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Prólogo

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El chico sostuvo el bote de espray totalmente derecho. Lo mantuvo lo más cerca posible de la superficie de acero inoxidable. Apretó la boquilla y se recreó en la forma en que el brillante chorro de pintura roja formaba la letra «I».

Lo había hecho. Y en un tren. Cualquiera podía marcar una fachada o la puerta de seguridad de una maldita casa de empeños, pero solo los verdaderos delincuentes, solo los mejores grafiteros pintaban un vagón del metro de Nueva York. Y él tan solo tenía diez años.

Llegar allí desde el Upper East Side había sido tan peligroso como transitar por la Bosnia o el Irak de los cojones, o algún lugar similar: primero había atravesado Central Park en la oscuridad; luego había cogido la línea 1 en dirección norte con cuatro botes de espray Krylon dentro de la mochila. Lo había hecho cubierto con la capucha de su sudadera negra, para tratar de pasar desapercibido entre los borrachos y los yonquis que lo acompañaron en el trayecto hasta la calle 207. Así había llegado al puto Inwood, uno de los lugares más peligrosos de Manhattan, donde era fácil acabar asesinado, asaltado o siendo víctima de cualquier otro delito.

Y más tarde se ocultó en las sombras; así fue como se las arregló para pasar por delante de las narices de los guardias de seguridad de la estación de trenes de la calle 207, agachándose y abriéndose camino por la jungla nocturna de raíles y metales para decorar su primer vagón de metro.

Había rociado algunas briznas de hierba naranja y púrpura en la parte baja del vagón. Luego, había añadido unas frías criaturas demoníacas asomando entre ellas. Y para terminar, antes de que lo descubrieran, había rematado el grafiti con su firma: IHN4.

No era una firma inventada como las que usaban los demás. Eso no iba con él. Eran sus verdaderas iniciales; las tres primeras letras eran las mismas que las de su viejo, las de su abuelo y las de su bisabuelo. Solo la cuarta le pertenecía únicamente a él.

Pintar todas las letras del mismo tamaño era para aficionados, así que había hecho el cuatro más grande. El año anterior —no recordaba exactamente cuándo— había marcado por primera vez un edificio: el premio le tocó al inmueble de Central Park West donde vivía. Aquello había desatado una tormenta de la hostia en la junta directiva. Nadie había llegado a sospechar que había sido cosa suya.

O casi nadie.

Sin embargo, si no salía pronto de allí, acabarían descubriéndolo. Añadió grietas negras en las letras, como si se estuvieran resquebrajando. Ojalá tuviera un pincel y tiempo para hacerlo bien, pero no disponía de ninguna de las dos cosas.

Por fin, lo único que le faltó fue hacer la puta foto.

Desde hacía un tiempo, la autoridad metropolitana del transporte de Nueva York había puesto en marcha una nueva política: cualquier vagón con pintadas quedaba fuera de servicio hasta que limpiaran el grafiti. Así que la única manera que tenía un artista para demostrar que había dejado su marca era con una foto. Si no lograbas hacerla, la hazaña no existía.

Buscó a tientas en la mochila y sacó la Olympus Stylus que el ama de llaves le había regalado por su cumpleaños. Se alejó del vagón y enfocó, tratando de encuadrar la mayor parte posible de su obra. El flash quizá lo delataba, pero tenía que arriesgarse. Sin la foto, no podría presumir de su logro.

—¡Alto ahí!

Presionó el obturador. El flash se disparó al mismo tiempo que el guardia lo agarraba por el brazo, echando a perder la imagen.

***

Su padre fue a buscarlo a comisaría. Su viejo era un pez gordo de la ciudad, de esos capaces de decirle a la poli: «Vamos a hablarlo en privado». Pero, cuando hubieron salido de la comisaría y atravesado el desvencijado aparcamiento, le dio tal bofetada que lo envió contra el lateral de su nuevo Porsche 911.

—¡Serás gilipollas! —Llevó el brazo hacia atrás una vez más y le propinó otro violento golpe en el lado derecho de la cabeza, y un puñetazo en el izquierdo.

Ya dentro del coche, los diamantes que su madre lucía en los lóbulos de las orejas brillaron cuando ella giró la cabeza para mirar hacia otro lado.

Su padre lo empujó para que entrara en el diminuto asiento trasero. Sin embargo, mientras Ian se limpiaba la sangre de la nariz con la manga de la sudadera, lo único que pensaba era que no había conseguido hacer la foto. Ya estaba acostumbrado a la violencia de su padre. La asumiría, como siempre había hecho. Pero la foto...

La foto lo habría convertido en un dios.

Baila conmigo

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