Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 14

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Su primer destino cuando salió de la Academia fue una comisaría de barrio en Madrid. La asignaron como agente en prácticas al equipo del oficial Fernando Ribas. A Ribas no le hacía ninguna gracia que cada año le encasquetaran uno o dos pimpollos, como él los llamaba.

—Me paso el día salvándoles el culo y explicándoles lo que tienen que hacer. ¡Madrid es grande! —se quejaba a la menor oportunidad—, ¿no hay más comisarías a las que mandarlos?

La agente en prácticas Marcela Pieldelobo, con el uniforme impecable, los zapatos recién lustrados y todo el equipamiento reglamentario colgando del cinturón, dio un paso al frente.

—Señor —le dijo mirándole a los ojos—, gracias, pero de mi culo me ocupo yo misma.

Ribas la miró con las cejas en mitad de la frente y avanzó hasta situarse a un palmo de su cara.

—En tu vida vuelvas a llamarme «señor».

Se acostaron esa misma noche, después de un par de cervezas y los primeros Jägermeister de su vida. Ella sabía que Fernando estaba casado, como atestiguaba el reluciente anillo que llevaba en el dedo, y estaba segura de que no era la primera novata a la que se tiraba contra la pared de ese hotel que pagó en efectivo, pero le daba igual. Aprendió de su abuelo, un avezado cazador, a respetar su instinto y a seguir las señales. Todo, instinto y señales, habían confluido esa noche en el cuerpo del oficial Ribas. No quería utilizarlo para medrar, ni encoñarlo en su beneficio. Sólo quería estar ahí y ahora, y ahí estaba.

Era incapaz de recordar cuántos polvos habían echado. En el hotel, en el piso que ella compartía con otras dos agentes en prácticas, en el gimnasio al que acudieron juntos un par de veces, en el vestuario de comisaría…

Su historia acabó unos cuatro meses después igual que había empezado. Se fueron alejando el uno del otro de forma natural, sin explicaciones ni lamentos. Sin saber cómo, consiguieron mantener la amistad cuando dejaron de ser amantes. Él pronto la sustituyó por otra, y ella tuvo varios escarceos con algún compañero, pero solían quedar con frecuencia para charlar rodeados de Jäger y cervezas. Y nunca, ni siquiera borrachos como cubas, volvieron a acostarse juntos.

Con Ribas aprendió que las órdenes son susceptibles de interpretación, que hay cosas que es necesario guardarse para uno mismo y que las puertas cerradas pueden dejar de estarlo si se sabe cómo abrirlas. En ese punto, llevaba años formándose en nuevas tecnologías, asistiendo a cursos y congresos sobre ciberdelincuencia y, sobre todo, aprendiendo las técnicas que utilizaban los criminales para burlar a la policía. Muy poca gente estaba al tanto de sus habilidades y conocimientos ni había visto su arsenal de gadgets y aparatos de todo tipo, y prefería que siguiera siendo así.

Aceleró en dirección a Artica. Esquivó a los coches más lentos, repartió bocinazos y a punto estuvo de utilizar la luz estroboscópica para que la dejaran pasar. Seguía rechinando los dientes, pero se obligó a calmarse y a pensar con frialdad.

Tomó el desvío con cuidado y ascendió hasta llegar a la casa. Siguió conduciendo cuesta arriba hasta la siguiente curva. Un poco más adelante encontró un pequeño descampado cubierto de guijarros, alejado de las viviendas y apenas iluminado. Aparcó al fondo, apagó el motor y sacó el móvil del bolsillo. Hundió los auriculares en las orejas y conectó Spotify. Un segundo después, las diáfanas notas del piano de Duke Ellington se apoderaron de su cerebro.

Eran las cinco de la tarde. En una hora comenzaría a oscurecer y podría acercarse a la casa. Se acomodó en el asiento, abrió una rendija de la ventanilla, encendió un cigarrillo y se concentró en la música envuelta en el cálido humo del tabaco.

Una vez más, agradeció el regalo de una típica tarde otoñal, con gruesas nubes grises y un viento desapacible que mantendría a la gente dentro de sus casas. Se subió el cuello de la cazadora y se puso unos guantes de látex antes de salir del coche.

Caminó pegada a la linde del camino, girándose cada pocos metros para comprobar que seguía sola. Y, sobre todo, que no había rastro de los vigilantes de seguridad. Empujó la verja de la casa de Victoria García de Eunate, que seguía abierta, y se coló en el jardín. Los arbustos eran ahora poco más que una sombra gris e informe, y la casa, oscura y silenciosa, había perdido el encanto que proporciona la luz del día.

Se apresuró hacia la parte de atrás y exhaló aliviada cuando el muro la protegió de cualquier mirada. Avanzó hasta su objetivo. El cuadro de control electrónico que custodiaba la casa era un modelo antiguo. Hacía al menos cinco años que la propietaria de la vivienda lo había instalado y al parecer seguía creyendo que era suficiente, ya que no se había molestado en renovarlo. Se fijó en el frontal. Los números cero, dos, cinco y nueve estaban mucho más desgastados que los demás. No le habría costado demasiado franquearla, pero esa pista facilitaba mucho las cosas.

Sacó un pequeño destornillador del bolso y separó con cuidado la tapa de la caja. En el interior parpadeaban varias luces, señal de que la alarma estaba operativa. Conectó el extremo de un cable a su teléfono y el otro en un lateral de la caja electrónica. Abrió una aplicación en el móvil, tecleó los cuatro números que suponía que formaban la contraseña, respiró y pulsó Start. La pantalla brilló con un desfile de números imposible de seguir con la mirada. Uno, dos, tres y cuatro. Quince segundos después, el teléfono emitió un débil pip y las luces de la caja se apagaron. Hecho.

Desconectó y guardó el cable, volvió a atornillar la tapa y empujó la puerta corredera, que se abrió con un murmullo apenas audible.

Se cercioró de que los guardias seguían sin hacer acto de presencia y entró en lo que parecía un estudio o despacho. Deambuló despacio entre aquellos exquisitos objetos. Ni siquiera cuando estaba casada y gozaba de una posición económica desahogada habría podido permitirse muebles como aquellos, por no hablar de los complementos decorativos que animaban y daban vida a la estancia. Sin embargo, no tenía la impresión de encontrarse dentro del anuncio de una revista de decoración. Todo parecía personal, mimado y escogido por algún motivo, que no siempre era la concordancia de colores o texturas.

Aquello era un hogar.

Una mesa de madera lacada en blanco mate; una silla del mismo tono, con un tapizado azul noche; una alfombra de un suave color crema; paredes cubiertas de estanterías llenas de libros; un sofá orejero granate, con la piel desgastada a la altura de la cabeza y en los brazos… y un cesto con juguetes infantiles. Sonajeros, mordedores, pequeños muñecos de trapo aptos para manos diminutas.

En la pared, un óleo de gran tamaño reproducía una escena de la Biblia. El demonio tentando a Jesús. Un Satanás alado, de piel oscura y pelo ensortijado entre el que asomaban dos pequeños cuernos, mostraba al hijo de Dios, vestido con ropa clara y con un nimbo dorado sobre su cabeza, las ventajas de la vida pecadora frente a la promesa de una eternidad celestial. El diablo, completamente desnudo, parecía un escorzo horrendo junto al altivo y esbelto Jesús, que perdía la mirada en la lejanía.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Sacó el móvil e hizo unas cuantas fotos. Luego cruzó la habitación y abrió la puerta que separaba la estancia del resto de la casa. Se detuvo para escuchar desde el umbral. Nada. Ni voces, ni pasos, ni susurros. Ni siquiera el agua corriendo por una tubería. La casa estaba muerta.

—¡Hola! —gritó, más por costumbre que porque pensara que iban a responderle—. Policía Nacional, ¿hay alguien?

Esperó treinta segundos. Nada. Ni el eco de sus palabras.

Revisó en silencio el resto de las estancias de la planta baja. La cocina estaba impecable, aunque un tufo avinagrado le hizo dar un paso atrás cuando abrió el lavavajillas. Colocados boca abajo, tres biberones y sus correspondientes tetinas compartían espacio con varios platos y vasos, una cazuela pequeña y una sartén, además de un buen número de cubiertos. Supuso que la dueña de la casa sólo ponía el lavavajillas una vez al día, que ya era más de lo que lo hacía ella.

Había ropa puesta a secar en el pequeño tendedero desplegado en la galería cubierta anexa a la cocina. Varios peleles infantiles, un par de sábanas diminutas y algunas prendas femeninas. El contenido de la nevera le ofreció una imagen más aproximada de la mujer que estaba buscando. Fruta, verdura, tomates, leche vegetal, yogures desnatados y sin lactosa, agua mineral y un recipiente con pescado que pronto empezaría a oler. Nada de alcohol, ni embutido o productos precocinados. Desde luego, no parecía la nevera de alguien que estuviera planeando un viaje.

Salió a la sala decorada con el mismo mimo que el despacho por el que había entrado. El ventanal daba al jardín delantero, así que se limitó a asomarse con cuidado y a echar un rápido vistazo. No quería que un paseante curioso la descubriera allí. Un par de sofás de piel, un mueble lleno de libros, fotos enmarcadas y una enorme televisión en el hueco central y, en el lugar que antes ocuparía la mesita que ahora estaba en un rincón, una enorme manta de vivos colores cubierta de juguetes.

Regresó sobre sus pasos y se dirigió a la escalinata que partía desde el vestíbulo hacia la planta superior. Entró en un par de dormitorios anodinos, decorados sin la personalidad que había captado abajo, y después accedió a la que a todas luces era la habitación de la propietaria de la casa. De nuevo muebles y tejidos claros, mullidos, cómodos. Armario, tocador, mesitas, alfombras… Todo parecía en orden y en su sitio. Incluida la cuna instalada a un lado de la cama.

Sobre la mesita, un rosario de cuentas negras y cadena de plata.

Se acercó al armario y curioseó en el contenido. Perchas llenas de ropa femenina, jerséis perfectamente doblados, cajones con ropa interior, medias y prendas deportivas y un cajón, solo uno, con una camisa de hombre pulcramente doblada, un par de calzoncillos, unos calcetines negros y un neceser con espuma y cuchilla de afeitar, un cepillo de dientes y un peine.

Dejó todo como estaba y revisó deprisa el resto de la casa. No encontró nada llamativo, excepto una habitación a medio decorar que pronto se convertiría en un cuarto infantil. Paredes azules con cenefas de animales, un enorme cambiador con un montón de pañales, un armario blanco lleno de ropa de abrigo y diminutos trajecitos y peleles, y una ventana sin cortinas con vistas al jardín. Le faltaba poco para convertirse en un sitio fantástico.

Marcela observó el interior del armario. Había varias perchas vacías y la pila de jerséis estaba ladeada. Todo lo demás estaba perfectamente ordenado. Recordó la maleta con ropa infantil del vehículo accidentado. Ropa de bebé, pero no de mujer. La madre se preocupó de que no le faltara nada a su hijo, pero se olvidó de ella misma. Tenía prisa por salir de allí, eso estaba claro, pero ¿dónde estaba ahora?

Regresó a la habitación principal, abrió el cajón que guardaba la ropa masculina y fotografió su contenido. Luego se guardó el teléfono y se dirigió a la salida. Cruzó el ventanal, tecleó la contraseña y conectó la alarma.

Tuvo que encender la linterna del móvil para no meter el pie en una topera de camino al coche. Para su sorpresa, ya no estaba sola en el descampado. Otros tres vehículos habían aparcado allí, lo bastante alejados los unos de los otros como para no estorbarse. Ella era la única que estaba sola. Al parecer, ese remoto rincón se convertía en un picadero al anochecer.

Las siete de la tarde. La velocidad de las ideas en su cerebro amortiguó los retortijones de su estómago vacío, pero no los hizo desaparecer. Salió de la autovía y se desvió hacia una gasolinera. Se detuvo junto a la puerta de la cafetería y entró. La saliva le llenaba la boca. Los escasos parroquianos que ocupaban las mesas apenas la miraron cuando se sentó en una libre con el botín acumulado a su paso por el self service. Dos minibocadillos de jamón con tomate, un pincho de tortilla de patatas, una enorme magdalena rellena de mermelada y una cerveza. Masticó en silencio, con la mirada perdida en las líneas de la bandeja de plástico. No consiguió relajarse hasta que engulló el segundo bocadillo. Entonces distendió los hombros, aflojó las mandíbulas y soltó los abdominales.

Mientras masticaba, recuperó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Bonachera, que respondió en el acto.

—¿Dónde estás? —No había preocupación ni reproche en su pregunta. Estaba acostumbrado a que Pieldelobo desapareciera sin dar explicaciones. Era especialista en escaquearse del trabajo de oficina.

—La dueña de la casa tiene un hijo, un bebé —respondió Marcela, directa al grano—. Entonces, ¿por qué el gerente de la empresa negó saber nada al respecto? Un embarazo y un parto no es algo que se pueda disimular. Y no vive escondida en una cueva…

—¿Cómo lo sabes? —intervino Bonachera.

Marcela se calló un instante.

—Confidencial —replicó poco después.

—Ya, confidencial, claro. El día menos pensado…

Ella interrumpió sus advertencias. Le aburría escuchar siempre lo mismo.

—Y ese bebé tendrá un padre.

—Salvo que el espíritu santo se pasara por allí —bromeó Bonachera.

—Había un rosario en la mesita de noche y varios crucifijos y cuadros religiosos en las paredes, así que no descarto esa posibilidad.

Mierda.

—¿¡Has entrado!? —exclamó Miguel.

Ella optó por continuar como si no hubiera metido la pata hasta el fondo.

—Hay que encontrar al padre de la criatura. Es una pieza clave para entender lo que pasa aquí. ¿Cómo van las órdenes?

—Se las subí a Andreu, como me pediste. De momento no ha respondido.

Marcela cabeceó.

—Nos vemos mañana. Es tarde y estoy cansada. Vete a casa, Bonachera.

—Estoy de camino. Hasta mañana.

Recogió la bandeja y salió a la calle. Hacía frío. El otoño era poco más que una bonita palabra en aquellas tierras, igual que en las que la vieron nacer. Otoño, del latín autumnus, que a su vez viene del etrusco auto, que anuncia un cambio. Le gustaban las palabras y su procedencia, pensar en la primera vez que se utilizaron y cómo habían cambiado hasta salir de su boca. Solía jugar con su madre a deshacer palabras complejas, analizaban su origen y luego buscaban su significado en la enorme enciclopedia de tapas de piel que ocupaba buena parte de la librería del salón.

Mierda. Se sentó en el coche, aferró el volante con las dos manos y miró al frente, hacia la negrura de la noche, apenas rota por la luz de las farolas que absorbía el asfalto. Los recuerdos la azotaban sin piedad, imágenes que un día fueron agradables y que quizá con el tiempo volverían a serlo, pero que ahora la desgarraban por dentro como los dientes de una sierra.

Las cuatro de la madrugada de un sábado. La puerta de su casa de Biescas crujía como los huesos de una anciana. Imposible entrar sin que su madre se enterara. Tenía diecisiete años y hacía poco que había empezado a alargar la hora de volver a casa los fines de semana, pero nunca había llegado tan tarde.

Su madre removía una infusión sentada a la mesa de la cocina. Marcela subió resignada los escalones, devanándose los sesos en busca de una buena excusa, pensando en cómo esquivar el castigo. Llevaba el pelo revuelto, el maquillaje corrido y una carrera en las medias. Su amiga Miriam había llevado una bolsita de marihuana y la fiesta se había desmadrado. Se divirtió de lo lindo, cantó y bailó hasta que Enrique se acercó a ella y le propuso al oído buscar un lugar discreto. Marcela se lo estaba pasando bien, no quería irse de allí, pero la sonrisa bobalicona que exhibió fue interpretada como un sí. Recordaba negarse, y a él llamarla tonta, asegurarle que le iba a gustar. Recordaba la hierba mojada en el culo y los riñones, las medias recogidas en los tobillos y a Enrique forcejear con sus pantalones. Entonces algo despertó en su interior, se levantó con dificultad, se subió las medias y empujó al muchacho con todas sus fuerzas. Desde el suelo, Enrique pestañeaba asombrado mientras la veía alejarse.

—¿Estás bien? —le preguntó su madre. El vaho de la taza le acariciaba la cara.

—Sí. Siento el retraso, me he despistado.

Su madre la miró sin decir palabra durante unos largos segundos.

—Sé que no me vas a contar lo que haces —dijo por fin—, yo tampoco se lo contaba todo a mi madre. Pero si un día necesitas cualquier cosa, y recalco lo de cualquier cosa, puedes contar conmigo. En cualquier circunstancia, siempre. ¿Entiendes?

Marcela la miró con la boca abierta, sin saber muy bien qué decir.

—Sí, claro —acertó a balbucear—. Gracias, mamá. Me voy a la cama.

Ahora la necesitaba, en ese mismo instante. Su contacto seguía en el teléfono, podía escribirle un mensaje, escuchar su voz en el contestador… Tenía fotos, vídeos…

El dolor le golpeó el pecho y le provocó una intensa arcada. Abrió la puerta del coche e inclinó el cuerpo hacia fuera. Poco después, su estómago volvía a estar tan vacío como media hora antes.

Empezaba a llover. Fuera y dentro de ella.

Cogió el teléfono y llamó.

—Inspectora —respondieron poco después.

—Inspector —saludó ella con una sonrisa en los labios—. ¿Me invitas a cenar? Llevo un día de perros.

—Siempre me toca pagar a mí.

—El sueldo de los funcionarios autonómicos es muy superior al mío, así que no te quejes.

—De acuerdo —accedió él. Marcela intuyó su sonrisa al otro lado de la línea y se le encogió el estómago—. ¿Qué te apetece?

—Lo de siempre, soy una chica sencilla.

—¿En media hora?

—En media hora.

La yema del dedo corazón de Damen recorría despacio la tinta de la espalda de Marcela. En la base, las raíces del enorme árbol que llevaba tatuado se perdían en sus nalgas. El tronco crecía combado y astillado, y de él surgían ramas retorcidas que recorrían su espalda y se abrazaban a su tórax. Las ramas desnudas trepaban por su piel y se detenían justo al inicio del cuello, donde se deslizaban sinuosas por los hombros hacia sus pechos. Entre las ramas, a ambos lados de la columna vertebral, dos cuervos ascendían hacia un cielo imaginario.

En la curva de la cintura, una gruesa rama se extendía y crecía hacia el vientre, hasta casi alcanzar el ombligo. Damen la obligó a girarse sobre el colchón para seguir el trazo del artista y se detuvo en una pequeña figura oscura. Una cría de cuervo permanecía apoyada en un delgado brote. Tenía las alas plegadas y el pico apuntaba hacia abajo.

Marcela suspiró. Damen sonrió al ver los labios de ella arqueados hacia arriba, un regalo poco frecuente. Inclinó la cabeza y la besó en el cuello.

Se habían encontrado hacía tres horas en un pequeño restaurante que habían convertido en su rincón privado. Poco más que un antro, sus paredes, recubiertas de madera, habían absorbido tanto alcohol derramado con el paso de los años que cualquiera podría emborracharse sólo con lamer las tablas. Olía a tabaco y a vino rancio, pero las mesas estaban limpias, el local no tenía televisión, al dueño le gustaba el jazz y la cocinera preparaba el mejor cordero al chilindrón del mundo.

Esa noche cenaron ajoarriero y dieron buena cuenta de una botella de vino blanco. Marcela se abstuvo de pedir nada más. Lo que necesitaba en esos momentos no estaba en el fondo de un vaso.

—¿Un mal día? —le preguntó Damen cuando llegaron al piso de Marcela.

—Una semana de mierda —respondió ella mientras se quitaba las botas y las lanzaba de una patada al otro extremo de la habitación. Se sentó sobre la cama y se retiró el pelo mojado de la cara. La niebla, la maldita niebla, húmeda y densa, cargada de gotas heladas que se pegaban a la ropa, al pelo, a la piel. A la vida.

—Debería haberte acompañado a Biescas, al funeral.

Marcela sacudió la cabeza.

—No, no habría sido buena idea. Conseguí a duras penas superar el trago, pero si hubieras estado allí me habría derrumbado. A punto estuve de hacerlo, de hecho. Y después, cuando todo el mundo me hubiera acribillado a preguntas sobre quién eres, me habría cabreado tanto que no me habría aguantado ni mi propio hermano.

—Aun así… —insistió él.

—Te lo agradezco. —Marcela lo acalló con un beso—. Eres todo un caballero, pero ya pasó. La vida está delante, ¿recuerdas? Hemos hablado de esto un millón de veces.

—Bla, bla, bla… Hablas y hablas, pero luego no te aplicas el cuento.

—Bla, bla, bla… —lo imitó ella con sorna—. Menos palabrería, inspector.

Esta vez, Marcela se dejó hacer. No tomó las riendas, no exigió, no decidió el ritmo ni la posición. No rio, exclamó ni gruñó. Cayó laxa en la cama, alzó los brazos sobre la almohada, desnuda y sin fuerzas, y permitió que Damen recorriera su tatuaje, las ramas bajo sus pechos, las hojas caídas sobre su vientre. Los cuervos alzando el vuelo. El corvato agazapado.

Ahora, tranquilos y relajados, cubiertos por el edredón e iluminados sólo por la luz de las farolas que atravesaba la ventana desde la calle, lanzaban al aire bocanadas de humo blanco. Damen sostenía sobre su pecho un cenicero de cerámica y fumaba con los ojos cerrados. Sólo lo hacía cuando estaban juntos. Era una mala influencia para él. El reloj de péndulo del salón marcó las dos. Marcela suspiró, apagó el cigarrillo con cuidado y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Tienes que irte? —le preguntó amodorrada, casi sin mover los labios.

—Sólo si tú quieres.

—No quiero.

Damen dejó el cenicero en la mesita y la abrazó. Ella cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, no vio nada al otro lado de sus párpados. No había imágenes terribles, ni sombras apresuradas, ni manos enguantadas en quirófanos blancos. Ni siquiera estaba su madre. Sólo silencio y paz. Suspiró de nuevo y se dejó mecer por una sensación que sabía bien que se esfumaría al alba.

Bajo la piel

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