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OTOÑO DE 1998

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La mirada del padre le cosquillea la nuca mientras baja por el camino. El sonido de dos disparos de escopeta retumba en el pueblo. Ha comenzado la caza en el valle; la idea de que una bala perdida la pueda alcanzar le produce vértigo. Cuando llega el autobús, ella todavía está en pie. Como todas las mañanas, solo la saluda el conductor. Él no se fija en que ella no lleva la ropa adecuada, en que no actúa como es debido. Ella se esconde atrás, al fondo, en medio del silencio somnoliento y ve pasar los pinos centelleando en el exterior. Cuando entran en el pueblo, el autobús está lleno, pero nadie se ha sentado a su lado. Prefieren estar de pie en el pasillo.

Se detiene a las puertas de la escuela y da un par de caladas a hurtadillas, acompañada de dos chicos que se ocultan en las sombras. Visten ropa negra y llevan los ojos maquillados. Uno de ellos es tan bajo que apenas le llega al hombro, pero él trata de compensarlo poniéndose el pelo de punta con espuma. El otro va vestido con un abrigo largo y en la mano siempre lleva un libro de bolsillo en pésimas condiciones, con algún título aburrido. Durante los recreos, cuando no fuma, el chico suele sentarse con el libro abierto, como una mariposa con las alas desplegadas, delante de la cara y esconderse de la soledad. A ellos no les importa que ella se vista con los mismos vaqueros todos los días y con jerséis de punto que eran de su madre. Simplemente suponen que es como ellos, alguien que quiere hacer notar que no es como los demás.

Dentro del edificio, ella camina con la vista fija en el piso brillante mientras las voces y las risas cortan el aire a su alrededor. No tiene ningún libro-mariposa tras el que esconderse. La luz de los tubos fluorescentes le hace daño en los ojos y anda de puntillas para que las botas de trabajo no llamen la atención. Son por lo menos dos números más grandes, para que le duren varios años, en caso de que le sigan creciendo los pies. El peso de las suelas hace imposible que pueda pasar desapercibida. Su soledad retumba en los pasillos.

En la pausa del almuerzo se encuentran en los aseos. Él nunca dice nada, solo la empuja contra la pared llena de pintadas, la abraza y le lame los labios, las mejillas y la oreja. Su bigote cosquillea como un animal por donde él avanza. No la besa nunca de verdad. Todo tiene que ir deprisa, muy deprisa. Él le introduce un dedo que le gusta oler mientras ella mantiene la mano dentro de sus pantalones. Se apoya contra la pared y empuja con las caderas rápido y fuerte, hasta que termina. Entonces ella le da papel higiénico y espera mientras él se limpia las gafas con su propio vaho y vuelve a colocarlas en su sitio. No quiere mirarla, solo le señala la puerta con la cabeza y le susurra: «Sal tú primero».

Después, cuando están en la clase y él habla con su sonoro acento alemán, nunca mira hacia donde está ella. Ni siquiera cuando ella levanta la mano.

La mujer de Ödesmark

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