Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 13

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Victoria García de Eunate vivía en una preciosa casa unifamiliar en Artica, una urbanización de lujo anexa a un pequeño núcleo urbano de edificaciones antiguas y caminos sin apenas asfaltar. Sin embargo, las viviendas de reciente construcción habían revalorizado el terreno hasta convertir esas parcelas inclinadas en la ladera del monte y demasiado cerca de la autovía en un lugar en el que sólo unos pocos podían permitirse el lujo de vivir. Grandes casas rodeadas de un amplio jardín y ocultas tras altas verjas y tupidos setos convivían con otras más sencillas, en las que los alféizares y las ventanas de madera todavía acogían a gatos que dormían la siesta al sol. Balcones con geranios frente a piscinas climatizadas. Estaba claro quién iba a ganar la batalla.

La vivienda que buscaban no era la más grande, ni tampoco la más ostentosa, pero seguramente era una de las más bonitas entre las nuevas construcciones. No sobresalía del entorno, como lo hacían otras, que no habían escatimado en cemento, acero y cristal, sino que los gruesos muros de piedra se habían revestido de madera y pizarra. Incluso las partes metálicas estaban embozadas de modo que parecieran naturales.

Si no hiciera tanto frío, a Marcela le habría encantado caminar descalza por el césped, verde y brillante por la reciente lluvia.

Miguel se detuvo a su lado y observó lo que le rodeaba.

—¿Cuánto crees que cuesta esta casa? —preguntó tras dejar escapar un silbido de admiración.

—Unos setecientos mil euros, acercándose al millón —respondió ella sin dudarlo—. Depende de los metros construidos, el tamaño de la parcela y los extras que tenga, como piscina, frontón, porche… —Se giró y miró a su compañero, que ahora estudiaba la casa con el ceño fruncido—. Vi alguna cuando recibí el dinero por el piso que compartía con Héctor —reconoció.

—¿No encontraste ninguna a tu gusto? A mí me valdría cualquiera.

—Demasiado cerca de la ciudad, buscaba algo un poco más alejado del mundanal ruido. —Marcela se encogió de hombros y echó a andar hacia la casa.

—Zugarramurdi está algo más que «un poco alejado».

—Perfecto para mí.

Sonrió y siguió avanzando.

El acceso de la valla exterior estaba abierto, así que la cruzaron y llegaron hasta la puerta. Llamaron al timbre, dieron un prudente paso atrás y esperaron. La casa permaneció muda. Volvieron a llamar y, cuando se convencieron de que nadie abriría, decidieron rodear la vivienda y comprobar todas las entradas.

No habían dado ni dos pasos cuando un coche se detuvo junto a la verja haciendo chirriar las ruedas. Instintivamente, los dos se llevaron la mano al arma y esperaron en silencio. Dos hombres uniformados, con el distintivo en la chaqueta de una empresa de seguridad, se acercaron a ellos. Sus manos estaban en la misma posición que las de Miguel y Marcela.

—Han violado una propiedad privada —gritó uno de ellos.

—Policía —respondió Miguel.

Lejos de relajarse, los dos hombres se separaron y sacaron sus revólveres.

—Mierda —masculló Marcela en voz baja—. ¡Agentes de policía de servicio! —gritó—. Bajen las armas y nos identificaremos.

Los guardias enfundaron lentamente sus pistolas, pero no soltaron la culata en ningún momento.

Marcela sacó muy despacio la placa que llevaba colgada del cuello y que había quedado cubierta por el abrigo. Poco a poco, Miguel la imitó y ambos mostraron sus credenciales a los desconfiados guardias. Todavía encorvados, en posición de defensa y con todos los músculos del cuerpo tensos, se acercaron a ellos paso a paso, sin dejar de observarlos. Marcela y Miguel mantuvieron en alto sus placas hasta que casi se empañaron con el aliento de los vigilantes. Los dos tipos eran altos, musculosos y relativamente jóvenes. Supuso que la empresa para la que trabajaban había reservado a sus mejores ejemplares para atender la urbanización de lujo, relegando a los más mayores y a las mujeres a los supermercados y al transporte de efectivo. A los ricos hay que servirles bien, pensó Marcela.

Enfundó al mismo tiempo su arma, su mal genio y su espíritu proletario y se irguió ante los vigilantes, todavía en actitud desafiante.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó uno de ellos.

—Tenemos una orden —mintió Miguel—. Buscamos a la propietaria de la casa.

—¿Podemos ver esa orden?

—No, no pueden —ladró Marcela, encarándose con el que tenía más cerca—. De hecho, lo único que estáis a punto de ver son nuestras esposas en vuestras muñecas como sigáis entorpeciendo la labor policial. Dad media vuelta y salid del jardín inmediatamente. Podéis quedaros en la carretera o marcharos, lo mismo me da, pero no quiero ver vuestra cara a este lado de la verja, ¿queda claro? Y desconectad la alarma antes de iros, no queremos más intromisiones ni que un descerebrado con un revólver nos pegue un tiro, ¿de acuerdo?

Los guardias se miraron y, sumisos, hicieron lo que les ordenaban. Luego regresaron al coche en el que habían llegado y que seguía atravesado en la calzada.

—No soporto a los chulos —masculló Marcela cuando estuvieron lo bastante lejos.

—Les podíamos haber preguntado si han visto movimiento en la casa en los últimos días —se quejó Bonachera—, si había saltado la alarma o si tenían conocimiento de que la casa iba a estar vacía un tiempo…

—Llamaremos a la central. Anota el nombre de la empresa.

—No te darán ni la hora.

—Veremos —zanjó Pieldelobo, que se encaminó hacia la entrada trasera—. Échale un vistazo a la cristalera. Quizá esté abierta.

Bonachera la miró y asintió. Se acercó al enorme ventanal que daba a un jardín bien cuidado y observó la cerradura. Igual que la principal, la puerta se abría introduciendo un código numérico en un teclado instalado en el dintel.

—¿Pedimos una orden? —preguntó.

—Depende de lo que encontremos —respondió ella—. Nadie ha denunciado su desaparición, ¿verdad?

—No, que yo sepa —confirmó Bonachera—. Lo comprobaré en cuanto lleguemos.

Golpetearon el cristal con los nudillos y observaron el interior con la nariz pegada al vidrio. No percibieron ningún movimiento. La casa permanecía silenciosa y oscura. Rodearon el edificio, oteando por las ventanas de la planta baja, y luego se alejaron un poco de la fachada para intentar atisbar el primer piso. De nuevo, nada.

—Aquí no hay nadie —murmuró Bonachera.

—Vámonos —ordenó Marcela—. Buscaremos a su familia. Padres, hermanos…

—Amigos, compañeros de trabajo… Conozco el protocolo.

No vieron por ningún lado a los guardias de seguridad cuando abandonaron la casa. Marcela supuso que habrían seguido con su ronda y cruzó los dedos para que recordaran sus palabras. Una frase lanzada con la suficiente autoridad desde detrás de una placa solía grabarse a fuego en la memoria del destinatario.

Como de costumbre, el subinspector se colocó tras el volante mientras Pieldelobo se abrochaba el cinturón. Abandonaron el tranquilo camino residencial y se sumaron al tráfico de la autovía.

—¿Crees que el bebé ha salido de esta casa? —preguntó Bonachera sin apartar la vista de la calzada. Los vehículos zigzagueaban de un carril a otro, adelantando a los más lentos para llegar diez segundos antes adondequiera que fueran.

—No tengo ni idea. Pide pruebas de ADN del crío y que las comparen con la sangre del accidente. Seguiremos sin saber si la víctima está viva o muerta, o si se ha ido por propia voluntad o se la han llevado, pero al menos tendremos una foto y un nombre.

—Tenemos un nombre, Victoria García de Eunate —le recordó el subinspector.

—Sólo sabemos que lleva varios días sin ir a trabajar y que no está en su casa, nada más. Alquiló el coche con su tarjeta, pero se la pudieron robar o pudo haberla perdido. Y no tiene hijos, no lo olvides. Un detalle como ese no pasa desapercibido.

Apenas había puesto un pie en el edificio de comisaría cuando una voz masculina gritó su nombre.

—¡Andreu te está buscando! —anunció el agente de guardia desde la garita de recepción. Tenía el teléfono en la mano y lo sacudía hacia el cristal, como si pudiera pasarle la llamada a través del metacrilato reforzado.

—¿Qué quiere el comisario?

—No tengo ni idea, pero acaba de llamar.

—No le digas que estoy aquí, tengo que volver a salir ahora mismo, sólo he venido para hacer algo de papeleo y…

—Te ha visto, inspectora —le cortó el oficial, acabando de un golpe con cualquier posibilidad de escapatoria—. Estaba en la ventana y te ha visto llegar.

—Vale —se rindió—, dile que ya subo.

No es que evitara hablar con el comisario César Andreu porque tuviera una mala relación con él. Mantenían un trato correcto, distante siempre que era posible, cordial cuando el momento así lo exigía, siempre educado, dentro de los límites de cada uno, sin salirse nunca de su papel. Él, el de su máximo superior. Ella, el de la inspectora efectiva que no daba problemas. Casi nunca.

A pesar de sus desencuentros a lo largo de los años, cuando el nombre de su entonces marido saltó a la palestra en relación con el escándalo financiero que dio con sus huesos en la cárcel, Andreu estuvo siempre al lado de su inspectora, defendiendo su inocencia y exigiendo la carga de la prueba a quienes la acusaban. La amparó sin fisuras, aunque antes tuvo que responder a sus preguntas en un interrogatorio «privado» que se prolongó durante más de seis horas. Sólo cuando estuvo convencido de su inocencia dio la cara ante la opinión pública y cerró filas a su lado.

El auxiliar del comisario la saludó desde su mesa y le indicó con un gesto que pasara. La puerta estaba entreabierta. Llamó quedamente con los nudillos y entró en el despacho de Andreu. El comisario la esperaba de pie junto a la misma ventana desde la que la había visto llegar.

—Jefe —saludó. César Andreu se volvió despacio y le dedicó una breve sonrisa antes de dirigirse a su mesa y sentarse. Marcela permaneció de pie.

—Inspectora Pieldelobo, siéntese, por favor. —Guardó silencio mientras ella ocupaba una de las sillas del otro lado del escritorio—. Quiero que sepa cuánto siento la muerte de su madre. Sé que llevaba tiempo enferma, pero uno nunca está preparado para una pérdida como esa.

—Gracias —musitó, sorprendida.

—Los psicólogos del cuerpo están a su disposición. Si necesita hablar con alguien, no lo dude. Las hijas están especialmente unidas a su madre, es algo que veo incluso en mi propia casa. Los chicos son otra cosa, pero las chicas… —Dejó escapar un suspiro mientras Marcela se esforzaba por mantenerse seria y serena. No sabía si indignarse o echarse a reír, así que optó por el punto intermedio: la impasibilidad.

—Gracias —repitió—, pero no creo que sea necesario. En cualquier caso, lo tendré en cuenta. Jefe —continuó—, necesito presentar una solicitud. Voy a cursar una orden de busca y quiero desplegar cuanto antes todos los efectivos que sea posible.

El comisario se enderezó en la silla y apoyó los brazos sobre la mesa.

—¿A quién busca?

—A Victoria García de Eunate. El domingo nos llegó el aviso de que habían encontrado un coche accidentado cerca del depósito de aguas. Había sangre y marcas de frenadas de al menos dos vehículos, pero ni rastro del conductor, ni vivo, ni muerto, ni herido. —Andreu la escuchaba con atención, así que continuó—. Encontramos una pequeña maleta con ropa infantil en el maletero. El lunes, una agente me informó de que unos operarios de la depuradora cercana habían encontrado un bebé abandonado en el aparcamiento trasero de las instalaciones, y ese mismo día conseguimos identificar a la persona que había alquilado el coche siniestrado: Victoria García de Eunate. A partir de aquí todo es muy confuso. Hemos acudido a su domicilio, sin resultados, y en la empresa para la que trabaja, AS Corporación, afirman que no tiene hijos. Pero la mujer sigue sin aparecer, por eso quisiera desplegar el operativo de búsqueda y…

—¿Ha estado en su casa y en su trabajo? ¿Tiene una orden?

Marcela no pestañeó. El tono de Andreu se había vuelto duro, áspero. Había pinchado en vena y la sangre empezaba a fluir.

—El subinspector Bonachera y yo estuvimos en la empresa cuando todavía desconocíamos quién había alquilado el vehículo. El gerente nos lo dijo. No fue necesario pedir una orden, cooperaron de buena voluntad. Luego fuimos a casa de la señora García de Eunate para comprobar si estaba allí y si se encontraba bien. No entramos, nos limitamos a mirar a través de las ventanas cuando nadie nos contestó.

—Me ha llamado el vicepresidente de AS Corporación —reconoció por fin el comisario. Se habían acabado los rodeos y los paños calientes—. Le sorprendió que dos de mis efectivos se presentaran en sus oficinas centrales sin previo aviso.

—No solemos avisar cuando buscamos a una persona de interés en el curso de una investigación —se defendió Pieldelobo.

—Como en todo en la vida, hay excepciones. Hay charcos que no conviene pisar si no quieres llenarte de barro, y personas, instituciones y organismos con los que hay que utilizar guante de seda si se pretende obtener resultados.

—¿Los resultados que nosotros queremos o los que quieren ellos? —De acuerdo, sin paños calientes.

—No puede ir por ahí avasallando, inspectora.

—No creo que la persona que nos atendió en la empresa en cuestión se sintiera en absoluto intimidada. Le explicamos la situación, él la comprendió y accedió a darnos el dato que necesitábamos.

—¿No utilizó un tono demasiado alto, unas palabras un poco más gruesas de la cuenta o unas frases cuyo contenido pudiera dar lugar a equívoco? Que sonaran a amenaza, por ejemplo, o que dieran a entender que tenía en su poder una orden inexistente.

—En absoluto.

—Bien. —El silencio se alargó y estranguló el ambiente. El comisario no apartaba la mirada de Marcela, buscando algo, una excusa, o quizá una razón, para lo que fuera que le rondara la cabeza.

—Si me disculpa, tengo que poner en marcha el operativo de búsqueda.

Estaba casi de pie cuando el comisario volvió a hablar y tuvo que sentarse de nuevo.

—A partir de ahora, todo lo relacionado con AS Corporación pasará antes por esta mesa, y yo decidiré si es pertinente o no. Entrevistas, visitas, órdenes, incluso llamadas de teléfono. ¿De acuerdo?

Marcela apretó los labios y aferró con fuerza los brazos de la silla.

—No lo entiendo. Esa empresa no está vinculada con ningún delito, al menos de momento. Buscamos a una persona desaparecida, al parecer implicada en un accidente que pudo no haberlo sido. Debería ordenarles a ellos que nos ayuden, y no a mí que me frene.

—Avanzaremos sobre seguro.

—¿Sobre seguro? ¿Seguro para quién, jefe? ¿Y si quien sacó a esa mujer de la carretera trabaja en la misma compañía? ¿De dónde ha salido ese niño? Voy a pedir ahora mismo una orden para registrar su casa.

—Está rozando la insubordinación, inspectora. Le he dado una orden clara y no espero que la comparta, y mucho menos que la discuta. Quiero que la acate. Punto. Usted y sus prejuicios, sus ideas preconcebidas, pueden dañar la reputación del cuerpo si se presenta como un elefante en una cacharrería en el lugar menos indicado y con las personas menos oportunas.

Marcela se puso de pie, sacudió la cabeza a modo de brusca despedida y salió.

—¡Pieldelobo! —oyó gritar al comisario. A pesar del respingo que dio el auxiliar en su silla, ella fingió no haberlo oído y se dirigió a las escaleras.

Encontró a Bonachera en su mesa, concentrado en el teclado del ordenador. Sus ojos seguían el vaivén de sus dedos sobre las letras para no equivocarse al pulsar.

—Estoy con el operativo de búsqueda —le dijo sin mirarla—, enseguida te lo paso para que lo firmes y me pongo con la orden de registro y las pruebas de ADN.

—Que se lo suban al comisario, él lo firmará. O no, no lo sé.

Miguel dejó los dedos en suspenso.

—¿Andreu?

—¿Hay otro comisario?

—¿Qué ha pasado?

—Los de AS se han quejado de nuestra presencia sin previo aviso y, al parecer, hay llamadas que escuecen.

—No creo… —empezó el subinspector.

—Pues créetelo. Que le suban los requerimientos. Avísame cuando los firme, si lo hace. Tengo que salir.

—¿Te acompaño? Esto puede rellenarlo cualquiera…

Marcela no escuchó sus últimas palabras y, si lo hizo, decidió ignorarlas. Bajó las escaleras con los dientes apretados. Cada escalón era un puñetazo, una patada en el estómago, una puñalada. Intentó dejar por el camino la rabia y la frustración, pero seguía rugiendo cuando llegó a la calle y cruzó la acera en busca de su coche.

—¡Esto no es un parking! —escuchó a su espalda.

—¡Vete a la mierda! —respondió sin volverse. Levantó el puño con el dedo corazón extendido y lo sacudió sobre su cabeza—. Que te den, gilipollas.

Bajo la piel

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