Читать книгу Albert Camus, de la felicidad a la moral - Susana Cordero - Страница 12

Оглавление

CAPÍTULO III EL EXTRANJERO, PERSONAJE SÍMBOLO DE LA PREMORALIDAD

Lejos de la primera lírica exaltación de El revés y el derecho y de Bodas, en cuyo universo la muerte fue oscuridad que contribuyó a exaltar la posesión de la luz, en El extranjero se atisba la amenazante trascendencia de esa realidad que abarca los días de la inocencia, lanzándolos a un incomprensible destino común: todos, inocentes o no, estamos condenados a muerte… Camus ha querido ilustrar, a lo largo de su quehacer, las consecuencias de esta constatación tan simple cuanto perentoria. Meursault es la primera encarnación del héroe inocente y feliz, lastimado por un designio cuyo sentido se le escapa; la imposibilidad de ‘explicar’ tal condena es el resorte principal de la obra ensayística de Camus, especialmente de aquella que, en esta primera etapa negativa, investiga lo absurdo. Por tal coincidencia de preocupación y por cuanto cronológicamente el mito de Sísifo es posterior a El extranjero, podría aquella obra servirnos como instrumento valioso de interpretación, ya que fue el intento de explicación teórica de las inquietudes que urgían a Camus; así, sirve para guiar al lector entre las contradicciones aparentes y reales que encarnan sus héroes y quizás, en parte, para esclarecerlas. De tal manera es esto verdad, que la mayoría de ensayos de que dispusimos sobre El extranjero han acudido a dicha explicación a posteriori.

Camus, en El mito de Sísifo, publicado algunos meses más tarde, nos dio el comentario exacto de su obra; su héroe no era bueno ni malo, moral e inmoral. Tales categorías no le convienen; forma parte de una especie muy singular a la cual el autor reserva el nombre de absurda. Pero esta palabra toma en la pluma de Camus dos significaciones muy distintas: el absurdo es un estado de hecho, y la conciencia lúcida que ciertas personas toman de ese estado. Es “absurdo” el hombre que, de una oscuridad fundamental, saca sin desmayar las conclusiones que se imponen.92

Nuestra experiencia en el acercamiento a Meursault nos lo muestra como el héroe cuyo “estado de hecho” es el absurdo. Mas, al carecer de la “conciencia lúcida de su estado”, no saca las consecuencias que se imponen. Es un héroe de carne y hueso que escapa a toda premeditación y soporta, como cada uno de nosotros, experiencias y acontecimientos que no puede entender. Inmerso en el absurdo, es su víctima, al no disponer de valores, ni de lucidez, ni de desesperación para oponérsele.

Contra toda interpretación superficial de la novela, el mismo Camus atribuye a su protagonista “una pasión profunda: la verdad todavía negativa de ser y sentir, sin la cual no es posible ninguna conquista de sí o del mundo”.93

Para Meursault, la verdad es la certeza de lo sensible: las únicas verdades válidas son aquellas que, sin trascender, ayudan a vivir: el trabajo de todos los días, la protectora rutina, el autobús, las calles, la gente que nos rodea e, incluso, el peso de la muerte. Si algo hay de extraño –de ‘extranjero’– en Meursault, consiste en que dichas certezas bastan para colmarle. La fuerza de sus certidumbres es tan grande, tan de peso, que, en vísperas de morir por un crimen del que no llega a sentirse culpable, piensa que le sirvieron para dar sentido a su vida, y no un sentido arbitrario, sino el único que puede pedirse a una existencia humana.

Dichas certezas son equivalentes entre sí, como lo son todos los actos de este existir sin valores. Lo que ante la muerte se impone es la absoluta gratuidad del vivir; la existencia se nos dio sin que la pidiéramos y apenas aprendimos a amarla nos será vedada. Nuestro tiempo de vivir es el de asumir la muerte con su peso de nada; yo, aquel, los otros, los seres que amo y los que no conozco, todos nos equivocamos al conceder a nuestros actos un valor, es decir, un orden y una jerarquía… La suprema lección de El extranjero es que todo da igual, pues todo pasará por la criba de la muerte que tiene la cualidad, no de separar el grano de la paja, sino de mostrarnos el error de haberlos considerado distintos…

ANTE TODO, EL ACUERDO

La primera parte de la novela nos presenta un Meursault vital, abierto hacia el único riesgo de las sensaciones, fugazmente lúdico, que irremisiblemente nos devuelve al Camus de Bodas: en el paisaje de su alma están el mar, la naturaleza, el cielo de la tarde; la ciudad, el ruido, el sueño, el juego, el amor y el deseo, orden impuesto por la vida, fuera del cual Meursault no encontrará sentido. Su libertad le permite la adaptación plena a tal orden; concuerda con la realidad maciza a la que la conciencia se dirige tan solo para encontrar en ella plenitud sin matices: alegría intensa de vivir, amor fundamental por las cosas, adhesión a las sensaciones y concordancia primordial con el mundo; este cuadro de naturalidad sin preguntas es el trasfondo de la inocencia básica de El extranjero.

Meursault antepondrá a cada pregunta la simple pasión de vivir:

Nota con la ternura de un poeta, los juegos delicados de luz y sombra y los matices cambiantes del cielo. Recuerda “el sol desbordante que hacía estremecerse el paisaje, y un olor de noche y de flores”.94

En esta existencia maciza ni siquiera la muerte introduce la fractura por la que clama nuestra conciencia de lector:

Hoy ha muerto mamá. O tal vez ayer, no lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias”. Pero esto no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer”.95

Mientras vela a su madre, y ya desde que recibió la noticia de su muerte, las impresiones de Meursault se resumen en su sensibilidad a los colores, al cambio del cielo y de la luz; su descripción de los seres humanos con quienes toma contacto en el velorio y el entierro no trasciende los elementos puramente físicos.

Comprendí que era Pérez. Tenía un fieltro blando de copa redonda y alas anchas, que se quitó cuando el féretro pasó por la puerta, un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos y un lazo de género negro demasiado pequeño para su camisa de gran cuello blanco. Sus labios temblaban bajo la nariz atestada de puntos negros. Sus cabellos blancos, bastante finos, dejaban pasar curiosas orejas colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquel pálido rostro.96

Como la muerte de su madre es acontecimiento que no ocurre todos los días, introduce una cuña en las compactas jornadas de Meursault, pero él no se presta al juego de los sentimientos y las explicaciones. Lo que rige para Meursault es el acuerdo de sí mismo con la existencia que lleva97, y los acontecimientos que suceden al margen de su intención apenas son detectados por su conciencia, lista para la felicidad sensible.

Como un niño –Meursault representa cierta infancia del hombre, cierto ‘adanismo’ en el que no existe coincidencia de bien y del mal– Meursault dispone de intuiciones que se hallan en el orden de su orden interior. Lo demás, si llega a llamar su atención un instante, recobra pronto su verdadero sentido: exigencias de la sociedad –una sociedad que no entiende, y a la que no le interesa entender– requerimientos de los otros que generalmente reciben de su parte, un interés mesurado y comprensivo, al margen de toda auténtica inquietud… Su vida se caracteriza por una actitud complaciente e indiferente, abierta a los encantos del mundo, lo mismo que a la separación. La naciente relación con María, al otro día del entierro de su madre, en los baños y bajo la luz del sol mediterráneo, está teñida del calor del mar e iluminada solamente por la llama del deseo.

Está seguro de no amarla, aunque confiesa que no sabe qué es el amor. Está dispuesto a casarse con ella y lo mismo haría con cualquier mujer a la que deseara igualmente, si esta se lo propusiese. ¿Por qué?...

La conciencia de el extranjero … Vemos todo lo que ella ve, aunque está constituida de tal suerte, que es transparente ante las cosas pero opaca para sus significados.98

Este existencia que, como situación de hecho podía enriquecerse con el proyecto de Meursault, es simplemente aceptada por él; sus deseos son los de este mundo, que no solamente no nos es adverso, sino que puede colmarnos; no existe un deber ser conforme al cual configurar nuestro vivir; tampoco existen, para Meursault, la angustia y la urgencia por dirigir su vida, aunque solo fuese en forma de nostalgia. En esto consiste la extrañeza de este héroe posible y presente. Esta “adaptación” total es la base de su felicidad; su esperanza se reduce a constatar que nada cambia:

Cerré las ventanas y, al volver, vi en el espejo un extremo de la mesa en el que estaban juntos mi lámpara de alcohol y unos pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo menos; que mamá estaba enterrada, que iba a reanudar mi trabajo y que, en suma, nada había cambiado.99

Sus más vivas sensaciones se hallan del lado del juego:

No se describe en su trabajo, que no debe interesarle en manera alguna, pero cuenta en detalle los juegos a los que se entrega en la calle y en el agua; encuentra así cuan sensible es a las alegrías físicas y deportivas.100

Estos caracteres configuran una personalidad adornada por silencios precisos, por lúcidas intuiciones sobre el vivir de los otros, que crean relaciones sencillas y sin compromiso. De este modo, el ‘héroe’ proyecta sobre el mundo una extraña y atractiva forma de sabiduría.

Sintés, su nuevo amigo, sabe que Meursault es un hombre “que comprende” y que “conoce la vida”. El guardia de la prisión experimentará lo mismo, al tratarlo; Meursault no opone resistencia a la amistad, se abstiene de juzgar y esto tiñe su vida de una especie de paciente solidaridad primitiva y, en cierto modo, animal. De su intuición de la indiferencia de sus propios actos nace una comprensión universal, que incluye el respeto por las verdades de los otros. ¿Cómo no comprender que debajo de esta sensibilidad, siempre lista a reaccionar ante las sensaciones, se esconden toda la riqueza y la nobleza de las certezas del cuerpo?

Cumple, incluso, con los ritos de los grandes sentimientos, de lo filial, de la amistad. Pero todo este conjunto de gestos de la pasividad, Meursault lo asume en una suerte de estado segundo, que es el de una indiferencia fundamental a las razones del mundo.101

En sus diálogos elementales, la comunicación responde a lo inmediato y, de parte de Meursault, apenas se entregan constataciones, evidencias sin inquietud, pero también sin esperanza. María intuye la extrañeza, la distancia existente entre un hombre que no se miente y la vulgaridad de los sentimientos de los demás.

Se preguntó entonces si me amaba y yo no podía saber nada sobre esto. Luego de otro momento de silencio, murmuró que yo era extraño, que ella me amaba, sin duda, por esto, pero que tal vez un día le repugnaría por las mismas razones.102

Si este hombre no se conforma con las convenciones que permiten entenderse con los otros y con la vida, tampoco se rebela contra ellas. Su actitud es pasiva, negativa, con ella elude cualquier compromiso. Todo en esta primera parte de la novela nos muestra su indiferencia ante los valores. Su vivir es simple y primitivo, nada lo alteraría en esencia: como la infancia atada a la infancia, la inocencia a la inocencia, la ignorancia a la ignorancia. Lo extraño en ello es que la infancia termine en sí misma, la inocencia no se perciba como posibilidad de culpa, la ignorancia, como posibilidad de conocimiento…

De alguna manera, el mundo en que Meursault vive, la gente que lo rodea están hechos también para la relación superficial y para el olvido.

El mismo embotamiento sensual que lo une a su compañera de un día arrastrará a Meursault al asesinato. El protagonista de El extranjero vive exactamente como la juventud de Argel y de Orán descrita en las primeras obras.103

Al no mirarse a sí mismo, tampoco se preocupa por el juicio que los demás tienen sobre él. Si nota que los otros comienzan a juzgarlo, se turba e intenta justificarse, lo que a él mismo le sorprende, pues no halla motivo para disculpar los hechos de su existencia o su manera de ser ante los demás: su vida es legítima, su única explicación está en ella misma, en su transcurrir sin sobresaltos, volcada enteramente a los dones sensibles.

Camus quiere mostrarnos la nada interior de su héroe y, a través de ella, nuestra propia nada… Meursault es el hombre desprovisto de los disfraces con los cuales la sociedad cubre el vacío normal de su ser, su conciencia… Los sentimientos, las reacciones sicológicas que busca reconocer en él (tristeza durante la muerte de su madre, amor por María, arrepentimiento por la muerte del árabe), no los encuentra; solo encuentra una visión absolutamente parecida a la que los otros pueden tener de sus propios comportamientos.104

En su intento de hacer una antología de la insignificancia, Camus afirmaba que “el amor más devorador tiene siempre una faz insignificante”105, lo insignificante está del lado del hábito y, por tanto, revela, más que ocultarla, la pasión de vivir. La descripción de la vida de Meursault, hecha de insignificancias, no demuestra su carencia de sentido, sino que todo su sentido está en la maquinal, en lo habitual. Y si, en busca de lecciones, ahondamos en lo que se calificó como la expresión de la vida absurda, en este apasionante contacto con Meursault encontramos más bien alguna de las caras de la autenticidad:

Meursault rehúsa mentir. Mentir no solo es decir lo que no es. Es también y, sobre todo, decir más de lo que es, y, en lo que concierne al corazón humano, decir más de lo que siente.106

Su autenticidad surge de lo mecánico y se anuncia de manera negativa; pero si partiéramos de esa veracidad de nosotros con nosotros mismos y la viviéramos en nuestras relaciones, nuestra vida podría terminar por definirse positivamente. De alguna forma, esto sucede con Meursault. Hay positividad en su aceptación de la condena a muerte, en su no aceptar dar un salto hacia verdades que jamás conmovieron su corazón ni llegaron a su inteligencia… Si la existencia no es demasiado corta, si una pena de muerte no nos sorprende más allá de toda previsión, el cultivo de esta primera forma de verdad, de este acuerdo entre nosotros, el mundo y los demás hombres, este rechazo a vivir según exigencias cuyo valor no percibimos pueden ser el fundamento de una verdad que trasciende nuestro amor al mundo y nuestro acuerdo con el sol y la simple alegría de estar.

LA FUERZA DE SER ELEGIDO

El domingo del crimen comienza para Meursault con inexplicable sabor de amargura; el lector no ha podido aún asimilar la impresión de que la vida de Meursault no basta, de que algo falta en su “conjunto magnífico y frágil”, cuando empieza a descubrir algo que pesa sobre el mundo, que sobrepasa la simplicidad de un destino común.

La descripción se halla en el orden de las sensaciones: el color del vestido de María, el contraste entre su alegría y el estómago vacío de Meursault en la mañana pesada de sol; la mujercita alegre y jovial que los recibe, esa especie de incierto desagrado ante Raymond Sintés y la presencia de los árabes constituye un conjunto de contradicciones que pone sobre el sol de las diez y la alegría animal de María, el velo sombrío de la desesperanza.

Raymond y Masson pelean con los árabes. Aquel, herido de una cuchillada, saca su pistola y va a disparar sobre ellos, mas Meursault le impide hacerlo, aduciendo el argumento central del orden “moral” de su pueblo:

Sin apartar los ojos de su adversario, Raymond me preguntó: ¿Lo tumbo? Pensé que si se le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Le dije solamente: “No te ha hablado todavía. Sería feo tirar así”.107

Raymond entrega a Meursault la pistola. Los árabes se esconden tras una roca y los dos regresan a la cabaña de la playa, bajo un sol enceguecedor.

Con el peso del día en su cuerpo, el vino bebido y cierto desasosiego en el corazón, Meursault está listo para ser elegido: su destino recuerda el de los héroes griegos, sobre él pesa la desmesura de lo que está determinado desde siempre, de lo que no podrá jamás ser de otra forma, de aquello que introduce, contra toda previsión, el desorden y el dolor en una sólida existencia feliz. Desde una vida pequeña, todo cuyo valor radicaba en lo insignificante de cada día, entramos en el reino de la fatalidad.

La luz chorreó sobre el acero y fue como una larga hoja centellante que me alcanzó en la frente. En el mismo instante, el sudor amontonado en mis cejas corrió de golpe sobre los párpados y los cubrió con un velo espeso y tibio. Mis ojos se cerraron tras la cortina de lágrimas y sal.

……………………………………………………......... Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y entonces, en un ruido a la vez seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz. Entonces tiré todavía cuatro veces sobre un cuerpo inerte en que las balas se hundían sin que se notara. Y fueron como cuatro breves golpes dados en la puerta de la desgracia.108

Forzados por este acontecimiento incontrolable, pensamos que la extrañeza de este extranjero radica, no tanto en su carácter, en su pálida conciencia, cuanto en la desproporción brutal entre su modestia y su destino.

Esta caída, de cuyas consecuencias Meursault no es consciente, ante la que le será imposible llegar a sentirse culpable, ilustra la fuerza de su inocencia, su insalvable contradicción: la libertad indiferente con que vivía hasta ahora abre paso a la responsabilidad de un destino impuesto que implica una libertad asumida, única base del posible planteamiento moral de la novela.

El extranjero, hasta ahora, ha sido inocente:

Inocente. Inocente como esos primitivos de quienes habla Sommerset Maugham, antes de la llegada del pastor que les enseña el Bien y el Mal, lo permitido y lo prohibido.109

Sin culpa, sin remordimiento, con una mirada benévola para toda la realidad, de repente y por un acontecimiento que le supera, Meursault deberá pagar con su vida una culpa de la que no puede arrepentirse, pues ni siquiera puede comprender.

Tal es para Camus la verdad de la muerte: una condena que sobrepasa el sentido de la vida humana, un destino injusto y desgraciado contra el cual no puede oponer otra lucidez que la de las certezas del cuerpo: la tristeza de una libertad perdida –la libertad de acostarse con una mujer, de fumar un cigarrillo, de quedarse en el cuarto y ver pasar a la gente desde el balcón de la tarde– y la desasosegante constatación de que nada se puede hacer.

EL JUICIO

La posición de Meursault en el proceso, al que asiste como protagonista de un hecho que los jueces explican fecunda y fácilmente, no puede ser otra que la de un espectador: ninguna reacción de verdadera angustia, de descontento o de dolor. Sus sentimientos apenas se distinguen en la vacilación ante los otros, en esporádicos “recordé que había matado a un hombre” que de pronto le impiden ser –a su manera “inocente” también– solidario; la muerte del árabe lo ha separado del mundo y de los demás hombres, sus únicas riquezas. Una vez descubierto su extraño comportamiento durante el entierro de la madre, toda la investigación se ilumina y la inquietud de los jueces se reduce a averiguar sus reacciones ante la muerte y en el entierro de aquella, para descubrir la relación entre su indiferencia y su crimen.

Desde el punto de vista de lo establecido, su carencia de reacción –encontrar una chica en la playa, ir con ella al cine, hacer el amor al día siguiente del entierro de su madre– demuestra más y mejor que el crimen mismo, la culpabilidad de Meursault. Culpable, por así decirlo, desde su nacimiento; en su carácter hay ya culpabilidad.

El extranjero muestra que Camus en esta época de su vida se planteaba ya el sentido de la existencia como la asunción de una culpa de la que no somos conscientes, pero cuya toma de conciencia implica un movimiento hacia la moral. El pueblo en el que vivió hasta entonces, le enseñó a tomar la vida de cada instante como toda la vida, a gozar sin remordimientos de la naturaleza y del sol. Pero como no se puede vivir impunemente, ya el mismo Camus intuía cuánto el exceso de bienes naturales puede esterilizar el hacer de la vida. En Bodas, ya intuye el desacuerdo entre la condición humana y la inocente indiferencia del mundo. Ahora, con Meursault, quiere mostrarnos un hombre indiferente y macizo como la naturaleza, que, incapaz de mal, comete un crimen y es condenado, no tanto por dicho asesinato, sino por su ‘inocencia’, por su falta de conciencia respecto de aquel: en esto radica la suprema paradoja de un existir volcado solo hacia el presente.

Si Meursault puede ilustrar, como suponemos, la condición humana, es porque su personalidad es la del hombre común, sobrepasado por su destino. “Respondí que todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban”.110 Meursault no es un ser de excepción: para juzgarlo, las generalizadoras y abstractas leyes de los hombres son desproporcionadas: las conveniencias, los miedos, los riesgos de los cuales quiere protegerse la sociedad gestaron reglas frente a las cuales cada hombre, resultado de lo pequeño, cotidiano y concreto, es impotente y culpable.

Las explicaciones que Meursault puede dar sobre su crimen están del lado del sol: “las necesidades físicas alteraban a menudo mis sentimientos”.111 Así, cuando los jueces condenan basándose en valores que presuponen una voluntad independiente del cuerpo en la que dicha voluntad se halla encarnada, corren el riesgo de condenar a la entera naturaleza humana…

Según dichas reglas, todos somos extraños, puesto que quisiéramos estar siempre del lado de la naturaleza, de la belleza, de la sensualidad… Acomodándonos a los valores para no tener problemas, acabamos por adecuarnos a los requerimientos sociales –no olvidemos que el mismo Meursault tenía sus normas: cumplía a cabalidad su trabajo, amaba el juego, decía la verdad sobre sus sentimientos y, en algún sentido, muere por mantener esa misma verdad–. Encuentra todas sus certezas del lado del cuerpo, lo cual supone un abandono íntimo y consciente, pero adverso y funesto…

Los valores con los cuales se juzga a un hombre, o lo trascienden y lo miden desde fuera, prometiéndole, a la vez, una existencia nueva, recobrada y definitiva que supere la muerte, son otra ilustración del absurdo de existir: intentan consagrar ese absurdo en regla, para escapar a él… Este es el verdadero dilema de Camus, en el que irá ahondando progresivamente, sin llegar jamás a escapársele.

En todo caso, quizás la inocencia de Meursault que desconoce su culpabilidad resulta más deseable que la mentirosa comodidad de este ‘cumplir’ repleto de concesiones, de nuestra vida de hombres consecuentes.

El extranjero, amenazado por todos, se presenta en el juicio como un hombre solidario. Su alegre respeto cotidiano por la vida y la comodidad de los demás se convierte en preocupación por el juez: el criminal piensa ante él, que no quisiera hacer daño. Es verdad que, por una carta mentirosa, puso en peligro a la novia de Raymond, pues sabía que Sintés le daría una paliza, pero lo hizo porque estaba con su amigo y veía la verdad desde su lado; ¿desde qué otro punto de vista habría podido enfrentarla?... En su exigencia de simplicidad, brilla una virtud negativa: ni juzgar, ni sancionar; si la contradicción de la existencia quiere que este conspicuo indiferente sea condenado, dicha condena se constituirá en paradoja suprema.

Cuando el juez de instrucción le presenta el crucifijo, Meursault responde con las únicas certezas de que dispone: una de ellas, punto de partida o resultado de su posición ante la vida es el ateísmo, nunca puesto por él en tela de juicio. El arrepentimiento habría podido acercarle a Dios pero, como le es imposible considerarse culpable, toda compunción le es ajena. Este ‘inocente’, que recibe de parte del juez la exhortación a ponerse en la disponibilidad de un niño para ser perdonado “cuya alma está dispuesta a aceptarlo todo”112, siente extraño cualquier lenguaje expresivo de un mundo sobrenatural: a la agitada exaltación apostólica del juez, opone sus evidencias sensibles:

Para decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo, porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara y también porque me atemorizaba un poco.113

La única religión que Meursault ha conocido es la que Moeller caracterizó como “la religión de la dicha sensible”.114 Al rehusar aceptar a Cristo en quien no cree, vive en contacto con lo sobrenatural una rebelión pasiva, rechazo sin pasión, aunque decidido y claro. Su inocencia se mantiene gracias a su pasividad: su no preguntarse es garantía segura de la continuidad de su frescura. Solo la conciencia moral viene a introducir la muerte en la vida, pero Meursault ejerce sobre la realidad su conciencia abierta a lo sensible, incapaz de ascender al significado oculto en cada cosa. Existen la vida y su acuerdo con ella: acuerdo instintivo cuya verdad, como en Bodas, es la de no buscar lecciones; la felicidad posible y hacedera es la de quien ejercita su lucidez sobre el mundo, sabiendo que este no brinda otra respuesta que su presente. De aquí se desemboca en la moral de la cantidad: cuanto más intensamente se entregue el hombre a los goces de la tierra, estará más cerca de la felicidad. Ello supone como fundamento el absoluto acuerdo en que vivía Meursault antes del crimen, tomándose a sí mismo como un ser único en un mundo sin posible trascendencia. Pero porque Meursault no está solo, existe la posibilidad del crimen; también porque no está solo será juzgado: los demás imponen preguntas, quitan límites a mi solidaridad y, en adelante, una vez que se ha reconocido y sufrido la herida de su presencia, no habrá acuerdo posible.

Se olvida a Meursault como hombre, desde los principios con que se juzga su vida: entre él, el juez y el abogado, existe cierta cordialidad; el Meursault de antes del crimen y sus jueces coinciden en una actitud externa de aceptación del otro, pero la diferencia presente se halla en que la seguridad de quienes juzgan radica en la presunta posesión de todos los elementos de juicio con los cuales condenan a muerte a un existente, sin preguntarse más. Meursault, en cambio, se abstiene de juzgar. En el acuerdo tácito que precede a la sentencia, el juez palmea amablemente la espalda de Meursault, llamándolo “Señor Anticristo”. Es cierto que Meursault, por su impotencia íntima para asumir el crimen y con él, el sufrimiento de los demás y el conjunto de la condición humana, resulta ser ese Anticristo, pero el juez lo es de modo peor, pues lanza la primera piedra: ignorándose a sí mismo, como Meursault, condena a este sin remisión, para siempre. La paradoja suprema del mundo en que vivimos consiste en que los anticristos pretendan devolvernos a Cristo. También en este motivo ahondará Camus, en la prolongación de su quehacer hacia un mayor esclarecimiento de la condición humana.

Albert Camus, de la felicidad a la moral

Подняться наверх