Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 15

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Café caliente, una ducha rápida, un beso en el portal, un adiós acelerado y el repaso mental de las tareas pendientes mientras corría hacia la comisaría. Admiraba y envidiaba la mente tranquila y ordenada de Damen, pero, por mucho que se esforzaba, el caos recuperaba su trono un minuto después de haberlo perdido.

El subinspector Bonachera la esperaba sentado en su despacho, repasando el escueto contenido de una carpeta amarilla.

—¿Novedades? —saludó Marcela.

Miguel se volvió hacia ella y sonrió.

—Buenos días, inspectora. Nada nuevo bajo el sol.

—Algo bueno tiene que pasar para que sonrías como un idiota a estas horas de la mañana.

—Nada relacionado con el trabajo, por desgracia. El jefe no ha firmado nuestros requerimientos. Sobre la orden de búsqueda y el despliegue operativo, afirma que, si nadie ha denunciado una desaparición, no tenemos nada que buscar.

—Ese tío es imbécil… —masculló en voz baja.

—Así que te puedes imaginar —continuó Bonachera— que también se ha negado al registro del domicilio y del despacho.

Pieldelobo abrió y cerró los cajones con fuerza. La furia le había hecho olvidar qué estaba buscando.

—Dime al menos que Domínguez ha mandado algo.

Bonachera negó con la cabeza.

—Me temo que la Reinona se está riendo de nosotros. No tenemos nada, ni preliminar ni definitivo. Y no te molestes en ir a buscarlo. Tenía que testificar en Zaragoza y se ha marchado esta mañana hecho un pincel.

—¡Las pruebas son inequívocas! —exclamó Marcela.

—Los indicios son inequívocos —la corrigió Miguel—. El jefe no va a dar su brazo a torcer. Seguiremos los cauces habituales y esperaremos a ver si pasa algo. Y si en un par de días no hemos dado con nada nuevo, carpetazo y a otra cosa, ya lo verás.

—Esa mujer alquiló un coche, cogió a su hijo y huyó de su propia casa. Nadie conocía la existencia de ese bebé, al menos no oficialmente, pero me juego la placa a que la fecha de su baja por enfermedad coincide con los últimos meses de embarazo y el parto.

—¿Y el padre?

—En la casa había ropa de hombre.

De pronto, una luz se abrió paso entre la anarquía de su mente. Rebuscó en la mochila hasta encontrar su móvil y abrió la galería de fotos. Pasó despacio las que había hecho en casa de Victoria García de Eunate. Los muebles, los cuadros, las habitaciones, el baño, los cajones… La camisa masculina con unas iniciales bordadas. Dejó el teléfono y tecleó rápidamente en su ordenador. Encontró la página que buscaba, navegó despacio por su directorio y bufó cuando confirmó lo que su intuición le apuntaba. Luego volvió a coger el móvil y amplió la foto para disipar cualquier duda.

—Qué cabrón —musitó para sí.

—¿De quién hablas?

Bonachera se acercó a ella y miró la foto por encima de su hombro.

P. A. S.

Bordado en brillante hilo azul sobre el bolsillo de una camisa italiana de algodón.

—Qué cabrón —repitió Marcela.

—Al menos —añadió el subinspector— el comisario ha autorizado el análisis del ADN del bebé y la comparativa con el de la sangre encontrada en el coche siniestrado.

—Él es el padre —masculló.

—¿Quién?

—P. A. S. —recitó Pieldelobo como un mantra—. Pablo Aguirre Sala. El presidente de AS Corporación y conocidísimo mecenas. Le pisa los talones a Amancio Ortega.

—Te veo muy segura…

Marcela giró el teléfono que tenía en la mano y le puso la foto a un palmo de su nariz.

—Yo no he visto esta foto —dijo Miguel muy serio—, y negaré que estuviera en tu teléfono. Deberías borrarla ahora mismo si sabes lo que te conviene.

—Es él —insistió ella, sorda a las recomendaciones de su compañero.

—Es posible. O quizá no. Una camisa en su casa no lo convierte en el padre de la criatura.

—Una camisa y un cepillo de dientes.

—Aun así, no tienes nada. Esa mujer podría ser una loca obsesionada con su jefe que se dedica a recopilar trofeos que robaba vete tú a saber dónde.

—Búscame información sobre ese hombre —ordenó.

—Marcela…

—Ahora. O mejor déjalo, puedo hacerlo yo misma.

—Lo haré yo —cedió por fin—. Buscaré en las redes sociales y en las webs corporativas. No podemos utilizar las bases de datos oficiales.

—De acuerdo, gracias. Y dime algo también sobre la familia de la desaparecida. Quiénes son y dónde viven.

El móvil comenzó a vibrar en su mano. Un número de teléfono se impuso a la imagen de la ropa en el cajón. Sin dudarlo, Marcela pulsó el botón rojo y cortó la comunicación.

—¿Un novio pesado? —bromeó Bonachera.

—Peor —respondió ella sin más—. Salgo a desayunar, necesito algo sólido para poder pensar.

—La comida templa el carácter. Que aproveche. Espero tener algo cuando vuelvas.

Un viento gélido, heraldo del invierno cercano, arañaba las copas de los árboles para arrancarles las últimas hojas que todavía quedaban prendidas de sus ramas. Marcela se subió el cuello de la chaqueta, demasiado fina para ese tiempo, y escondió las manos en los bolsillos.

Había conseguido salir de la comisaría sin llamar la atención. No tenía ningún plan más allá de entrar en un bar en el que no la conociera nadie, ponerse los auriculares para alejar a cualquiera que tuviera intención de darle conversación y comer y beber hasta que la rabia que le hervía en el estómago dejara de borbotear. Sabía que serviría de poco, que en unas horas la furia regresaría, pero por algún sitio había que empezar. Odiaba la política, la falsedad y los matrimonios de conveniencia entre personas, partidos e instituciones.

Yo te rasco y tú me rascas. Qué asco.

Aflojó la mandíbula. Tenía que dejar de apretar los dientes o se partiría una muela. El comisario no valía una visita al dentista. Ni los jefazos de todas las empresas y conglomerados. No podía tolerar que personas por completo ajenas a la policía interfirieran en una investigación. Y lo estaban haciendo. Su obligación era, entonces, sortear los obstáculos y llegar a la meta. Necesitaba saber qué había ocurrido en aquel accidente, dónde estaba el conductor, o la conductora, y por qué una madre había abandonado a su hijo en un parking solitario.

Preguntas, preguntas. La falta de respuestas le iba a provocar una úlcera.

No había dado ni dos pasos en dirección al casco antiguo cuando una voz de mujer gritó su nombre. Ni siquiera el viento y su fragor foliáceo consiguió acallar el sonido que la hizo detenerse.

Se giró y ahí estaba, impecable como siempre, con las ondas rubias de bote bandeando sobre su cabeza y envuelta en un severo abrigo gris. Sujetaba las solapas con las dos manos tan fuerte que tenía los nudillos blanquecinos, lo que le hizo sospechar que se trataba más bien de una maniobra para disimular sus nervios.

—¡Marcela! —repitió, a pesar de que ya se había parado. La mujer avanzó unos pasos raudos y cautelosos sobre sus botas de tacón hasta detenerse frente a ella.

Marcela la observó unos segundos. Había envejecido bastante en los casi cuatro años que llevaban sin verse. A pesar del esmerado maquillaje y de los carísimos tratamientos faciales a los que llevaba décadas sometiéndose, los disgustos y las noches en blanco habían hecho mella en sus facciones.

—Ángela, eres la última persona a la que esperaba ver. —No se molestó en disimular su disgusto, pero la mujer no pareció darse por aludida, ya que no se movió ni un centímetro ni hizo ademán de sentirse ofendida por su tono de voz, así que intentó ser más clara—. Me pillas muy ocupada, no tengo tiempo de quedarme a charlar. Te veo bien. Cuídate. Hasta otra.

Ya estaba dando media vuelta cuando sintió la mano de Ángela Crespo, la madre de Héctor, su exmarido, sobre su brazo.

—No me coges el teléfono, por eso he venido.

—Tengo mucho trabajo —se defendió.

—No me respondes a propósito.

Marcela la miró fijamente. No iba a negarlo. Su silencio confirmó las sospechas de la mujer, que bufó mirando al suelo, pero sin soltarle el brazo.

—En serio, tengo que irme.

—Es sólo un minuto, por favor. Si no lo haces por mí, hazlo por Héctor.

Esta vez fue Marcela la que soltó un sonoro bufido.

—Doble motivo para largarme.

Sacudió el brazo para recuperar su posesión y la miró en lo que esperaba que fuera la última vez.

—Lo han trasladado a Pamplona —soltó de pronto.

Marcela detuvo el paso que estaba en el aire.

—¿A Pamplona? ¿Desde dónde?

—Llevaba año y medio en Zuera. Pensé que lo sabrías.

—No sé nada de Héctor desde hace mucho tiempo, y tengo intención de que siga siendo así para el resto de mi vida.

—Te necesita.

—Yo necesitaba que mantuviera las manos lejos del dinero ajeno, y no lo hizo.

—Fui a verlo ayer. Estoy preocupada. Está muy delgado, deprimido… Creo que no se encuentra bien.

—Está en la cárcel. Nadie en su sano juicio estaría bien allí. Tendrá que acostumbrarse —añadió—, porque le queda una temporada ahí dentro.

—Está en Pamplona —insistió su exsuegra como si no la hubiera escuchado—. Quizá podrías hacer algo por él. Ve a verle, por favor, te lo suplico. Solo una visita, y si te parece que no lo merece, no insistiré.

—No lo merece.

—¡Ha cambiado! Se arrepiente de todo lo que hizo, es otro hombre.

—La cárcel suele tener ese efecto en las personas, las cambia, pero lo mejor suele ser siempre pensar antes de actuar. Es un hombre inteligente, sabía que estaba delinquiendo, y a pesar de eso se tiró de cabeza a la piscina del dinero.

—Por favor…

Ver suplicar a esa mujer, en otro tiempo altiva, prepotente, siempre en posesión de la verdad, le resultó sorprendente, pero no gratificante. Tenía que estar muy desesperada para abandonar el refugio del teléfono, presentarse en la puerta de la comisaría y plantarse ante su cara. Pero, aun así, el daño era mucho como para olvidarlo en un segundo.

—No interferí antes y no lo voy a hacer ahora. No pienso jugarme mi carrera por un ladrón de medio pelo.

Ángela amagó un gesto que quiso ser una bofetada, pero se frenó a tiempo. Tras una última mirada desafiante, la mujer dio media vuelta y la dejó allí plantada, con los brazos separados del torso, listos para la pelea, los dientes apretados y la cabeza ardiendo.

Cumplió con el protocolo a rajatabla: primero, un contundente bocadillo con carne y queso que ayudó a pasar con una cerveza. Consultó el reloj que amarilleaba sobre la barra. Eran casi las doce del mediodía; podía atacar la segunda fase sin remordimientos y con el estómago lleno. Pidió un Jäger en vaso helado y un café solo. Había cogido un periódico de la barra y llevaba media hora pasando las hojas con desidia. La noticia del coche siniestrado ocupaba un pequeño recuadro en portada y poco más en el interior, una información anodina sin imágenes ni demasiados detalles. Lo que no encontró fue ninguna referencia al bebé hallado junto a la depuradora, y eso, en su opinión, tendría que haber sido noticia de portada.

Ella nunca llegó a ocupar los titulares, pero su marido sí. Su exmarido.

Necesitaba sacarse a Héctor de la cabeza, centrarse en Victoria, en el coche accidentado, en el surco de sangre, en encontrar el hilo del que tirar, y en lugar de eso allí estaba, recordando a su exmarido como una adolescente herida.

Héctor.

Alto, muy atractivo, de hombros anchos, manos fuertes y dedos largos. Pelo castaño y ojos oscuros. Y una sonrisa amplia y franca.

Se conocieron durante un caso en el que él ejercía la acusación particular. Era un abogado recién licenciado, pero el buen nombre de su familia le había abierto las puertas de un prestigioso bufete. La austera toga negra no conseguía disimular su cuerpo esbelto ni la elegancia de sus pasos. Marcela, sentada en el banco de los testigos, tardó en darse cuenta de que le escuchaba hipnotizada y seguía su deambular por la sala sin apenas pestañear.

Ella testificó como la profesional que era, impecable con su traje oficial y la gorra en la mano. Saludó marcial y él le devolvió una sonrisa que después vería en sueños.

Un par de noches más tarde se encontraron en un bar que no había pisado en su vida y al que acudió por insistencia de uno de sus compañeros de comisaría. Uno que sonrió complacido cuando Héctor se acercó a saludarlos. Su colega cumplió con su cometido y se alejó discretamente de ellos. La habían engañado, pero no le importó. Ya ajustaría cuentas otro día. Esa noche se dedicó a charlar, a beber y ¡a bailar! Porque Héctor sabía bailar, se movía con soltura, con clase, y además parecía que le gustaba. Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, Marcela no recordaba una imagen más sexi que la de Héctor moviéndose al ritmo de la música.

Un año después se fueron a vivir juntos, y pocos meses más tarde, ante la insistencia de la familia de él, Marcela accedió a casarse. Boda civil y nada de vestido blanco ni damas de honor. Aun así, brilló con su vestido de encaje plateado. Un precioso ramo de rosas rojas rompía la monocromía, rivalizando con el color de sus labios y el rubor de sus mejillas. Era feliz.

No conservaba ni una sola fotografía de aquel día. Las metió en una caja y las quemó en la chimenea cuando se refugió en Biescas para lamerse las heridas.

Héctor.

Maldito cabrón.

Ascendió rápido en la empresa y pronto abandonó los juicios penales para dedicarse al derecho financiero, donde destacó como en todo lo que hacía. Compraron un piso mejor, viajaron y disfrutaron de la vida. Cenas con amigos, escapadas románticas… Luego empezaron a hablar de tener hijos.

Hasta que un día el comisario Andreu le ordenó que subiera a su despacho. Supo desde el principio que algo iba mal, pero nunca habría imaginado hasta qué punto. Ella obedeció, entró, cerró la puerta y se sentó donde el comisario le indicó.

Y después, sin el menor miramiento, soltó la bomba. En ese mismo instante, efectivos de la Policía Nacional estaban procediendo a la detención de Héctor Urriaga y de buena parte de sus socios, así como de varios empresarios y financieros en Pamplona y en otras ciudades de toda España. La lista de delitos era larga, y las pruebas, contundentes.

Héctor.

Hijo de puta.

Le cayeron ocho años. Ya llevaba más de tres encerrado y calculaba que tardaría uno más en empezar a disfrutar de permisos penitenciarios y otro en conseguir el tercer grado o incluso la libertad condicional.

Pero, para ella, Héctor estaba muerto. Muerto y enterrado.

Cuando ingresó en prisión, empaquetó todas sus cosas y se las llevó a Ángela, vendió el piso, liquidó la hipoteca e ingresó la mitad exacta de lo que quedó en una cuenta a nombre de Héctor que el Estado intervino de inmediato; pidió el divorcio y, por último, a modo de exorcismo final, quemó todas sus fotos mientras lloraba aferrada a la mano de su madre. Desde entonces no había vuelto a derramar ni una lágrima. Llora por quien lo merezca, le decía su padre cuando era niña.

Fue por entonces cuando empezó a beber y recuperó el hábito de fumar, que había abandonado poco después de casarse. No le culpaba por eso, él no le puso el vaso en la mano ni lo llenó de Jäger, cerveza o vodka, según el día. Sin embargo, empapar el alma en alcohol era lo único que le funcionaba para seguir adelante, soportar el dolor y la vergüenza y ahogar sus ansias de venganza.

Poco a poco el dolor se aplacó y la indiferencia llegó bañada en licor ambarino, así que afianzó sus nuevas rutinas, se cortó el pelo, alquiló un piso, ascendió a inspectora y comenzó a trabajar a su manera.

La acusaban de tener mal carácter, de ser mala compañera y de correr en solitario. La gente le había dado mal resultado, así que para qué detenerse.

Apartó la cerveza que se calentaba sobre la mesa. Necesitaba tener la mente despejada.

Tenía que hacer algo, no podía seguir de brazos cruzados sin saber qué había pasado junto al depósito de aguas. No había un cadáver, ni siquiera un herido. Sólo preguntas. Sacó el móvil y tecleó un mensaje con rapidez. Un minuto después el aparato vibró sobre la mesa. Sonrió, pensando en que si Bonachera tuviera un club de fans, ella sería la presidenta. El subinspector acababa de proporcionarle la espoleta que necesitaba: la dirección de la familia García de Eunate.

Y era buena hora para una visita social.

Tardó treinta minutos en llegar a su coche y recorrer los cinco kilómetros que la separaban de Zizur Menor. Algo menos de dos mil quinientos habitantes y una renta per cápita mareante. Condujo despacio por las calles repletas de grandes casas, verdes jardines y adosados de tres plantas. Google le había soplado que la localidad había cuadruplicado su población en las dos primeras décadas del siglo XXI gracias, en parte, a la proximidad de la Universidad de Navarra, un centro de estudios privado dirigido por el Opus Dei que atraía cada año a miles de estudiantes, profesores y expertos de distintas disciplinas que podían permitirse pagar las elevadas matrículas de la universidad, situada, por lo demás, en la élite del país.

El navegador la guio hasta la puerta de la casa que ocupaba la familia de Victoria García de Eunate. Aparcó junto a la acera, se ordenó el pelo con las manos, se pasó los dedos índices por las cejas y se estiró la camisa.

Estaba lista.

Pulsó el timbre con decisión y confió en que el tenue zumbido se oyera alto y claro en la casa, situada al menos a treinta metros de la entrada.

—¿Sí? —preguntó una voz metálica a través de la caja gris clavada al muro.

—Soy la inspectora Pieldelobo, de la policía de Pamplona. Necesito hablar con los señores García de Eunate.

—Un momento.

El momento se prolongó durante cinco largos minutos. Estaba a punto de pulsar de nuevo el botón niquelado cuando un ligero crujido separó las dos hojas metálicas de la valla exterior. Empujó con cuidado y entró en los dominios de la familia.

El jardín estaba atendido con tanto esmero que el césped habría sido la envidia de cualquier entrenador de fútbol. A la derecha, un camino embaldosado conducía hasta una pérgola de madera con una mesa y varias sillas en su interior. A la izquierda, una piscina cubierta de al menos quince metros de largo, con las láminas de metacrilato ya desplegadas para poder seguir utilizándola una vez acabado el verano.

Estudió la casa mientras avanzaba hacia la entrada. Paredes de piedra grisácea, balcones blancos, modernos ventanales de cristal reforzado, un tejado inclinado que insinuaba un amplio ático. Al lado, una construcción más pequeña, posiblemente un garaje, dedujo Marcela, en el que cabrían con holgura al menos tres coches.

Una mujer de mediana edad la esperaba en la puerta cuando llegó. Vestida con un sobrio uniforme negro, delantal blanco con puntillas y pechera, una diminuta cofia y guantes inmaculados, su visión le produjo a Marcela la impresión de haber viajado en el tiempo hasta los años cincuenta. Había visto sirvientas así en las películas, la última, de hecho, en una de nazis en la Segunda Guerra Mundial, y su mente las había creado al leer casi cualquier novela de Agatha Christie, pero no imaginaba que un día se toparía de frente con una de verdad. Esperaba que vestir así tuviera un plus en el sueldo, aunque lo dudaba.

La mujer se hizo a un lado y le señaló el vestíbulo con un gesto. Luego desapareció.

Paseó despacio por el amplio hall. Frente a ella, un cuadro de gran tamaño reproducía con bastante realismo una feliz familia de ocho miembros, los progenitores en medio de la composición y, rodeándolos sonrientes, sus seis vástagos, cuatro chicos y dos chicas. Una de ellas debía de ser Victoria. Sacó el móvil y le hizo una foto lo más deprisa que pudo, sin molestarse en enfocar. Guardó el teléfono y se acercó al cuadro. No entendía mucho de arte, pero aquella obra no había salido de la mano de ningún aficionado. La firma no le decía nada, aunque eso no era una sorpresa. Lo asombroso habría sido lo contrario.

El rítmico golpeteo de unos tacones la devolvió a la realidad. El toc-toc-toc cada vez más cercano anunciaba que quien venía, con suerte, sería la madre de Victoria, la señora de la casa, aunque bien podría tratarse de otra sirvienta. Dedujo que, a esas horas, el patriarca estaría trabajando, fuera lo que fuese a lo que se dedicaba.

Una réplica casi exacta de la mujer del cuadro se materializó ante ella. Media melena rubia perfectamente peinada para que enmarcara un rostro demasiado bronceado para esa época del año, labios falsos, pómulos falsos y ojos falsamente elevados. Perlas en las orejas, el cuello y las muñecas, y un traje chaqueta clásico que su madre, que fue modista de joven, habría catalogado sin dudarlo con el nombre de algún diseñador famoso o alguna primera dama norteamericana.

La mujer no le ofreció la mano y Marcela tampoco hizo ademán de saludar más allá de un cortés movimiento de cabeza.

—Soy la inspectora Pieldelobo, de la comisaría de Pamplona.

—María Eugenia Goyeneche. Usted dirá.

—Estoy buscando a Victoria García de Eunate.

—Es mi hija, pero no vive aquí. ¿Ha ocurrido algo?

—No lo sabemos con seguridad. El domingo se encontró un coche accidentado cerca de Aranguren. No había nadie en el interior, pero por el registro supimos que el vehículo había sido alquilado por su hija.

—Victoria tiene su propio coche… ¿Está bien? Dice que no había nadie allí.

—Cierto, aunque todo parecía indicar que al menos una persona había resultado herida. Buscamos a su hija para comprobar si está bien y para determinar su implicación en el accidente. ¿La ha visto o han hablado desde el domingo?

—No, la verdad es que no. Si no recuerdo mal, la última vez que hablé con ella fue el lunes o el martes de la semana pasada.

—¿Notó algo raro en ella?

—En absoluto, ¿a qué se refiere?

—A nada en concreto. ¿Sería tan amable de llamarla ahora? Al móvil, al trabajo, a su casa… Todos los teléfonos de contacto que tenga.

La mujer dudó un momento antes de asentir.

—Supongo que no importa. ¡Emilia! —llamó. Una mujer distinta a la que le había abierto la puerta, pero vestida con idéntico uniforme, cruzó rauda el vestíbulo hasta situarse a metro y medio de su jefa. Cabeza gacha, manos entrelazadas sobre el delantal—. Mi móvil, por favor. Lo he dejado en la salita de abajo.

Sin hablar, Emilia caminó deprisa con pasos cortos y sin hacer más ruido que el discreto frufrú de su falda negra almidonada.

—¿Tiene su hija alguna amiga o amigo especial? ¿Un novio? Quizá esté en su casa.

—No sé nada de la vida social de mi hija —cortó tajante.

Todavía no había movido ni un músculo de la cara, aunque pensó que quizá fuera porque no podía. Como Cher, o Nicolas Cage.

Una sombra en negro y blanco se deslizó hasta ella. Emilia le entregó el teléfono móvil, inclinó la cabeza, volvió a juntar las manos y se marchó.

María Eugenia Goyeneche se sentó en una de las elegantes butacas dispuestas junto a la pared y comenzó a trastear con el móvil. La luz blanca que la iluminó desde abajo hizo patente por un segundo una piel estirada y el brillo artificial de un maquillaje casi profesional. Marcela no pudo evitar repasar su propio aspecto. Tenía una piel agradecida, sin apenas arrugas y con buen color natural, y unas pestañas oscuras y tupidas que le permitían no tener que maquillarse para resaltar sus ojos verdes, brillantes de día, como el mar furioso de noche y casi negros cuando se dejaba abatir por la tristeza. Se había peinado en el coche, así que no tenía que preocuparse por el pelo, y llevaba ropa limpia y estirada. Bien, hoy no avergonzaría al Cuerpo Nacional de Policía.

La broma que solía hacerle su madre al referirse a su falta de atención al arreglarse la distrajo un momento de lo que estaba ocurriendo allí. Había perdido la cuenta de las veces que la señora Goyeneche se había llevado el teléfono al oído para intentar una nueva llamada, pero al menos estaba segura de que no había pronunciado ni una sola palabra. Su hija no respondía.

Un par de minutos después, la mujer se levantó, se estiró la falda y dejó despacio el móvil sobre la mesita. Tenía los ojos clavados en la madera del suelo y la mente muy lejos de allí.

—Señora Goyeneche. —Marcela decidió interrumpir lo que fuera que estaba pensando. La mujer pestañeó un par de veces, levantó la cabeza y recuperó el teléfono. Golpeteó con decisión sobre la pantalla y se lo llevó a la oreja, aunque esta vez no se sentó, sino que empezó a pasear nerviosa por el vestíbulo, arriba y abajo. El toc-toc-toc de sus zapatos era más intenso, más rápido y correoso que cuando llegó.

—Ignacio. —Se detuvo en seco cuando el tal Ignacio respondió a su llamada—. La policía está en casa. Una policía. Inspectora, creo. —Le echó una mirada de reojo a Marcela, que no se inmutó—. No, no ha pasado nada. Bueno, no lo sé. —Pausa—. Pregunta por Victoria. —Nueva pausa—. Ya se lo he dicho, pero insiste en que podría estar implicada en un accidente de tráfico. ¿Has sabido algo de ella estos días? —Silencio para escuchar la respuesta—. Ya la he llamado, y nada. Llama tú a Carmen a la oficina, por favor. Yo lo intentaré con los chicos. Bien, adiós —se despidió tras una última breve pausa.

—El teléfono de su hija ¿está apagado o simplemente no responde? —preguntó Marcela.

—Apagado.

—¿Hablaba con su marido?

—Sí. Él tampoco la ha visto últimamente. Va a llamar a su secretaria. Quizá haya salido de viaje por trabajo y olvidó comentarlo.

—¿Eso es habitual?

—No —reconoció tras un momento de duda. Luego se rehízo y empezó a golpetear la pantalla del móvil con el índice derecho—. Tenemos un grupo de Messenger familiar —explicó sin levantar la vista de la pantalla—. Les voy a preguntar a mis hijos si saben algo de Victoria. No entiendo… Esta chica….

Farfullaba frases entrecortadas mientras intentaba concentrarse en lo que estaba escribiendo. Cuando terminó, se sentó de nuevo en la butaca y se quedó mirando el móvil, que permanecía mudo. Pasados unos segundos, levantó la vista y descubrió a Marcela allí plantada, en medio del vestíbulo, de pie.

—Disculpe, inspectora. Soy una maleducada. Por favor, acompáñeme.

Siguió el toc-toc-toc de los zapatos a través de un corto y luminoso pasillo hasta una sala amplia y diáfana amueblada en un estilo clásico pasado de moda pero que concordaba con el resto de la casa y con su dueña.

La invitó a sentarse en uno de los sofás y ella ocupó el otro, que formaba un perfecto ángulo recto con el primero.

—Por favor —empezó la mujer—, cuénteme exactamente qué es lo que ha pasado.

—Como le he dicho antes —repitió Marcela, paciente—, el pasado domingo se encontró un coche siniestrado en un barranco cerca de Aranguren. El accidente debió ocurrir en algún momento del sábado. No había nadie en su interior, ni tampoco en los alrededores, pero el coche fue alquilado con la tarjeta corporativa de su hija, a la que no conseguimos encontrar.

—Bueno, sólo han pasado unos pocos días…

Sus palabras sonaron más a autoconsuelo que a explicación.

—En el maletero encontramos una maleta con ropa de bebé…

—Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…

La mujer entrelazó los dedos y formó un puño con sus dos manos, luego cerró los ojos y empezó a rezar en voz baja, con la cabeza gacha y los párpados apretados. Marcela reconoció el padrenuestro, recitado, eso sí, a una velocidad de vértigo.

—Señora Goyeneche —la llamó—. Necesito hacerle unas preguntas. Es urgente.

A pesar del apremio, ella terminó su plegaria, se santiguó rápidamente y suspiró antes de abrir los ojos y volver a mirar a Marcela.

—Necesitaba…

Una palabra que lo justificaba todo. Incluso el corazón ateo de la inspectora era capaz de comprender la necesidad de recurrir a cualquier dios en un momento de miedo o debilidad, así que asintió y esperó unos segundos más.

—¿Victoria tiene un hijo? —La mujer asintió levemente a modo de respuesta—. Sin embargo, en AS Corporación nos han asegurado que su hija no tiene descendencia.

—Ellos no lo saben —susurró—. Nadie lo sabe. Sólo la familia.

—Un bebé no es algo que se pueda mantener en secreto mucho tiempo…

—¡Lo sé! —exclamó de pronto—. Lo sé —repitió, más calmada—. Nos íbamos a ocupar de todo.

—¿Ocuparse de todo? ¿A qué se refiere?

—Victoria es… Bueno, ella no está casada.

—Hasta donde yo sé, eso no es impedimento para tener un hijo.

—No hay mayor ciego que el que no quiere ver —escupió Goyeneche—. Me parece usted una persona inteligente, inspectora.

—Creo que sobrestima mi inteligencia, porque no acabo de ver el problema.

—No sabe con quién está hablando…

—Me hago una idea, no se preocupe. Y dígame —continuó—, ¿cómo pensaban ocuparse del «asunto»?

—¡No se burle! —le gritó María Eugenia Goyeneche con el dedo índice estirado hacia ella—. Déjeme en paz. Hablaré con mi familia y actuaremos como consideremos oportuno.

Acto seguido se levantó del sofá y Marcela la imitó. Luego la siguió de vuelta por el pasillo hacia la puerta. No llamó a ninguna sirvienta; era más rápido echarla ella misma.

—Dígame —dijo Marcela, sujetando la puerta con la mano para que no le diera en la cara—, ¿quién es el padre de la criatura?

El portazo sonó como un «vete a la mierda» en toda regla.

En realidad, se podría haber ahorrado la pregunta, porque ella ya tenía bastante claro quién era el responsable del disgusto de esa mujer. Igual que sabía con absoluta certeza que esa visita la iba a meter en un lío del que difícilmente saldría indemne.

María Eugenia Goyeneche tuvo que aferrarse al pomo de la puerta por la que acababa de salir aquella policía impertinente para superar el mareo que amenazaba con tirarla al suelo. Se esforzó por recuperar el aliento, por respirar profundamente y alejar los malos pensamientos de su mente, pero pronto se dio por vencida. Cuando algo se torcía, aunque fuera una nimiedad, no podía evitar visualizar los peores escenarios; sin embargo, en esta ocasión sospechaba que sus temores estaban bien fundados. Esperó hasta estar segura de que no iba a caerse, soltó la manilla, dio media vuelta y se encaminó a las escaleras.

—¡Emilia! —llamó cuando inició la ascensión—. A mi estudio.

Se sentó en el borde de una butaca y esperó con los ojos cerrados hasta que escuchó los pasos apresurados de la asistenta.

—¿Se encuentra bien, señora? —Emilia sonaba preocupada, pero aun así mantuvo la distancia y un discreto tono de voz.

—Necesito un té de valeriana —pidió—. Y tráeme las pastillas para los nervios del armarito de mi cuarto de baño. Date prisa, por favor.

Emilia salió sin decir nada, dejando a su paso un leve aroma a comida y el sonido de su falda almidonada. Mientras esperaba, la señora apoyó la cabeza en la butaca y suspiró.

Esa niña…

Victoria siempre había sido su favorita. Su marido se centraba en la educación de los chicos, pero Victoria era una niña tan atenta, cariñosa, aplicada e inteligente que estaba segura de que llegaría tan lejos como sus hermanos. Ana era otra cosa. La menor de sus hijas siempre cuestionaba sus órdenes, era díscola, independiente y desordenada, pero Victoria…

—Mi niña… —suspiró.

Se esforzó por contener las lágrimas. Su niña seguía una senda impecable, hasta que de la noche a la mañana dejó de ser un modelo de virtud para transformarse en Jezabel. ¿Dónde había quedado su temor de Dios, su ejemplaridad, su generosidad sin límite, sus ganas de agradar? Habló con ella, la amenazó, y luego, cuando su marido se enteró de la situación, le fue imposible seguir protegiéndola. Cortaron amarras y la dejaron marchar. La obligaron a marchar. Con dolor, pero conscientes de que era lo único que podían hacer.

Ella seguía esperándola. ¿No volvió el hijo pródigo? Pero Victoria no parecía dispuesta a cambiar de opinión.

Hablaban con frecuencia y se veían de vez en cuando, por supuesto. Fue a casa por Navidad y ella la visitó cuando nació el bebé. Era tan guapo… Su marido nunca se enteró de su viaje relámpago a Madrid, no lo habría entendido ni se lo habría consentido.

Se levantó de la butaca y se dirigió al escritorio que dominaba la sala desde un rincón. Allí se sentaba a leer, escribía cartas a sus amistades y llevaba la organización de la casa. Abrió uno de los cajones, sacó varios cuadernos, cogió un sobre blanco oculto al fondo y sacó una fotografía de su interior.

El pequeño Pablo volvió a dedicarle una enorme sonrisa. Pasó el dedo sobre la imagen, acarició el rostro regordete, las pequeñas manos convertidas en inofensivos puños, el pelo, tan fino y claro que parecía transparente.

Su marido no lo conocía, pero sí el resto de sus hijos, los hermanos de Victoria. Pasase lo que pasase, ella era parte de la familia, siempre lo sería, a pesar de las ácidas críticas que sus hijos varones vertían sobre ella siempre que tenían ocasión. Ocultar la vida de Victoria era la nueva máxima que se había establecido en aquella casa.

Emilia entró en el estudio con una bandeja que depositó sobre la mesa. Colocó la taza y el platillo y después vertió la aromática y humeante infusión.

—Suficiente —le indicó María Eugenia, que acompañó su orden con un gesto taxativo de su mano. La mujer levantó la tetera, volvió a dejarla en la bandeja y sacó un envase azul y blanco del bolsillo de su delantal.

—Sus pastillas, señora. Si puedo ayudarla en algo más…

—Nada, gracias.

Esperó hasta que Emilia hubo salido para dirigirse al mueble que ocupaba el fondo del estudio. Abrió una de las portezuelas y sacó una pequeña botella de plata. Desenroscó el tapón mientras volvía a la mesa y vertió una generosa dosis de líquido incoloro en la taza de té. Luego se sentó de nuevo en la silla del escritorio, sacó una pastilla del blíster y la tragó con un largo sorbo de la infusión.

Cerró los ojos y contempló a su hija. Siempre con una sonrisa, siempre dispuesta a ayudar, a estudiar más, a trabajar más… ¿Cómo pudo seducir a un hombre casado? ¿Cómo fue capaz de arruinar su vida y el nombre de su familia quedándose embarazada?

El sonido de un motor la sacó de su ensimismamiento. Se acercó a la ventana para comprobar quién había llegado. El enorme coche de su hijo mayor rodeaba despacio la finca en dirección al garaje.

Apuró el contenido de la taza, volvió a esconder la fotografía del niño en el fondo del cajón y guardó la botella en el armarito después de echarse a la boca un pequeño caramelo de menta.

Lo oyó subir las escaleras. Se compuso la ropa y se preparó para explicarle la situación. Él se ocuparía de todo, como siempre.

Bajo la piel

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