiempo. Unas rayas descoloridas corrían paredes abajo, allí donde las estaciones habían levantado el color rojo, y en la rampa de la entrada había un Volvo de una década ya pasada. En el lado norte había una moto de nieve casi hundida en un montón de nieve sucia que se aferraba al invierno.

Liam entornó los ojos y observó las ventanas oscuras, pero no vio señales de vida.

—¿No puede darse el capricho de comprarse un coche nuevo aunque sea, si es tan rico como dicen todos?

—Por eso es rico, porque no se ha dado ningún capricho.

Gabriel le pasó los prismáticos. Liam enfocó hacia el patio tratando de fijarse en los detalles. Un tendedero en el lado más corto de la casa donde ondeaban al viento unos vaqueros blanqueados y un mono azul de trabajo, señal de que realmente allí vivía alguien, a pesar del lamentable estado en que se encontraba la casa. Liam pasó los prismáticos por la fachada agrietada, y allí, en una de las ventanas del piso de abajo, entrevió la cara de un hombre. A pesar de la distancia pudo ver que era viejo, con el pelo blanco y el torso encorvado.

—Lo veo, es Vidar.

—¿Dónde?

—En la ventana, en el piso de abajo. Hay alguien más en el cuarto, creo que es el nieto.

—Joder, cómo madrugan.

Parecía que estaban desayunando. Liam pudo ver cómo trabajaban las mandíbulas, las tazas de café que brillaban bajo la luz cuando se las acercaban a la cara. El chico era más grande que el viejo, tenía más de hombre que de niño. Eso le preocupó.

—Sabes que se folló a su propia hija, ¿verdad? —Gabriel silbó—. Así nació el chico.

—Eso solo son habladurías.

—Tal vez sí, pero yo he oído de una fuente fidedigna que el chico tiene algún problema. Le falta un hervor, como si dijéramos.

Liam observó a las personas que estaban comiendo, parecían muy normales, incluso gente corriente. Allí no había nada que indicara que algo no iba bien. Vivían en un chamizo, pero ¿quién cojones no lo hacía? Él mismo solo tenía un garaje miserable que ofrecer a su hija, y sabía cómo hablaba la gente. Las miradas que le dirigían daban a entender que era un mal padre. Que no era digno de esa tarea. A la gente le gustaba sacar conclusiones, lo cual no significaba que esas conclusiones tuvieran algo que ver con la realidad.

—Si está mal de la cabeza, no se le nota —dijo Liam—, pero es más grande de lo que yo pensaba. Le saca una cabeza al viejo, y pesa, por lo menos, diez kilos más.

—Eso no importa —le replicó Gabriel al instante—. Vamos a sorprenderlos cuando estén dormidos, no tendrá la menor posibilidad.

Tres contra dos, uno de los cuales era un adolescente; no lo veía claro. Mientras estaban allí escondiéndose se hizo más evidente que no sería tan fácil como había dicho Juha. Liam le pasó los prismáticos a Gabriel, sacó el teléfono móvil del bolsillo y tomó unas fotos de la casa, de los escombros y del bosque que lo rodeaba todo. Había varios claros entre los árboles, senderos que corrían desde todas las direcciones y convergían en la vivienda. Las vías de escape, si fuera necesario, eran muchas. Hacía las fotos para evitar tener que retenerlo todo en la cabeza. Caían gotas de agua y las ramas nudosas brillaban allí donde el sol las despojaba de sus prendas invernales. Liam sintió el sudor bajo su cazadora, como si él también hubiera empezado a derretirse.

—¿Vamos a echar un vistazo también por el otro lado?

—Ahora no. Es mejor que volvamos por la noche. Cuando estén todos dormidos.

Gabriel se volvió hacia el lago. Liam echó un último vistazo a la casa. No podía verles la cara sin los prismáticos, pero sabía que estaban allí dentro, Vidar Björnlund y su nieto.

Envueltos en su falsa seguridad.


Cuando ella bajó, estaban sentados en la cocina con sus brillantes cabezas inclinadas sobre el tablero de la mesa como si estuvieran rezando. El frasco de linimento entre la comida del desayuno. Hablaban en voz baja y reservada, y por un momento ella se sintió excluida.

—Ya era hora —dijo Vidar—. Algunos ya se han ganado un jornal antes de que tú te levantaras.

Retiró la silla para ella, pero Liv no quería sentarse. Tomó el café de pie junto al fregadero; el olor acerbo del linimento se entremezcló y le arruinó el sabor. Las zarpas de Vidar reposaban torpemente sobre la mesa mientras el chico les insuflaba nueva vida masajeándolas. La escena parecía tan tierna como violenta: la piel vieja y con manchas debajo de la joven y suave. Arrugas de dolor en la cara de Vidar mientras apretaba los dientes. El café sabía a enfermedad, pero se lo bebía de todos modos. Bebía y deseaba estar lejos.

Simon se puso al lado de su madre y se lavó las manos, pero el olor a linimento era imposible de eliminar, lo acompañaría a la escuela. Los ojos de ambos se encontraron por encima de los platos sucios, él le guiñó un ojo, como si compartieran un secreto, y de pronto la sangre le volvió a correr por las venas. Su hijo estaba enamorado y era a ella a quien se lo había contado, no a Vidar. La distancia entre ellos era más corta de lo que ella pensaba. Y, un día, Liv se lo contaría todo, tal como fue. Solo tenía que encontrar las palabras.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. Te noto muy rara.

—Nada. Solo te miro.

Ella vio que lo hacía sentir incómodo, pero no podía evitarlo. Sus ojos siempre querían posarse en él. El pelo mojado y los hoyuelos de la risa alrededor de la boca. A pesar de que él ya solo se reía a carcajadas en muy raras ocasiones, ella podía distinguir los hoyuelos. La luz que lo acompañaba adondequiera que fuese llenaba de vida y color las desoladas habitaciones.

—Eres muy pesada cuando me miras todo el tiempo —le dijo, estirándose para coger la mochila.

Pero no parecía enfadado. Mientras se dirigía a la entrada, ella sintió que le ardía la espalda. Se quedó sin aliento escuchándolo mientras él se ponía la cazadora y los zapatos.

—¡Adiós! —gritó antes de que la puerta se cerrara de nuevo.

«Adiós», resonaron sus voces. Lo siguieron con la mirada cuando desapareció bajo la barrera y salió a la carretera principal, hacia la parada del autobús. La respiración acuosa de Vidar llenó el silencio. A Liv, el picor se le extendió entre los omóplatos. El pueblo yacía abotargado y agonizante allí fuera, y ella pudo ver el humo de las chimeneas de los vecinos elevarse por encima de los árboles, o quizá fuera niebla. El bosque le devolvió la mirada, gris y sombría.

Un día le explicaría a su hijo por qué se había quedado allí. Que no era solo por el control que Vidar ejercía sobre ella, sino por la propia tierra, por todo lo que ella había ido enterrando a lo largo de los años y se sentía obligada a vigilar. Observó el serbal que extendía sus ramas desnudas hacia el cielo, algunos días podía ver allí a su madre, a pesar de que era imposible que pudiera recordarlo. En su imaginación, Kristina llevaba el mismo vestido blanco que en la foto de la boda, el encaje transparente revoloteaba al viento y la melena tupida y brillante le caía alrededor del cuello retorcido. Según el informe, fue Vidar quien la descolgó, y cuando llegó la ambulancia ella estaba tendida en el banco de la cocina. Al principio no entendieron qué había pasado, creyeron que él la había estrangulado. Y debido al estado de shock en que se encontraba, Vidar se había olvidado de la niña; fue un policía quien encontró a Liv en el piso de arriba, quien oyó su llanto. Había tardado años en encajar las piezas del suceso, no había entendido cómo ocurrieron los hechos hasta que llegó a la edad adulta y tuvo acceso al historial médico y a los informes.


Le dolía la piel cuando iban en el coche. Se había abrochado la camisa del uniforme de trabajo hasta arriba para que nadie pudiera ver los estragos de las uñas en su cuello. Vidar iba inclinado sobre el volante. Las gafas no bastaban, le fallaba la vista de todos modos, una película lechosa se había interpuesto entre él y el mundo, un velo que hacía desagradable encontrarse con su mirada. Conducía demasiado rápido y demasiado cerca de la cuneta, ella cerró los ojos para no verlo. Tenía la carretera grabada en la cabeza, no necesitaba los ojos para saber cuándo se acercaban.

Liv había conseguido el trabajo en la gasolinera el invierno después de que naciera Simon, un primer paso titubeante hacia algo propio. Vidar no había protestado —ella se tenía que mantener de algo—, pero insistió en llevarla al trabajo todos los días. Durante dieciséis años, él la había llevado y la había ido a buscar como si fuera una niña de preescolar. «¿Quieres privarme de la única distracción que tengo?», solía decir él cuando ella protestaba. Llevarla al trabajo era toda su diversión. Además, solo tenían un coche y no se podía ni hablar de comprar otro. Él no podía tolerar semejante despilfarro, ni aunque ella lo pagara con su propio dinero.

No sabía cuánto dinero había recibido él por los bosques, pero se hablaba de muchos millones. Había visto el dinero en la caja fuerte cuando era pequeña, fajos grandes sujetos con gomas. Ahora él ya no abría la caja fuerte delante de ella. Liv nunca vio el menor indicio de una fortuna. Unos pocos miles de coronas eran todo cuanto se permitía gastar al mes para vivir. Suficiente para cubrir los artículos de primera necesidad, pero no para vivir realmente. Eso de la fortuna era como tener un tío en América, alguien cuyo nombre ella había oído mencionar, pero al que nunca había conocido.

Muchos le habían preguntado por qué quería trabajar en la gasolinera. «Eres rica», solían decir, guiñándole un ojo. Pero Liv siempre lo negaba. «No soy yo quien es rica, es mi padre».

Vidar giró al llegar a la iglesia y aparcó. Eso significaba que quería decir algo. La madera amarilla brillaba contra el cielo. De pequeña, a ella le parecía el edificio más bonito del mundo, como un castillo sacado de un cuento, pero ahora le hacía daño a la vista. Apoyó la mano en la puerta, la gasolinera estaba a un tiro de piedra de allí; si abría la puerta y echaba a correr, él no la alcanzaría.

—Empiezo dentro de diez minutos.

Vidar miró por el parabrisas, observó los abedules desnudos.

—Creo que tenemos que deshacernos de nuestro inquilino.

—¿A quién te refieres?

—A Johnny Westberg. En ese tipo hay algo que no encaja.

El miedo la golpeó como una puñalada en el estómago. Liv miró hacia la gasolinera; un tenue vaho se extendió por la ventana cuando espiró.

—Que yo sepa, ha sido muy discreto.

—Yo debería haber comprendido que era mejor no alquilarle nada a un extraño del sur.

—¿De qué estás hablando?

—El otro día apareció en nuestro buzón una carta dirigida a Johnny Westberg. Era de la Agencia Tributaria.

Unos pequeños escupitajos blancos aterrizaron en el salpicadero al tiempo que hacía una mueca, como si la sola mención de la Agencia le diera asco. La Agencia Tributaria, la autoridad más temida de todas. Liv intentó ditinguir si estaba mintiendo, si solo se trataba de una invención para fastidiar, pero el viejo sacó la carta y la agitó delante de su cara. Apoyó la uña sucia del dedo índice contra las letras para que ella las viera bien. «Agencia Tributaria, Estocolmo», ponía bien claro. Liv se encogió de hombros, tratando de parecer impasible. Vio a Johnny delante de ella, su rostro iluminado por el resplandor del cigarrillo, las manos ásperas sobre su piel. Abrió un poco la puerta, se asomó al frío.

—Eso no tiene por qué significar gran cosa, mientras pague el alquiler nosotros no tenemos nada que objetar.

El cielo estaba muy bajo, pequeños copos afilados se arremolinaban en el aire antes de golpear el suelo y desaparecer. Vidar se inclinó más hacia ella, hasta estar lo suficientemente cerca para que Liv pudiera sentir el hedor de su boca.

—Lo vigilaré. El más mínimo desliz y sale volando. La gente que tiene deudas no es de fiar. Y yo tengo que pensar en ti y en el chico.

—Creo que exageras.

Él la agarró de la muñeca y la retuvo con una fuerza sorprendente.

—No será a él a quien vas a ver corriendo por las noches, ¿verdad?

—Suéltame.

—Porque, en ese caso, lo echo hoy mismo, ¿me oyes? Así ya habrá salido antes de que tú vuelvas a casa.

Los copos se arremolinaban fuera. A través de la blancura centelleante se vislumbraba la gasolinera, como un puerto seguro. Liv tomó impulso, se soltó y corrió ciegamente a través de la nieve de primavera. Podía oír cómo él aullaba a su espalda, pero no se volvió ni una sola vez.

La mujer de Ödesmark

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