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La tormenta comenzó un viernes, el primer día de marzo, un mes después de que Tess empezara a trabajar en La Chimenea Rota. Llovió todo el día y también el siguiente. El domingo por la mañana, la temperatura había descendido por debajo de cero, la lluvia se había convertido en aguanieve y el arroyo Poorhouse parecía un río. En lugar de ir a trabajar, Tess quería acurrucarse bajo una manta junto a las ventanas y ver cómo el agua del arroyo se acercaba a la puerta trasera.

La noche anterior, su Honda CR-V había logrado avanzar a duras penas por la carretera, porque los márgenes estaban inundados. Pero era imposible que el coche pudiera llegar al pueblo con el agua invadiendo la calzada. Tendría que ir al trabajo andando más de un kilómetro por la montaña, aunque la caminata de vuelta sería todavía peor. Todo por un trabajo que había aceptado por capricho.

La cobertura del móvil era irregular, pero tenía suficiente señal para llamar a Phish, que estaba en Nashville, resacoso después de un concierto de rock.

Cuando le dijo que no podía ir a trabajar, él olvidó la resaca.

—… Bajar allí… —La voz se entrecortaba por la mala conexión— … Cuenta con… Alianza de Mujeres… Reunión mensual…

—El camino está inundado. No puedo ir en coche.

—… Has ido andando al trabajo otras veces. Dijiste… Ejercicio.

—He ido andando cuando el clima era apropiado.

—… Una chica de montaña ahora, no una gatita de ciudad…

—¿Quién eres tú? Vete y pon al jefe que mola al teléfono —refunfuñó Tess.

Pero la conexión se había cortado.

Murmurando para sus adentros, Tess metió unos vaqueros secos, un par de zapatos planos y una linterna en una bolsa de plástico que guardó en la mochila. Calzándose las zapatillas deportivas más viejas que tenía, se ajustó la capucha del impermeable y se dejó envolver por el aguanieve y la oscuridad.

El descenso de la montaña fue frío y horrible, pero no tanto como lo sería el ascenso. Con el camino cubierto por casi un metro de agua, se pegó a los estrechos laterales que hacían las veces de arcén.

Cuando finalmente llegó al pueblo, la acera era una pista de hielo y casi se cayó al acercarse a La Chimenea Rota. La luz asomaba brillante por los empañados ventanales delanteros. A pesar del clima, o tal vez debido a él, había al menos diez personas en el establecimiento.

—Llegas tarde. —Savannah, con mallas y una camiseta demasiado grande, la esperaba impaciente tras el mostrador.

—Y buenas tardes para ti también. —Tess colgó el impermeable en el cuarto de atrás y se cambió las zapatillas empapadas y los vaqueros mojados por la ropa seca que había llevado consigo. Un viejo espejo publicitario de Campari le mostró su pelo enredado, tan alterado como el clima. Se lo recogió en una coleta y recuperó el expositor de condones de detrás de una mesa rota para ponerlo ante el público.

—Te vas a meter en problemas si Phish lo ve —comentó Savannah mientras recogía su abrigo para irse.

—¿Vas a decírselo?

—Tal vez… —Se rascó distraídamente la tripa de embarazada—. A los chicos no les gustan los condones.

Tess reprimió media docena de respuestas sarcásticas. Llevaba una semana exponiendo los condones, y la única persona que había protestado había sido Kelly Winchester. Había sucedido el día que Ian North había entrado en la tienda. Kelly era la líder social del pueblo y estaba casada con Brad Winchester, el senador estatal de la zona. Phish aún no le había dicho nada a Tess sobre los condones, así que suponía que la señora Winchester no debía de haber hablado con él; pero, por lo que Tess había aprendido sobre el poder de la familia Winchester, en cuanto la señora Winchester hablara con Phish, los condones desaparecerían.

Por ahora, consideraba la venta que había hecho el día anterior a un adolescente —un chico que luego había descubierto que era el hermano menor de Savannah— como una gran victoria.

Phish tenía razón sobre sus clientes. Entraba un flujo constante que iba dando partes sobre el empeoramiento del tiempo, noticias de que la autopista se había inundado y que el pueblo estaba oficialmente aislado. Todos parecían resignados.

—Pasa un par de veces al año —comentó Artie, el cliente al que se había negado a vender tabaco—. Normalmente en primavera, pero no siempre. —A pesar de su promesa de no volver a La Chimenea Rota cuando ella estuviera trabajando, había seguido apareciendo por allí.

—¿Recuerdas cuando tuvimos ese gran desprendimiento de rocas en la granja Ledbedder? —apuntó Fiona Lester, la dueña del hostal La Violeta Púrpura, mientras sacudía su abrigo de plumas.

—La peor fue aquella tormenta de nieve en 2015.

Otros clientes se unieron a la conversación.

—Las excavadoras tardaron dos días en despejar las carreteras. Y habrían tardado más si no llega a ser por Brad.

Tess aún no conocía al señor Winchester, pero sabía que el pueblo estaba orgulloso de tener a uno de los suyos en un escalafón tan elevado a nivel estatal. También había oído algunos comentarios de Phish sobre el control que Winchester ejercía sobre el presupuesto y los puestos de trabajos en la ciudad.

Incluso Courtney Hoover fue a La Chimenea Rota esa tarde. Courtney era la clienta que a Tess le caía peor. La joven, de veinte años, vivía en Tempest con su familia, pero trabajaba como recepcionista en un motel a unos cincuenta kilómetros. Su mayor ambición era convertirse en una influencer de Instagram, así que se pasaba todo el tiempo haciéndose selfis en posturas provocativas.

—Hola, Tess —dijo con su acento cálido y sensual.

—Hola, Courtney.

Ese día Courtney había embutido su envidiable figura en un vestido corto de falda de tubo y escote en V, y llevaba botas hasta los muslos. Se había maquillado con unos polvos brillantes que daban a su tez un extraño brillo iridiscente. Tess la miró mientras ella estudiaba el menú que estaba escrito en el espejo detrás del mostrador, aunque acabaría pidiendo un moka mediano, como siempre.

Tess se limpió las manos en el delantal.

—¿Qué te pongo? —Tess le hacía siempre el moka a Courtney exactamente como lo hacían Phish, Michelle y Savannah, pero Courtney se quejaba constantemente de que le echaba demasiado expreso, no tenía suficiente crema batida, el chocolate estaba rancio o lo que fuera.

—Tomaré un moka mediano. —El brillo de labios color caramelo de Courtney parecía tan resistente como el barniz marino—. ¿Has estado enferma, Tess? No tienes buen aspecto —añadió mirándola de forma crítica.

—Estoy fuerte como un roble —dijo ella—. Es solo que no soy guapa. —Mientras Courtney trataba de averiguar si lo había dicho en serio o no, Tess buscó la leche—. ¿Cuántos seguidores tienes ya? —A Courtney le gustaba que se lo preguntaran, y tal vez eso evitaría que se quejase del moka.

—Casi trescientos. Empezaron a seguirme cuatro más la semana pasada.

—Es impresionante.

—Es un trabajo más duro de lo que crees. —Se había puesto extensiones de pelo rubio—. Mueve el bol de los plátanos. Vamos a hacernos un selfi.

La única razón por la que Courtney quería un selfi con ella era para poder usar la etiqueta #LaBellaYLaBestia, pero Tess apoyó el codo en el mostrador mientras Courtney ensayaba su propia pose media docena de veces. Sin embargo, ninguna foto la satisfizo.

—Pues nada... Lo volveré a intentar cuando te hayas arreglado el pelo.

—Buena idea. —Tess le dio el moka. Courtney tomó un delicado sorbo y se quejó porque estaba demasiado salado—. Los ingredientes son los mismos —dijo Tess.

—Has cambiado algo. Está salado.

—¿Qué te parece si te lo cambio por un capuchino?

—Da igual. —Se dio la vuelta con un resoplido.

A las tres, se canceló la reunión de la Alianza de Mujeres de Tempest y el establecimiento empezó a vaciarse. A las cuatro, el aguanieve que arreciaba contra las ventanas se había convertido en una tormenta de hielo en toda regla. Se suponía que Tess debía mantener el local abierto hasta las cinco, pero al acercarse las cuatro y media y no aparecer clientes, giró el cartel para cerrar.

Tess pensó brevemente en la posibilidad de pasar la noche en la trastienda en lugar de enfrentarse a la montaña azotada por la tormenta, pero la perspectiva de hacerse una cama con cajas de cartón rotas y la colcha apolillada en la que había muerto el viejo labrador de Phish era aún menos atractiva que aventurarse a salir. Tenía una linterna, ropa relativamente abrigada y sentido común. Lo conseguiría.

Había echado sal en la acera frente a la tienda, pero un poco más allá era puro hielo, y tuvo que caminar apoyándose en las paredes de los edificios. La autopista estaba inquietantemente tranquila. No había camiones, motos ni coches con el tubo de escape trucado. La acera terminaba en El Gallo. Apenas veía el camino de grava inundado y, mucho menos, el sendero que llevaba a la montaña, pero, con la ayuda de su linterna, finalmente lo encontró y comenzó el ascenso. El hielo lo cubría todo y era difícil mantener el equilibrio.

El viento hizo volar la capucha del impermeable. La nieve se le deslizó por el cuello y unas astillas heladas le cortaron las mejillas. Los lugareños le habían asegurado que el temporal no duraría mucho, pero en ese momento eso no la ayudaba.

Sus zapatillas resbalaron en la maleza y se cayó por tercera vez, lo que la dejo aún más fría y mojada. Todo por un trabajo con salario mínimo en una cafetería que en realidad no era una cafetería, en un pueblo en medio de la nada. Le palpitaban las manos y notaba los dedos entumecidos. Cuando llegó a casa, estaba hecha un desastre, temblorosa y empapada.

Naturalmente, la estufa de propano estaba apagada, así que se envolvió en mantas hasta que dejó de temblar. ¿Por qué había pensado que vivir allí sería una buena idea?

«¡Es culpa tuya, Trav! Tú eras el que quería mudarse a Tennessee, no yo».

Estaba demasiado cansada para llorar y tenía demasiado frío para ponerse a bailar.

***

Algo la despertó en mitad de la noche. La tormenta aún azotaba la cabaña, pero se trataba de otro sonido, uno lo suficientemente fuerte como para oírse por encima de la lluvia y el aguanieve.

Una campana de iglesia. Se oía sin cesar. Profundos y ruidosos dongs. Se dio la vuelta intentando orientarse en la fea habitación de paredes empapeladas con estampado de flores, que se despegaba en las juntas, en lugar de en la alegre habitación amarilla que ella y Trav habían pintado juntos.

Cerró los ojos. La campana siguió sonando. Fuerte. Persistente.

Se acurrucó más profundamente entre las mantas. La iglesia que estaba en lo alto de la montaña llevaba en ruinas desde hacía mucho tiempo. Debía de ser la campana de la escuela. Y eso que Ian North le había montado un buen escándalo por poner la música alta. Era la una de la mañana, y él debía de pensar que era perfectamente aceptable…

Abrió los ojos de golpe. Con un gemido, se levantó de la cama y agarró la ropa seca que tenía más mano. Minutos después, salió por la puerta.

***

La luz que brillaba a través de los ventanales indicaba que el generador de la escuela estaba en funcionamiento.

—¡Bianca! ¿Dónde estás? —Tess entró sin llamar y se quitó el impermeable.

—Aquí atrás. ¡Deprisa! —respondió North desde el dormitorio de abajo.

«Que sea una falsa alarma».

Bianca solo estaba de treinta y cuatro semanas. Tess había asistido a partos de bebés prematuros antes, pero con acceso a monitores fetales y a una unidad de cuidados intensivos neonatales. Allí, en la montaña, no tenía equipo: ni estetoscopio ni instrumental ni jeringas ni kits de sutura. Y, por encima de todo, no tenía corazón para ello. Y, sin embargo, ahí estaba.

Se obligó a bajar las escaleras que iban a la habitación del piso inferior y cruzó el umbral.

La habitación estaba decorada con una amalgama de suaves tonos grises en las paredes, lámparas mates de níquel y vaporosas cortinas blancas. Bianca yacía al descubierto en una cama tipo futón; el camisón, de color plateado, se enredaba alrededor de su cuerpo, y su cara se retorcía de pánico.

—¡Tess! ¡Es demasiado pronto! He roto aguas y tengo contracciones. Se suponía que eso no tenía que pasar aún.

A Tess le dio un vuelco el corazón. No parecía una falsa alarma, y en Tempest no había médico. Incluso si se plantearan llegar al hospital más cercano en medio de la tormenta, estaba a ochenta kilómetros.

—Los bebés son enanos tontitos. Tienen voluntad propia. —Buscó en el bolsillo de sus vaqueros una goma para sujetarse el pelo.

Su irreverencia hizo que Bianca esbozara una sonrisa. Tess se recogió la melena y fue hacia la cama.

—Tengo miedo. —Bianca le agarró la mano con un fuerte apretón.

—Todo irá bien —dijo Tess sin creérselo—. He traído al mundo más bebés de los que soy capaz de recordar, y aquí estamos. ¿Cada cuánto tiempo son las contracciones?

—Cada seis minutos —dijo North por detrás de ella.

—Voy a ir a lavarme. —Se soltó suavemente de las manos de Bianca.

—¡Deprisa! —Bianca cerró los puños.

North la llevó al baño contiguo, pero, en lugar de dejarla allí, la siguió dentro. Mientras ella estaba de pie en el lavabo, el espejo reflejaba su dura mandíbula y su pelo demasiado largo.

—Bianca me ha dicho que eras comadrona. ¿Es verdad? —Su intensidad hizo que la pequeña habitación se volviera claustrofóbica.

—Así es. —Se subió las mangas por encima de los codos y abrió el grifo.

—Y ¿qué significa eso exactamente? ¿Alguna vez has asistido a un parto por tu cuenta?

¿Qué haría si ella le dijera que no? Cogió el jabón y empezó a lavarse las manos. No le importaba lo famoso y rico que fuera, no le importaba el talento que tuviera; no le caía bien. No le gustaba la tensión que detectaba entre su esposa y él. Y tampoco le gustaba ver a Bianca aferrarse a él en un momento dado y atacarlo en el siguiente.

—Soy enfermera y comadrona titulada. He asistido antes en partos prematuros.

«Pero no sin refuerzos».

Miró su reflejo en el espejo y notó que Ian tenía los hombros hundidos; ya no parecía tan agresivo.

—Los móviles no tienen cobertura —dijo—. Pensé que tal vez podría recogernos un helicóptero. Íbamos a trasladarnos a Knoxville dentro de un par de días. Tendría que haber habido tiempo de sobra.

—Al bebé no le deben de haber llegado las instrucciones.

Él hizo una mueca de dolor y Tess se arrepintió de su respuesta. Había tratado con muchos padres difíciles, y sabía qué era lo mejor.

—Necesito que consigas algunas cosas. —Hizo una lista: toallas limpias, desinfectante de manos, tijeras esterilizadas, hilo, cualquier gasa que pudiera encontrar, una gran jarra de agua helada—. ¿Tienes mantas para el recién nacido? ¿Algo para el bebé?

—No. Bianca iba a hacer que le enviaran todo desde Manhattan.

—Corta unas cuantas tiras del tejido más suave y limpio que encuentres. Necesitaré dos o tres.

No le pidió que repitiera la lista y se puso en marcha.

—Va a tardar un poco. ¿Te gustaría dar un paseo por ahí? —Tess apoyó a Bianca en las almohadas y le tocó el abdomen mientras cronometraba las contracciones.

—¿Puedo? —Bianca levantó la vista de la cama, sus ojos azules tan grandes e inquisitivos como los de un niño.

—Claro. Andar te irá bien. Puedes ducharte o ponerte en posición fetal. Lo que te parezca mejor. No hay ninguna regla.

Lo que le apetecía resultó ser un baño.

Ian reapareció mientras Tess ayudaba a Bianca, todavía en camisón, a entrar en el agua caliente. Dejó caer las provisiones en la encimera del baño con un golpe sordo.

—¿Se puede saber qué haces? ¡Debería estar en la cama!

—Ahora las mujeres paren de forma diferente que en los años 50. —Tess ya estaba más que harta del doctor North, un doctor que, por cierto, no tenía título.

—Pero...

—Si se queda en la cama, tardará más en dilatar, pero ponle sábanas limpias por si decide dar a luz allí.

—¿Por si...?

Tess había traído al mundo a bebés en partos de madres en cuclillas o acurrucadas en espacios estrechos. Un sorprendente número de mujeres querían meterse entre la cama y la pared.

—Si tienes un plástico limpio, ponlo debajo de la sábana para evitar que el colchón se manche.

—¡A la mierda con el colchón! —Salió corriendo.

La suave gasa del camisón de Bianca flotaba como una nube de humo alrededor de su cuerpo. Tess le frotaba los hombros, mantenía el agua caliente y respiraba con ella durante las contracciones. Afortunadamente, la naturaleza egocéntrica de Bianca le impidió captar la tensión de Tess.

—¡Quiero la epidural! —Bianca lloró al final de una fuerte contracción.

Pero en aquel parto no era una opción.

—La epidural está sobrevalorada —aseguró Tess dándole un suave masaje en la cabeza—. Tu cuerpo sabrá exactamente qué hacer. —Rezó para que eso fuera cierto.

—¿Dónde está Ian? ¡Quiero a Ian!

—Estoy aquí.

Apareció en la puerta del baño, pero no la miró.

—¡El bebé no te importa! —gritó Bianca—¡Ni siquiera fuiste capaz de fingir felicidad cuando me quedé embarazada!

—Tú estabas feliz por los dos —dijo él en voz baja.

—El agua se está enfriando. Déjame calentarla. —Tess había visto a más de una mujer ponerse en contra de su marido en el parto, y se concentró en los grifos.

—Quiero andar un poco. —Al final Bianca quiso salir de la bañera. Tess le quitó el camisón mojado y le dio una bata.

Fueron hacia la zona principal de la vivienda. North estaba de pie junto a las ventanas, mirando la noche. En ese momento, cuando ya había reunido todos los elementos de la lista de Tess para el parto, no parecía saber qué hacer, pero Tess creía que los padres debían participar activamente, en especial cuando había tanta tensión marital.

—Pasea con ella —ordenó—. Deja que se apoye en ti cuando tenga una contracción.

—¡No! —exclamó Bianca—. ¡Te quiero a ti! Quiero que tú pasees conmigo, Tess.

North parecía aliviado, otro punto negativo en su contra.

Tess anduvo con ella. Cuando las contracciones empezaban, Bianca se apoyaba en ella. Pasaron veinte minutos, treinta… Las contracciones eran cada vez mas seguidas y duraban más.

—Sabes que te quiero… —le gritó Bianca a Ian, que la sujetó como había hecho Tess. La vio apoyarse en él.

—Lo sé —dijo.

Bianca empezó a sentirse cansada y, finalmente, quiso acostarse. Tess la ayudó a ponerse tan cómoda como era posible, pero las contracciones eran más dolorosas. Bianca se agarraba a la mano de su marido, la estrujaba y, luego, la soltaba con brusquedad. Cuando las contracciones alcanzaron el punto álgido, los gemidos guturales se hicieron más fuertes. En ese instante, North se colocó en la cabecera de la cama, fuera del campo de acción. Tess deslizó entonces una toalla limpia por debajo de las caderas de Bianca.

La joven echó la cabeza hacia atrás y gritó al notar que la siguiente contracción se aceleraba.

—¡Cuida de mi bebé! —Clavó las uñas en las sábanas—. Si me pasa algo…, prométeme, Tess… ¡A él no le importa! Prométeme que cuidarás de mi bebé.

—Eres fuerte y estás sana. Tú misma cuidarás de tu bebé. —Tess le acarició la pierna.

La contracción había disminuido, pero la mirada de Bianca parecía frenética. Se agarró a la mano de Tess con una fuerza sobrenatural, haciendo que esta esbozara una mueca de dolor.

—¡Te quiero! —Bianca lloró—. ¡Prométemelo!

Tess miró a Ian, que se quedó de pie con los labios apretados y la mirada sombría.

—Prométeme que cuidarás de mi bebé si me pasa algo. —Los dedos de Bianca se clavaron en la mano de Tess.

—Ay, cielo… No puedo prometerte eso. Yo…

Otra contracción. Otro grito que salió del fondo de su garganta.

—Tienes que hacerlo. ¡Prométemelo!

—¡Por el amor de Dios, prométeselo! —exclamó North.

Apareció la parte superior de una pequeña cabeza, arrugada como una ciruela pasa por la presión.

—El bebé está coronando —dijo Tess con tranquilidad—. Lo estás haciendo muy bien. Ahora gírate de lado. Así. Deja que te ayude.

Esa postura proporcionaría más oxígeno al bebé y podría reducir el desgarro.

Ordenó a North que sujetara la pierna de Bianca. Por su reacción, fue como si le hubiera pedido que sostuviera una cobra, pero acató la orden.

—Eso es, venga. Perfecto. —North miraba a todas partes excepto al lugar por donde emergería su vástago.

Tess desenrolló el cordón umbilical de alrededor del cuello del bebé y lo colocó por encima de la cabeza sin dificultad.

Con la siguiente contracción, surgió un hombro diminuto. Tess lo levantó con suavidad y esperó, murmurando palabras de aliento.

Apareció el otro hombro y, con la siguiente contracción, el bebé se deslizó en sus manos.

—Es una niña. —Tess respiró aliviada. Puso al bebé boca abajo para drenar los fluidos y luego lo colocó sobre el pecho desnudo de Bianca. El bebé estaba completamente indefenso. Una criatura marina que llegaba de pronto a tierra.

—Una niña —dijo Bianca débilmente—. Ian… Una niña.

—Ya lo veo —contestó él con voz ronca.

—Respira, pequeña. —Tess frotó suavemente el pequeño cuerpo con una toalla. Acarició las aletas de su minúscula nariz para que evacuara el líquido atrapado en las cavidades—. Sé que esos frágiles y pequeños pulmones no quieren funcionar todavía, pero van a tener que hacerlo.

—No está llorando. ¿No se supone que debe llorar? —La voz de Bianca sonaba como si viniera de la habitación de al lado.

—Dale tiempo. Es un gran cambio. La placenta todavía está adherida, así que está recibiendo oxígeno.

Pasaron los segundos. Y, entonces, el pequeño bebé respiró hondo… Otra vez… Y soltó un pequeño gemido, como un pajarillo…

—Así se hace, cariño. —Tess sonrió.

Bianca arrulló a su hija mientras le acariciaba la espalda. Tess liberó la placenta. El cordón dejó de palpitar, ya no era un salvavidas. Lo ató. Lo cortó.

Y en ese preciso instante, llegó el infierno.

—Tengo frío. Tengo mucho frío.

El cerebro de Tess se disparó. La tez de Bianca se estaba poniendo azul. A Tess le comenzó a picar su propia piel.

—Quítate la camisa —le ordenó a Ian.

La miró fijamente y con cara de bobo.

—¡Quítate la camisa! —ordenó, recogiendo a la pequeña de los brazos de Bianca y entregándosela a Ian—. Sujétala contra tu piel. ¡Mantenla caliente!

Bianca se atragantó y luego vomitó.

Un chorro de sangre surgió de entre sus piernas…

Estaba teniendo un ataque.

—¿Qué pasa? —gimió North—. ¿Qué le está pasando? ¿Por qué se está ahogando?

Tess luchó por comprender lo que estaba pasando. Nunca había visto nada como eso, pero sabía lo que era.

«Embolia de líquido amniótico».

Con una claridad aterradora, las palabras que había escuchado en una conferencia mucho tiempo atrás pasaron por su cabeza como si las hubiera presenciado ayer.

«… Es una de las complicaciones más raras del embarazo… Las células entran en el torrente sanguíneo de la madre y desencadenan una reacción alérgica… Líquido amniótico, la piel del feto o incluso un fragmento de la uña del bebé… Los tubos bronquiales se estrechan. Las vías respiratorias se cierran…».

La última parte la recordaba palabra por palabra:

«… A menudo, tiene como resultado la muerte de la madre».

Era una complicación grave, pero muy poco frecuente, y era tan rara que la mayoría de las comadronas se jubilaban sin haber tenido que enfrentarse a ella. Una complicación con una tasa de mortalidad del ochenta por ciento…

Tess agarró una toalla y la apretó contra el torrente de sangre. Su mente se aceleró mientras luchaba por encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera hacer para detener lo inevitable. Se sentía mareada, con náuseas.

—¿Qué le pasa?

Shock anafiláctico. —El dulce y empalagoso aroma de la sangre invadió sus fosas nasales, pero se recompuso lo suficiente como para hablar—. Es una reacción alérgica a las células del bebé. —Una reacción alérgica mortal—. Es muy poco frecuente... e imprevisible. —Como si fuera un consuelo.

Bianca gritó de dolor borrando todo lo que sucedía alrededor. Incluso mientras Tess oprimía la hemorragia, la presión sanguínea de Bianca seguía cayendo. Pronto no sería capaz de respirar. Necesitaba catéteres arteriales, un tubo de respiración, un ventilador. E, incluso, con toda la intervención de la medicina moderna, las mujeres seguían muriendo por aquello.

Sin esa intervención quirúrgica… Tess luchó contra el pánico.

—¡No lo entiendo! —gritó él—. ¿Por qué no haces nada?

Porque no había nada que hacer.

«Tu esposa se está muriendo, y no puedo salvarla».

No podía decirlo en voz alta. No podía decirle que, al cabo de unos minutos, la vida de Bianca se iba a apagar por una complicación tan rara, tan catastrófica, que era casi incomprensible.

Se sentía indefensa. Tan indefensa como se había sentido cuando Trav se estaba muriendo. El corazón le latía tan fuerte que lo sentía en la garganta. Toda su experiencia, todos sus años de experiencia no servían para nada.

Bianca había empezado a gemir, asfixiándose. Su garganta se estaba cerrando. Tess tuvo que tomar una decisión imposible: podía hacer una traqueotomía sin anestesia, usando cualquier herramienta que hubiera en la casa. La más brutal y bárbara traqueotomía imaginable. El dolor sería insoportable. Y ¿con qué propósito? No la salvaría, solo haría su muerte más dolorosa.

—¡No puede respirar! ¡Haz algo!

Miró a Ian North. Vio su miedo y su perplejidad mientras el bebé yacía, olvidado, contra su pecho. En un momento, su esposa estaba arrullando a su hija y, en el siguiente, se estaba muriendo. Tess negó con la cabeza, sin decir nada, dándole a entender lo que no podía decir en voz alta.

—¡No puedes dejar que ocurra! —Ian torció la boca y su gruñido, tan primitivo que apenas era humano, la atravesó.

Tess se dio la vuelta, odiando su impotencia, odiándose a sí misma. Mientras Bianca jadeaba en busca de aire, Tess le acarició el pelo y luchó contra las lágrimas, tratando de calmarla, de consolarla.

Los ojos de Bianca recorrían frenéticamente la habitación buscando a su bebé, el bebé olvidado contra el pecho de su padre. Gritó de nuevo por el dolor. Su mirada se topó con la de Tess. Sus ojos estaban vacíos y, aun así, hablaban.

—Te lo prometo —susurró Tess mientras Bianca se desvanecía—. Te lo prometo.

Veinte minutos después, Bianca estaba muerta.

Baila conmigo

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