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FINALES DEL INVIERNO Y COMIENZOS DE LA PRIMAVERA DE 1998

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La chica se mueve a través de la noche. La luna le sonríe pálidamente mientras ella zigzaguea entre los charcos que la nieve ha dejado tras de sí. La gasolinera abierta las veinticuatro horas lanza su luz de neón sobre la desolación. Ella entra y compra una lata de Coca-Cola y un paquete de Marlboro rojo. El empleado del turno de noche tiene unos ojos tan bondadosos que le hacen apartar la mirada. Sale afuera, se coloca junto al iluminado tren de lavado de coches y enciende un cigarrillo, expulsa el humo contra el cielo nocturno y se fija en un camión que está aparcado más allá de los surtidores de gasolina. Hay un hombre dormido en el asiento del conductor. Lleva puesta una visera oscura y la barbilla le cae sobre el pecho. Ella tira al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo pisa. Los charcos de agua brillan como aceite bajo la luz de las farolas mientras camina por el asfalto. Se oye el ruido de algún coche solitario a lo lejos, pero nada más. La tensión le recorre la columna vertebral en forma de cosquilleo. Cuando llega al camión, se agarra al espejo retrovisor y sube por la escalerilla hasta que su cara queda a la altura de la del hombre dormido. Comprueba de cerca que él es más joven de lo que ella creía, tiene las mejillas sombreadas por una barba poco crecida y un pendiente brilla en su oreja.

Ella ve que sus nudillos se acercan al cristal. Solo un golpecito discreto, pero, aun así, el hombre se despierta con una sacudida violenta, se quita la visera instintivamente y deja al descubierto una coronilla calva. La mira, tarda un poco en reaccionar y al fin baja el cristal de la ventanilla.

—¿Qué pasa?

La adrenalina hace que a ella le cueste sonreír. La mano con la que se agarra al espejo ya le ha empezado a doler.

—Nada, solo me preguntaba si quieres compañía.

Él la mira fijamente con la boca abierta. Al principio parece que la va a rechazar, pero luego asiente y le señala con la cabeza la puerta del copiloto.

—Bueno, sube.

Ella da la vuelta al camión, sintiendo un cosquilleo de esperanza en la boca del estómago, gira la cabeza para ver si hay ojos en las sombras, pero a la única persona que ve es al empleado de la gasolinera, y no está mirando hacia fuera. Son casi las dos y no hay ningún otro coche. Si ocurriera algo, no habría testigos.

El hombre lanza un pesado suspiro cuando la joven se sienta a su lado.

—Bueno, ¿y quién eres tú?

—Una chica, sin más.

La cabina huele a aliento cálido.

—Sí, eso ya lo veo.

El tipo parece torpe, se frota los ojos con las palmas de las manos y la mira de reojo, como si ella fuera un bicho raro al que no quiere provocar.

—¿Y cómo es que quieres subir aquí, conmigo?

—Parece que estás solo.

Ella lo anima con la mirada; él parece asustado y eso la vuelve más atrevida. El hombre esboza una sonrisa mientras juguetea nervioso con los dedos en la barba y la mira por el rabillo del ojo.

—Entonces ¿tú no eres una de esas que cobran?

Ella pone la mano encima de la de él. Los anillos de plata brillan entre ambos como lágrimas en la oscuridad; espera que él no note cómo se le agita la sangre.

—No, no soy de esas.

Hay espacio suficiente en la parte posterior de la cabina. Él la recuesta sobre una estrecha litera, apoya con fuerza las manos en sus caderas mientras la penetra. No se quitan la ropa, solo dejan caer los pantalones hasta los tobillos, como si temieran ser descubiertos. Ella levanta la mirada y ve a un niño que le sonríe desde una foto. El niño rodea con sus rollizos brazos el cuello de un labrador que tiene el pelaje color chocolate y parece que ambos sonrían a la par. La chica baja la mirada hacia la ropa arrugada de la cama. No pasa mucho tiempo antes de que él lance un rugido y se retire —inmediatamente, para que toda la plasta caiga en el suelo—. Ella se agacha y se sube las bragas. Están a punto de saltársele las lágrimas, pero traga y traga para ahogar el llanto.

El hombre parece reanimado. Sus manos han cobrado nueva seguridad cuando se abrocha el cinturón, como un adolescente que se acuesta con alguien por primera vez. A ella le sorprende. Lo parecidos que son. Los hombres.

Se sientan en la parte delantera de la cabina y fuman. Fuera de los grandes parabrisas del camión, descansa el mundo oscuro y húmedo. Le escuece la vagina, pero la necesidad de llorar ha pasado.

—¿Adónde vas a ir ahora?

—A Haparanda.

Su dialecto suena gracioso, casi como si cantara las palabras.

—¿Vas a venir conmigo o qué? —añade él.

Ella gira la cabeza para expulsar el humo afuera.

—Yo voy a ir más allá de Haparanda.

Al camionero le brillan los dientes en la oscuridad. Esto es algo que él no ha hecho antes. Ella puede ver inmediatamente que le invade la mala conciencia. Él señala la gasolinera y su voz intenta atenuar lo que acaba de ocurrir.

—Pensaba ir a comprar algo de comer, ¿quieres algo?

—Un bollo de canela no estaría mal.

—Está bien, te lo traigo.

Quita las llaves de contacto y sonríe discretamente antes de abrir la puerta y bajarse del camión. Al andar se ve que es un poco patizambo y parece que no le preocupa que le salpique el agua de los charcos. La chica lo observa hasta que desaparece en el interior de la tienda, y sopesa lo de viajar con él a pesar de todo. Quizá pueda apearse en Luleå. Ha oído que es una ciudad bastante grande, y en las ciudades uno puede desaparecer.

La mujer de Ödesmark

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