Читать книгу La mujer de Ödesmark - Stina Jackson - Страница 13

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Vanja miraba la tele mientras él preparaba la mochila. El pasamontañas, la pistola Glock y un rollo de cinta americana. Los guantes de cuero desgastados que le apretaban los dedos. La risa tintineante de Vanja llenó la habitación e hizo que le doliera el pecho. Liam se quedó un momento sentado de rodillas al lado de la mochila, inclinó la cabeza como si rezara mientras los pensamientos y la sangre echaban una carrera. Debería llamar a Gabriel y decirle que era mejor dejarlo, que el riesgo era demasiado grande.

—¿Qué haces, papá?

—Nada. Estoy descansando un poco.

—¿Por qué llevas puestos los guantes?

—Porque nos vamos a ir ahora.

Él esperaba que Vanja protestara, pero ella apagó la tele sin rechistar y buscó su ropa de abrigo. Tenía la melena tan larga que rozó el suelo cuando se agachó para atarse los zapatos. Ya no necesitaba que él la ayudara, ni con los cordones de los zapatos ni con la cremallera. Cuando él se quisiera dar cuenta ya no lo necesitaría para nada.

Liam se colgó la mochila en un brazo y cogió a la pequeña de la mano mientras cruzaban el patio. Los perros jadeaban y aullaban detrás de la verja, sus ojos brillaban amarillos a la luz de la luna, suspiraban tras ellos mientras se dirigían a la casa grande. Lo de los perros empezó tras la muerte de su padre. Primero un nuevo cachorro y luego otro más. Perros viejos encontrados en la web de Blocket que necesitaban nuevas casas, y proyectos de acogida desde Grecia y Dinamarca. Perros de ataque, que realmente deberían ser sacrificados, daban vueltas tambaleándose con sus bozales y gruñían para llamar la atención. Su padre, si estuviera vivo, los habría matado a todos; sin embargo, Liam estaba casi seguro de que era el responsable de que las cosas fueran así. Se produjo un vacío que había que llenar; en un mundo lleno de personas que no eran de fiar, para ella los perros se habían convertido en su seguridad. Si no hubiera sido por su madre, él habría perdido la custodia de Vanja hacía tiempo. Su madre siempre estaba allí, firme como uno de esos viejos pinos en los que Liam solía apoyar la frente todas las veces que él no había estado a la altura de las circunstancias y la había decepcionado. Ella había estado allí y los había salvado a los dos, a Vanja y a él.

Estaba sentada en la cocina cuando entraron. Sobre el tablero de la mesa que tenía delante relucían unas piedras y unos cristales de todos los colores del arcoíris. Vanja se apresuró a soltarle la mano. A ella le encantaban aquellas piedras estúpidas, las piedras curativas de la abuela, como ella las llamaba. Liam se quedó en el umbral y vio cómo Vanja se subía a una de las desvencijadas sillas, todavía con el gorro y la cazadora puestos, y empezaba a desordenar aquella basura multicolor.

—Precisamente estaba esperando a que pasarais por aquí. Necesito a alguien que me ayude a repartir las energías.

Iba vestida con un caftán de color rojo sangre que arrastraba por el suelo, y en el desgreñado cabello llevaba medio escondida una pluma de ave rapaz, que había encontrado en los alrededores. Tenía el párpado derecho caído cuando los miró, un recuerdo de la vida con su padre.

—¿No vas a entrar? —preguntó ella.

—Tengo que salir a dar una vuelta. Venía a preguntarte si Vanja se podía quedar contigo.

—¿Adónde vas?

—Solo voy a ayudar a Gabriel con una cosa.

Una chispa de preocupación brilló en los ojos de su madre, seguida de aquella sonrisa torcida que indicaba que no le creía en absoluto. Se levantó de la mesa y se acercó a él, con la pesada pulsera tintineando al son de sus movimientos. Un olor a tomillo y a pelo húmedo de perro la acompañó por la cocina. Liam retrocedió hasta la entrada, sujetando las correas de la mochila. Ella se plantó delante de él y lo miró detenidamente a la cara, como si esperara encontrar algo importante entre todas aquellas espinillas y rasguños. Él se quedó totalmente quieto y dejó que lo mirase; la Glock y el pasamontañas se convirtieron en plomo dentro de la mochila mientras ella lo escudriñaba.

—No vale la pena —le susurró ella—. Sea lo que sea lo que hayas pensado hacer, no vale la pena.

—Déjalo.

Ella levantó las manos y las apoyó en la cara de su hijo, posándolas con cuidado sobre sus orejas, como si tratara de aislarlas de todo el ruido del mundo exterior. Sus ojos, tan grises y vivos como el agua del deshielo que estaba allí fuera, lo miraron directamente.

—No eres tan débil como crees —le dijo—. No tienes que dejar que te siga doblegando el viento. Puedes elegir en qué dirección quieres ir.

Él la agarró por las muñecas y la apartó, con más fuerza de la que realmente hubiera querido. Ella cayó contra la pared, se apoyó en una mano, y un cambio en la expresión de su rostro, así como en sus aterrados ojos, dejó entrever el miedo que seguía atenazándola.

Liam lo vio y se avergonzó, pero se limitó a darle la espalda y a adentrarse en la noche. Algo estaba peligrosamente cerca de reventar y salir a raudales de su interior, algo que él sabía que no iba a poder controlar.

—Cuida de Vanja —le dijo—, y no le metas en la cabeza tus malditos trucos de magia.


Liv acercó la oreja a la puerta de Simon y contuvo la respiración para oír mejor. El tenue resplandor azul le recorrió los dedos de los pies, pero no oyó ningún ruido. Nada que le indicara si estaba dormido o despierto.

Él ya la había sorprendido más de una vez escuchando tras la puerta. A veces la puerta se abría tan repentinamente que caían el uno encima del otro. Él se parecía mucho a Vidar cuando se enfadaba: se volvía feo y retorcido, y, aun así, ella no podía evitarlo. Tenía que asegurarse de que él estaba en casa, de que estaba a salvo. Y de que no estaba al otro lado de la puerta y la oía salir sigilosamente.

Era más de medianoche cuando bajó de puntillas las escaleras y pasó por delante del dormitorio de Vidar. La perra golpeó la cola contra el suelo cuando pasó a su lado, pero por lo demás nadie notó que ella se deslizaba en la noche. Los ronquidos de Vidar retumbaban en la planta baja, y, sin embargo, a ella le temblaban las manos mientras se ponía los zapatos y se estiraba para alcanzar la cazadora.

En el exterior, la luna pintaba el bosque de plata e iluminaba para ella el sendero mojado mientras corría a través del pueblo. La invadió una sensación de libertad al sentir el frío en las mejillas y sonrío directamente a la oscuridad, como si eso fuera lo que anhelaba.

La casa de la viuda Johansson tenía mejor aspecto por la noche, cuando no se podía apreciar el deterioro. Dentro no había ninguna luz encendida, pero las sombrías habitaciones estaban bañadas por la claridad de la luna, que envolvía los viejos muebles en un brillo inquietante. Liv se quitó los zapatos y los pantalones en el pasillo y continuó desnudándose mientras avanzaba hasta la habitación y hasta el hombre. Dejó un reguero de ropa por el camino.

Él estaba tumbado de espaldas en la cama de la viuda muerta y respiraba con la boca abierta. Ella se quedó un rato a los pies de la cama, observándolo. Las mejillas sin afeitar y la cicatriz del cuello, como una sonrisa blanca. Cuando lo vio acostado así, indefenso e ignorante, comenzó a sentir una pulsión en los genitales. Mientras se acercaba al hombre, la invadió una inesperada sensación de inseguridad, realmente no sabía nada de él, de su vida anterior. Pensaba que era mejor no saber, mejor no intimar demasiado.

Retiró el edredón y se sentó a horcajadas encima. Su cuerpo se despertó antes que él, como si estuviera allí esperándola. Sus párpados pestañearon cuando ella lo introdujo dentro de sí, y sus manos la sujetaron por las caderas. Hicieron el amor en silencio y con furia, solo se oía el chirriar de la cama destartalada bajo sus cuerpos, y cuando él abrió la boca para decir algo, ella le puso una mano en los labios y cerró los ojos hasta que se corrió.

Después se tumbaron cada uno en su lado de la cama mientras él se fumaba un cigarrillo. Todavía no se habían dicho nada, pero ella notó por su respiración que quería decirle algo. Estuvo a punto de hacerlo varias veces, pero no lo logró, y ella mantuvo los ojos fijos en la cabeza de alce que colgaba de la pared para evitar su mirada.

—Hoy he visto a tu hijo —dijo al fin.

Aquello la pilló desprevenida. El corazón empezó a latirle con tanta fuerza que le pareció que se movía hasta el edredón.

—Ah, ¿sí?

—Es más grande de lo que creía, parece casi un adulto.

—Tiene diecisiete años.

—Parece mayor.

Johnny apagó el cigarrillo y le cogió la mano.

—¿Dónde está su padre?

—No sé.

Él movió la cabeza y la miró.

—¿No lo sabes?

—No es de aquí. Simon nunca lo ha conocido.

—Joder, qué triste. Todos necesitan un padre.

—Pero él tiene a Vidar.

Parecía como si la estuviera juzgando, así que ella empezó a contarle la historia del alemán. La primera vez que se vieron, el alemán de pelo largo y rizado empezó a dar vueltas alrededor de ella con el coche sobre el hielo.

El vehículo estaba cubierto con una tela oscura para ocultar la marca, y él conducía demasiado rápido y demasiado cerca. Para impresionarla. Era un piloto de pruebas de Audi, tenía novia en su país, en Dresde, pero, por supuesto, eso no se lo contó hasta que ya fue demasiado tarde.

Ella estaba sentada en el hielo pescando a través de un pequeño agujero cuando él empezó a dar vueltas a su alrededor, como un animal depredador cercando a una presa. El sol de enero era tan brillante que ella solo podía entrever su sonrisa detrás del volante, pero ya había entendido adónde podría llevarlos aquella sonrisa. Condujeron hasta la cima de una montaña; ella logró zafarse del mono para la nieve y él se abalanzó sobre ella dentro del coche secreto, y hacía tanto frío y estaba todo tan oscuro que ella no vio ni sintió nada. Cuando llegó la primavera y ella se dio cuenta de que estaba embarazada, él ya había terminado la temporada y se había ido a casa.

Johnny se colocó el cenicero sobre el pecho mientras escuchaba. El cenicero subía y bajaba al ritmo de su respiración.

—No puede ser tan difícil encontrarlo —dijo—. Sabes dónde trabajaba.

—Pero ¿para qué queremos dar con él?

—No, claro —dijo él, mirándola de reojo—. Además, he oído decir que tu padre disfruta de una economía desahogada, por lo que imagino que el chico y tú no pasaréis necesidades, ¿verdad?

El aire se le paralizó en los pulmones y evitó su mirada.

—¿Dónde has oído eso?

—¿Qué?

—Que tenemos una economía desahogada.

Él apagó el cigarrillo; en la comisura de los labios se le dibujó una sonrisa maliciosa.

—Todos hablan de ello. Dicen que Vidar tiene dinero pero que no sabe gastarlo. Aunque supongo que a ti, su propia hija, te cuidará bien, ¿no?

Liv desapareció debajo del edredón y cerró los ojos con fuerza.

—La gente habla mucho —dijo ella—. Si yo estuviera en tu lugar, no los escucharía.

Liv esperó a que él se hubiera dormido antes de ponerse a buscar su ropa. Abandonó la casa de la viuda y corrió a través del bosque sin ver dónde ponía los pies. La perra salió a su encuentro en el pasillo y ella contuvo el aliento mientras se deslizaba entre las habitaciones. La puerta de la habitación de Vidar estaba entreabierta y ella se apresuró escaleras arriba hasta llegar a la suya. Se metió en la cama bajo el frío edredón y mantuvo la mirada fija en la puerta durante un buen rato antes de atreverse a cerrar los ojos. El viento azotaba la casa, y mientras estaba allí acostada con el cuerpo y la mente en tensión, le pareció oír voces fuera. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. La noche se movía, la luna se deslizaba entre las nubes y el viento hacía temblar el bosque. Era difícil fijar la mirada. Aguzó el oído para ver si distinguía voces, pero solo oyó los gemidos del viento. Parecían casi humanos, como una llamada de advertencia.


—¿En qué piensas trabajar cuando te conviertas en un sueco normal y corriente? —le preguntó Gabriel.

—No sé. En cualquier cosa.

—No es fácil ganar dinero legalmente.

—Lo sé.

—No es nada con lo que uno se haga rico.

—Tampoco es que uno se haga rico con esta mierda.

—Todavía no, quizá. Pero con el tiempo...

Gabriel tenía un corazón de reno ahumado en la mano, lo iba cortando en finas lonchas y se las metía en la boca. No importaba lo que estuvieran a punto de hacer, a él nunca le fallaba el apetito. Liam aparcó junto al lago y apagó el motor. A la luz de la luna podían vislumbrar el vapor del lago que ascendía del agua como un aliento helado. Permanecieron sentados un rato, dudaron un poco ante la oscuridad que se extendía fuera. Gabriel se colocó dos pastillas bajo la lengua antes de ponerse los guantes.

—¿Estás preparado? —preguntó.

—Mmm...

—Tienes la nariz un poco pálida.

Gabriel le ofreció la bolsa de las pastillas, pero Liam negó con la cabeza. No pensaba drogarse, aunque el miedo le atenazaba la garganta y le costaba respirar. Mantenerse sobrio era una experiencia absolutamente distinta; no había nada que se interpusiera, nada detrás de lo que ocultarse. Todos los sentidos eran cuchillos afilados; el mundo, duro y brillante a su alrededor.

Se puso los guantes y los dedos le palpitaron bajo el cuero. Gabriel le puso una mano en la nuca y apretó su frente contra la de él. Su boca despedía un olor dulce, y Liam pudo sentir cómo la tensión vibraba a través de su cuerpo.

—Esto lo va a cambiar todo.

Liam lo apartó y se puso el pasamontañas. El tejido era cálido, estaba húmedo y le picaba en el cuero cabelludo, donde el sudor ya había empezado a acumularse. Le pareció que estaba a punto de asfixiarse.

—¿Qué hacemos si el viejo empieza a armar jaleo?

—Entonces lo pondremos en su sitio.

Gabriel le guiñó un ojo antes de desaparecer en la noche. No era la primera vez que robaban a alguien. Apenas eran unos adolescentes cuando empezaron a tomar el autobús hasta la playa de Piteå los fines de semana para desplumar a los borrachos cuando volvían a casa por la noche. Gabriel llamaba a aquello su trabajo de verano. Era muy fácil. El verano siguiente, robaron en el súper Finnbergs, en Glommersträsk. Lo hicieron después del cierre, así que no había ningún cliente en la tienda y tampoco mucho dinero. Fue Gabriel quien se plantó delante de la caja blandiendo la Glock, y también fue él quien llevó la voz cantante. Liam se había quedado vigilando en la puerta del almacén. La cajera ni siquiera llegó a verlo, pero reconoció a Gabriel. Una semana más tarde se presentó la policía y lo detuvo, pero este, incapaz de comerse el marrón él solo, no tardó en delatar a Liam. El asunto terminó en manos de las autoridades de Asuntos Sociales.

Todo estaba oscuro y silencioso cuando salieron del coche, solo el agua del lago chapoteaba contra las piedras. Gabriel fue delante alumbrando con el móvil. Una capa de hielo sobre el suelo del bosque hacía que los pies les resbalaran, obligándolos a avanzar con paso inseguro. Como tuvieran que echar a correr, estaban perdidos. El sendero caía abruptamente en el último tramo, los abetos los arañaban al pasar y les ardían los pulmones. En aquel bosque, tan negro y silencioso que les costaba ver dónde ponían los pies, todo crujía y chascaba. Gabriel se detuvo varias veces, tosiendo y escupiendo. Tanto fumar le había minado la condición física.

—Joder, cómo suenas.

—¡Cállate!

La casa se alzaba sobre un alto. Una ventana solitaria en el piso de arriba brillaba en la noche. Se detuvieron en la linde de la propiedad para no activar ninguna luz exterior. Liam levantó los prismáticos y deslizó la vista por la casa y la ventana iluminada. En el interior había una lámpara encendida, pero no vio a ninguna persona.

—¿Qué ves?

—Nada.

Permanecieron inmóviles entre las sombras, escuchando. El vaho blanco de sus bocas llenó la cruda noche; no se oía nada, salvo su propia respiración. Ningún pájaro, ningún perro, ni siquiera el viento a través de las ramas. Solo un silencio dormido, paralizante.

De repente, ella apareció allí, como un fantasma en la ventana iluminada. Una mujer delgada con un camisón blanco que miraba la noche con ojos cansados. Parecía que buscaba algo. Liam bajó los prismáticos y se llevó un dedo a los labios. Gabriel, que también la había visto, le quitó los prismáticos a Liam y se los encaró.

—Es ella —susurró—, la hija.

La conocían de la gasolinera. Allí ella era la chica tímida detrás de la caja registradora, que nunca miraría a nadie directamente a los ojos. Tenía una voz suave, que siempre sonaba un poco falsa y que dejaba entrever que en realidad le gustaría estar en otro lugar. Ella no era como las otras cajeras, cuyas miradas los seguían como gavilanes cuando ellos se movían entre las estanterías, convencidas de que robarían algo.

Liam sacó el móvil del bolsillo y tomó un par de fotos, poniendo buen cuidado en no usar el flash. En la pantalla, la mujer se convirtió en una extraña figura evanescente, más parecida a un espíritu que a una persona.

Desapareció tan rápido como había aparecido. La luz de la ventana se apagó y solo el amanecer que se acercaba se reflejó en el oscuro cristal. Gabriel bajó los prismáticos.

—¿Crees que nos ha visto?

—No lo sé.

—Venga, vámonos. Esta no es nuestra noche.


Cuando Liv entró en la cocina al amanecer, Vidar estaba sentado mirando afuera con los prismáticos a través de la ventana. En la mesa, al lado de la taza de café que ya se había tomado y del periódico de la mañana, estaba la escopeta de caza lista para disparar. Su negra boca apuntaba directamente hacia ella. Se detuvo en el umbral.

—¿Qué estás haciendo?

Al principio, parecía que él no la oía —su viejo cuerpo permaneció totalmente quieto en su silla—, pero de pronto bajó los prismáticos de mala gana y se volvió hacia ella. Le brillaban los ojos.

—Quiero ver qué demonios es lo que anda merodeando por nuestra finca.

—¿Qué haces con la escopeta?

Él puso una mano protectora sobre el arma cuando ella entró en la cocina.

—Creo que es el lobo —dijo él.

—¿El lobo?

—Los vi anoche, eran por lo menos dos. Quizá más.

Ella se acercó al fregadero y puso más café en la cafetera, se echó unas gotas del café frío que quedaba mientras esperaba. Vidar volvió a mirar a través de los prismáticos. Sus dedos, como ramas rígidas alrededor del plástico negro, no querían doblarse correctamente. La cocina olía ligeramente a aceite para armas.

Ella enfiló el pasillo para dejar salir a la perra. En las escaleras de la entrada estaba sentado Simon; solo llevaba puestos los pantalones del pijama y estaba tiritando. Liv descolgó su plumón del perchero y se lo puso con cuidado sobre los hombros.

—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué estás sentado aquí fuera?

Él levantó una mano roja y agrietada por el frío y señaló entre los árboles. Liv siguió su gesto y le pareció vislumbrar un movimiento al fondo: dos figuras escondidas tímidamente entre los abetos. El viento traía consigo el sonido de un cencerro solitario.

—Son renos —dijo él—. Pero los he asustado.

—¿Por qué?

—Para evitar que el abuelo los mate, como tú comprenderás.

—Está sentado ahí dentro hablando de lobos.

Simon le lanzó una mirada sombría por encima del hombro.

—Ya sabes cómo es. Él solo ve lo que quiere ver.

Cortaron la leña con el hacha, Liv y el chico, mientras el viejo estaba sentado en su ventana mirándolos. Era uno de esos días en que o bien caía nieve, o bien quemaba el sol, alternativamente. Solo llevaban puesta la ropa interior larga y se turnaban en el manejo del hacha. A ella le sorprendió que Simon no se quejara ni una sola vez.

Cuando llegó la hora del café, se sentaron en la pila de leña con la cara vuelta hacia el sol y, aunque le dolían los hombros del cansancio, ella estaba contenta por el rato que habían pasado juntos, los dos solos. Él llevaba una pulsera, de hilos rojos y amarillos trenzados con esmero, que ella no le había visto antes. Liv acarició aquella obra de artesanía; por la nitidez de sus alegres colores se veía que era nueva.

—¿Te la ha regalado tu chica?

Él asintió tirando de la manga húmeda de la camiseta para taparla. Un velo de rubor se extendió por debajo del bozo de la barba.

—¿Le gustan los dibujos animados?

—Se llaman anime.

—Eso, anime, quería decir.

—Ella es más de leer libros.

—¿No puedes invitarla a casa?

—¿Contigo y con el abuelo? No me lo puedo ni imaginar.

Él se echó a reír como si fuera una broma, algo impensable. Liv le acarició el pelo con la mano y la dejó descansar en su cuello húmedo. Pensó en los anuncios de casas y en el lápiz rojo, en todas las casas que había rodeado con un círculo a lo largo de los años, en la vida que podían haber tenido juntos. Los dos solos.

Simon escupió en el serrín.

—Le he mentido —dijo.

—¿Sobre qué?

—Le he dicho que suelo pasar las vacaciones en Alemania. Para ver a mi padre.

Su pecho enmudeció mientras lo miraba. Intuyó que él había hecho suyas las mentiras de ella. Liv asintió y tragó saliva, tratando de aliviar el escozor que sentía en la garganta. La nieve se derretía y caía de los árboles al suelo con un sonido sordo, como si alguien se moviera en círculos alrededor de ellos, esperando para atacar.

—Pues podría ser cierto —dijo ella finalmente.

Estaban casi listos cuando un susurro sibilante surgió del bosque. Ambos dejaron lo que estaban haciendo, intercambiaron una mirada de extrañeza y se quedaron totalmente quietos, a la escucha. Nadie del pueblo ponía por gusto un pie en sus tierras, al contrario: los vecinos solían patear desvíos intrincados para no cruzarse con Vidar. Pero ahora una melodía clara y alegre se elevaba sobre sus tierras, y entre los árboles se vislumbró la sombra de un hombre. Cuando Liv vio quién era, se dejó caer en el tajo, temerosa de salir a su encuentro.

Johnny llegó saltando entre los charcos con unas zapatillas ligeras de deporte y una sonrisa que reveló demasiado en cuanto él la vio.

—¡Válgame Dios! ¡No me digáis que cortáis la leña a mano!

Liv miró a Simon, que había entornado los ojos hasta convertirlos en dos rendijas suspicaces. El chico levantó el hacha por encima de la cabeza y la clavó en el tajo con tanta fuerza que el mango siguió vibrando un buen rato. Se limpió el sudor del cabello con la camiseta mojada, y Liv hizo lo mismo.

—Es un buen entrenamiento —dijo ella.

—Joder, ya lo creo, parecéis dos gatos ahogados.

Su acento de Estocolmo rebotó en el patio y ella sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo conforme él se iba acercando. Tal vez él lo notara, porque se detuvo a cierta distancia de ella y le entregó un sobre blanco, sin tocarla ni dar a entender de ningún otro modo que compartían cama casi todas las noches.

—Es el alquiler del próximo mes.

Ella tomó el sobre y le lanzó una mirada por encima del hombro. Dentro, en la cocina, Vidar se había puesto de pie y tenía la frente contra el cristal, observándolos como un perro hambriento detrás de las rejas. Johnny también lo vio y levantó la mano a modo de saludo. Unos pesados copos de nieve cayeron de la nada y ella pensó que él parecía distinto a la luz del día, más ceñudo y más resuelto de lo que parecía en la oscuridad que reinaba entre las paredes de la casa de la viuda Johansson. No paraba de mirar todo el tiempo la casa y a Vidar.

Ella le pasó su taza de café a medias, porque a algo había que invitar. Él se detuvo muy cerca de ella y sorbió el café. Simon se dejó caer en el tajo y se encogió de hombros. De vez en cuando le lanzaba miradas furtivas a Johnny, y Liv percibió que aquel hombre extraño removía algo en su hijo. Hablaron de la leña, de si la corteza tenía que estar hacia arriba o hacia abajo, y del tiempo, de la nieve que parecía no querer retirarse nunca. Johnny le sonrió a Simon, le preguntó si le gustaba el hockey, dijo que podía conseguir entradas para los partidos de las finales, si estaba interesado. Y Simon se volvió tan tímido y tan monosilábico como cuando era pequeño: murmuró por debajo del flequillo que era seguidor del Luleå, pero que nunca había estado en un partido. Que era muy caro y estaba muy lejos. Liv se avergonzó cuando él dijo eso, porque era lo que habría dicho Vidar, y se oyó a sí misma riéndose como si su hijo estuviera bromeando. «Claro que deberías ver la final —dijo ella—, ahora que tienes la oportunidad». Simon se encogió de hombros, pero su madre pudo ver que sonreía con la cabeza agachada, contento de tener esa posibilidad. Ella soltó el hacha del tajo, aunque le temblaban los hombros a causa del cansancio, y dijo que tenían que seguir cortando leña porque de lo contrario no iban a terminar nunca. La figura inquieta de Vidar se vislumbraba detrás del cristal y, aunque su voz no los alcanzaba, ella podía entender los improperios que mascullaba mientras lo observaban.

Johnny le dio las gracias por el café y dijo que tenía que irse a casa a echar de comer a los perros, pero antes de marcharse extendió la mano y le quitó la nieve del pelo. Ella se quedó paralizada y dejó que ocurriera, a pesar de que sabía de sobra cuáles iban a ser las consecuencias. Se quedaron en silencio, mientras lo observaban alejarse hasta que despareció entre los árboles. A Simon le colgaban los mocos, tan pronto como se los limpiaba aparecían de nuevo.

—Está enamorado de ti —dijo el chico.

—¿Tú crees?

—Se ve a la legua.

Cuando entraron al calor, exhaustos y entumecidos por el frío, Vidar estaba sentado con la pipa en la boca, esperándolos. Había puesto sobre la mesa patatas cocidas y arenques, y en cuanto Liv le entregó el sobre con el dinero, él insistió en contar los billetes hasta dos veces, antes de guardarse finalmente el fajo en el bolsillo delantero. Sus movimientos torpes permitían adivinar que había estado bebiendo; un brillo mezquino apareció en sus ojos cuando miró a Liv.

—Espero que pongas el listón más alto que tu madre —le dijo a Simon—, antes de pegar la hebra con la gente.

Simon tenía los carrillos hinchados por la comida y no dijo nada, solo pinchó el arenque con el tenedor y comió como si no hubiera visto un alimento en varios días. Así era como él reaccionaba siempre cuando Vidar los obsequiaba con sus maldades: se metía dentro de su caparazón, donde parecía no llegarle nada. Pero Vidar no se dejaba achantar.

—Te voy a explicar una cosa. Cuando ella tenía tu edad se largaba con un hombre nuevo cada dos días. Si yo no la hubiera metido en vereda, a estas alturas tú habrías tenido un montón de hermanos. Más bocas de las que habríamos podido alimentar, te lo aseguro.

Liv apretó los cubiertos y sintió la comezón abrasándole la espalda. Deslizó la mano dentro del jersey y empezó a rascarse la piel ardiente.

—Ya basta —exclamó mientras lo miraba fijamente—. Estamos cansados.

—Solo digo lo que es, la verdad no es nada que haya que disimular, ¿no? Si no hubiera sido por mí, el pobre chico habría tenido un nuevo padre cada semana.

Simon se estiró para alcanzar la leche, llenó el vaso hasta el borde y lo vació de un trago. Aquello no era nada nuevo, había oído mil veces los comentarios de Vidar sobre las malas decisiones y la incapacidad de Liv. Su murga sobre lo agradecidos que debían estarle por tener un techo sobre sus cabezas y un lugar donde vivir.

Simon se limpió la leche de la boca con el reverso de la mano y miró fijamente a Vidar.

—Tener un nuevo padre cada semana es mejor que no tener ninguno.

—Ah, ¿sí? Eso dices tú —respondió Vidar, levantando las cejas, sorprendido de que el chico hubiera abierto la boca—. Yo no estoy tan seguro. Porque cuando tú naciste ella no quería saber nada de ti, que lo sepas. Fui yo quien tuvo que alimentarte y ocuparme de que tuvieras el culo seco. Ella estaba muy ocupada corriendo por ahí y meneando el trasero ante el primer hombre que encontraba. No tenía tiempo para ningún crío.

—¡Cierra el pico!

Liv levantó el cuchillo de mesa, lo puso contra la cara de su padre y dejó que le rozara la piel temblorosa. El crepúsculo se reflejó en la hoja y proyectó violentos destellos en las paredes, pero Vidar se limitó a reír ahogadamente, se echó hacia atrás y expulsó bocanadas despreocupadas de humo sobre sus cabezas. La ira se removía en las entrañas de Liv, negra y caliente, incitándola a que por fin le clavara el cuchillo de una vez, pero en ese momento vio el miedo en la cara de su hijo. Había dejado de masticar, aunque tenía la boca llena. Ella dejó caer el cuchillo y empujó la silla hacia atrás.

—Tal vez deberías contar toda la verdad —añadió—, ya que has empezado.


Nunca le picaba la piel durante las horas que pasaba en el trabajo. Estaba de pie en su escenario iluminado mientras el atardecer caía sobre los surtidores. El suelo de la tienda era un barrizal marrón de nieve derretida que los clientes habían traído consigo. Al final de la jornada, cuando ya había pasado la avalancha de clientes, sacó la mopa e intentó limpiar lo peor de toda esa suciedad. Hassan, uno de los policías locales, saltó con agilidad por encima del suelo recién fregado, se fue directo a la máquina del café y empezó a llenarse una taza.

—¿Solo os quedan los bollos de ayer?

—Te he guardado uno recién hecho, está detrás de la caja registradora.

El policía tenía una de esas sonrisas irresistibles; de no haber sido por el uniforme, a ella casi le habría caído bien. Dejó la mopa apoyada en la pared y fue a buscarle el bollo.

—Creía que habías dejado el azúcar.

—Mi pareja también lo cree —le respondió él, guiñándole un ojo—. Pero, cuando estoy de servicio, como todo lo que quiero. Te aseguro que a nadie le gusta enfrentarse a un policía hambriento.

Sacó una tarjeta para pagar, pero ella la rechazó haciendo un gesto con la mano. Los policías y los camioneros tomaban el café gratis, y ella también podía invitarlo al bollo.

—¿Todo bien? —preguntó él—. Pareces algo cansada hoy.

—Es mi padre, me saca de quicio.

—Los padres suelen tener esa habilidad. ¿No has pensado nunca en hacer como todos los demás e irte de casa?

—No se las puede arreglar sin mí.

Hassan levantó la tapa y sopló el café.

—Claro que puede. Ponlo a prueba y ya verás.

Liv sacudió la cabeza; él no lo entendería.

—El único consuelo es que nada dura eternamente. Un día morirá.

—No digas eso.

Ella se encogió de hombros, sintió que las mejillas le ardían de vergüenza. Siempre le sucedía lo mismo cuando trataba de hablar con la gente, o bien decía cosas inapropiadas, o bien hablaba demasiado.


Aparcaron junto al lago ya casi de madrugada, ese momento mudo y ciego antes de que todo despierte. Una serie de malos presentimientos se arremolinaron en la mente de Liam, que le provocaron una opresión en el pecho mientras contemplaba el agua oscura.

—No nos va a dar tiempo, pronto será de día.

—No necesitamos mucho tiempo. Será una cosa rápida, entrar y salir.

Gabriel tenía la culpa de que hubieran llegado tan tarde. Liam había estado esperándolo varias horas, y cuando por fin apareció iba hasta las trancas de benzodiacepinas y de todo cuanto lo ayudase a adormecer las emociones. Tenía la mirada vacía cuando se puso el pasamontañas y le anunció a Liam que había llegado el momento de ponerse en marcha. Liam vaciló un momento, miró la oscuridad reinante y la voz de su madre resonó en su cabeza. «Tú no tienes que ser como Gabriel. Puedes elegir tu propio camino». No era demasiado tarde, todavía podía dar media vuelta. Volver a casa con Vanja y olvidar todo el asunto. Buscar un trabajo normal y tratar de conseguir un crédito para comprarse una casa, como hacían todos demás.

Pero cuando Gabriel golpeó el cristal de la ventanilla con la culata de la Glock, él se bajó del coche y lo siguió. Como había hecho siempre.

El trayecto cuesta arriba hasta la casa parecía más corto ahora que ya se habían familiarizado con el bosque. Los árboles exhalaban un vapor frío, y sin embargo él estaba sudando y le faltaba el aire. Gabriel avanzaba con determinación delante de él. Ya nada podía detenerlo, por la forma en que se movía estaba claro que sería capaz de cualquier cosa.

La casa estaba oscura y silenciosa cuando llegaron a su altura. Se agazaparon entre las sombras junto a la leñera. Liam se encontraba mal, tiritaba y sudaba al mismo tiempo. Cuando era más joven le gustaba el miedo. Notar cómo la adrenalina se le disparaba por todo el cuerpo le hacía sentirse vivo. Había disfrutado de los colores y la nitidez de los perfiles. Pero ahora el miedo era otro, lo debilitaba.

Gabriel susurró al oído de Liam, y su aliento le produjo un escalofrío por toda la columna vertebral.

—Yo entro primero. Tú esperas diez segundos antes de seguirme.

Liam asintió con la cabeza. Le entraron ganas de cagar cuando comenzaron a moverse y aproximarse hacia la casa, su cuerpo amenazaba con soltarlo todo. Se imaginó que tenía a Vidar delante de él, vio cómo Gabriel lo sacaba del sueño y le ponía el arma entre los omóplatos. Respiró profundamente para borrar aquella imagen.

Gabriel no llegó muy lejos antes de detenerse y arrojarse al suelo. Liam hizo lo mismo, se tiró en plancha y dio con la mejilla contra la tierra fría. La escarcha brillaba en el suelo a la débil luz de la luna y las finas capas de ropa absorbieron rápidamente el frío. Liam no había oído abrirse la puerta, pero al resplandor de la luz del patio vio una figura que se acercaba. Se movía deprisa a pesar de la oscuridad, el suelo crujía bajo sus pies. Era Vidar y parecía dirigirse directamente hacia ellos.

Liam cerró los ojos y se preparó para lo peor. A su lado, Gabriel había dejado de respirar. Ninguno de los dos hizo el menor movimiento. Lo único que se oía eran los zapatos del viejo en la hierba.

Ellos pensaban atarles las manos y los pies y taparles la boca con cinta adhesiva, al viejo, a la hija y al nieto. Era el viejo quien tenía que conducirlos hasta el dinero. Juha había dicho que la caja fuerte estaba en un armario, en la habitación del viejo, y que solo Vidar sabía la combinación.

Liam abrió los ojos y vio que Vidar se desviaba cuando ya casi estaba delante de él y se internaba en el bosque. Se quedó con la cara pegada al frío suelo hasta que Gabriel se puso en pie y señaló en silencio hacia la espesura por donde el viejo había desaparecido. Liam se había quedado tan helado que no podía articular ni una palabra.

—¿Qué hacemos ahora?

—Lo seguimos.

La mujer de Ödesmark

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