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PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

Inicié este estudio al cabo de veinte años de la muerte del gran escritor argelino-francés Albert Camus. Hoy se reedita, luego de cincuenta y siete años de su partida, ocurrida en el camino de regreso a París, desde Lourmarin, donde había pasado sus vacaciones navideñas; entonces, a invitación de su editor y amigo Michel Gallimard, estrenan juntos su Facel Vega. En pleno gozo de la amistad que tanto había valorado, ‘en una carretera recta, seca y solitaria’, se estrellan contra un árbol del camino, en el lugar llamado Petit-Villeblevin. En el bolsillo de la chaqueta de Camus, junto con papeles y anotaciones sobre nuevas obras, se encontró el billete de tren de vuelta a París, que nunca usó. Murió a los 47 años, de una muerte ‘absurda’ ­­–no solo por el sinsentido que Camus atribuía a la vida y a la muerte, sino por su terrible circunstancia–. Hacía tres años había recibido el Premio Nobel y su obra genial, ‘rica solo de sus dudas’, pero ya cumplida, detenida su palabra que tanto prometía aún, alimenta todavía nuestras propias dudas, desasosiegos y alegrías.

En 1984 se publicó mi libro, y hoy el Centro de Publicaciones de la PUCE me propone su reedición. Pensé en reescribirlo, para evitar reiteraciones e insistencias, ‘cometidas’, quizá debido al plan fundamentalmente didáctico que entonces tenía mi tesis, pero he preferido entregarlo tal cual, enmarcado en su propio tiempo y su intención.

Sin embargo, este prólogo lleva algunas constataciones surgidas inevitablemente de la relectura de su obra humanista, crítica hasta los huesos de nuestra condición, obra que culminó hace cuarenta años y sigue dándonos hondas lecciones de nobleza y búsqueda anhelante de la verdad.

Cuando muere Camus, Sartre, su antiguo amigo, de quien, a partir de 1952 y hasta su muerte, le habían separado sus ideas sobre el totalitarismo y la ‘revolución’, escribe, noblemente:

Su silencio, que según los acontecimientos y mi humor, juzgaba yo demasiado prudente y a veces doloroso, era una cualidad de cada jornada, como el calor o la luz, pero una cualidad humana… Se vivía con su pensamiento o en contra de él, tal como nos lo revelaban sus libros –sobre todo La caída, quizás el más bello y el menos comprendido–, aunque siempre a través de él. Fue [su obra] una aventura singular de nuestra cultura, un movimiento cuyas fases y cuyo término tratábamos de adivinar. (Jean Paul Sartre, [https://bibliobs.nouvelobs.com/essais/20120111.OBS8521/camus-par-sartre.html]

Camus, nacido en 1913, hijo de colonos en Argelia, fue un pied-noir por su condición de argelino-francés. Su padre, Lucien Camus, alsaciano, movilizado durante la Primera Guerra Mundial y herido en combate, falleció el 17 de octubre de 1914: el niño no tenía aún un año. Camus recuerda a su madre, Catalina Sintés, de origen español, en El primer hombre, su obra póstuma: Tenía el rostro dulce y simétrico, los cabellos de española, ondulados y negros, una naricita recta y una hermosa y cálida mirada castaña. Muerto el gran escritor, Catherine Camus, su hija, manifiesta, respecto de la abuela, a quien aquel confesó haber amado ‘más que a nadie en el mundo’: Mi abuela es la persona a la que más he querido; destacaba por su dulzura, no conocía la maldad, era incapaz de hacer daño.

Catalina Sintés, viuda con dos niños, se traslada a Argel a casa de su madre, abuela de los pequeños. Para dar de comer y, en lo posible, educar a Lucien y Albert, trabaja en calidad de sirvienta.

Los niños Camus vivirán viendo a su madre sometida al duro trabajo cotidiano, y a la fuerza de carácter de su abuela, a quien la madre, en su habitual cansancio, rogará solamente que ‘no pegue demasiado fuerte’ a los pequeños.

Los dos huérfanos han oído en familia una anécdota que no olvidarán: Lucien Camus padre, habiendo ido a presenciar una ejecución pública, vuelve a casa y, sin decir palabra, vomita inconteniblemente el horror que ha provocado en él esa muerte ‘legal’. Proviene de entonces, de la repetición de esta historia, la repugnancia de Camus a la pena capital, contra la que luchará incansablemente desde su trinchera de escritor.

Cuando recibe el Premio Nobel, joven aún, a los 44 años, evoca con emoción a su madre, entonces viva en Argel. En Estocolmo le rodean algunos estudiantes argelinos que le espetan preguntas, para ellos, esenciales. Una de las respuestas de Camus origina conmoción en sus oyentes: “Entre mi madre y la justicia, preferiré siempre a mi madre”.

Según el profundo periodista argelino-francés Jean Daniel, este comentario ‘choca a espíritus menos prevenidos’ y ‘se deberá esperar a mayo de 2006 cuando se escucha a Abdelaziz Bouteflika, entonces presidente de la República argelina, declarar que la preferencia de Camus por su madre traduce un sentimiento verdadera y profundamente argelino’.

Pero en mi interpretación de este comentario libre y sincero que a tantos asombró, intuyo que lo que Camus intentaba expresar, al afirmar la preeminencia en su vida de la presencia de la madre respecto de la idea de justicia, era su preferencia de la vida concreta y real, resumida en la presencia y el amor de su madre lejana, sobre cualquier abstracción, aun la de la idea de justicia. La justicia puede torcerse, errar, nada la garantiza; la madre, presente con su amor y su pobreza desde el primer día de vida, permanece. Una idea puede falsearse; una presencia, y más aún la materna, no dejará, para él de ser lo que es: prefiere el amor presente a la idea del amor.

Muchas veces reiteró Camus su convicción de que en nombre de las ideas se justifican los peores crímenes; de aquí surge su rechazo a todo autoritarismo, a todo totalitarismo, rechazo que le valió la crítica acerba de muchos intelectuales, incluso, y sobre todo, la del filósofo existencialista Jean-Paul Sartre. Según Camus, en nombre de las revoluciones se han escondido el asesinato, el mal, la corrupción; un escritor no puede excluirse de la historia de su tiempo ‘hecha de carne y sangre’, de la que se nutre, historia que es, muchas veces, la traición de las mismas ideas de las que surgió.

Camus toma partido contra la ocupación alemana, y forma parte activa de la Resistencia francesa. Descubre con horror el universo ‘concentracionario’ y el gulag en los países del Este, y no se deja tentar por el ‘maniqueísmo confortable y criminal de la guerra de Argelia’.

En los libros camusianos, desde El extranjero hasta La caída, se respira el afán de felicidad, el gozo de vivir, enfrentados a la certeza de la muerte.

¿Qué diría hoy él, huérfano a causa de la Primera Guerra, resistente en la Segunda, que conservaba de algún modo la ilusión de la felicidad humana, ante los cambios del mundo en que vivimos? ¿qué, ante el regreso de los fanatismos, el neonazismo en países europeos y más allá, el problema palestino, el hambre y la sed en países africanos, la guerra de Irak, la de Siria o la universalización del terrorismo, y la del narcoterrorismo? ¿Qué, del nuevo espíritu de la expresión humana a través de la informática?

Camus había comprendido, y lo dijo más de una vez, que su única riqueza estaba constituida por sus dudas. ¡Qué lejos de los que esgrimimos ‘nuestra’ verdad, como absoluta!

Y no puedo dejar de referirme en este prólogo, pues no lo hice o lo hice apenas en mi antiguo ensayo, al exigente desafío de su juventud, de cuyo vigor para el cuerpo y el alma jamás dudó: el de las dos tardes semanales dedicadas al fútbol, entre los alumnos del liceo de Argel: placer y azar, unidad en la lucha de distintos en busca de la meta. Él mismo confesó que gracias a este deporte supo que ‘ningún partido puede darse por ganado o perdido, mientras no se haya jugado hasta el fin’; que durante el juego prima la certeza de que jugar, no ganar, es el máximo objetivo. De este modo, al hacer un balance de las circunstancias que le habían formado en su vida, –que, dada su aún temprana madurez, consideraba ‘informe’– Camus manifiesta que todo lo que aprendió sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol. Posteriormente, ha de abandonarlo a causa de una amenazante tuberculosis, pero el amor al teatro es otra práctica que embebe de belleza su existir. Disciplina, fuerza, lucha, autodominio, alegría en el triunfo y en el fracaso libremente reconocidos, surgen de estas dos experiencias. Y siempre, aun en los días más oscuros, lleva en el alma el recuerdo de la luz solar y el azul del agua mediterránea.

Hoy Camus conserva, contra quienes lo combatieron en su tiempo y a favor de todos los que se le acercan, un lugar privilegiado por su sustancia ética y vital, su entrega a las mejores causas, su profunda intuición de la política alejada de todo extremismo, y contribuye con su pensamiento a soñarnos en una sociedad de auténtica democracia, que asuma sus carencias en la educación, la formación y la vida humana y humanizada de todos.

La reedición de este libro del que no reniego, sino en cuyos conceptos, frágilmente expuestos por mí a la luz de la búsqueda camusiana, aspiro a seguir viviendo, me permite volver a ver a Camus como testigo clave de la permanencia y fecundidad de unas ideas tan criticadas en su tiempo por los maoístas, Sartre entre ellos, y por tantos empecinados totalitaristas, que nunca sospecharon la caída del muro, las caídas de los infinitos muros que separaban Occidente de Oriente y que para hoy se han consumado, aunque ni de lejos se haya logrado, individual ni, menos aún, socialmente, que la vida ni la mente humanas cambien hacia el bien, aunque se ha probado de qué modo los totalitarismos de cualquier signo, incluso los atroces fundamentalismos religiosos, pueden devorar el bien y el valor, sin devolver a nadie, en el pan o la idea que intentaron justificarlos, una vida en dignidad.

Camus tenía razón, la tuvo frente a un Sartre, hoy casi olvidado para el común de las gentes en sus orgullosas complejidades intelectuales, a base de las cuales tan mal juzgó a Camus alguna vez.

A la muerte de Mao, en 1976, las tropas de Jean-Paul Sartre empapelan los monumentos de París con su retrato enlutado. El director del diario La Cause du Peuple no necesitó viajar a China para hacerse maoísta. Estos y otros intelectuales notables, ¿cómo pudieron no solidarizarse con las víctimas ni ver al pueblo chino? Aquí hay un gran misterio o un amoralismo pétreo. Dudamos que el vínculo entre ciertos intelectuales y tiranos como Stalin, Mao o Castro haya sido la búsqueda de la libertad, la justicia y la democracia. Esos valores sólo se proclamaban para uso de los tontos. Esos intelectuales adoraban por sobre todo la violencia revolucionaria, la estética de la violencia. ¿No era su deleite el espectáculo de la revolución? A nuestros maoístas les habría resultado imposible ignorarlo todo. En La Cause du Peuple, Sartre escribe: ‘Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno’. ¿Y la hambruna de 1962? Fue ‘una traición de Moscú’. ¿Sartre es un ignorante? Lo dudo. ¿Denunciará, al menos, los campos de trabajo y de muerte? En absoluto; guardará el mismo silencio plúmbeo que sobre el gulag soviético. Es obvio que nuestros maoístas ‘sabían’, pero no daban prioridad a los derechos humanos. Eran revolucionarios para gozar del espectáculo de la revolución. Sí, gozarlo. Barthes solo se interroga acerca de la sexualidad de las chinas. Nuestros peregrinos le deben poco a Karl Max y mucho al marqués de Sade. El maoísmo francés no es sinónimo de stalinismo. Es el stalinismo más China, un avatar en la larga historia de nuestra sinofilia o sinolatría. Los franceses bien intencionados siempre han tenido cierta idea de China. Todo comenzó en 1702, con las Cartas edificantes y curiosas sobre China, publicadas por unos misioneros jesuitas. Ellas introdujeron en el imaginario francés e italiano tres nociones inventadas por sus autores: China es gobernada por un emperador filósofo, los chinos practican una moral atea y la administración pública está en manos de mandarines honrados. La realidad era otra: el emperador era un tirano, la burocracia era corrupta y el pueblo practicaba el budismo y el taoísmo. Por razones diplomáticas, los jesuitas fingieron no haber visto nada. Pero, ¿qué importa esto a los intelectuales franceses? [https://www.lanacion.com.ar/838894-mao-una-pasion-francesa]

A esta fe sin fisuras en las revoluciones, Camus oponía su voluntad individual de felicidad, aun sabiendo que ‘uno puede avergonzarse de ser el único en ser feliz’; desde la dicha maciza y personal, anhela la dicha en solidaridad. Si todo trabajo humano está condenado a la esterilidad, vive en la obstinación de buscar, buscarse y crear.

Pasados tantos años, no solo nada ha cambiado respecto de su pensamiento, sino que me siento aún más segura de cuanto afirmé, al respecto, en este libro, salvo, quizá en mi actitud religiosa que poco a poco ha derivado hacia una apertura sana, por sincera. Me sigue admirando este pensamiento ateo, aunque ligado a la visión cristiana de la existencia tras las desilusiones de izquierdismos sucesivos y revoluciones –o pretextos de revoluciones– traicioneras, traicionadas e infecundas, a cuya existencia se impone la condición de una naturaleza humana incapacitada para sostener una lucha incesante contra la traición y el mal, pero que busca incesantemente alguna forma –aunque sea solo como esperanza– de perfección.

El agnosticismo no es feliz ni cómodo, no debe serlo. Como no debe serlo la fe. Pero todo ser humano sincero aspira a un mundo mejor y, quizá, a una esperanza que trascienda los muros de su universo y de su tiempo.

Susana Cordero de Espinosa

Cumbayá, octubre de 2017

Albert Camus, de la felicidad a la moral

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