Читать книгу La mujer de Ödesmark - Stina Jackson - Страница 9
ОглавлениеEl atardecer era lo peor. Darse cuenta de que había perdido otro día. Un día como todos los demás. Ella estaba en su puesto detrás de la caja e intentaba hacer como si no se diera cuenta de que caía la oscuridad más allá de las ventanas de la tienda. Estar bajo la intensa luz de los tubos fluorescentes era como encontrarse en un escenario. Las personas que paraban a echar gasolina podían verla allí bajo la luz, sus movimientos cansados y su mirada huidiza. El cabello fino, que ya no tenía suficiente fuerza para crecer por debajo de los hombros, y la falsa sonrisa, que hacía que le dolieran las mejillas. Ellos podían verla, mientras que ella solo podía intuir su presencia.
La gasolinera estaba en el centro del pueblo y ella sabía el nombre de casi todos los que cruzaban las puertas, pero no los conocía. Tal vez ellos creían que la conocían. De todos modos, ella sabía lo que se rumoreaba. Que la hija de Björnlund había tenido el mundo a sus pies, pero que nunca había aprovechado la ocasión. Y ahora era demasiado tarde; tanto la belleza como la vitalidad habían empezado a abandonarla. Se le había pasado el arroz. Lo único que había logrado era su hijo, un chico, pero nadie sabía cómo se las había ingeniado, porque nunca había tenido novio. Al menos, que se supiera. El niño había nacido de la nada y, a pesar de todas las habladurías acumuladas a lo largo de los años, nunca se había sabido quién era el padre. Era un asunto incómodo que todavía provocaba disputas. En lo único que podían ponerse de acuerdo en los pueblos era en que Liv Björnlund nunca sentaría la cabeza. Si no fuera por el dinero, puede que incluso hubieran sentido pena por ella. Era difícil sentir pena por alguien que poseía una fortuna.
Se tomó un café frío de la máquina y miró la hora con disimulo. Los segundos le martilleaban las sienes. A las nueve en punto saldría del escenario por esta vez. De lo contrario, le explotaría el cerebro. Pero dieron las nueve y cinco antes de que apareciera su compañero del turno de noche. Si él notó lo furiosa que estaba, lo disimuló muy bien.
—Tu padre está ahí fuera esperando —le comentó sin añadir nada más.
Vidar Björnlund había aparcado en su sitio habitual junto al surtidor de diésel. Estaba sentado en su viejo Volvo y con las manos, que parecían garras, fuertemente aferradas al volante. En el asiento trasero, como una sombra, estaba Simon, con la mirada fija en el móvil. Liv le acarició las rodillas antes de abrocharse el cinturón de seguridad y, por un breve instante, él levantó los ojos y sus miradas se encontraron. Se sonrieron.
Vidar giró la llave y el coche carraspeó antes de arrancar. El viejo cacharro había nacido a principios de los años noventa y estaba más para la chatarra que para las resquebrajadas carreteras del interior del país, pero cuando ella se lo dijo, él se limitó a contestar:
—No ruge como un león, pero ruge.
—¿No te parece que es hora de que nos apretemos el cinturón y compremos uno nuevo?
—¡Y una mierda! Comprar un coche nuevo es como limpiarse el culo con dinero.
Liv se volvió de nuevo hacia Simon, que parecía llenar todo el asiento trasero con sus piernas largas y sus brazos musculosos que asomaban por la cazadora. La transformación se había producido silenciosamente, sin que ella se diera cuenta: un día apareció allí, como un hombre adulto. La redondez de las mejillas había sido reemplazada por unas líneas afiladas y una pelusilla rojiza cada día más densa. De su niño regordete y suave no quedaba ni rastro. Intentó captar su atención, pero él pareció no notarlo, no hacía más que teclear frenéticamente con los pulgares en el teléfono, profundamente inmerso en un mundo al que ella no tenía acceso.
—¿Qué tal en la escuela?
—Bien.
—La escuela —refunfuñó Vidar—. No es más que una pérdida de tiempo.
—No empieces otra vez —dijo Liv.
—En la escuela solo se aprenden tres cosas: a beber, a pegarse y a ir detrás de las faldas.
Vidar giró el espejo retrovisor para poder mirar a su nieto.
—¿Me equivoco?
Simon escondió la boca debajo del cuello de la cazadora, pero Liv pudo ver que sonreía. A él le hacía más gracia el viejo que a ella, tenía la capacidad de reírse de esas cosas que a ella la sacaban de quicio.
—Eso solo lo dices porque no tienes formación —le respondió ella.
—¿Para qué iba a querer yo la formación? Yo ya sabía beber y pelearme. Y mujeres no faltaban. No cuando era joven.
Liv sacudió la cabeza y desvió la mirada hacia el bosque. Evitó las manos venosas que agarraban el volante y el aliento del viejo que quemaba el aire que compartían. Pronto el asfalto dejó paso a la grava y los árboles se acercaron. No se cruzaron con ningún coche, y más allá de las luces largas solo había oscuridad. Se desabrochó los botones superiores de la camisa de trabajo y se rascó el pecho y el cuello con las uñas. El escozor siempre empeoraba durante el camino de vuelta a casa, como si el cuerpo intentara liberarse desesperadamente de su propia piel. Mil hormigas en el cuero cabelludo y a lo largo de los brazos la obligaban a rascarse la piel hasta que sangraba. Si Vidar o Simon lo notaron, no dijeron nada, demasiado acostumbrados a su comportamiento como para prestarle atención. El móvil del chico vibraba a intervalos regulares, exigiendo constantemente su atención. El viejo conducía con la mirada puesta en el camino y sin parar de murmurar. Prefería mascullar las palabras que compartirlas.
Cuando llegaron a Ödesmark,* los recuerdos habituales se le agolparon en la cabeza, todas aquellas veces que había saltado del coche y había echado a correr. Huía directamente hasta el regazo de los abetos, como si pudieran protegerla. El pueblo era como la última avanzadilla a lo largo de un camino que ya no conducía a ninguna parte. A unas decenas de kilómetros hacia el oeste, desaparecía engullido por la maleza y las ruinas de lo que fue en su día. Si uno daba una vuelta con el coche alrededor del pueblo, no tardaba en tener la sensación de que el bosque aguardaba el momento de engullirlo a él también. Las casas se encontraban a una distancia segura unas de otras, separadas por pinares, por terrenos pantanosos y por el lago, que se extendía como un ojo negro en medio de todo y reflejaba la desolación. Había catorce granjas en total, pero solo cinco estaban habitadas. El resto estaba desmoronándose, con sus ventanas condenadas y las fachadas azotadas por el viento, aguardando la ruina.
Liv conocía aquellas tierras mejor que sus propias entrañas. Sus pies habían creado los senderos que serpenteaban por el bosque, y allí fuera sabía dónde se ocultaba cada fuente de agua fresca, cada escondite en el que crecían moras de los pantanos y dónde dormía cada pozo olvidado. También conocía a las personas, aunque las evitaba. Podía reconocer la risa y los olores que llegaban con el viento, y no necesitaba mirar afuera para saber de quién era el coche que se deslizaba sobre la grava o de quién era la motosierra que rompía el silencio. Oía los ladridos de sus perros, los cencerros de sus vacas. Ambos la ahogaban y le daban vida al mismo tiempo: la tierra y la gente.
Björngården, la casa de su infancia, estaba en lo alto, bien protegida por el bosque que la rodeaba, y desde su habitación en el segundo piso podía vislumbrar el ojo negro del lago, abajo, en el valle. Vidar había construido la casa antes de que Liv naciera, y ahí seguía estando ella, ya bien entrada en la edad adulta, a pesar de que desde niña juró que nunca se quedaría allí. Y no solo se había quedado ella, sino que también había permitido que Simon creciera en el mismo lugar olvidado de la mano de Dios. Tres generaciones bajo el mismo techo, como se vivía antiguamente cuando la necesidad lo requería. Pero ahora no había necesidad, más allá de la que las personas creaban para aferrarse unas a otras. Y cuanto más tiempo pasaba, más difícil resultaba levantar la vista por encima de las puntas de los abetos e imaginarse en otro lugar. De modo que era más fácil dejarse engullir lentamente junto con el resto del pueblo.
Vidar giró, se detuvo ante la barrera que cerraba el paso y carraspeó para aclararse la garganta.
—¡Hogar, dulce hogar! —exclamó, clavando los ojos en la deteriorada casa que descollaba en el alto.
Mantuvo el motor en punto muerto mientras Simon salía y se inclinaba sobre el candado. Desde atrás, ella casi no lo reconocía, con su espalda ancha y la nuca como la de un toro. Cuando Simon levantó la barrera, Vidar dejó que el coche se deslizara hacia el interior lentamente y, tan pronto como pasaron, Simon volvió a bajar la barrera y a cerrar el candado. Liv se rascó el cuello irritado con las uñas mientras rodaban en dirección al patio.
—Ya no es un niño —dijo ella.
—No, menos mal.
Liv miró de reojo a su padre y descubrió que el paso del tiempo también había dejado su huella en él. Vidar había encogido con los años, la piel arrugada le colgaba suelta sobre los huesos y daba la impresión de estar consumiéndose poco a poco desde dentro. Pero el brío aún ardía con fuerza en sus ojos, dos llamas implacables cuando la miraban. Giró la cabeza y se encontró con su propia mirada vacía en la ventanilla del coche. El crepúsculo se había extinguido hacía mucho rato, solo quedaba la oscuridad.
Liam Lilja se miraba en el espejo roto. Una larga raja en el espejo recorría su cara como una cicatriz, y le deformaba la nariz y los pómulos. La mitad inferior hacía una mueca. Dientes blancos en una barba oscura de tres días. La mitad superior no sonreía. Solo unos ojos lo miraban fijamente. Con descaro, como si buscaran pelea. Si no hubieran sido sus propios ojos, nunca habría tolerado que nadie lo mirara así. Sin apartar la mirada.
—¡Joder! ¿Te estás maquillando o qué? —La voz de Gabriel se oyó al otro lado de la puerta.
—Ya voy.
Liam abrió el grifo, puso las manos bajo el chorro frío y se enjuagó la cara. Le escoció una herida en la mejilla y sintió una punzada en un diente de la mandíbula inferior. Pero le dio la bienvenida al dolor, aguzaba el ingenio.
Fuera, en la tienda iluminada, la cajera no le quitaba el ojo de encima. Un viejo calvo parpadeaba nervioso. Liam sintió cómo la irritación crecía en su pecho cuando vio al hombre. Y también, que se le paralizaba la cara. Que el tiempo se ralentizaba. Gabriel apretó una bolsa de patatas fritas contra su torso, con tal descuido que la hizo crujir.
—Aquí tienes el desayuno —dijo—. También he comprado tabaco.
Estaban sentados en el coche, comiendo patatas fritas y bebiendo Coca-Cola bien fría. El cielo había empezado a clarear, pero el sol aún no se había alzado por encima de los árboles. Gabriel se zampó las patatas en menos de diez minutos y luego se lio un porro con los dedos grasientos.
—Ayer eché un vistazo a la plantación —dijo—. Se han fundido dos lámparas, tenemos que poner unas nuevas.
Liam arrebujó la bolsa de patatas y arrancó el motor.
—Eso ahora es cosa tuya —contestó—. Yo ya no intervengo.
—Las plantas están muy bien —respondió Gabriel, haciéndose el sordo—, las mejores que hemos tenido hasta ahora. Pienso subir el precio.
Liam miró de reojo el coche que estaba aparcado al lado del suyo. Había una mujer sentada en el asiento del copiloto pintándose los labios, tras lo cual lanzó un gran bostezo. Su boca se convirtió en un peligroso círculo rojo. Él se preguntó en qué trabajaría, si tendría hijos. Quizá, una casa con jardín y columpios. El conductor, probablemente su marido, volvía de la tienda y se dejó caer detrás del volante, llevaba unas gafas horrorosas y el pelo peinado con agua. Liam levantó una mano y trató de alisarse la melena, pero sus greñas rebeldes no se dejaban domar. Por más que lo intentara. De todos modos, él nunca se iba a parecer a ellos, a la gente normal y corriente.
Dejaron atrás Arvidsjaur, tomaron pequeños caminos que serpenteaban alejándose de la gente, en tierras recónditas. Unos grandes espejos de agua a ambos lados del camino iban enrojeciéndose a la par que el cielo. Gabriel se fumaba su porro con los ojos cerrados, solo su tos estentórea rompía el silencio. Sonaba como si se le hubieran soltado las costillas y le anduvieran dando vueltas por el pecho. Tenía una cicatriz en el labio inferior que hacía que le colgara la comisura izquierda, eran las secuelas de un anzuelo de pesca que se clavó de pequeño. Aunque Gabriel solía decir que le habían cortado con un cuchillo. Esa historia le gustaba más.
Donde terminaban los lagos solo había bosque, que se extendía denso y oscuro hasta el asfalto agrietado. Liam sintió un malestar revolviéndole el estómago.
—¿Sabe él que venimos?
Gabriel tosió, y un olor a dentadura sin cepillar y a tabaco inundó el coche.
—Lo sabe.
Una vía de ferrocarril cubierta de maleza surgió de la nada y los acompañó un trecho antes de volver a quedar enterrada bajo la alfombra del bosque. Pasaron junto a una estación de tren abandonada, rodeada de vegetación adormecida. Había vagones oxidados llenos de agujeros de bala por donde brotaba la maleza y otras formas de vida. Un poco más adelante yacían los restos de una granja rodeada de prados vacíos, donde la hierba no pastada y las flores marchitas esperaban la orden del sol para levantarse.
El asfalto se convirtió en grava y Liam se desvió por un camino más pequeño y luego por otro. Al principio, siempre se equivocaba, por entonces no tenía carnet de conducir y al coche robado le habían hecho un puente. En aquel tiempo, el camino hasta la casa de Juha le parecía un laberinto de tierras despobladas, y esa precisamente era la idea. Se trataba de que nadie llegara hasta allí.
Al lado de un arroyo negro y cantarín se alzaba entre los árboles una cabaña de troncos de madera sin pintar. Allí no había electricidad ni agua corriente. Liam aparcó a una distancia prudente y permanecieron un rato sentados en el coche en silencio, haciendo acopio de valor. De la chimenea salía un penacho de humo que se posaba sobre el bosque como una manta. Podría haber llegado a parecer un lugar apacible, de no haber sido por los animales muertos. De los árboles colgaban dos cuerpos, desollados y sin cabeza. Enormes trozos de carne que brillaban a la luz.
Cuando abrieron las puertas del coche percibieron el susurro de los abetos y el murmullo del arroyo. Liam cogió la bolsa de plástico con el café y la hierba, y salió evitando mirar la carne colgada. Se estremeció por un instante cuando le dio por pensar que en realidad eran personas a las que Juha había despedazado y colgado.
Juha Bjerke, el lobo solitario que había decidido alejarse de la gente y rara vez se atrevía a mezclarse con otras personas. Se rumoreaba que se debía a un accidente de caza ocurrido a principios de los años noventa, en el que Juha habría matado accidentalmente a su propio hermano durante una cacería de alces. No intervino la policía, pero su madre nunca pudo perdonarlo, y hubo muchos que afirmaron que lo había hecho intencionadamente, que le pudieron los celos. Aquello había ocurrido antes de que Liam naciera, y lo único que sabía con certeza era que Juha evitaba a la gente tanto como la gente lo evitaba a él.
Un perro apareció corriendo de entre la maleza y ellos se quedaron totalmente quietos mientras los olisqueaba con el pelaje erizado. De su garganta surgió un gruñido sordo, a pesar de que a esas alturas ya los conocía. Gabriel escupió en la hierba.
—Me gustaría poder pegarle un tiro a esta puta bestia.
El perro corrió delante de ellos hasta que llegaron a la casa.
—Ve tú primero —dijo Gabriel—, le caes mejor.
Conforme se acercaba, Liam sintió que se le helaba el cuerpo. Aquellas visitas a Juha lo volvían paranoico, aunque casi nunca llegaban a verlo. La mayor parte de las veces, él solo estiraba la mano lo suficiente para entregar el dinero y recoger las cosas. No era muy hablador. Pero, aun así, a Liam se le contraían los músculos cada vez que la solitaria cabaña se alzaba delante de él.
Lo mismo le ocurría a Gabriel. Se había quedado totalmente callado, varios pasos detrás de Liam. Tal vez fuera a causa del aislamiento, o por encontrarse en los dominios de Juha. O, quizá, por la tragedia que se cernía sobre aquel hombre solitario como una nube de tormenta. A pesar de los años que habían pasado desde el accidente, llevaba la tristeza grabada profundamente en el rostro. Había algo aterrador en una persona que lo había perdido todo.
El cráneo de corzo clavado en la puerta de forma chapucera se agitó violentamente cuando Liam llamó. El perro jadeaba a sus pies, y en el interior de la cabaña se oyó un ruido áspero, unos pies que se arrastraban sobre las desgastadas tablas del piso. La puerta se abrió solo un poco, una sombra delgada apareció en el resquicio. En el interior ardía un fuego y las sombras de las llamas se movían en la oscuridad. Juha asomó la cabeza y entornó los ojos ante la luz del amanecer. Por la edad podía ser su padre, andaba entre los cuarenta y los cincuenta, pero tenía el cuerpo duro y nervudo como el de un joven. El pelo largo le colgaba por la espalda recogido en una coleta, y tenía la cara curtida por el tiempo y las adversidades.
Sin decir una palabra, tomó la bolsa que llevaba Liam, se inclinó hacia delante y acercó la nariz a la hierba para comprobar su calidad antes de entregar el dinero. Liam no tuvo más que echar un vistazo a la pasta para darse cuenta de que no era suficiente. Le sorprendió. Juha Bjerke nunca había sido de los que intentaban regatear a la hora de pagar.
—Aquí solo hay la mitad.
Los ojos de Juha se llenaron de una luz extraña.
—¿Qué?
—Tienes que pagar todo, esto es solo la mitad.
Juha se deslizó de nuevo hacia las sombras con un rápido movimiento felino. Tenía una mano detrás en la espalda, como si escondiera algo, tal vez un arma. A Liam se le aceleró el corazón.
—Pasad un momento —dijo Juha desde la oscuridad—, para que podamos hablar.
Liam se guardó el fajo de billetes en el bolsillo y miró por el rabillo del ojo a Gabriel. Su hermano estaba pálido y parecía nervioso. Aquello era nuevo, Juha nunca los había invitado a entrar. Cuando obtenía lo que quería, solía despedirlos sin más, como si fueran perros callejeros a los que no se podía permitir el lujo de alimentar. Aquella era la primera vez que les pedía que cruzaran el umbral. Dentro ardía el fuego. Bajo su resplandor, Liam pudo divisar las escopetas de caza, colgadas en filas ordenadas al lado de la chimenea. Sobre la encimera había una hilera de pequeños cráneos de animales que los miraban con la boca abierta.
—Vamos, pasad —dijo Juha—, que no muerdo.
Durante un par de segundos infinitos todo se detuvo, solo se oía el crepitar del fuego y el viento en los árboles. La sonrisa burlona de Juha los llamaba desde el interior de la cabaña. Liam se llenó los pulmones de aire fresco antes de entrar. Una vez dentro del reducido espacio lo envolvió el calor, y la nariz se le impregnó de olores extraños mientras sus ojos luchaban por distinguir todo lo que se ocultaba en la oscuridad. Fue como entrar directamente en un foso. En una oscura y estremecedora trampa.
Liv estaba sola con el amanecer. La luz se filtraba a través de los abedules desnudos y se posaba como una costra resplandeciente sobre el bosque negro. Tenía la casa a su espalda y evitaba darse la vuelta. Su aliento se alzaba como un escudo frente al mundo. No vio que se encendían las luces, no oyó que alguien la llamaba. Hasta que no vio salir corriendo de entre la maleza a un perro flaco que se puso a bailar en círculos alrededor de ella, no clavó el hacha en el tajo de partir leña y se volvió.
Vidar estaba en la terraza; sus ojos parecían dos rendijas negras.
—Ven a desayunar —le gritó con su voz quebrada.
Y desapareció. Liv se sacudió la chaqueta y comenzó a moverse sin ganas hacia la casa; sus pasos sonaban como golpes de tambor en el silencio.
El viejo y el chico estaban sentados en la cocina y olía a café. A Vidar se le habían entumecido las manos durante la noche, y cuando llegó la mañana sus dedos eran garras rígidas que apenas le permitían llevarse la taza de café a la boca. Simon se encargó de cortar el pan y de untar la mantequilla con mucho esmero.
—Abuelo, ¿has tomado tus medicinas?
Vidar siguió masticando sin hacer caso. Los medicamentos eran algo de lo que no quería saber nada, y si no hubiera sido por Simon, que colocaba las pastillas delante de él formando un bonito arcoíris todas las mañanas, nunca las habría tomado.
—No las tragues con el café. Si no, tendrás ardor de estómago.
—Eres peor que una vieja, ¡qué pesado!
Pero Vidar se tomó las pastillas, una tras otra, y cuando terminó le dio a Simon una discreta palmadita en la mano, que ya era más grande que la suya, y el chico sonrió agachando la cabeza. Liv apartó la mirada, se preguntaba de dónde había sacado el chico su bondad, su luz. De ella no.
Subió a su habitación para cambiarse. La puerta del cuarto de Simon estaba entreabierta y la penumbra que reinaba allí dentro atrajo su mirada. El edredón se había caído de la cama y estaba hecho un lío en el suelo, junto a unas islas de ropa sucia y de libros que no cabían en las estanterías. El estor opaco estaba bajado y toda la luz que había en el cuarto provenía del viejo ordenador que estaba encendido y hacía ruido encima del escritorio. A pesar de las protestas de Vidar, ella se lo había comprado, y el ordenador se había convertido en una especie de amigo para el solitario chico. Allí se desarrollaba toda una vida de la que ella no sabía nada.
Se detuvo con la cara encajada en el hueco de la puerta, respiró el olor a adolescente, a calcetines sudados y a angustia. Escuchó sus voces abajo, en la cocina, antes de empujar la puerta y entrar. Le crujieron las rodillas al levantar el edredón del suelo, y el polvo revoloteó por la habitación. Algo brilló debajo de la cama, y cuando se agachó vio que era una botella de vidrio sin etiqueta. El olor a alcohol era tan fuerte que no tuvo necesidad de desenroscar el tapón para saber lo que había dentro. Algún tipo de alcohol de destilación clandestina, fuerte —hacía saltar las lágrimas—, tal vez de Vidar.
—¿Qué cojones estás haciendo aquí? ¿Por qué estás rebuscando entre mis cosas?
Simon estaba en la puerta, con el rostro oscuro de ira. Liv se enderezó, sujetaba la botella con ambas manos; el vidrio frío parecía resbaladizo.
—Iba a hacerte la cama —dijo ella—. Y he encontrado esto.
—No es mía. Solo se la estoy guardando a un amigo.
Los dos sabían que era mentira, que no había amigos. Pero ella no podía decir eso. Liv le quitó el polvo a la botella y la depositó con cuidado en el escritorio, al lado del ordenador. Los pensamientos se le aceleraron a la misma velocidad que la sangre; él tenía diecisiete años, no valía la pena discutir por eso. Quizá fuera una buena señal que él estuviera haciendo cosas propias de la adolescencia.
—¿A qué amigo? —preguntó ella.
—Eso a ti no te importa.
Se miraron un buen rato; a Simon le había aparecido una arruga en el entrecejo. Eso hacía que se pareciera a Vidar. No obstante, era a sí misma a quien veía en la cara de su hijo. La rebeldía y el anhelo de otra cosa, de libertad. Si no hubiera sido por él, ahora ella no estaría allí, en la casa donde nació. Estaría en algún lugar lejano. Puede que él lo supiera, que todo era por su causa, quizá por eso había aumentado la distancia entre ellos. Liv se preguntó si él finalmente había conseguido hacer amigos, quizá de la peor clase, de los que bebían y se peleaban. O si estaba solo, sentado delante de la luz azul del ordenador, bebiendo por las noches. Las dos opciones le ponían el corazón en un puño.
Simon tomó su mochila; el rubor provocado por el enojo había desaparecido de sus mejillas.
—Volveré tarde de la escuela.
Ella asintió.
—Seguiremos hablando esta noche.
—No quiero que entres en mi habitación cuando yo no estoy.
—Ahora salgo.
Él esperó hasta que ella salió de la habitación y cerró ostensiblemente la puerta con llave antes de bajar las escaleras. Liv lo siguió, miró su nuca infantil cubierta de pelusilla y pensó en todas las veces que había posado su rostro allí y había aspirado su olor. En todas las noches que ella lo había rodeado con su cuerpo para protegerlo y le había puesto una mano entre sus tiernos omóplatos solo para asegurarse de que respiraba, de que no se le iba a morir. Hacía mucho tiempo de eso, fue en otro tiempo.
Se quedaron de pie junto a la ventana de la cocina, mirándolo, mientras él se dirigía al autobús. Liv y el viejo. Siguieron con la mirada su figura larguirucha hasta que el bosque se lo tragó.
—Creo que tiene un ligue —dijo Vidar.
—Ah, ¿sí?
—Mmm..., sí. Se lo noto en el olor, huele diferente.
—No lo he notado.
Vidar se colocó un azucarillo entre los dientes, bebió el café del platillo y le lanzó a Liv una mirada cargada de intención.
—Sale a su madre, ya lo verás. Pronto dejará del volver a casa por las noches.
Resultaba difícil respirar en la cabaña de Juha Bjerke. Liam y Gabriel estaban sentados a una mesa desvencijada mientras el hombre delgado daba vueltas delante de ellos. Alrededor de sus botas se levantaban pequeñas nubes de polvo y restos de agujas de abeto, y el aire cargado de humo escocía en los ojos. La mirada de Juha vagaba entre ellos, indescifrable.
—Tendréis que perdonarme —dijo—, pero no estoy acostumbrado a recibir visitas.
Liam trató de ocultar el malestar que se iba apoderando de él. Miró de reojo a Gabriel. A su hermano parecía divertirle la situación, una sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios y su mirada se deslizaba sorprendida alrededor de la cabaña, deteniéndose en la curiosa decoración y en los trofeos de caza. Había un cuchillo clavado en la tabla de la mesa, y los restos de sangre seca habían dejado una mancha oscura sobre la superficie rayada. Una piel de animal colgaba a modo de cortina en la única ventana, el aire estaba cargado en aquel espacio tan angosto y hacía calor. Juha se colocó a la sombra de la chimenea y sus ojos parecían arder en la oscuridad cuando los miraba. Tenía la voz ronca, como si las cuerdas vocales hubieran empezado a oxidársele en la garganta. Seguro que eso era lo que ocurría cuando uno no tenía nunca a nadie con quien hablar.
—Vosotros sois de esa clase de chiflados que cazan zorros con motos de nieve —dijo—. Lo veo solo con miraros.
—No sé de qué estás hablando —respondió Liam—. ¿Acaso parecemos unos malditos cazadores?
—Pero perseguís dinero, ¿no? En eso consiste vuestra vida: droga y dinero rápido.
Liam sintió las vibraciones de la pierna de Gabriel golpeando el suelo. Ninguno de ellos dijo nada.
—No venís hasta aquí con hierba y café para un viejo solo porque sois buena gente, ¿no? Queréis cobrar por la molestia.
—No nos dedicamos a la beneficencia, si es eso lo que preguntas —dijo Gabriel—. Es lo justo.
Juha soltó una risa aguda. Liam vio de reojo el cuchillo clavado, solo tenía que estirar la mano para hacerse con él. Eso lo tranquilizó.
Juha colgó la cafetera sobre el fuego.
—Sois ambiciosos, y eso me gusta. Yo también fui ambicioso en su día. Pero cuando uno ha tenido que pasar hambre durante mucho tiempo, ya no oye cómo ruge el estómago. Entonces se hace el silencio.
A pesar de la ronquera, su voz tenía un deje melodioso, como si prefiriera cantar las palabras.
—Conocí a vuestro padre de joven —prosiguió—. Fuimos juntos a la escuela. Era un hombre de verdad. Con el humor de un tejón, uno nunca sabía dónde lo tenía, pero cuando lo necesitabas allí estaba él.
—Nuestro padre está muerto —apuntó Gabriel.
—Ya lo sé. Nadie puede escapar del cáncer: si le pone a uno la zarpa encima, no queda otra que doblar la cerviz y despedirse.
Había mencionado antes la amistad con su padre, la primera vez, cuando fue a comprar hierba, en un intento de ganarse su confianza. Liam tuvo la sensación de que ahora estaba ocurriendo lo mismo: Juha utilizaba a su padre muerto para ganarse su confianza.
El hombre se rascó el pecho hundido, tenía la mirada puesta en las llamas mientras el aroma a café se extendía por la estancia. Liam y Gabriel se miraron, a la espera.
—Tengo un trabajo para vosotros —dijo Juha finalmente—, si estáis interesados.
—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó Gabriel.
Juha sonrió y sirvió el café, colocó cuidadosamente sobre la mesa un par de tazas altas humeantes delante de ellos. Un hacha enorme destacaba al lado de la chimenea. Su hoja brillaba al resplandor de las llamas. A Liam empezó a revolvérsele el estómago; el calor sofocante y el olor a pieles de animales hizo que se sintiera mal.
Juha se situó en el extremo de la mesa flexionando los talones y emitió un sonido sibilante mientras soplaba la bebida caliente.
—Hay una mina de oro sin excavar no muy lejos de aquí. Simplemente está ahí, esperando a dos muertos de hambre como vosotros.
El jersey, descolorido por el tiempo y el sudor, le caía como piel flácida sobre la parte superior del cuerpo. La tela de los pantalones tenía unos largos desgarrones por debajo de los cuales se entreveía la piel pálida. Juha despedía un olor a agujas de abeto y a mantillo húmedo. Con un movimiento brusco arrancó el cuchillo clavado en el tablero de la mesa y empezó a hurgarse las uñas con la punta. Liam miró de reojo hacia la puerta. Solo tres pasos, y entonces estaría otra vez al aire libre.
—Nosotros queremos nuestro dinero —dijo—. Te hemos dado tu hierba y, como dice mi hermano, no nos dedicamos a la beneficencia.
—Yo también tuve un hermano una vez —comentó Juha—. Éramos como vosotros dos, siempre juntos. Mi hermano y yo éramos invencibles, teníamos a todo el mundo a nuestros pies. Pero luego va y se muere, el muy cabrón, y fue entonces cuando me di cuenta de que no había justicia en este mundo. El destino no hace más que reírse de uno.
Contrajo el rostro, como si sintiera dolor. No dijo nada durante un buen rato, todo permaneció en silencio, menos el fuego, que vivía su propia vida a sus espaldas, ardiendo y crepitando. Era difícil leerle la cara bajo la escasa luz, difícil ir un paso por delante. El pie de Gabriel encontró el de Liam debajo de la mesa, y le dio una patada.
—Cuenta más sobre esa mina de oro —dijo—. ¿Dónde está?
Juha esbozó una sonrisa.
—¿Conocéis a un tal Vidar Björnlund de Ödesmark?
—Todo el mundo conoce a ese tacaño.
—Puede que viva como si fuera más pobre que una rata de iglesia, pero tiene dinero, más que de sobra. Lo ha ido juntando en montones durante todos estos años, el jodido tacaño. Y de los bancos no se fía, guarda una gran parte del dinero en una caja fuerte en su habitación. Está viejo y achacoso, y robarle sería tan fácil como quitarle una golosina a un niño pequeño.
Gabriel alzó las cejas.
—¿Cómo sabes tú todo eso?
—Lo sé, porque tuvimos negocios juntos hace mucho tiempo. Eso fue cuando yo aún era demasiado tonto para darme cuenta de lo que él era capaz de hacer. Estafó a gente honrada en la compra de tierras para vendérselas luego a las empresas forestales. Vidar, un auténtico hijo de puta avaricioso, eso es lo que es. Y ya nadie quiere hacer negocios con él. Todo lo que tiene es su hija, Liv se llama, aunque Livegen* le pegaría más, porque nunca ha tenido vida propia, la pobre. Sigue viviendo con su padre allá fuera, en Ödesmark, a pesar de que tiene un hijo al que cuidar, o quizá precisamente por eso.
Juha giró la cabeza y escupió en el fuego; le había subido el color a las mejillas, y su voz se volvió inestable cuando continuó:
—Solo Vidar tiene la combinación de la caja fuerte porque, cuando se trata de su fortuna, no se fía ni de los suyos. La hija y el nieto, los dos, bailan al son que él toca. No tienen nada que decir al respecto mientras él esté vivo, y no supondrán un obstáculo, os lo prometo. Así que a ellos los dejáis, ¿entendido? No hay ningún motivo para meterse con la hija ni con el nieto. Todo lo que tenéis que hacer es coger por sorpresa al viejo, y entonces el dinero será vuestro.
Liam le lanzó una rápida mirada a Gabriel: le habían empezado a temblar las aletas de la nariz y su mirada empañada había adquirido un brillo nuevo.
—¿Por qué no vas tú, si resulta que es tan fácil?
Una expresión atormentada cruzó el rostro de Juha, haciéndolo parecer viejo.
—Ya casi no puedo entrar en el pueblo. No soporto ver gente, menos aún ir allí y coger el dinero. Por eso es mejor darles la oportunidad a talentos más capaces como vosotros. Sé que podéis hacerlo.
—Te has quedado sin dinero, ¿verdad?
—No, joder. No paso ninguna necesidad. Es solo que estoy muy harto de Vidar Björnlund, ese tonto ya ha causado demasiados estragos. Y va siendo hora de que aprenda una o dos lecciones.
Juha clavó los ojos en Liam e hizo como si pasara el cuchillo por su propio cuello. Parecía cómico, pero Liam sintió una sacudida en la columna vertebral. Observó a Gabriel, vio un nuevo brillo en su rostro y supo que él ya se había decidido, no hacía falta mucho para despertar su ambición. El sueño constante de conseguir dinero rápido. Él no estaba tan convencido. Vio a Vanja en su cabeza, todos los sueños que había tejido para ella incluso antes de que naciera. Sueños de una vida normal: una casa con varias habitaciones, superficies limpias libres de vergüenza. Pensó en la incubadora en la que ella pasó días después de nacer, un bulto ciego con tubos conectados a cada orificio mientras las drogas corrían alrededor de su cuerpecillo. Él no podía tocarla, solo mirarla allí luchando. Esa era la imagen que siempre lo animaría a seguir adelante.
—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Liam.
—¿A qué te refieres?
—Nos cuentas esto porque quieres algo a cambio, ¿no?
—No quiero una mierda de vosotros dos. Lo único que quiero es ver a Vidar Björnlund de rodillas, de una vez por todas. Quiero verlo perder una fortuna que, para empezar, nunca debería haber sido suya.
Liam empujó la silla hacia atrás y se levantó. Juha se quedó mirándolo fijamente, mientras sopesaba el cuchillo en la mano.
—¿Y estás seguro de que hay una caja fuerte?
—Tan seguro como lo estoy de que el sol se levanta por la mañana y se pone por la tarde. Esperad y veréis.
Juha desapareció en la oscuridad, les dio la espalda y empezó a rebuscar en un cofre que había en el suelo. Blancos velos de polvo revolotearon a su alrededor, cosquilleándoles la nariz. Finalmente, soltó un ligero gruñido y levantó algo en el aire: un papel amarillento marcado por las huellas del tiempo y de unos dedos grasientos. Con un gesto triunfal dejó el papel sobre la mesa, en medio de ambos.
—¿Qué es esto?
—Tenéis ojos para ver, ¿no? Es un mapa.
Parecía un plano algo chapucero: entrada, cocina y dormitorio dibujados con tinta temblorosa. Puertas y ventanas cuidadosamente marcadas, flechas negras que conducían al dormitorio. Allí, en una de las esquinas, alguien había trazado una gruesa cruz negra. Juha se inclinó sobre la mesa y clavó el cuchillo en medio de la cruz con tanta fuerza que el mango se quedó vibrando.
—Ahí la tenéis —dijo—. La respuesta a vuestros sueños.
Liv tomó el café de pie junto al fregadero para evitar sentarse al lado de su padre. Vidar estaba mirando fuera a través de la ventana en busca de señales de vida a lo largo del solitario camino de grava. Iba vestido con ropa de abrigo y llevaba el cuchillo en el cinturón, a pesar de que las manos ya casi no le permitían usarlo. No miraba nunca la televisión, no leía ningún libro, no hacía crucigramas ni apostaba en las carreras de caballos. Sus días consistían en tomar café y controlar lo que pasaba en el pueblo. Aunque se negaba a hablar con los vecinos, quería saber lo que hacían. Los mantenía bajo la misma vigilancia despiadada que a su propia familia. Al viejo no se le escapaba nada, sus ojos borrosos seguían viéndolo todo.
Liv no dijo nada de la botella que había encontrado en la habitación de Simon. De todos modos, Vidar ya lo descubriría en su momento.
Un coche bajó por el camino, Vidar se levantó tan deprisa que le crujieron las articulaciones, y estiró el cuello con curiosidad.
—Ya ves, ahora ha salido Karl-Erik, se pasa el día yendo y viniendo. No sé por qué no le quitan el permiso de conducir a ese hijo de puta.
—Siéntate y deja de mirar.
—Nunca está sobrio el tiempo suficiente como para conducir un coche, acabará atropellando a algún infeliz.
Liv miró el camino de grava embarrado, el sol se reflejaba en el agua del deshielo. Oyó alejarse el coche de Karl-Erik por la carretera principal. Sabía que la aversión que Vidar sentía hacia los vecinos tenía que ver con la soledad; ya no sabía cómo acercarse a la gente, su cercanía lo asustaba, lo volvía venenoso.
—La motosierra está estropeada —dijo ella.
—Ah, ¿sí?
—No pienso cortar toda la leña a mano.
—El chico puede ayudarte. Algo tendrá que hacer con todos esos músculos que ha echado.
Vidar masticaba despacio la rebanada de pan. Por la mañana ponía solo mantequilla, el embutido tenía que esperar hasta el almuerzo. Liv se sirvió más café y observó el triste montón de madera allí fuera. El mango del hacha de color rojo sangre era como un grito de terror en medio de la grisura. La motosierra formaba parte de las cosas innecesarias, así que si quería una nueva tendría que comprarla ella. Un hombre que no se permitía tomar una loncha de queso tampoco se iba a permitir comprar una motosierra nueva.
Vidar acarició el periódico que tenía delante con la mano llena de callos; los anuncios de casas que su hija había marcado con un círculo rojo le devolvían la mirada. Marcaba las casas con un círculo rojo por él, para que viera que el chico y ella estaban a punto de marcharse. Al principio, muchos años atrás, al viejo la había alarmado, pero ahora era algo de lo que se burlaba.
—No querrás vivir en la ciudad. No hay más que gases contaminantes, basura y gente ojerosa. Aquí al menos se pueden ver las estrellas por la noche.
Cuando él se levantó para ponerse más café, ella se refugió en el baño. Orinó en la taza oxidada y después puso las manos durante un buen rato en el lavabo agrietado. El espejo también estaba roto, una telaraña de grietas en la esquina izquierda. Liv evitó encontrarse con su cara en el espejo; la boca cansada y los ojos tristes la hacían sentirse más cansada y más triste todavía. No era solo la casa la que estaba a punto de desmoronarse, su rostro también estaba lleno de arrugas. Oyó a Vidar tarareando en la cocina. Él era el viejo, él era quien debería pensar en la muerte; sin embargo, solo era ella quien lo hacía. Todos los días pensaba que ya faltaba poco, que tenía que aguantar unos años más. Luego empezaría la vida.
Cuando volvió a la cocina, Vidar estaba sentado de nuevo en su silla. Era como si existiera un acuerdo tácito entre ellos: tenían que bailar todo el tiempo el uno alrededor del otro. Si uno estaba sentado a la mesa, el otro se quedaba de pie al lado del fregadero; si uno se movía por el suelo, el otro se quedaba quieto, casi como si la casa no pudiera soportar demasiados movimientos al mismo tiempo. Aunque habían vivido bajo el mismo techo desde el día en que ella nació, la distancia que los separaba no había hecho más que crecer.
Un quad bajó por el camino y Vidar se escondió detrás de la cortina. Una cazadora reflectante de motorista apareció entre los pinos.
—Mira qué gilipollas —dijo—. Ahora Modig se ha comprado otro juguete. El tipo no tiene ni un céntimo en el bolsillo, pero cacharros nuevos no le pueden faltar.
—¿Cómo sabes que es nuevo?
—¡Tengo ojos en la cara! El viejo era negro, este es rojo.
Liv se acercó a la ventana. Douglas Modig se había detenido junto a la barrera del camino y estaba levantando la mano. Ella le respondió con otro saludo.
—Tal vez le pida prestada la motosierra —dijo—, hasta que compremos una nueva.
Vidar comenzó a toser, las flemas le dificultaban la respiración.
—¡Y una mierda! —dijo cuando se recuperó—. No quiero ver a ese fantoche en mi finca. Antes, preferiría cortar la leña yo mismo.
Un poco más tarde, ella volvía a estar delante del tajo. El fuerte sol primaveral le hizo cerrar los ojos antes de levantar el hacha y, cuando cayó, era la cabeza del padre lo que estaba cortando.