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De camino a Tempest, Tess apretó el volante de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos. Nunca había sido una conductora que se dejara llevar por los nervios, pero tampoco había llevado jamás a una recién nacida en una silla de seguridad en el asiento trasero. Por fortuna, el bebé estaba dormido, aunque era una circunstancia que podía cambiar en cualquier momento.

Lo estaba haciendo porque se trataba de algo más que la promesa que le hizo a Bianca en su lecho de muerte. Se trataba más bien de una suerte de egoísmo que estaba empezando a entender. Como Wren necesitaría toda su atención, ella lograría estar una hora o más sin pensar en Trav. Ese frágil bebé le daría un poco de respiro.

Miró por el espejo retrovisor para observar a la niña. No vio nada. Entendía que era mejor que las sillas para bebés se colocaran en sentido contrario a la marcha, pero ya había abandonado la carretera dos veces para asegurarse de que Wren seguía respirando. Luchó contra la necesidad de parar una tercera vez.

Sobrepasó el maltrecho letrero de la Alianza de Mujeres de Tempest y condujo con cuidado por el accidentado camino de montaña hasta la cabaña. North había salido antes, y se suponía que se encontraría con ella allí, pero no había señales de su sucio Land Cruiser blanco.

El bebé se había inclinado hacia la esquina de la sillita de seguridad, y se le había torcido el gorrito de color lavanda del tamaño del de una muñeca. La criatura se despertó cuando Tess la sacó. No pareció gustarle la idea y, cuando Tess entró en la cabaña con ella en brazos, empezó a llorar; fue un sonido demasiado penetrante y antinatural para provenir de un cuerpo tan pequeño.

—Shh…, cielo. Dame una oportunidad, ¿vale?

La cabaña estaba fría. Fría y húmeda. Se suponía que North iba a encender la pequeña caldera y que llevaría allí todo lo que ella le había pedido que comprara, pero no lo había hecho. Por tanto, solo disponía del kit básico que el hospital le había entregado, así como de un canguro portabebés, de color verde oscuro, hecho a mano, que le había regalado la que se había convertido en su enfermera favorita de la unidad de neonatología. Estaba cabreada con North por no haber llegado antes, y Wren, mientras tanto, lloraba con más intensidad.

Tess la soltó el tiempo necesario para quitarse la chaqueta, desabrocharse la blusa y ponerse el canguro para bebés prematuros. Colocó a la pequeña contra su piel desnuda, con la mejilla contra su pecho, y envolvió sus cuerpos con el chal que cogió del respaldo del sofá. Aún no era la hora del biberón, así que caminó por el interior de la cabaña hasta que el movimiento consiguió que el bebé se durmiera. Durante todo el rato echó humo por las orejas ante la ausencia de North. Solo después de que Wren se callara, fue al armario de detrás de la cocina para examinar la caldera.

No funcionaba, y ella no podía ponerse a gatear por el suelo para investigar por qué con un bebé atado a su cuerpo. La falta de calor en la cabaña le preocupaba mucho. ¿Cómo iba a mantener caliente a Wren? ¿Dónde estaba North? Se suponía que cuidar de Wren era algo que iban a hacer los dos juntos, pero de momento la pequeña solo la tenía a ella. No era posible que él tuviera la intención de dejar el bebé en sus manos y marcharse, ¿verdad?

Cuando Wren se despertó y comenzó a armar cierto alboroto, Tess sacó un biberón limpio. Mientras vertía una medida de leche de fórmula, pensó en sus propios pechos.

—Lo siento —susurró—. Tendrás que conformarte con esto.

Alimentarse era complicado para Wren, ya que tendía a quedarse dormida de nuevo después de chupar unas cuantas veces. Tess le dejó el tiempo que necesitó, la hizo eructar con suavidad y la mantuvo elevada. Cuando por fin terminó, las dos estaban exhaustas. Tess se irguió y se acomodó en el sofá colocando el chal con más firmeza a su alrededor.

Sintió el latido del corazón de Wren contra su piel. Percibió el temblor en sus pequeños párpados nacarados. Escuchó sus suaves y dulces respiraciones. Tal vez North había sufrido un pinchazo, pero lo más probable era que hubiera huido a Manhattan. Se quedó dormida.

La sangre tiraba de sus pantorrillas, subía hasta su cintura.

Bianca gritó.

Tess tenía que llegar a ella. Tenía que salvarla. Pero la sangre no la dejaba moverse. Luchó con todas sus fuerzas. Sus piernas habían desaparecido. Lo mismo que sus brazos. Bianca resbaló en la piscina roja…

Se despertó con un jadeo. Se frotó los ojos tratando de librarse de aquella fea pesadilla y oyó que un coche se detenía en el exterior. Miró el teléfono. Habían pasado dos horas.

Pero, en vez de North, fue Phish la persona que atravesó la puerta de la cabaña. Llevaba un antiguo jersey boho hippie y su raída coleta gris se balanceaba sobre su espalda. También tenía una bolsa de papel blanco en la mano.

—Hola, Tess. —Se limpió las zapatillas deportivas en el felpudo e hizo un gesto hacia el bebé—. Supongo que esto es incompatible con tu horario de trabajo. Michelle no para de decirme que contrate a su hermana.

—Le he dicho a Ian North que me ocuparía del bebé durante una semana, más o menos. Creo que es mejor que la contrates.

—Ni de coña. No la conoces. —Dejó la bolsa de pasteles y se acercó a mirar a la niña—. Qué pequeña es.

—Es mucho más fuerte de lo que parece. —Le había sonado a crítica y ella se había puesto a la defensiva. Esa certeza la hizo sentirse aturdida.

—Si tú lo dices...

—Lo es.

—Tranquilízate, ¿vale? —dijo él levantando las manos en señal de rendición.

—Necesito café. —Deslizó las piernas por el borde del sofá para no despertar a Wren—. ¿Son dónuts?

—Tus favoritos.

—Eres un ángel. ¿Has visto a Ian North por el pueblo?

—No —respondió mientras iba a la cocina para hacer café.

—Menudo capullo… —Tess estiró las piernas—. ¿Te importaría echarle un vistazo a la caldera? No hay calefacción.

Él se encogió de hombros y fue a mirar. Reapareció al cabo de unos instantes.

—No funciona.

—¿En serio? No me había dado cuenta.

—Tal vez te has quedado sin gasoil. —Phish era inmune a su sarcasmo.

—Acabo de comprar.

En el exterior, unos neumáticos hicieron crujir la grava. Acunando a la niña con un arrullo, fue a la ventana y vio cómo se detenía el maltrecho Land Cruiser. Se alejó para no exponer al bebé a la corriente de aire mientras North agachaba la cabeza para cruzar la puerta.

—¿Dónde te habías metido? —Los gritos asustarían a Wren, así que tuvo que conformarse con un tenso susurro.

—Tenía cosas que hacer. —Llenó el espacio con su cuerpo; de repente el techo era demasiado bajo y las paredes demasiado estrechas.

—Ya, bueno, pues yo también. Se suponía que ibas a venir hace horas. —Metió la mano debajo del chal para desabrochar el canguro portabebés—. Cógela mientras le echo un ojo a la caldera.

—Ya la he mirado yo. Por eso llego tarde. Necesitas una nueva. —Dio un paso atrás.

—¿Quieres un café? —lo invitó Phish desde la cocina.

—No, gracias. —North miró la bolsa de dónuts.

—¿Qué quieres decir con que necesito una caldera nueva? —Tess retiró las manos de las correas del portabebés y bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.

—La que tienes es más vieja que tú. Por lo que veo, no has recibido mi mensaje.

—¿Qué mensaje?

—El mensaje que te envié al móvil diciendo que iba a buscar a alguien que te sustituyera la caldera.

Se había olvidado que había silenciado el teléfono para no despertar a Wren, pero, teniendo en cuenta la actitud de él, ¿cómo iba a suponer que no las había abandonado?

—He pedido una nueva —siguió informando él—. Lo malo es que el modelo que necesitas es difícil de conseguir y llevará algún tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Algunas semanas.

—¿Semanas? ¡No puedo estar aquí con una recién nacida sin calefacción!

—Ya. Tendrás que quedarte en la escuela.

Se enfrentó a dos pensamientos a la vez. Al gasto de una nueva caldera y a la idea de quedarse en la escuela. De todas formas, lo primero era inevitable, pero en cuanto a la escuela… No pensaba mudarse allí con los recuerdos que tenía de aquel lugar.

—Es el último sitio al que pienso ir.

—No hay otra alternativa. Te proporcionaré lo que necesites y llevaré allí tus cosas; luego me iré a la ciudad. Tendrás la casa para ti sola.

—¿A la ciudad? ¿Estás loco? ¿De verdad crees que voy a dejar que te escapes a Manhattan y me dejes aquí sola con tu hija?

Phish, aún de pie junto a la cafetera, observaba la conversación con interés. Phish era impredecible. Era capaz de guardar un secreto o de cotorrear con cada cliente que entrara en La Chimenea Rota.

—No va a funcionar —dijo Tess.

—Pues así tendrá que ser. —North pareció decidir que el dueño de la cafetería había oído suficiente, porque cambió de tema y cogió la bolsa de dulces—. ¿Te importa si me como uno?

—A mí no me preguntes —dijo Phish.

—Son míos —respondió ella.

—Tengo más en el coche. —Phish se giró hacia North—. Cuesta un dólar cada uno. Ella es una empleada, y esa es la única razón por la que los consigue gratis.

—No le caigo bien, ¿verdad? —dijo North, mirándolo.

—No le caes bien a nadie. La gente cree que eres demasiado arrogante. —Apretó los dientes.

—Me parece lógico. —Asintió con la cabeza.

Phish, de repente, pareció avergonzado.

—Me había olvidado de tu reciente pérdida. No llegué a conocer a tu esposa, pero estoy seguro de que era una buena persona. —Se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal—. Tengo más en el coche. Invita la casa.

Phish se fue poco después de entregarle otra bolsa de dónuts del día. Ese pequeño respiro le había dado a Tess la oportunidad de poner en orden su cabeza y, tan pronto como Phish salió por la puerta, se giró hacia North.

—No vas a huir de tu hija. Es tu responsabilidad. Y aunque pienses abandonarla y…

—No voy a abandonarla. Tendrás todo lo que necesites.

—Lo que cuenta no es lo que yo necesito. Es lo que necesita ella.

Su expresión pétrea se lo dijo todo.

—Da igual. Lo dejo. —Tess sacó al bebé del canguro.

—No puedes. —Al final, había conseguido ponerlo nervioso.

—Cógela. No voy a formar parte de esto. —Alcanzó una manta para bebés con la mano libre.

—¡Está bien! Tú ganas. ¿Qué es lo que quieres? —Dio un paso atrás.

—Que no la abandones. —Tess quería que fuera un padre para ese pequeño esbozo de ser humano, pero eso llevaría un tiempo.

—¿Quieres que me quede en la escuela?

—Sí, donde ella esté es donde debes estar tú. —Eso era lo último que quería Tess. Porque ella también tendría que quedarse. Envolvió al bebé—. Como se te pase por la cabeza dejarla, me largo. ¿He sido lo bastante clara? —Tess estaba tan obsesionada con la importancia de mantener a padre e hija juntos que no había pensado en lo que supondría compartir el mismo espacio con él, pero no veía alternativa.

—Clarísima —repuso él sin apenas mover los labios.

—Necesito cambiarme de ropa, y no puedes seguir posponiéndolo eternamente. Tarde o temprano tendrás que cogerla en brazos. —Wren había empezado a moverse de nuevo.

—Más tarde. Recuerda que estoy resfriado.

—Creo que estás curado y… —Se interrumpió antes de añadir nada más. Si tenía que convivir con él, necesitaba negociar algún tipo de paz. Sabía de sobra detrás de cuántos disfraces podía esconderse la pena, e iba a hacer lo que había jurado que no haría cuando llegó a Tempest. Mantuvo la voz firme, los ojos secos—. Entiendo el luto mejor de lo que piensas. Perdí a mi marido. Era demasiado joven y no debería haber muerto. —Sonó dura, como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo y ya se hubiera recuperado. Algo muy alejado de la verdad.

—Siento oírlo. —Una afirmación simple y directa que no contenía ni pizca de pesar.

—Solo te lo he contado para que no pienses que no soy empática, pero tú tienes una hija, y necesita a su padre. Ahora mismo puede no parecerte un gran consuelo tras perder a tu esposa, pero tal vez lo sea dentro de poco. —Las palabras sonaban huecas, pero a la vez quizá fueran ciertas. Si ella y Trav hubieran tenido un hijo… Pero su marido no había estado preparado.

—Todavía no te has enterado, ¿verdad? —North dejó un dónut mordisqueado encima de la bolsa de papel.

—¿Enterarme de qué?

—Bianca no era mi esposa. —Se frotó la cicatriz del dorso de la mano.

Wren soltó un pequeño vagido de protesta. Tess miró a North fijamente.

—Pero… —Bianca se había referido repetidamente a él como su «marido», y no parecía una mujer a la que le preocupara el qué dirán, así que Tess no creía que se avergonzara de ser madre soltera—. ¿Por qué decía que eras su marido?

—Tengo que hacer algunas cosas en la casa. Volveré a por ti. —Cogió las llaves de su coche.

—¡Espera! No puedes irte así como…

Por lo visto, sí que podía.

***

Ya en la escuela, Ian se quitó la chaqueta y la tiró al respaldo del sofá. Tenía la camisa pegada al pecho por culpa del sudor. Había mentido sobre lo de que tenía cosas que hacer. Había mentido porque Tess querría una explicación y, cuando se trataba de Bianca y él, las explicaciones eran complicadas.

Miró el salón diáfano que se extendía a su alrededor. Aquella casa en la cima de Runaway Mountain debería haber sido un retiro perfecto. Allí no lo agobiaban galeristas aduladores ni había aspirantes a apóstoles llamando a su puerta. En Manhattan, todos los que se movían en el mundo del arte querían algo de él: su aprobación, su tutela, su dinero. Había pensado que podía escapar de allí y descubrir quién era como artista a los treinta y seis años, dejar atrás la etapa de niño rebelde. Que encontraría un nuevo rumbo que tuviera sentido. Pero había cometido el fallo de rendirse a las súplicas de Bianca y dejar que lo acompañara. Por eso ella estaba muerta y él tenía que lidiar con las consecuencias, incluyendo la perturbación que suponía Tess Hartsong, que resultaba tan fuerte como la del bebé.

Miró al fondo de la sala, donde estaba la puerta cerrada de la habitación donde Bianca había muerto. Él había permitido que ella dijera que estaban casados.

Y a pesar de que Bianca ya no estaba, había seguido esperando a que sonara el teléfono, como había sonado tantas veces antes.

«¡Ian! He conseguido un nuevo trabajo. Una tienda pop-up para ese nuevo y fantástico diseñador de ropa de hombre. ¡Es increíble! Estoy deseando que lo conozcas».

«El fin de semana me voy a Aruba con Jake… Es alucinante. Ya lo verás. Nunca me había sentido así con nadie».

«Ethan quiere que me mude con él. ¡Madre de Dios! Es tan fabuloso. No me importa que sea actor. Es diferente».

«Ian, he tenido un día de mierda. ¿Te importa si me paso?».

«Ian, la vida es una mierda. Voy a llevar vino».

«Ian, ¿por qué la gente tiene que ser tan asquerosa? Ven a buscarme, porfa».

Y Bianca le había dejado un desastre más para que él lo limpiara. Y lo haría, como siempre.

***

En la escuela hacía calor, pero sin Bianca corriendo hacia la entrada para darle la bienvenida, a Tess le pareció fría. Ian fue hacia la escalera con su maleta en una mano y las cosas que ella le había pedido que llevara para el bebé en la otra.

—Vosotras dos podéis quedaros con mi habitación. Está arriba. —Sonaba tan poco acogedor como estar bajo una tormenta de granizo.

La escuela solo tenía dos dormitorios, lo que significaba que él se quedaría con el de abajo. La habitación donde…

La sombra de la muerte de Bianca vagaba por todas partes. Tess, instintivamente, abrazó a Wren con más fuerza. Vivir en la misma casa que él, aunque solo fuera durante unos días, le parecía misión imposible y, sin embargo, ¿cómo si no conseguiría que creara un vínculo con esa niña que había rechazado hasta el momento?

—No me verás mucho —añadió Ian mientras desaparecía por las escaleras—. Estaré en el estudio.

Tess miró a su alrededor; la habitación estaba llena de luz. Era como si Bianca nunca hubiera estado allí. No había chanclas abandonadas junto a la puerta principal. Nada de revistas de moda, botellas de agua medio vacías ni envoltorios de barritas energéticas esparcidos por todas partes. Su mirada se posó en la puerta cerrada del dormitorio.

Tarde o temprano tendría que entrar. Si no se enfrentaba a eso ya, no podría pensar en otra cosa. Mientras Wren dormitaba en el portabebés, Tess se acercó a la habitación. Respiró hondo y luego giró la manilla.

La cama había desaparecido; las cortinas, arrancadas de las ventanas. La alfombra había dejado paso a los suelos de madera desnudos. Y el resto… Era como si Ian hubiera trasladado sus sentimientos a esas paredes, antaño de un color gris claro.

Formas arremolinadas cubrían todas las superficies en una paleta que iba desde el tono blanco hollín y el gris fangoso hasta el marrón ahumado y el blanco hueso. Había pintado giros y espirales, lazos y arcos. Algunas de las formas se enroscaban en el techo. Otras cubrían los zócalos y se derramaban por el suelo. Era un paisaje mudo de dolor, con todas las trampas y enredos que ella conocía tan bien.

—Todo está aquí… —susurró las palabras para sí misma y para Wren—. Cada emoción… —Se le hizo un nudo en la garganta—. Cada… sentimiento.

—Fuera. —Él habló desde detrás de ella con la voz ronca.

Tess se recompuso y se dio la vuelta.

***

A diferencia del caos de la habitación de abajo, en el dormitorio principal dominaba un ambiente tenue y ordenado, con paredes de un masculino color carbón y zócalos blancos que contrastaban. El sencillo mobiliario incluía una alfombra gris y blanca a rayas, una cama enorme con un robusto cabecero, una cómoda y un juego de mesillas de noche. Una lámpara de lectura cromada con formas curvas se ubicaba junto a un sillón, que contaba con un reposapiés a juego.

Le había explicado a North en qué consistía el método canguro, lo importante que era el contacto piel con piel para los prematuros. Le había dicho que así se regulaba la temperatura corporal del bebé, se estabilizaba la respiración, se reducía la mortalidad infantil, etc., pero no estaba segura de que él la hubiera escuchado. Lo único que no le había mencionado era lo agotador que podía ser.

Afortunadamente, Wren no lloró cuando Tess la puso en la cuna de viaje que North había colocado al lado de la cama; un pequeño nido amarillo en que acurrucarse. La dejaría allí el tiempo suficiente para estirar la espalda y organizar un área para cambiarla encima de la cómoda.

Abrió los cajones esperando que North hubiera vaciado al menos uno para las cosas de Wren. En cambio, encontró calcetines de leñador y bóxer de color negro y azul marino; todo simple y masculino, sin la osadía de su arte. Camisetas sencillas, vaqueros, un par de suéteres prácticos. Solo el sutil aroma a musgo, madera y cedro sugerían algo más exótico.

Él había pedido de todo para Wren a una boutique carísima de Manhattan. Peluches de lujo, pañales caros, gorritos de bebé color pastel y unos calcetines más caros que cualquiera que Tess hubiera tenido nunca.

Dejó las cosas de Wren encima del vestidor, comprobó que el bebé seguía respirando y se acercó a la ventana doble de la habitación. La pena le resultaba familiar. También la ira. Ambas emociones la habían cambiado. Ahora, mirando ese paisaje desconocido, se preguntaba quién podría llegar a ser sin la carga pesada de esas dos emociones.

Le habían pasado tantas cosas últimamente que apenas había pensado en Trav. A pesar de la tensión de cuidar a Wren, a pesar de la culpa y el dolor que había asumido por la muerte de Bianca, estaba empezando a experimentar una extraña sensación de cierta calma. Y la novedad la hizo sentirse mareada.

Por la ventana se divisaba el pequeño jardín de abajo. Había un par de sillas de jardín de madera y un banco de hierro forjados. Estaban a mediados de marzo, y los árboles aún no tenían hojas, pero la primavera de Tennessee llegaría cualquier día. ¿Volvería el jardín a la vida o habría que plantar algo? ¿Germinaría también algo dentro de ella?

Los rayos de luz dorada del atardecer apalache se extendían por encima de los árboles, pintando el cielo de melocotón y púrpura. Se imbuyó de aquella belleza.

—Mira eso, Wren —susurró—. ¿Lo ves?

—Dudo que esté prestando atención —dijo North.

Su repentina e inquietante presencia ocupó toda la puerta. ¿Qué vería él cuando miraba al mundo? ¿La había visto a ella?

—Creía que se suponía que el bebé tenía que estar en el canguro portabebés —dijo en tono áspero.

Así que sí la había escuchado.

—Se ha aburrido. —Aquella respuesta le recordó que antes era una mujer divertida. Todos sus amigos lo pensaban. Y hacía reír tanto a Trav que a veces se atragantaba.

North no se rio. Echó un vistazo al cambiador y a los objetos para el bebé que había encima de la cómoda.

—Sacaré mis cosas de aquí.

Como el dormitorio de abajo no tenía muebles, se preguntó dónde lo pondría todo. El estudio ocupaba la mayor parte del espacio del segundo piso. Tal vez se mudara allí.

—¿Cuántos años tienes? —Lo vio cruzar hacia la cómoda.

—Treinta y seis. ¿Por qué quieres saberlo?

—Vi uno de tus grafitis en blanco y negro hace unos años, un autorretrato. Todavía lo recuerdo. No es que te halagaras a ti mismo, precisamente. —Era un año mayor que ella.

—No era necesario. —Abrió el cajón del medio. El de los calzoncillos monocromáticos.

—¿Por qué te retrataste de esa manera? —preguntó—. Más esqueleto que carne.

—¿Tiene que haber una razón para todo? —Tomó el montón de ropa que había apilado en el cambiador y la dejó sola.

***

Ian dejó sus cosas en el largo sofá morado del estudio. La habitación olía a la madera fresca de los estantes abiertos que había montado. Los amigos de Bianca habían diseñado también aquel espacio, con sus grandes claraboyas y ladrillos a la vista, como un segundo estudio, un lugar al que acudir cuando necesitaban inspiración para su negocio de decoración. Pero el aislamiento había demostrado ser más romántico en su imaginación que en la realidad, mientras que Ian solo anhelaba estar solo.

Había añadido iluminación extra, estanterías y un gran sofá de terciopelo púrpura. Había instalado el equipo de ordenadores que utilizaba para proyectos de arte digital, que iban desde la creación de plantillas del tamaño de las paredes hasta el diseño de luces y puesta en escena de espectáculos gigantes, con los que había salpicado los rascacielos. Sin embargo, la manipulación gráfica que lo absorbía había perdido su encanto. Necesitaba hacer algo más. Algo…

¿Cómo coño se suponía que iba a descubrirlo con todo ese caos? Viendo lo que había allí, podría haber vuelto a Manhattan.

Pensó en el dormitorio de Bianca en el piso de abajo. La viuda Hartsong no lo había tratado como a una persona extravagante, incluso parecía que lo entendía. Pero no estaba seguro de que eso le gustara. No, estaba seguro de que no le gustaba.

No le gustaba nada.

***

La mañana llegó demasiado pronto. Tess casi tropezó bajando la escalera con Wren sujeta en sus brazos. Ian salió de la habitación de atrás mientras ella terminaba de darle el biberón a la niña. Con una arrugada camisa de franela y los vaqueros, parecía que perteneciera a aquellas montañas, tan grande y escabroso como el paisaje que los rodeaba.

—Café —dijo ella, antes de que él pronunciara una sola palabra—. Y no me hables. Le he dado tres tomas esta noche. La odio.

—Eso explica por qué le das un beso en la coronilla.

—Síndrome de Estocolmo. He caído bajo el hechizo de mi captora. Es una estrategia de supervivencia.

El gruñido que emitió parecía dejar entrever lo que entendía él por diversión, pero ella lo dudaba.

—Siéntate —dijo—. Prepararé café.

Ella nunca había oído una oferta menos entusiasta.

—Y también te odio a ti. Has dormido toda la noche, no son ni las siete y ya has estado fuera.

—Alguien tiene que levantar el país.

¿Había soltado una broma? Como había desaparecido en la cocina, no lo supo.

La larga mesa del comedor ocupaba el lado norte del diáfano salón. El pesado y tosco tablero había sido barnizado para protegerlo de los humos de la cocina. El contraste entre los tableros de contrachapado blanco de las paredes y toda aquella madera oscura —la mesa, los brillantes suelos de tablas anchas, las estanterías situadas bajo las ventanas— lo convertía en un acogedor espacio en invierno, pero también sería un fresco refugio durante los días más calurosos del verano.

Él llevó dos tazas de café desde la cocina, dejó la de Tess frente a ella y se sentó al final de la mesa, a unos dos metros. Si no estuviera tan malhumorada por la falta de sueño, habría sido divertido.

—¡Ah, claro! —dijo arrastrando las palabras—. Todavía crees que las chicas tienen piojos. Cuando llegues a sexto de primaria, ya no te importará tanto.

—Me acercaré más, siempre y cuando prometas no hablar —dijo él con la boca llena mientras deslizaba la taza hasta el centro de la mesa.

—Por mí no te molestes. —Tess se apartó el pelo de los ojos—. Lo que necesito es que me prestes una de tus camisas de franela. Las mías no son lo suficientemente grandes para que quepamos Wren y yo. —La sudadera de Trav habría bastado para cubrirlas a ambas…, la sudadera que (empapada con la sangre de Bianca) había tirado con tan poca ceremonia al cubo de basura del hospital. Se recompuso—. Y, para tu información, vas a tener que empezar a hacerte cargo de al menos uno de los turnos de noche.

—No sabría qué hacer.

—Te enseñaré.

—No es necesario.

—Es muy necesario. Y puedes tocarla, ya sabes. Nada de esto es culpa suya.

—No he dicho que lo sea. —Ian se levantó para dejar su taza en el fregadero.

Ella lo persiguió, acercándose por detrás.

—¡Cógela!

Él se movió como un resorte, extendiendo las manos de forma instintiva. Con suavidad, Tess dejó al bebé bien envuelta en sus brazos.

—¿Qué…?

—Tengo que lavarme los dientes, ducharme, y me gustaría usar el váter sin un bebé en el regazo. Tendrás que arreglártelas —dijo dándose la vuelta.

—Pero…

—Ve acostumbrándote.

Mientras se alejaba, Wren comenzó a llorar; aunque vaciló un instante, Tess se obligó a sí misma a seguir adelante. La niña acababa de comer. No había nada que ella pudiera hacer y North no.

—¡Has firmado un contrato! —gritó él a su espalda.

—Es la pausa que me corresponde por ley.

Baila conmigo

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