Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 10

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—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —Marcela señaló con la cabeza hacia el fondo del barranco, donde el equipo de la policía científica había colocado sus focos, lonas protectoras y mesas metálicas. El habitual circo forense de tres pistas, desplegado en precario sobre una pronunciada pendiente. Desde donde estaba podía ver que al menos cuatro de los agentes llevaban el culo o las rodillas de sus monos blancos manchados de tierra.

—No estamos seguros —respondió el subinspector Bonachera—. Han dado el aviso a primera hora de esta tarde, pero puede llevar ahí días. Lo encontró un vecino al que se le escapó el perro y andaba buscándolo. El animal husmeó el coche y se acercó a curiosear. Luego llegó el dueño y dio aviso.

—Pero esto es un accidente. ¿Nos han degradado en los tres días que he faltado? ¿Qué has hecho, Miguel?

El subinspector levantó las manos y fingió una cara inocente incapaz de disimular la picardía que encerraban sus ojos.

—Nada, te lo juro.

—Eres un mal bicho, no me fío de ti.

A pesar de sus palabras, Bonachera le caía bien. Era el compañero que más le había durado.

Llevaban casi dos años juntos y todavía no habían tenido ningún enfrentamiento serio, nada que no se pudiera arreglar en la barra de un bar.

A sus treinta y dos años, Miguel Bonachera era un hombre ambicioso pero legal. Superaba el metro ochenta y pasaba al menos dos horas al día en el gimnasio y otras dos pegado a un libro. Marcela le había visto leer prácticamente de todo, desde tratados de criminalística a ensayos económicos, pasando por ficción de todo tipo, biografías y estudios variopintos. Un día le descubrió con el Antiguo Testamento entre las manos.

—La religión ha provocado más muertes que cualquier enfermedad infecciosa —argumentó el subinspector—. Ninguna de las guerras que puedas recordar ha causado tantas bajas como las atrocidades que se han cometido en nombre de cualquier dios en cualquier época de la historia, incluso ahora. Sólo intento averiguar por qué.

—Estás como una cabra —bromeó Marcela.

—Soy un estudioso de la muerte —replicó él—, de sus causas y de sus ejecutores. Si un día nos cruzamos con un fanático religioso reconvertido en asesino en serie, me lo agradecerás.

Bonachera comprendió pronto que lo mejor era no discutir con la inspectora, dejarla hacer a su aire y no responder a sus exabruptos. Era una buena policía, de las mejores que había conocido, aunque el cumplimiento de las normas no fuera su fuerte y estuviera en todo momento en el punto de mira de sus superiores. Eso lo colocaba a él también bajo constante sospecha, pero la sombra de Pieldelobo era alargada y ocultaba por sí sola las meteduras de pata de todos los que la rodeaban.

—Vamos —insistió el subinspector—. Los de la científica han dicho que ya podemos pasar.

Bajaron por la pronunciada pendiente agarrándose a los arbustos y apoyando las manos en la tierra húmeda. Más tierra húmeda, pensó Marcela. La sintió en la palma, como la que sostuvo el día anterior en el cementerio de Biescas. Tragó saliva, sacudió la cabeza y apretó los dientes. No era momento de debilidades.

El coche, un Renault Clio blanco, presentaba las abolladuras habituales en un vuelco. Techo hundido, eje delantero desplazado y uno de los laterales bastante deformado. La puerta del conductor estaba abierta y no había nadie al volante. Miró a su alrededor. Varios agentes batían el terreno ayudados por linternas.

—¿Y el conductor? —preguntó Marcela.

—Ni rastro.

—Estaría herido y ha conseguido salir. No andará muy lejos.

—Llevan horas buscando, y nada —le aseguró Bonachera—. Lo que sí han encontrado son vestigios de sangre que suben hasta la carretera.

—Ahí lo tienes.

—Marcas de arrastre, no salpicaduras propias de quien camina cubierto de heridas.

El subinspector señaló hacia un estrecho sendero delimitado por banderitas blancas.

—Y en el asfalto —continuó—, desde varios kilómetros atrás hay señales de frenadas y acelerones, trozos de cristal y el retrovisor que le falta al coche.

—A este desgraciado lo sacaron de la carretera.

—Eso cree la Reinona.

Marcela se giró para comprobar dónde estaba el jefe de la Brigada Científica. Por suerte, Saúl Domínguez, alias la Reinona, estaba a varios metros de distancia, concentrado en sus asuntos. El inspector tenía fama de organizar su departamento con mano de hierro y de mirar a sus subalternos por encima del hombro, con la barbilla levantada y el desdén grabado a fuego en los ojos. Otro mal bicho, pero este malo de verdad. Llevaba cinco años en Pamplona, y casi desde el principio un agente graciosillo le puso el mote y con él se quedó, aunque nadie había tenido nunca el valor necesario para decírselo a la cara. Sus casi dos metros de altura y la envergadura de sus hombros disuadían por sí solos de cualquier conato de broma a su costa.

A pesar de todo, tenía que reconocer que Domínguez era un investigador concienzudo e imaginativo, con el olfato de un sabueso y los conocimientos del científico que era. Tenaz hasta rozar la cabezonería, Marcela no sabía de nadie a quien le cayera bien, aunque tampoco ella era santa de la devoción de la mayoría, así que en ese aspecto estaban empatados. Eso sí, si podía evitarlo, prefería que su camino no se cruzara con el de la Reinona. No sólo era un mal bicho, sino que además era un hombre rencoroso y vengativo. El último subinspector que tuvo la osadía de cuestionar sus decisiones pidió el traslado después de un año aguantando las constantes humillaciones y los estúpidos cometidos que Domínguez le encomendaba. Definitivamente, era mucho mejor mantener la distancia.

Giró alrededor del coche. En el maletero, abierto de par en par, algo le llamó la atención: un cochecito infantil y una pequeña maleta de vivos colores. Al fondo, una bolsa de deporte que apenas abultaba. Se volvió con rapidez hacia el subinspector.

—¿Sólo hay un rastro de sangre? —preguntó.

—Sí, sólo uno. Y sólo hay sangre en el asiento del conductor y en la zona más cercana. Nada en el asiento del copiloto o en los traseros. Todo parece indicar que el conductor viajaba solo.

—Una suerte.

—Supongo que sí.

Marcela completó la vuelta al perímetro del coche. Su mente recreó el vuelco, al conductor, aturdido, saliendo del vehículo, arrastrándose hasta la carretera, y luego…

—¿Dónde termina el rastro de sangre? —quiso saber. Iluminó el sendero de banderitas con su propia linterna. Llegaban hasta la cuneta.

—En mitad de la carretera, ahí mismo, y luego ni una gota más.

—Se subió a un coche. O lo subieron. Quizá quien provocó el accidente lo esperaba arriba.

—Pues a un hospital no lo han llevado; hemos llamado a todos, públicos y privados. No hemos encontrado documentos personales de ningún tipo —continuó Bonachera—. Sólo el equipaje del maletero, una bolsa con ropa de mujer y la maleta con equipamiento infantil, pero ninguna identificación.

—¿A nombre de quién está el coche?

—Pertenece a una agencia de alquiler de vehículos.

—Llámalos —ordenó Marcela.

—Ya está. Pronto nos darán el dato.

—¿Hace cuánto que lo has pedido?

—Diez minutos, todavía no les ha dado tiempo ni a encender el ordenador. Tranquila, estoy al tanto.

—Estoy tranquila —le cortó. Luego sacó un cigarrillo y lo prendió, girándose para proteger la lumbre del viento con su cuerpo.

—¡Pieldelobo! —gritó alguien detrás de ella. Se giró y encontró la cara rubicunda de la Reinona a un metro de la suya. No entendía cómo ese corpachón podía moverse con tanto sigilo—. Ojo con las colillas. No quiero perder el tiempo con nada que no pertenezca a la escena.

Marcela levantó una mano para hacerle entender que lo había entendido y le dio la espalda. Le oyó farfullar frases sin sentido, aunque captó las palabras «incompetente» y «creída de mierda».

Arrieros somos, pensó ella. Apuró el cigarro, lo apagó en el suelo, recogió la colilla y la guardó en el plástico del paquete de tabaco, que hundió después en el fondo del bolsillo del pantalón.

—Capullo —murmuró Bonachera.

Marcela sonrió y asintió con la cabeza. Le gustaba que el subinspector le leyera el pensamiento.

Aunque apenas eran las seis de la tarde, la oscuridad había aplastado las sombras y les resultaba difícil distinguir el camino por el que habían bajado o cualquier otro acceso por el que regresar a la carretera.

—¡Reyes! —gritó Bonachera al agente que les había saludado en el arcén a su llegada—. Ilumina aquí, por favor, que no quiero merendar hierba.

El joven hizo lo que le pedían y enfocó hacia ellos, que treparon hasta el asfalto entre imprecaciones y resuellos.

—Comprueba si ha llegado el correo —pidió Marcela cuando estuvieron en tierra firme.

El subinspector estaba a punto de hacer una broma sobre la impaciencia de la inspectora, pero un rápido vistazo a su rostro le hizo desistir de cualquier comentario.

—¿Estás bien? —le preguntó, en cambio, mientras abría el correo en el móvil—. Te veo… gris.

—¿Gris?

—Sí, apagada, ya sabes…

—Gris. —Se retiró el pelo de los ojos. El viento soplaba de espaldas y la melena castaña se le alborotaba en la cara—. Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero gris… Aunque supongo que es una buena definición —bufó resignada—. ¿Ha llegado?

Bonachera paseó el dedo índice por la pantalla iluminada hasta dar con lo que buscaba.

—Lo tengo —exclamó. Pulsó, esperó y volvió a acariciar la pantalla despacio—. Aquí está. El coche se alquiló a nombre de una empresa con sede en Pamplona, AS Corporación. No tienen un nombre particular, sólo el de la firma. Y antes de que lo digas, ahora no habrá nadie allí, así que es inútil que vayamos.

—Iremos mañana. ¿Adjunta dirección y teléfono?

—Sí —respondió Bonachera.

—Pásamelos y en marcha.

Se dirigió con paso resuelto hacia el coche del subinspector. Ella ya había conducido suficiente por hoy.

Necesitaba algo que hacer hasta el día siguiente. La Reinona era muchas cosas, pero también lo tenía por un policía eficaz. Seguro que dejaba algún informe preliminar listo antes de irse a casa y ella podría hacerse una primera composición de lo que había pasado en aquella carretera.

Se equivocó. En esta ocasión, el inspector Saúl Domínguez se marchó sin haber escrito ni una sola línea en el ordenador, al menos no en las carpetas compartidas con el resto de los departamentos. Nada, ni una palabra. Qué hijo de puta, pensó Marcela. La conocía a la perfección, sabía que era impaciente y que prefería quedarse hasta la madrugada leyendo informes que irse a casa con una duda. Una pregunta, una respuesta. Siempre. Lo había hecho a propósito. Seguro que existía un informe preliminar, pero el muy cabrón lo había guardado en su ordenador, protegido con contraseña, para que ella se mordiera las uñas durante toda la noche.

Este arriero la iba a encontrar antes de lo que pensaba.

Golpeó las teclas del ordenador hasta que lo apagó y cogió el abrigo del perchero. Tiró de él con tanta fuerza que a punto estuvo de derribarlo. No había terminado de abrocharse la cremallera cuando Bonachera apareció en el quicio de su puerta.

—¿Una cerveza? —preguntó simplemente.

—Que sean dos.

Caminaron en silencio en medio de la noche. No necesitaban hablar para coordinar sus pasos y su destino. Con el cuello del abrigo subido hasta las orejas y las manos hundidas en los bolsillos, avanzaron raudos por las calles peatonales, convirtiendo con sus pisadas en monigotes bailarines las sombras que las farolas dibujaban sobre los charcos.

El bar Hole era justo lo que su nombre en inglés anunciaba, un agujero, un sótano escasamente iluminado que lo único bueno que ofrecía era el anonimato y la música. Los combinados eran como mucho pasables, primero porque el dueño compraba alcohol del barato y, segundo, porque el camarero no tenía ni idea de cómo preparar un buen trago ni estaba dispuesto a aprender. Iban clientes suficientes como para subsistir hasta el día de su jubilación. Para compensar, al menos tenía la decencia de poner rock nacional del bueno. Y, a veces, del muy bueno, como cuando entraron.

Tuvieron que imponerse a una contundente guitarra para pedir un par de cervezas. Con sus bebidas en la mano, se dirigieron a una de las mesas del fondo. Los recibió el rimero de olores que ya formaba parte del local. Madera húmeda, tabaco viejo, sudor y alcohol, mucho alcohol. Y si alguien se había dejado la puerta de los aseos abierta, meados y desinfectante con aroma a pino.

Siguieron en silencio hasta que mediaron sus botellines. Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dejaron sobre la mesa y sonrieron casi al unísono.

—Todavía no te he dado el pésame como es debido —empezó Bonachera mirándola a los ojos—. Lo siento muchísimo, de verdad.

—Gracias —respondió ella mecánicamente.

—¿Qué tal va todo? —siguió él.

—La Reinona me tiene hasta las narices —bufó Marcela.

—Ya, y a mí, pero no me refería a eso.

Marcela recuperó su cerveza, la apuró de un trago y le hizo un gesto al camarero para que les sirviera otra ronda. El barman la miró por encima de sus gafas, masculló algo ininteligible y se dio media vuelta.

—Estoy bien —dijo al fin—. Superándolo. Poco a poco, supongo.

—No te ha dado tiempo ni a hacerte a la idea.

Movió la cabeza de un lado a otro.

—Ya lo creo que me he hecho a la idea. Estuve en una casa vacía y ante una tumba ocupada. No necesito nada más para hacerme a la idea.

Una panza oronda cubierta por una camiseta negra se materializó a la altura de su cara. Arriba, la mueca del barman decía a las claras que no le gustaba lo que estaba pasando.

—No servimos en las mesas —gruñó mientras dejaba dos cervezas sobre la mesa—. La próxima vez os levantáis, como todo el mundo.

—Claro, tranquilo —respondió Bonachera con la mejor de sus sonrisas. El estruendo de una batería ahogó la respuesta del camarero, que dio media vuelta y se alejó con paso cansado.

Marcela guardó un prudente silencio. Quería seguir yendo a ese garito, aunque fuera un agujero infecto, y cabrear al camarero no era buena idea.

—Tenías derecho a una semana de permiso —continuó Miguel con la segunda cerveza ya en la mano.

—No podía quedarme. La situación era irremediable, no había nada que yo pudiera hacer para cambiar las cosas. Puedo llorar en cualquier sitio, ¿no crees? ¿O es obligatorio hacerlo en el cementerio?

—Visto así, tienes razón. ¿Y tu familia?

—Sólo tengo un hermano. Bueno, y tres sobrinos, pero son muy pequeños. Mi hermano tiene a su mujer y a los niños, no está solo.

—¿Y tú?

—Yo te tengo a ti, ¿no? —respondió con una sonrisa abatida. Levantó la cerveza y brindó con ella hacia su compañero, que la acompañó en el trago—. ¿Qué me dices de ti, cómo te va la vida?

Miguel sonrió y se encogió de hombros.

—Nada nuevo bajo el sol. Ningún cambio en las últimas setenta y dos horas —bromeó.

—Se me han hecho muy largas…

—Lo sé. En los malos momentos el tiempo parece que no pasa, que te has quedado atascado ahí para siempre.

—Y que nunca más serás capaz de respirar con normalidad, o de sonreír —concluyó Marcela. Luego le miró un momento y reconoció la sonrisa afligida que había visto horas antes en su propia cara. Levantó el botellín y brindó al aire.

—Bebe antes de que se caliente —la animó Miguel tras apurar el suyo—. En este tugurio no saben lo que es el aire acondicionado.

Otras dos cervezas después, al friso de las doce, emergieron a una noche lluviosa y helada.

—Te veo mañana —se despidió Marcela, que se pegó a la pared para evitar empaparse del todo.

—Allí estaré, jefa.

—No me llames jefa.

—Eres mi jefa, es un hecho.

—Y tú eres bobo, eso también es un hecho.

Sonrieron y se dirigieron cada uno hacia un extremo de la calle. Miguel en dirección a su apartamento en uno de los nuevos barrios de la ciudad, hasta donde llegaría en su crossover nuevecito, y Marcela a su piso alquilado en el corazón del casco viejo. Pensar en el subinspector Bonachera le hizo mantener la sonrisa unos segundos más. Era un hombre tradicional, burgués y amante de las cosas buenas. Buen coche, buena ropa, buen corte de pelo, buena vivienda, buenas vacaciones, mujeres de muy buen ver… En su opinión, el trabajo que había elegido no le pegaba nada; no sabía de dónde había sacado su vocación de policía, pero no lo hacía mal y, quién sabe, quizá un día fuera un buen inspector jefe. O un buen comisario.

Apretó el paso. La escueta cornisa apenas la protegía del chaparrón, que además arreciaba ladeado hacia ella. De nada le sirvió resguardarse unos segundos en el hueco de un portal. Llovía por los cuatro costados. Respiró hondo y echó a correr. No la separaban más de quinientos metros de su casa, y aun así llegó sin resuello. Se dijo por enésima vez que tenía que dejar de fumar, pero en esta ocasión la voz que escuchó en su cabeza no fue la suya, sino la de su madre. ¿Se estaría volviendo loca? Decidió que no, que seguramente sería fruto del cansancio, las cervezas y las emociones de los últimos días.

Le costó sacar las llaves con los dedos entumecidos. Cuando consiguió entrar, se desnudó en el baño y se envolvió en el albornoz que colgaba detrás de la puerta. La casa estaba helada, llevaba tres días sin encender la calefacción y la temperatura en la calle no había pasado de los nueve grados.

Puso el termostato del pasillo casi al máximo para darle un rápido calentón al piso y se secó el pelo con una toalla antes de sentarse en el salón. Tenía el móvil en la mano y jugueteaba arriba y abajo con la lista de contactos. Era casi la una de la madrugada. Si no estaba trabajando, seguramente estaría durmiendo. No había hablado con él desde antes de marcharse a Biescas.

Se levantó, cogió una cerveza de la nevera y un cenicero y se volvió a acurrucar en el sofá. La habitación comenzaba a templarse, pronto podría ajustar el termostato.

Encendió el cigarrillo, le dio un trago al botellín y pulsó la tecla verde de su móvil. Un segundo después, otro teléfono estaba sonando en algún lugar. Sin embargo, la señal de llamada fue todo lo que recibió antes del pitido final.

Se levantó del sofá, apagó el pitillo, bajó la temperatura y se dirigió a su habitación con la cerveza todavía en la mano.

Sentada en la cama, abrió el cajón de la mesita y sacó una caja de diazepam.

—Plan B —dijo en voz alta.

Extrajo dos comprimidos del blíster, los pasó con el último trago de cerveza, se quitó el albornoz y se acurrucó debajo del edredón. Confiaba en que el alcohol y las pastillas ahuyentaran los malos sueños. Habría preferido una visita de Damen, aunque fuera rápida, pero desde lo de Héctor había aprendido a no pedir nunca, a no esperar nada, a apañárselas sola. De esa forma, la decepción y el dolor quedaban fuera de la ecuación de la vida.

Sonreír y callar, esa era la consigna que Miguel Bonachera se había impuesto a sí mismo desde el primer día, desde el mismo instante en que el inspector jefe le asignó a la reducida unidad de la inspectora Pieldelobo. No era más guapa que las demás, ni más atractiva. De hecho, ni siquiera era especialmente simpática. Sin embargo, todo en ella le atraía. Su voz, su forma de mirar, sus zancadas rápidas alejándose de él, de todos; sus exabruptos, cómo cerraba los ojos y fruncía los labios cuando aspiraba el humo del tabaco.

Sin embargo, Bonachera no era tonto. Sabía que sería inútil intentar cualquier tipo de acercamiento, directo o indirecto, y que darle a conocer sus sentimientos sólo serviría para alejarla definitivamente.

Una vez en casa tras despedirse de su jefa en la puerta del bar, se quitó la ropa mojada y se puso un pantalón corto y una camiseta ajada. Sentía la piel erizada, hambrienta, y tenía un nudo en el estómago. Se acercó al pequeño gimnasio que había instalado en una de las habitaciones de su piso. Marcela no se equivocaba, le gustaban las cosas bonitas, los objetos únicos y preciados, la ropa de calidad. Ella nunca había puesto un pie en su casa, pero le había bastado con echarle un vistazo para calarlo. A ella le daba igual. Él le daba igual, todo le era indiferente. Todo, salvo el dolor en el que solía refocilarse con exasperante frecuencia.

Miguel miró el banco de remo, las pesas cuidadosamente colocadas junto a la pared, la cinta para correr y la bicicleta estática. La piel no dejaría de arderle con un poco de ejercicio. Sabía exactamente lo que necesitaba.

Volvió al salón, cogió su móvil y buscó el teléfono que necesitaba. Respondieron al segundo tono.

—Sé que es tarde —dijo con voz melosa, a modo de disculpa—, pero no hago más que pensar en ti. —Escuchó la respuesta y su sonrisa se amplió—. Te espero en mi casa, tengo todo lo que necesitamos.

Colgó y dejó el teléfono sobre la mesita. Después se dirigió al mueble del salón, un moderno conjunto de módulos lacados que parecían flotar en el aire. Abrió el más alto y se concentró en la rueda de la caja fuerte que ocupaba todo el espacio. Había elegido una pequeña cámara acorazada de apertura tradicional, convencido de que era mucho más seguro y difícil de violar que cualquier teclado informático. Hizo girar la rueda a uno y otro lado y tiró con fuerza de la puerta. Apartó a un lado el arma que guardaba allí y metió la mano hasta dar con una pequeña caja metálica.

La sacó, cerró de nuevo la caja fuerte, hizo girar la rueda y se dirigió a la mesa del salón. Cuando sonó el timbre, la bandeja de plata que había colocado sobre el cristal estaba ocupada por cuatro perfectas, simétricas y paralelas rayas de coca.

Miguel sonrió y se levantó para abrir. Le ardía la piel, pero el remedio acababa de llegar. Dejó pasar a la espectacular mujer que le devolvió la sonrisa desde el umbral y cerró la puerta.

Bajo la piel

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