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II EL ÁMBITO ÉTICO EN QUE SE INSERTA LA OBRA DE CAMUS

Al guiarnos el propósito de lograr una fenomenología de la actitud moral camusiana, no nos parece indispensable referirnos al fenómeno ético general o a actitudes axiológicas particulares; sí nos urge situar al autor, grosso modo, en el contexto ideológico moral del que surge su obrar, sin intentar una deducción rígida de sus conclusiones a partir de lo que Camus encuentra dado, pues no ignoramos el carácter misterioso de la evolución humana hacia las exigencias de la entrega que supone cualquier forma de eticidad.

Sin haber intentado una visión sistemática de la moral, Camus revela en su obra lo que llamaríamos, a falta de expresión mejor, vivencias éticas y realiza así aquel ideal de la filosofía según el cual lo filosófico ha de ser vivido. Su búsqueda se dirige hacia una justificación de la acción y quiere ser un saber de la vida. En la dirección de su actuar hacia los otros aspira a encontrar aquello que procurará que la vida de todos se humanice, tan lejos de los excesos reglamentados y felices con que se justifica una vida burguesa –lo tibio, la mentira, la mala fe omnipresentes– como de las existencias subsumidas en una totalidad abstracta, cuyo sentido aspira a justificarse a costa del anonadamiento del hombre individual.

El universo de Camus es confluente de la moral burguesa, del humanismo grecolatino, de la moral cristiana, del eticismo kantiano… Tantas presiones legalistas sobre la humildad de un acto humano pesan en la alegría del vivir camusiano, dirigido, como lo estuviera el del mismo Sócrates, hacia la felicidad… Por otra parte, los valores que constituían la tradición moral se han ido hundiendo: el europeo del siglo XX recibe un mundo sacudido por experiencias científicas revolucionarias, por el descubrimiento de civilizaciones insospechadas, cuyo mundo moral desmorona la más o menos consciente aceptación de un universal ético absoluto; el universo de fuera y el de dentro están en crisis; la sicología descubre determinaciones inconscientes más ricas y poderosas que las gazmoñas aspiraciones de la conciencia, y revela al hombre el mundo de disposiciones impulsivas y, en cierto sentido fatales, que dan al traste con la pretensión de cada uno de dirigir intencionalmente el hacer de su vida.

El marxismo, por su parte, con las contribuciones de la ciencia, denuncia los valores tradicionales como mixtificaciones interesadas: según él, bajo el rostro de la individualidad, de la aspiración a la libertad y a la justicia, se camuflan intereses ‘capitalistas’.

A fines del siglo pasado y como resultado del derrumbe de las antiguas reglas, la exaltación y el goce caracterizan la conquista de una libertad sin trabas.

Las razones objetivas para dudar del valor de las creencias tradicionales refuerzan, en muchos, la resistencia interior que ya se les oponía. Las nuevas perspectivas de la ciencia son aceptadas tan ávidamente, solo porque parecen permitir justamente la desaparición de los valores discutidos y la aparición de valores nuevos. Parece que el hombre puede, por fin, aceptarse, exaltarse en la parte de sí mismo que el cristianismo y el racionalismo habían desvalorizado; la voluntad de poder y el orgullo creador, las fuerzas irracionales del alma, pero también –más sencillamente– el instinto natural de vida y de felicidad. ¿Y los valores tradicionales? Tabús, prejuicios, convenciones de una sociedad agotada e hipócrita –“pseudo valores”–. A una moral de la pobreza, de la mutilación y el inmovilismo, sucede una ética de la libertad individual, del devenir, de la plena realización de sí.10

Nietzsche, en su afán de transmutar los valores, es precursor genial del pensamiento del siglo XX; con André Gide, cuyos Alimentos terrestres son expresión de la exaltada libertad de los sentidos y del nuevo goce que devuelve al hombre el dominio de la vida, son dos maestros del pensamiento y la actitud vital de Camus.

En esta reconquista del mundo rico y sensual que durante siglos se había desvalorizado como agente de perdición, al par del hundimiento de los valores tradicionales, una nueva fe viene a reemplazar la fe antigua: el progreso histórico, social, la fe en la ciencia; la historia “es la verdadera reencarnación de Dios”11. ¿Podrá el hombre anclar en ella definitivamente o constatará una vez más la interinidad de sus logros?

La civilización actual está amenazada por la guerra; todo es perecedero; el hombre tecnificado es más que nunca una amenaza para el hombre. La guerra viene a precipitar el gozo recién conquistado; el hombre del siglo XX que había creído recuperarse en el reino definitivo de una historia en avance hacia la culminación feliz, ve también derrumbarse la historia… La nueva sociedad ‘justa’ agoniza, pataleando aún, sin haber llegado jamás a ser, como en su tiempo los antiguos mitos. El hombre constata con más dolor que antes, que no tiene de qué agarrarse: la historia ni siquiera le ofrece escollos en los que sostenerse sobre el vacío del abismo individual. Voluntaria, conscientemente, mas a pesar suyo, el hombre está solo.

La racionalidad inmanente a la historia debía proporcionarnos la paz, la justicia social, la dignidad y la libertad del individuo, la promoción de los mejores. Pero he aquí que hemos padecido la guerra, la violencia, el advenimiento del Estado totalitario y de las masas inconscientes, la desesperación del individuo. Esperábamos de la ciencia un dominio de la naturaleza que, asegurando nuestra confianza en nosotros mismos y creando mejores condiciones de vida, debía hacer al hombre, al liberarlo de la necesidad más dura, disponible para la vida interior y las actividades más elevadas de la cultura.12

La máquina esclaviza, amenaza, reemplaza al hombre y le anonada: tampoco salvará a la humanidad la fe en la técnica.

Existe, sin embargo, un humanismo que puede llamarse poético, que presenta más de una analogía con la ética de André Gide y la literatura feliz de los años veinte.

Desde fines del siglo XIX, las preocupaciones éticas (y puede verse en ello un hecho nuevo) invaden los dominios del arte y de la poesía; el arte como creación, y sobre todo la poesía como forma de existencia, tienden a convertirse en una manera de reemplazar lo sagrado.13

Quedan para el hombre, el sueño, el deseo, la imaginación; el arte es un camino que se ha enriquecido con el derrumbe de valores tradicionales limitativos, frente a los que el hombre se sentía culpable de quererse libre, de aspirar hacia sí mismo y para sí, de gozar, de soñar… Sin las antiguas trabas, a pesar de la experiencia de la Primera Guerra y la contemplación del precipitarse de la historia, el ser humano descubre que puede sobrevivir en el reducto del arte; en él apertrechado, encontrará una nueva forma de libertad y remisión. La exaltación del Surrealismo marca esta actitud, paradójicamente, privilegio de tan pocos. El artista no solamente es ‘creador de formas’, sino creador de vidas. El Surrealismo artístico aspira a convertirse en una manera de entender la vida y de vivirla; la inocencia y la libertad se le devuelven al hombre: el dios antiguo, muerto con la muerte de las creencias religiosas, revive en la sacralización del arte y de la poesía.

Estos escarceos hacia el encuentro de valores nuevos han procurado la recuperación de ámbitos que marcarán de manera definitiva el estar–en–el–mundo; la lucidez, la revalorización de la acción, el riesgo, el arrojo, el combate, la rebelión son actitudes de la nueva moral que va definiendo la vida humana vaciada axiológicamente. La agonía es la condición de la vida en la tierra: todo valor es una conquista y toda conquista, provisional. Si puede hablarse de un nuevo humanismo, solo podremos entenderlo como un humanismo que está haciéndose y que va creando, en esa acción, su propio y mutable ser.

Se abren las puertas al humanismo existencialista: Heidegger, Jaspers, Sartre, anhelan la ‘edificación’ del hombre y la encontrarán en la apertura humana incondicionada, que se origina en una naturaleza carente de esencia preexistente, acuciada por la soledad y la angustia, pero supremamente libre.

El hombre es lo que va siendo. La libertad y la responsabilidad lo son hacia la muerte… Mientras el ser cotidiano, inauténtico, disimula la muerte, el hombre que aspira a la autenticidad ha de asumirla. Origen de todo valor es la libertad humana y el existencialismo es un humanismo, porque es una filosofía que busca fundar al hombre.

El hombre es el único [ser] que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia: el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el principio del existencialismo… Porque queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser… Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia.14 [El subrayado es nuestro].

En este contexto, la fundamentación de la moralidad surge como de modo natural de cada subjetividad humana; el hombre se elige a sí mismo, pero esta suprema libertad es suprema responsabilidad, pues

…cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que al crear el hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.15 [Subrayados nuestros].

La libertad está vacía, todo quehacer humano responde a un proyecto fundamental que “consiste en realizar la síntesis de la conciencia y del ser”.16 Síntesis imposible por definición, el hombre está condenado a ser libre, a tener una libertad vacía, una existencia inacabable como patrimonio, y una esperanza envuelta por la muerte.

La moral existencialista buscará fundamentarse sin acudir a valores ajenos a la historia.

El existencialismo, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres… Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre.17

Si, por otra parte, como dice Heidegger: “la esencia del obrar es el consumar. Consumar quiere decir: realizar algo en la suma, en la plenitud de su esencia, conducir ésta adelante, producere”,18 habría que preguntarse cuánto el hombre abandonado a sí mismo será capaz de fundamentar con su vida una moral contra la mala fe, a favor de la autenticidad, y conducida a constituirse en regla para todos… El eticismo kantiano dejaba abierto al hombre el mundo trascendente; el existencialismo –el de Sartre, Heidegger, Merleau–Ponty– llama a la libertad del hombre, al que sabe abandonado en la historia. ¿Es posible una moral fundamentada en esta libertad total? De serlo, ¿podrá concebirse como moral universal?

Esta fue una de las preocupaciones que asedió a Camus en su quehacer, hasta la víspera misma de la muerte.

Con esta síntesis a ultranza no hemos querido otra cosa que introducir al lector en el mundo a partir del cual Camus indagará solo, contradictorio e inocente, para darse a sí mismo y dar al hombre con el que se siente solitariamente solidario, valores que justifiquen su concretísimo ser–para–la–muerte.

10. Gaëtan Picon, Panorama de las ideas contemporáneas, Madrid, Guadarrama, 1958, p. 749.

11. Ibid., p. 760.

12. Ibid., p. 761.

13. Ibid., p. 769.

14. Heidegger, Sartre, Sobre el humanismo, Buenos Aires, Sur, 1960, pp. 16-17.

15. Ibíd., p. 17.

16. Picon, op. cit., p. 787.

17. Sartre, Heidegger, op. cit., pp. 21-22.

18. Ibid., p. 65.

Albert Camus, de la felicidad a la moral

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