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ОглавлениеEl cuerpo de Bianca estaba inmóvil y ensangrentado.
North estaba quieto como una estatua.
El bebé…
Tess se obligó a levantarse de la cama. Y cogió a la pequeña tragándose un grito. Era demasiado. Todo había sido demasiado. Eso no debería de haber pasado nunca.
Pero había muchas cosas en la vida que no deberían pasar y, sin embargo, pasaban.
North se movió. Unos segundos después, la puerta principal se cerró de golpe. Se había quedado sola. Sola con una muerta y una niña indefensa.
Moviéndose de forma automática, envolvió el torso del bebé en papel film y luego en el trozo de manta que North había cortado. Se abrió la sudadera y acunó el pequeño cuerpo contra su piel. En la oscuridad de la sala de estar, sentada en el sofá, se mantuvo de espaldas a la puerta cerrada de la habitación donde reposaba el cuerpo inmóvil y frío de Bianca, su amiga charlatana y egocéntrica. La amiga a la que no había podido salvar. Por primera vez en su carrera, Tess había perdido a una madre, y nada ni nadie iba a arreglarlo.
Las horas pasaron. No podía gritar. No podía llorar. La ira la mantenía muda. Se había dedicado a cauterizar la placenta mientras la sangre de Bianca manaba sin coagularse. Tess insufló su propio aliento al frágil bebé, no más grande que un pájaro. Había perdido a la madre. No podía perder a la hija.
Contó los segundos entre las inspiraciones de la criatura, escuchó los pequeños gemidos y observó los débiles aleteos que indicaban que aún vivía. La luz rosada comenzó a filtrarse a través de las ventanas. Terminaba la noche más larga de su vida. Cubrió los ojos del bebé para protegerlos.
Ya había amanecido por completo cuando oyó el vuelo de un helicóptero. El ausente padre de la criatura debía de haber encontrado la manera de hacer una llamada. Cuando se levantó, miles de agujas le atravesaron las piernas. La pequeña, acurrucada contra ella, aún respiraba por sí misma. Todavía estaba viva.
A través de la ventana, vio cómo el helicóptero aterrizaba en la zona de césped entre la escuela y el barranco que se abría detrás. Donde antes solo había habido tranquilidad, en ese momento había una gran conmoción.
—Guardia Nacional, señora. —Dos médicos irrumpieron por la puerta principal, que estaba abierta.
—La madre está en el dormitorio. —Tess apenas podía hablar.
Uno de los médicos desapareció en esa dirección. El segundo, poco mayor que un adolescente, se acercó a ella. Tess sabía que debía de parecer una salvaje con la ropa manchada de sangre, así que intentó recomponerse y actuar como una profesional, aunque nunca más volvería a ejercer.
—Soy enfermera y matrona. El bebé se ha adelantado más de un mes. Está respirando por sí misma, pero necesita ir a un hospital. La madre… —Le costaba pronunciar las palabras—. Una embolia de líquido amniótico.
La respuesta era simple, aunque debería confirmarse con la autopsia. Sería la respuesta científica. Pero ella lo sabía, su propia ira había provocado todo eso.
Sacaron el cuerpo sin vida de Bianca en una camilla.
—Me llevaré al bebé —dijo el médico más joven acercándose.
—No. Tiene que llevarnos a las dos. —Tess no era la madre y esperaba que el médico se resistiera, pero él asintió con la cabeza.
Durante el viaje en helicóptero, no vio nada más que al bebé en la incubadora portátil y el cuerpo de Bianca, cubierto, frente a ella. Cuando llegaron al hospital, Ian North no estaba por ninguna parte.
A pesar del horrible aspecto de Tess, la enfermera jefa de la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales le permitió quedarse mientras conectaban a la criatura a un monitor y le ponían una vía intravenosa.
—Ha tenido un comienzo difícil —confirmó la enfermera—, pero lo has hecho todo bien y la niña aguanta.
«No todo —pensó Tess—. He perdido a la madre».
El bebé pesaba dos kilos y medio, un peso muy decente para una niña prematura; aun así, la pulsera de identificación parecía un neumático alrededor de su tobillo. Cuando la criatura estuvo a salvo en la incubadora de la UCI neonatal, la enfermera la miró.
—Ve a lavarte —le indicó con suavidad—. Nosotros la vigilaremos.
Tess se sentía sucia, exhausta, derrotada. Vio a Ian North desplomado en una de las sillas de vinilo de la sala de espera, con los antebrazos apoyados en los muslos y la cabeza hundida entre las manos. Una parka abandonada yacía en la silla, a su lado. El barro seco que le cubría las botas y los vaqueros sugería que había atravesado la tempestad; así es como debía de haber conseguido pedir ayuda. Se obligó a acercarse a él.
—Lo siento. —Su voz era plana, sin emoción; una disculpa inútil por algo que jamás había imaginado que pudiera ocurrirle.
Él la miró con los ojos carentes de vida. Tess no le explicó que no podría haber salvado a Bianca. ¿Cómo sabía que eso era cierto? Ninguna explicación le traería a su esposa de vuelta, y ella no merecía perdón alguno.
—¿Te ha hablado el médico sobre tu hija? —le preguntó.
Él asintió con cortesía.
—¿La has…? ¿La has visto?
—No.
—Deberías verla.
Ian cogió la parka y se puso de pie.
—Tú tomas las decisiones médicas. Yo firmo el papeleo. —Sacó un fajo de billetes del bolsillo, se lo tiró y se dirigió al ascensor—. No vayas a cagarla en esto también.
***
Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Ian se apoyó contra la pared. ¿Cuándo se había convertido en un capullo? ¿En un ser tan despiadado como su padre?
Bianca se había ido. Su hermosa y frágil Bianca… Su inspiración, su carga, su piedra angular, su castigo…
Se frotó los ojos. Trató de aflojar la tensión que le oprimía el pecho. Había caminado kilómetros en la oscuridad, arrastrándose entre los árboles y los matorrales congelados, esquivando como pudo los campos inundados mientras intentaba encontrar cobertura para llamar. Tenía que pedir ayuda, tenía que conseguir un final diferente.
La pila de su linterna se acabó, pero había seguido moviéndose, unas veces había logrado evitar algunos troncos caídos y raíces enredadas, otras no. Cuando por fin alcanzó la carretera, intentó hacer autostop, pero no circulaban muchos coches por la autopista, y los que pasaban no se mostraron dispuestos a recoger a un vagabundo lleno de mugre.
Amaneció antes de que lograra llamar a alguien. La policía estatal lo recogió poco después y lo llevó al hospital, cuyo personal lo condujo a una pequeña sala de espera. Por fin, apareció una trabajadora social para decirle que su hija había llegado y que podía pasar a verla. Había mandado a la mierda a aquella mujer.
—No podemos estar seguros todavía, pero todas las señales apuntan a que su mujer sufrió una embolia de líquido amniótico. Es una complicación mortal sin la debida intervención quirúrgica —le explicó un médico tras presentarse.
Ponerle un nombre a lo que había sucedido no cambiaba el resultado. Bianca se había ido.
El ascensor no se había movido. Ian se había olvidado de pulsar el botón.
El médico le había hablado del bebé. No recordaba mucho de lo que le había dicho. No le importaba. Pero a Tess Hartsong sí le importaba esa niña y, como él no tenía corazón, le había echado toda la mierda encima a la infeliz bailarina endemoniada. Y así estaban.
Las puertas del ascensor se abrieron. La mujer que lo miró desde el otro lado retrocedió rápidamente. Le escocían los ojos. Sentía la garganta como si fuera papel de lija.
Bianca estaba muerta, y había sido culpa suya.
***
Tess miró el fajo de dinero que North le había lanzado antes de marcharse. Le quemaba la palma de la mano. No quería su dinero. Estaba mal que él hubiera abandonado a su hija, que hubiera confiado en alguien que apenas conocía para tomar decisiones de vida o muerte. Pero Tess conocía el dolor demasiado bien, y casi lo había entendido.
Una de las enfermeras le entregó un pijama sanitario y una bata. No soportaría volver a ver su ropa ensangrentada y la tiró a la basura. Solo vaciló ante la sudadera de Trav, pero a partir de ese día olería a sangre y muerte. Así que se deshizo de ella junto con los vaqueros, luego se encerró en el cuarto de baño y vomitó.
***
Se quedó dormida en uno de los sillones de la UCI neonatal.
Vio la cara torturada de Bianca.
«¡Ayúdame! ¿Por qué no me ayudas?».
La sangre se acumulaba alrededor de sus tobillos. Un océano de sangre que la arrastraba a las profundidades. Le pesaban los brazos, no sentía las piernas…
Se despertó sobresaltada de aquella pesadilla. Tenía el escote bañado de sudor. Parpadeó e intentó orientarse.
Era de noche. El bebé yacía en la incubadora, acunada en un nido de mantas en forma de herradura con una vía intravenosa, una cánula pediátrica en las diminutas fosas nasales y algunos electrodos fijados al pecho. Como todos los bebés prematuros, parecía una rana.
—Démosle veinticuatro horas —había dicho la enfermera—, y entonces podrás sostenerla.
Pero Tess no quería abrazarla. No quería contaminarla más de lo que ya lo había hecho. Sin embargo, conocía el protocolo del hospital; todos los bebés necesitaban el contacto de la piel de sus madres, los prematuros todavía más. Pero es que Tess no era su madre. Esa pequeña no tenía madre y, ahora mismo, tampoco tenía padre. Su piel era la única con la que podía contar.
Huyó de la UCI. El pasillo estaba desierto. Se apoyó contra la pared y se obligó a respirar. Tenía que hacer lo correcto.
Los voluntarios del mostrador de información le facilitaron la dirección de un hostal que se encontraba a pocas manzanas de distancia. Cuando se registró, fue a la tienda más cercana y, con el dinero de Ian North, se compró un par de mudas de ropa y algunos artículos de higiene personal.
Puso el despertador del móvil para que sonara exactamente una hora más tarde, aunque no pudo dormirse por miedo a volver a tener la misma pesadilla. Finalmente, se levantó, se duchó y volvió al hospital, donde se instaló de nuevo en un sillón cerca del bebé.
Por la mañana, una enfermera sacó a la pequeña de la incubadora y le pidió a Tess que se desabrochara la ropa para que pudiera sentir su piel. Tess había hecho la misma petición a docenas de madres primerizas, pero a ella le temblaron los dedos en los botones.
Colocó al bebé en la posición adecuada, sosteniéndola derecha contra su pecho, con la cabeza girada para que respirara. La enfermera las cubrió a ambas con una manta para darles calor.
Era Bianca quien debería estar sosteniendo al bebé. O North. Y estaba ella.
«Aquí no hay nada para ti, pequeña. No hay nada».
***
Los siguientes días pasaron como en una nebulosa. Tess supo por las enfermeras que North les había facilitado un teléfono, pero no había contactado con ella. Llamó a Phish. El radio macuto del pueblo había estado trabajando, y todos sabían de la existencia del bebé y de la muerte de Bianca. Tess no le preguntó lo que pensaba la gente, pero Phish no era de los que se andaban con sutilezas.
—Mira, Tess. Es lo único de lo que habla todo el mundo. Nadie sabía que eras comadrona, y ahora corren todo tipo de historias por el pueblo. La gente dice…
—Ya me imagino lo que dicen. ¿La carretera está transitable?
—Sí. ¿Quieres que vaya a buscarte?
—No. Es que… tengo que quedarme aquí un tiempo.
***
Tess comenzó a alimentar al bebé. Cada día la tenía en brazos más tiempo: el pajarito cubierto solo por un pañal mientras descansaba contra su piel desnuda, las dos bajo la calidez de una manta. El bebé tenía pelusa oscura bajo el gorrito de recién nacido. Tess siempre contaba las respiraciones de la criatura y escuchaba sus pequeñas protestas.
Debería contratar a un abogado. No tenía licencia para ejercer en Tennessee, y estaba segura de que Ian North la demandaría. Tal vez la protegería la ley del buen samaritano del estado. O tal vez no. De todos modos, los honorarios la arruinarían, pero no tenía otra manera de protegerse.
Un día llevó a otro. Phish la llamó varias veces. Había obligado a Savannah y a Michelle a que la sustituyeran, lo que seguramente las cabrearía aún más con ella.
Había hablado con las enfermeras cuando sintió que lo necesitaba e intercambiado las palabras justas con la pareja que dirigía el hostal, al que solo iba a ducharse y a cambiarse de ropa. El resto del tiempo sostenía al bebé contra su pecho y pensaba en Bianca.
Una semana después de su llegada, el doctor la informó de que a la mañana siguiente le darían el alta a la niña. Tess se sintió aterrorizada. Todavía no había visto a North. ¿Se dignaría siquiera a aparecer? ¿Y qué le pasaría a aquel indefenso pajarito si no lo hiciera?
***
Los adornos, las plumas de pavo real y los cupidos de porcelana de aquel hostal victoriano lo asfixiaban. A Ian le gustaban los espacios grandes y diáfanos: altos muros de hormigón, grandes lienzos, horizontes vacíos.
Buscó en el bolsillo un pañuelo de papel. El frío que estaba pasando no le molestaba mucho. Un resfriado tenía principio y final, y tarde o temprano desaparecería, a diferencia de otros desastres.
Había pasado los últimos días en Manhattan. Bianca no tenía familia, pero sí muchos conocidos debido a su profesión. Él se las había arreglado para evitar sus preguntas sobre el bebé y había organizado un funeral conmemorativo.
Se abrió la puerta principal del hostal.
Tess se detuvo bajo el arco que llevaba al salón. Vestía vaqueros y un jersey blanco amplio; su pelo oscuro rizado flotaba libre alrededor de su cara. No llevaba maquillaje. Se la notaba cansada y demacrada. Pero viva. Funcional. A pesar de sus ojeras, su aspecto era sano y fuerte. Todo lo contrario que Bianca. Tess Hartsong era una criatura de la tierra, no del cielo. Dispuesta a desnudarse, a quedarse en ropa interior y a bailar llena de furia. Quería hacerla bailar para él, demostrar todas las emociones que no podía expresar. Sus ojos oscuros, de un intenso color violeta, lo atraían. Lo traspasaba con la mirada. Lo juzgaba. ¿Y por qué no debería hacerlo?
Un solo movimiento en falso en aquel cuarto atestado de adornos y figuritas desataría un efecto dominó de desorden victoriano; así pues, tenía que seguir adelante con todo. Salir de allí.
—Sobre lo que te dije en el hospital… —«No vayas a cagarla en esto también». Lo miró a la frente en vez de a los ojos. Tenía que perdonarla. Era lo más justo.
Pero si la perdonaba, perdería su ventaja.
¿De verdad iba a intentar usar la culpa contra ella? El doctor había confirmado lo que Tess le había dicho sobre la causa de la muerte de Bianca, pero era necesario hacer una autopsia para estar seguros al cien por cien. Eso significaría cortar el cuerpo perfecto de Bianca. E Ian era el responsable de su muerte. No Tess, sino él mismo. Sin embargo, necesitaba algo de ella. Y la culpa era una herramienta muy poderosa.
Miró la repisa de la chimenea, llena de relojes de cristal y cajitas esmaltadas, el espejo dorado y el reloj de mármol. Sus ojos se clavaron en un paisaje marino mal pintado de aguas turbulentas y cabos deformes.
No podía hacerlo.
—Lo que te dije en el hospital… fue injusto. Sé que no pudiste hacer más. —Se aclaró la garganta.
—¿Lo sabes?
North no podía lidiar con la culpa de Tess. Suficiente tenía con la suya. Nunca tuvo que haber cedido a las súplicas de Bianca para acompañarlo a Tempest. Debería haberse quedado con ella en la ciudad, pero su mujer se había mostrado tan inflexible…
—Y sobre la criatura… —Se interrumpió.
—Tu hija.
—Bueno, han surgido algunas complicaciones.
***
«¿Complicaciones?». Tess trató de calmarse, pero allí estaba él. Duro y distante. Ya no estaba demacrado, como antes. Parecía casi respetable con unos pantalones oscuros y una camisa azul. Se había afeitado y, aunque llevaba el pelo todavía largo, se lo había arreglado un poco.
—Sí, hay complicaciones. Los bebés prematuros son frágiles y necesitan cuidados especiales —dijo Tess, sobreponiéndose al pánico que le atenazaba el pecho.
—De eso es de lo que quiero hablarte. —Se acercó más—. Quiero contratarte para que la cuides.
—¿Contratarme? —Debía de haberse vuelto loco.
—Hasta que lo solucione todo. Serán un par de días. Una semana como mucho.
—Eso es imposible. —No había dormido ni comido. Vivía de la adrenalina y tenía que alejarse de esa niña y de su padre—. Hay niñeras específicamente formadas para cuidar a bebés prematuros.
—No quiero a una desconocida. Te pagaré lo que me pidas.
—No se trata de dinero. —Se había quedado con el bebé en el hospital, pero no podía correr más peligro emocional. Ese hombre y ese bebé eran recordatorios vivos de su propio fracaso—. Conseguiré información de las enfermeras disponibles y haré algunas llamadas.
—No quiero a otra persona. Eres inteligente. Eres competente. Y no eres ningún desastre de persona.
—Agradezco tu confianza después de lo que pasó, pero no quiero hacerlo.
—Supongo que lo has olvidado… —La miró con ojos firmes, como si estuviera preparado para asestar un golpe bajo.
—¿Olvidado el qué?
—La promesa que le hiciste a Bianca. Justo antes de que muriera.
***
El personal del hospital se aseguró de que sus vacunas estuvieran al día y le dio instrucciones sobre la reanimación cardiopulmonar infantil, que le provocaron sudores fríos. Le hablaron de las sillas de seguridad del coche y de algo llamado «método canguro». Intentó concentrarse en el certificado de nacimiento que le habían dado. La escritura era apenas legible.
—Quieren saber el nombre del bebé. —Tess estaba sentada al otro lado de la sala. No lo miraba. Él no habló, pero dejó de escribir.
Tess se levantó de la silla y caminó hacia él. Cogió el portapapeles y recogió el bolígrafo. Escribió algo y, luego, se lo devolvió todo.
Wren Bianca North.
No estaba bien, pero bastaría.
La enfermera fue a buscarlos, pero él se quedó donde estaba mientras Tess la seguía. Pasaron unos minutos. Se removió en su asiento. Era un hombre duro; no pecaba de sentimental. Ponía todo su empeño en el trabajo. Solo en eso. Era su forma de vida. La forma en la que quería vivir. Y ahora tenía que lidiar con eso otro.
Tess apareció con el bebé. Él intentó no mirar a ninguna de las dos.
Permanecieron en silencio en el ascensor.
De golpe, se abrieron las puertas. Al atravesar el vestíbulo, la gente sonreía, los consideraban unos padres cariñosos que llevaban a su precioso recién nacido a casa. Pero él solo quería correr, alejarse de todos. Quería que las cosas fueran como antes, cuando podía bloquear al mundo con pinceles y aerosoles, con carteles, plantillas y murales. Cuando un nuevo encargo, una nueva exposición en una galería, un nuevo ejército de críticos alabando su trabajo significaba algo.
Cuando todavía sabía quién era y lo que significaba su trabajo.
Dejó a Tess sola el tiempo suficiente para acercar el coche de ella a la entrada del hospital. El día anterior había recuperado las llaves de la cabaña y había contratado a un chico que trabajaba en la gasolinera para que se encargara del resto; fue él quien instaló una silla de seguridad en el coche y quien condujo el vehículo de Tess desde Tempest hasta el hospital. Él tenía allí su propio coche y Tess llevaría al bebé con ella.
Cualquier otra cosa era impensable.