Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 7
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ОглавлениеTodos los cementerios huelen igual. Ese aroma dulce, empalagoso, de los cipreses enhiestos hacia el cielo, como si apuntaran la dirección que debían tomar las almas que iniciaban allí su incierto viaje. La tierra fresca, removida y amontonada a un lado de la fosa, tenía un olor acre, húmedo.
Marcela siempre había tenido un olfato fino, muy agudo, pero su madre le hizo prometer años atrás que le daría sepultura en tierra, y no en uno de esos nichos que el ayuntamiento había levantado en un lateral del camposanto. Prefería apretujarse entre las lápidas de sus amigos, de sus antepasados y de decenas de personas cuyos descendientes habían formado parte de su vida. Los conocía a todos. En el pueblo todo el mundo sabía quién era quién. Eso era lo bueno y lo malo de los sitios tan pequeños, y una de las razones por las que se marchó. Demasiada gente conocida y demasiada poca intimidad.
El cura levantó las manos hacia el cielo, murmuró unas cuantas frases más y volvió a cruzar los brazos delante del pecho. Luego la miró, y todos los presentes le imitaron. Cincuenta pares de ojos la observaban sin pestañear. ¿Qué querían? ¿Por qué nadie miraba a su hermano, de pie junto a ella? Porque a él estaban acostumbrados a verlo, pero ella era esa rara avis que asoma el pico una vez cada diez años, con suerte. Aquello no era del todo cierto, porque acudía a visitar a su madre con relativa regularidad, sobre todo desde que enfermó, pero apenas ponía un pie en la calle como no fuera para salir del coche el día de su llegada y volver a entrar cuando se iba. El resto del tiempo lo pasaba entre las cuatro paredes de la casona que un día fue su hogar. Su hermano, sin embargo, se había quedado a vivir allí, trabajaba en una fábrica cercana, había formado una familia y sus tres hijos crecían medio asilvestrados, libres y un poco gamberros. Como ellos mismos hacía no tantos años, recordó.
Sintió un golpe en el brazo. Su hermano acababa de darle un codazo. Quizá pudiera leerle la mente y no le gustaba nada lo que estaba pensando.
—La tierra —murmuró en voz baja.
Sí. La tierra. Lo había olvidado.
Avanzaron juntos un par de pasos y se colocaron frente a la fosa a la que ya habían bajado el brillante féretro en el que descansaba su madre. Sesenta años y una cruel enfermedad que la había ido devorando poco a poco por dentro. Fue duro verla empequeñecer, retorcerse, maldecir su suerte. Porque lo peor fue que permaneció lúcida hasta el último día. Incluso tuvo el temple de llamarla a Pamplona para despedirse. Marcela a punto estuvo de no coger el teléfono, pero al final, después de cinco tonos, pulsó el círculo verde y saludó.
—Mamá, me pillas con un lío tremendo.
—Sólo será un momento, de verdad. Estoy con el médico, ha venido esta mañana. Me querían llevar a Huesca, al hospital, pero les he dicho que no, que me quedo aquí, así que ha venido tu tía Esperanza y se quedará conmigo hasta que llegue tu hermano.
—¿Estás peor? ¿Has tenido una recaída?
—No te preocupes, chiqueta, tú tranquila. Yo estoy bien. Cansada, pero bien. Me temo que en mi saco ya no cabe ni un día más.
—Vamos, mamá, te queda cuerda para rato.
Escuchó un largo suspiro al otro lado del teléfono, y luego la voz de un hombre que pronunciaba palabras ininteligibles.
—Bueno, mi niña, te paso con el médico, que quiere hablar contigo. Este es nuevo, no le conoces. —Otro suspiro—. Chiqueta, cuídate mucho. Te quiero.
Marcela se quedó un momento en blanco antes de responder. Nada de aquello era normal.
—Yo también te quiero, mamá.
No estaba segura de si su madre la oyó, porque un segundo después le llegó la voz del hombre, ahora clara y rotunda.
—Señora Pieldelobo, soy el doctor Betés, el médico de su madre.
Oyó el sonido de los pasos del hombre sobre la madera de su casa. Luego una puerta. Se estaba alejando en busca de intimidad. Sólo las malas noticias necesitan privacidad.
—Hola —saludó ella, lacónica, expectante.
—Me temo que el estado de su madre ha empeorado gravemente y de manera irreversible.
—¿A qué se refiere? Acabo de hablar con ella y está bien. Cansada, pero bien —afirmó, repitiendo las palabras de su madre.
—Me llamó ayer a la consulta porque se sentía más agotada de lo normal y vine a verla por la tarde. Una simple auscultación ya me indicó que su corazón está… Bueno, está en las últimas. Insistí en trasladarla a Huesca para hacerle unas pruebas, proceder quizá con un cateterismo, observar el estado de las válvulas coronarias y del resto de los órganos… Podríamos probar con inmunoterapia o algunas sesiones más de quimio, pero se ha negado. Dice que no se quiere mover de aquí. Es tozuda como una mula. De todos modos —suspiró—, como supongo que sabe, el cáncer está muy extendido… Lleva mucho tiempo en paliativos…
Al otro lado del teléfono, Marcela asentía en silencio. Su madre era terca, pero también fuerte. Habían llegado hasta allí y seguirían adelante. No podía estar muriéndose. De ninguna manera. Una madre nunca muere. No hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto. Su madre siempre estuvo allí, incluso en la lejanía, a través del teléfono. Esas carcajadas sonoras, que le retumbaban en el pecho y la obligaban a sonreír. Su madre era una figura inamovible, perenne, segura. Su ancla. Alguien que había formado parte de todas las etapas de su vida, y que seguiría allí para siempre.
Y ahora le estaban diciendo que no, que eso no iba a ser así.
—Su corazón no aguantará demasiado.
—¿Cuánto es «no demasiado»? —consiguió preguntar por encima del nudo de su garganta.
—Unas cuantas horas, un día… No puedo decírselo con exactitud.
—Estaré allí en dos horas. Tres a lo sumo.
Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Le temblaban las manos.
Observó su reflejo en la pared acristalada.
Inspectora Marcela Pieldelobo. Treinta y cinco años. Divorciada. Sin hijos. Destinada en la comisaría de Pamplona desde hacía casi una década. Ninguno de aquellos datos decía nada sobre ella. Frías realidades que apenas raspaban la superficie. Letras y números en el documento de identidad. Nada más.
Se pasó la mano por la cabeza y la dejó caer por la nuca hasta el cuello. La camisa la estaba asfixiando. Hacía mucho calor allí dentro. Inspiró, espiró y apretó los dientes. Luego irguió la espalda y se puso en marcha.
Descolgó el teléfono de su despacho, informó a su superior de que necesitaba ausentarse de inmediato por motivos personales, habló brevemente con el subinspector Bonachera y corrió hasta el coche.
Voló por la carretera, sorteó las curvas y el tráfico. Voló, pero no lo bastante deprisa. Cuando llegó, casi a la vez que su hermano Juan, su madre ya había muerto. No recordaba haberse despedido, no estaba segura de si la había oído decirle que la quería, y esas dudas abrieron en su pecho un agujero tan grande que estaba segura de que jamás sería capaz de cerrarlo.
Y allí estaba ahora, con un tormo húmedo y acre en la mano, contemplando desde arriba el féretro de su madre. Su hermano lanzó la tierra que guardaba en el puño y esperó a que ella hiciera lo mismo. Unos segundos después la tocó suavemente en el brazo para animarla a soltar la tierra sobre el ataúd.
—Marcela… —susurró Juan.
—No puedo —respondió ella, que había cerrado los ojos para no seguir viendo la caja marrón, tan brillante que parecía una incongruencia que estuviera allí abajo—. Si echo la tierra, es como si la enterrara yo misma, y no puedo…
—Eso es una tontería —la urgió su hermano, consciente de las miradas perplejas de todos los asistentes—. Es un símbolo, nada más.
Marcela no respondió. Soltó la tierra a sus pies, lejos de la fosa, y dio un paso atrás. Bajó la cabeza y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Su hermano no dijo nada, se limitó a colocarse a su lado y a meter la mano en el bolsillo de Marcela, como cuando de niños volvían del colegio en invierno. En lugar de darle la mano, Juan colaba sus pequeños dedos en el bolsillo de Marcela, que los rodeaba con su mano enguantada y los calentaba hasta casa. El pequeño gesto infantil pudo con ella. Ya no era capaz de rodear la mano de su hermano, mucho más alto y robusto que ella, así que apretó el puño y lo colocó en la palma de Juan, que lo envolvió con cariño. Apoyó la cabeza en su hombro y dejó escapar todo el dolor y la pena que la atenazaban desde que salió de Pamplona.
No se quedaron a ver cómo los operarios del cementerio cubrían la fosa de tierra. Su hermano y su cuñada se cogieron del brazo y ella los siguió unos pasos por detrás hasta la salida del camposanto. Agradeció alejarse del olor de los cipreses, de sus sombras bailarinas y de la tierra suelta que se le metía en los ojos, arrastrada por el viento procedente de las montañas. Viento helado que le congelaba las lágrimas antes de que pudiera derramarlas. Mejor así. Llorar era uno de los actos más dolorosos a los que se había enfrentado nunca.
Caminaron hasta el coche y poco después llegaron a la gran casa en la que hacía apenas dos días había muerto su madre. Un grupo de vecinas se había encargado de despejar el salón de la planta baja y llenar las mesas con platos de jamón, queso, chorizo casero, frutos secos y ensaladilla rusa. Además, habían desplegado un número considerable de vasos de plástico que esperaban perfectamente alineados junto a las botellas de vino tinto listas para ser descorchadas. Hacía demasiado frío como para quedarse de pie en la iglesia o en el cementerio a recibir las condolencias de todo el pueblo, como era costumbre, así que decidieron adoptar una tradición extravagante para muchos, pero que cada vez se repetía con mayor frecuencia por aquellos lares, sobre todo cuando la muerte llegaba en invierno.
Los hijos de Juan, sobrinos de Marcela, se habían quedado con su otra abuela, la madre de Paula, su cuñada. Eran demasiado pequeños para entender expresiones como muerte, vida eterna, dolor o desaparición, aunque Marcela creía que en realidad no estaban preparados para reconocer ante sus hijos que la muerte era indefectible, un paso del que no había posibilidad de dar marcha atrás y que obligaba a utilizar expresiones tan drásticas como «nunca más».
Cogió un vaso de plástico, se sirvió vino de una botella recién descorchada y se recordó una vez más que debía guardarse sus opiniones para sí misma.
El vino, oscuro y áspero, le calentó primero la garganta y luego el resto del cuerpo, aunque seguía teniendo las manos heladas y las uñas de un curioso tono azulado. Se moría por un cigarrillo, pero se obligó a esperar un poco. Ese sería el reto del día.
Los dolientes empezaron a llegar poco a poco, un goteo constante y silencioso de personas vestidas de negro, con la cabeza gacha, la espalda combada y un gesto apesadumbrado en la cara. Se arremolinaron alrededor de las mesas bien surtidas y comenzaron a comer, beber y charlar en voz baja. Marcela los observaba desde la puerta que daba al pasillo. Algunos rostros le eran vagamente familiares, pero a muchos estaba convencida de no conocerlos de nada. El vino, tibio y peleón, le dejó un desagradable regusto agrio, aunque al menos ya no tenía tanto frío. Necesitaba un pitillo. Fin de la prueba de fuerza de voluntad.
Se escabulló hacia el jardín trasero y se agachó para colarse en lo que un día fue un pequeño gallinero, después un productivo huerto y hoy sólo un hueco baldío cubierto de malas hierbas. Su hermano le había prometido mil veces a su madre que adecentaría ese rincón, pero las palabras, como las buenas intenciones, se las lleva el viento. Y ahora ya no corría ninguna prisa.
Retiró con la mano la tierra que cubría el enorme tocón que ocupaba la parte más alejada del desvencijado cercado, se sentó y sacó la cajetilla de tabaco y el mechero del bolsillo del abrigo. Cerró los ojos para disfrutar de la primera calada. Lo de aguantarse las ganas de fumar era una tontería. No conseguiría dejarlo así. Primero, porque el sufrimiento injustificado y sin recompensa era una solemne estupidez. Y segundo y más importante, porque a día de hoy, fumar era el único placer que se permitía y no pensaba renunciar a él. Hacía mucho que beber dejó de ser un placer. Bebía por prescripción facultativa, la suya propia. Era su anestésico, su antibiótico, su vendaje compresivo.
La sobresaltó el ruido de la portezuela al abrirse con un quejido agudo. Vio a su hermano agacharse aún más que ella para poder acceder al descuidado parterre. Se hizo a un lado para hacerle un hueco sobre la madera húmeda y le pasó el pitillo que le pedía sin palabras.
—¿Te escondes para fumar? —le preguntó Juan.
—La costumbre. No me hago a la idea de encenderme un cigarrillo en esta casa. No lo hacía ni cuando venía de visita. ¿Y tú? Ya no eres un crío.
—No conoces a mi mujer. Tiene peor genio que mamá. Me olisquea cada tarde cuando vuelvo de trabajar, dice que para calcular cuánto he fumado. Dios, me he casado con un sabueso.
Apuraron el pitillo en silencio, con largas caladas y media sonrisa en los labios, cómodos uno al lado del otro a pesar de la distancia que los separaba después de tantos años sin apenas tratarse más allá de lo que marcaban las fórmulas sociales. Las cenas de Navidad, un par de días en verano, algún fin de semana esporádico y las rápidas visitas de ida y vuelta cuando su madre enfermó. Pero se querían, y ambos sabían que el otro siempre estaría ahí para lo que hiciera falta.
Aplastaron las colillas en la tierra y las ocultaron debajo del tocón, junto a los restos amarronados de viejas boquillas y jirones claros del interior de los filtros. Marcela dedujo que su hermano visitaba con frecuencia el destartalado gallinero.
Permanecieron unos minutos sentados sin decir nada. Hacía frío allí fuera, pero era agradable escuchar el sonido del viento sobre sus cabezas.
—Has pasado un mal rato en el cementerio —empezó su hermano. Su tono se parecía al de una disculpa.
—Estoy bien —le aseguró Marcela—. ¿Sabías que los neandertales ya enterraban a sus muertos y llevaban flores a su tumba? Y en la cultura Bo, en China, colgaban los féretros de las paredes de una montaña para acercarlos más al cielo.
—WikiMarcela —bromeó Juan—. Deberías ir a un concurso de la tele.
—No doy el perfil —respondió con una sonrisa— y, además, entonces todo el mundo sabría que soy un poco friki.
—Un poco, dice…
Empujó a su hermano y escondió las manos entre las piernas para hacerlas entrar en calor. Permanecieron mudos, Juan contemplando el suelo, Marcela siguiendo con la mirada el combado recorrido del alambre que rodeaba el gallinero. No había ni un solo rombo igual a otro. Los picos de las aves, las pequeñas garras de los roedores, el óxido y sus propios dedos se habían entretenido durante muchos años en deformar lo que un día fue una alambrada casi perfecta.
—¿Qué tal te va todo? —preguntó Juan después de un largo suspiro, consciente, quizá, de que su hermana no tenía intención de acabar con el prolongado silencio.
—Bien —respondió ella, lacónica—. Ya sabes. Trabajo, trabajo y más trabajo. Si es cierto que el trabajo es salud, yo voy a vivir mil años.
—Te veo más delgada.
—Llevo los mismos pantalones de hace tres años.
—No lo dudo, pero te quedan grandes.
—Ya te he dicho que estoy bien, en serio. Mamá estaría orgullosa de mi dieta —añadió, y le dio un codazo a su hermano en las costillas que les arrancó una sonrisa—. ¿Y vosotros? ¿Qué tal van las cosas por aquí?
Juan sacó otro cigarrillo de su propia cajetilla y le ofreció uno a Marcela, que aceptó el pitillo y lo cebó con su mechero.
—Bien, supongo. La falta de noticias son buenas noticias, y aquí nunca pasa nada.
El aire olía a tabaco rubio, a tierra mojada y a excrementos de animales. Marcela hinchó los carrillos y soltó el humo que guardaba en la boca, formando una densa nube gris frente a la cara de Juan.
—¿Qué es lo que va mal? Me ha parecido que todo está como siempre.
—Eso es lo malo, que todo está como siempre.
Marcela guardó silencio, esperando que continuara. Sin embargo, su hermano apuró el pitillo, lo apagó en el suelo y lo hundió en la tierra oscura. Ella le imitó.
—Será la crisis de los treinta —dijo por fin—. O de los treinta y tres. Chorradas, sólo chorradas. Y será por el día. Muchas emociones y ninguna buena.
Juan se inclinó sobre ella y le dio un beso en el pelo. El gesto de ternura la pilló tan desprevenida que su primera reacción fue la de alejarse de él. Vio la tristeza en sus ojos. La reconoció porque era la misma que veía cada día en el espejo.
—Tú también no, por favor —le suplicó en un susurro.
—Nunca —le prometió ella. Se acercó y le besó en la frente—. Yo siempre estaré aquí.
La noche ya era un hecho y dentro de la casa la gente pronto empezaría a despedirse. Paula se enfadaría mucho si la dejaban sola en el velatorio de su suegra. Se levantaron y volvieron a la casa.
Nada más entrar en el salón se toparon con la mirada nerviosa y ofendida de su cuñada. Caminó hacia ellos con brío y se detuvo a un paso de su marido. Husmeó el aire, torció el gesto y soltó un bufido. Quedaba al menos una veintena de personas en el salón. Al parecer, casi nadie se había marchado mientras ellos fumaban y disfrutaban de la soledad en el viejo gallinero.
Marcela esquivó el reproche mudo y enfiló hacia las escaleras.
—Me voy a mi habitación —le dijo a su hermano—. Estoy cansada y me duele la cabeza, no tengo ganas de hablar con toda esa gente. Avisadme cuando estéis listos para iros.
Había pasado allí la noche anterior, pero después de horas dando vueltas en la cama, escuchando los quejidos del edificio y aspirando olores que la hacían fruncir la nariz, decidió aceptar la invitación de su hermano y dormir en su casa.
—Toda esa gente es tu familia. Rosa y Pedro han venido desde Zaragoza para despedirse de mamá, y Ana, Antonio e Ignacio han viajado desde Madrid.
—¿Quiénes?
—Tus primos, por Dios, que parece que vives en otra galaxia.
—No me encuentro bien. Tengo una jaqueca horrible y mañana debo madrugar para volver a Pamplona.
—¿Te vas mañana? Tenemos muchas cosas de las que hablar, hay asuntos que solucionar, decisiones que tomar… Y tú tienes que asimilar lo ocurrido. No me parece que estés muy bien.
—Lo estoy, de verdad, y lo que tú hagas y decidas me parecerá perfecto. Sé que será lo mejor. Avísame cuando me necesites, cuando tenga que venir a firmar lo que me pongas delante, y vendré. Además, no me he traído ropa, y tu mujer no puede seguir prestándome bragas y camisas indefinidamente. Ya llevo aquí dos días…
Su hermano la observó un buen rato en silencio. Luego se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Su barba incipiente le produjo un cosquilleo y evocó en su mente una imagen que no pintaba nada en ese momento.
—Me parece que no te voy a ver mucho a partir de ahora, tata —le dijo con los ojos brillantes.
—Siempre que quieras —le desdijo ella—. Ya sabes dónde estoy.
Él sonrió y movió despacio la cabeza de un lado a otro. Luego le pasó un brazo por los hombros y se encaminaron juntos hacia la escalera, dando la espalda a los invitados. Marcela suspiró aliviada y miró agradecida a su hermano pequeño. Le pareció ver en sus ojos un rastro del chiquillo inquieto y travieso que había sido, el joven simpático y extravertido que se reía como un crío con un tebeo entre las manos. Pero el velo de tristeza no acababa de desaparecer. Quizá fuera por la muerte de su madre. O quizá hubiera algo más.
El brillo nostálgico duró una fracción de segundo y luego dejó paso al Juan adulto, responsable, que se esforzaba por ser un buen padre, el hermano preocupado por su hermana mayor, tan sola, tan desgraciada…
—¿Qué tal llevas lo de…? —Ahí estaban, la preocupación y el recelo. Le extrañaba que no hubiera sacado todavía el tema—. Ya sabes, lo de Héctor.
La miró de hito en hito, con cautelosa atención, estudiando hasta su más mínima reacción. Lo que él no sabía era que, después de tres años, Marcela había perfeccionado mucho su cara de esfinge. Levantó los ojos sin pestañear, alzó un poco las cejas, relajó las mejillas para que ninguna mueca la delatara y se encogió de hombros con desdén.
—No lo llevo ni bien ni mal. Me limito a no pensar en él.
—No puedes hacer como si nunca hubiera existido.
—Claro que puedo, y de hecho lo hago. Es fácil. ¿Quién es ese Héctor?
—Tu marido.
—Exmarido, gracias. Y gracias también por recordármelo. Te enviaré la factura del psiquiatra.
—¿Estás yendo a un psiquiatra? —preguntó Juan, atónito.
—¡Por supuesto que no! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una niñita que no sabe controlar sus sentimientos y que ha perdido el rumbo de su vida? Fue duro en su momento, pero ahora estoy bien. De hecho, es cierto que apenas pienso en él. Sólo cuando algún capullo como tú me lo recuerda.
Juan levantó las manos en señal de rendición. Desde pequeño temía las explosiones de ira de su hermana y no tenía intención de provocarla ahora, con la casa llena de gente.
—Si tú estás bien, yo también —accedió—, pero no puedes irte mañana. Apenas hemos tenido ocasión de hablar, y no me refiero al papeleo. Tranquila, yo me ocuparé de todo eso, no te preocupes. Me refiero a charlar sin más. Desde que murió mamá no hemos hecho más que atender cuestiones… desagradables. Y no has visto a los chicos. No los vas a reconocer, están enormes. Aitor me recuerda mucho a ti, es muy listo, inquisitivo, y tiene un carácter del demonio.
—¡Yo no tengo mal carácter! —protestó.
—A la vista está —zanjó él con una sonrisa vencedora—. Quédate un par de días en casa, sólo para descansar, para que asimilemos juntos lo ocurrido. Ya nos ocuparemos de la ropa; esto es un pueblo, pero también tenemos tiendas de bragas.
Se imaginó a sí misma paseando por las calles de Biescas, respondiendo educada a los saludos de la gente, aceptando nuevos pésames y condolencias de compromiso, repartiendo sonrisas corteses y breves cabeceos, jugando con sus sobrinos, intentando hablar con ellos de forma que la entendieran, o ayudando a su cuñada y a su hermano a poner y quitar la mesa. La sola idea le provocó un escalofrío.
—De acuerdo —accedió, sin embargo—. Me quedaré un día más. Me vendrá bien desconectar y ver a esos engendros del diablo.
—No llames así a tus sobrinos, y menos delante de Paula. Ella no acaba de entender tu sentido del humor.
—Ni ella, ni nadie —se lamentó.
Terminaron de subir las escaleras y su hermano se despidió con un beso delante de su habitación. Calculó que podría pasar un par de horas a solas, hasta que todo el mundo se fuera y el salón y la cocina volvieran a estar como una patena. Juan y Paula se ocuparían de eso, estaba segura.
Entró, cerró la puerta y empezó a arrepentirse de haber cedido con tanta facilidad. Tenía muchas cosas que hacer, casos pendientes, declaraciones en el juzgado, testificales que repasar… Mañana pensaría una excusa para irse por la tarde.
Se quitó los zapatos y se tumbó vestida sobre la cama. No tenía intención de dormirse, pero un cansancio inesperado se apoderó de su cuerpo y la dejó clavada sobre la colcha, sin fuerzas ni para meterse debajo del edredón.
Se rindió, cerró los ojos y le tendió la mano a su madre, que la esperaba detrás de sus párpados, sonriente, con su pelo castaño cayéndole sobre los hombros, como antes de que el cáncer y la quimio hicieran estragos en su organismo.
Sonrió al sentir en su mano la fina piel de su madre, respiró despacio y se dejó ir.