Читать книгу Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - Страница 12
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ОглавлениеLa lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella,
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.
Su madre la obligó a memorizar el poema entero de Federico García Lorca, cuarenta y seis versos llenos de exclamaciones y comparaciones absurdas, precisamente una tarde de lluvia.
Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.
¡Por favor, gotas como ojos!
Llevaba horas gruñendo por no poder salir a la calle, dando vueltas como un perrillo encerrado y maldiciendo el agua que caía a raudales al otro lado de las ventanas. Su madre, conciliadora y harta a partes iguales, le mostró el texto del poeta andaluz y le prometió un chocolate con bizcochos si era capaz de memorizarlo. Ella, que jamás rechazaba un reto, hincó los codos sobre la mesa de la cocina y empezó a repetir en voz baja el larguísimo poema. Una hora después estaba merendando chocolate con bizcochos.
No le molestaba la lluvia. Estaba acostumbrada a las capuchas grandes, los paraguas de varillas torcidas y las botas de goma. Vivía en una ciudad lluviosa que no bajaba el ritmo bajo el agua. Los versos de Lorca, sin embargo, le parecían el empalagoso canto de quien sólo ve llover de tarde en tarde. Alguien que llegara cada día empapado a casa jamás habría escrito semejante poema. «Besar azul que recibe la tierra…», recordó con sorna.
La oficial Méndez la dejó en la puerta de comisaría, le prometió mantenerla informada de cualquier novedad en el caso del bebé de la depuradora y aceleró.
Sacudió los pies en el felpudo sintético de recepción y subió las escaleras con paso cansado. Le pesaban las botas, le pesaba el abrigo empapado, le pesaban los remordimientos por haber desatendido a su madre, le pesaba la falta de sueño y el exceso de alcohol.
No había tocado el pomo de la puerta de su despacho cuando la voz de Bonachera la detuvo en seco.
—No te quites el chubasquero, inspectora. Tenemos cita con la empresa que alquiló el Clio siniestrado. Y, antes de que lo preguntes, seguimos sin noticias de Domínguez.
Un eficaz recepcionista les cogió los paraguas y los envolvió en plástico para que no empaparan el suelo del elegante y funcional vestíbulo. Luego les pidió que esperaran mientras avisaba a alguien que pudiera atenderlos. Marcela se acercó al enorme ventanal de suelo a techo que había junto a la puerta de entrada, también acristalada.
Al otro lado seguía lloviendo con fuerza, los coches lanzaban furiosas salpicaduras al atravesar los charcos a toda velocidad y los peatones avanzaban pegados a la pared, encogidos y sujetando con las dos manos el paraguas frente a sus caras, batallando contra el inclemente viento.
Lo más curioso era que la banda sonora de esa película no era la lluvia torrencial, los pasos sobre los charcos, rodadas o bocinazos, sino una melodía suave y envolvente, unos dedos acariciando las teclas de un piano y una trompeta lejana alargando las notas en una plácida cadencia. La discordancia entre lo que veía y lo que oía llevó a la mente de Marcela a un estado de confusión sumamente incómodo. Se volvió hacia la derecha y empujó un poco la puerta. Al instante, la música desapareció y el ruido ocupó el lugar que le correspondía detrás de sus ojos.
—¿Adónde vas? —le preguntó Bonachera.
—A ningún sitio, sólo comprobaba una cosa.
El subinspector no tuvo ocasión de volver a preguntar. El recepcionista apareció junto a ellos y los invitó a seguirle. Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta y, una vez allí, los acompañó hasta un despacho del fondo. Un rótulo informaba de que detrás de esa puerta se encontraba el gerente territorial de AS Corporación.
El joven llamó, abrió la puerta un palmo, se cercioró de que todo estaba en orden y se hizo a un lado para dejarlos pasar. Sonrió, dio media vuelta y desapareció en el largo pasillo.
Un hombre que rondaría los cuarenta, perfectamente trajeado, con los zapatos brillantes, gemelos en los puños de la camisa y un aparatoso anillo de sello en el dedo anular derecho los recibió con una sonrisa abierta que pretendía ser también franca, aunque se quedó en el intento. No es fácil sonreír cuando te visita la policía sin previo aviso y no hay forma de adivinar qué está pasando. Aun así, el hombre trajeado extendió el brazo y les ofreció la mano. Primero a Miguel y después, con la sonrisa a punto de desvanecerse, a ella.
—Javier Lozano, gerente de AS Corporación —se presentó, cumplidor—. No les voy a engañar, me sorprende mucho su visita. ¿En qué puedo ayudarles?
—Señor Lozano, soy el subinspector Bonachera. Ella es la inspectora Pieldelobo. —Aunque rápido y sutil, el ligero alzamiento de las cejas del gerente evidenció su desconcierto—. Su empresa ha alquilado recientemente un Renault Clio blanco.
—El alquiler de vehículos es una práctica habitual en AS Corporación, señores. No veo qué tiene eso de extraordinario.
—No buscamos cualquier coche, sino uno muy concreto. ¿Podría comprobarlo?
—Necesitaría conocer el motivo de su interés. Como comprenderá, no puedo facilitar datos confidenciales de la compañía sin saber a quién y por qué los quiere.
—Cuerpo Nacional de Policía, señor Lozano —Marcela se adelantó un paso y alzó la voz para obligar al gerente no sólo a escucharla, sino también a mirarla—. Ese es el quién. Y el porqué no le concierne en estos momentos. Agradeceremos su colaboración, creemos que es una información muy sencilla de obtener en su base de datos, pero estamos habituados a acudir a las oficinas del juez de guardia.
Incómodo, el gerente se volvió hacia el subinspector en busca de comprensión y apoyo. ¿Acaso pretendía que le parara los pies a la inspectora? Bonachera no movió ni un músculo y aguardó firme la decisión de Lozano.
Un instante después la sonrisa reapareció en la cara perfectamente afeitada del hombre trajeado, que giró sobre sus talones y se instaló en la espartana silla de detrás del escritorio.
—¿Un coche alquilado? —dijo Lozano por fin—. Bueno, eso no debería ser difícil de verificar. Si me permiten un momento…
Se puso las gafas, encendió el monitor del ordenador y tecleó a toda velocidad. Después, leyó con atención lo que fuera que apareció en la pantalla.
Bonachera y Pieldelobo esperaron en silencio y de pie a pocos pasos de la mesa. En ningún momento los había invitado a sentarse.
Marcela aprovechó la espera para observar el despacho. Junto a la orla de la facultad de Económicas de la Universidad de Navarra colgaban varios títulos y certificados que proclamaban la amplia formación de Javier Lozano en áreas tan diversas como los negocios internacionales, el derecho mercantil o la gestión de los recursos humanos. Distinguió una fotografía de los anteriores reyes y otra de él mismo y Felipe VI sonriendo a la cámara. En la pared de enfrente, una librería de madera acogía volúmenes cuyo título no llegaba a distinguir, aunque había lomos mucho más gastados que otros. En uno de los estantes, enmarcada en un recargado cuadro plateado, una reproducción de La Inmaculada Concepción de Murillo ocupaba el único espacio libre que quedaba.
—¿Y bien? —intervino Marcela cuando los segundos empezaron a convertirse en minutos y el gerente seguía sin dar muestras de empezar a hablar. Casi parecía que se había olvidado de ellos. Empezaba a sentirse como parte del servicio, y eso no le gustaba en absoluto.
—Disculpe —respondió Lozano muy tranquilo, con la mirada todavía fija en el ordenador—. No quiero saltarme ninguna de las operaciones. No… No veo ningún Clio reservado desde la central, ni desde ninguna de nuestras filiales. Tenemos sucursales en toda España, además de en varios países de Europa y América Latina. Nuestros representantes tienen sus propios coches de empresa, y ninguno es un Renault, y para nuestros invitados alquilamos vehículos de gama superior. Ningún Clio, lo siento.
Su sonrisa, mucho más abierta de nuevo, mostraba a las claras su alivio por no verse implicado en lo que fuera que estaba ocurriendo. La policía nunca era una visita bienvenida en las instalaciones de ninguna empresa. Por suerte, ese día no había ninguna reunión importante programada, por lo que este incidente no pasaría de ser una anécdota desagradable que se guardaría bien de comentar con nadie.
—¿Cuántos de sus empleados tienen tarjetas de crédito a nombre de la empresa? —preguntó Marcela a bocajarro. Le encantó ver cómo el gesto ufano del gerente se esfumaba en el acto.
—Todos nuestros altos ejecutivos tienen una Visa con crédito limitado para gastos de representación, por supuesto —respondió a regañadientes.
—¿Alguno de ellos ha podido alquilar un coche?
—Claro, pero no veo el motivo. Todos disponen de vehículo de empresa, como ya les he dicho. Nuestra flota total supera el centenar de automóviles.
—Pero podría hacerlo —insistió Marcela, con la mirada clavada en los ojos oscuros de aquel hombre. Se acabó la farsa.
—Sí, podría hacerlo.
—Repase por favor la actividad de las tarjetas de sus ejecutivos. Sólo nos interesan las transacciones con empresas de alquiler de coches.
Eran conscientes de que en ese momento Javier Lozano podía negarse a colaborar con ellos y pedir la orden judicial que habían mencionado antes. Entonces no tendrían más remedio que guardarse sus bravatas y salir de allí con el rabo entre las piernas. Pero no lo hizo. Una de las curiosidades que Marcela había comprobado respecto a las mujeres con poder era que quienes se enfrentaban a ellas solían dudar de su propio estatus, convencidos, quizá, de que si ellas habían logrado llegar hasta allí por delante de sus compañeros, debían ser realmente buenas. O duras. O perversas. En cualquier caso, temibles. A ella le daba igual lo que pensaran mientras obtuviera resultados.
El gerente escondió la cabeza detrás del enorme monitor blanco y empezó a teclear de nuevo. Un par de minutos después se detuvo. Seguramente no era consciente de que estaba leyendo con la boca abierta y las manos suspendidas sobre el teclado. Lo que fuera que había encontrado le había sorprendido sobremanera.
Poco después se giró de nuevo hacia ellos. Su actitud había cambiado. Muy serio, estiró el brazo y señaló las dos sillas colocadas junto al escritorio, frente a él.
—Por favor, siéntense y disculpen mi mala educación. Estamos cerrando el trimestre y son días de mucho ajetreo. No sé dónde tengo la cabeza…
La sonrisa que asomó a sus labios no consiguió ser una disculpa ni una reconciliación. Apenas sirvió para mostrarles una vez más su perfecta dentadura, pero el resto de su rostro, incluidos sus labios, era una máscara sin expresión.
Se sentaron y esperaron en silencio. La pelota estaba en el tejado de Lozano, que suspiró despacio y se inclinó hacia delante en la silla, hasta que su corbata rozó el borde de la mesa. Alargó la mano para coger uno de los bolígrafos plateados alineados junto al ordenador y empezó a juguetear con él.
—Como les he dicho —empezó—, todos nuestros ejecutivos…
—Tienen una Visa de empresa. —Marcela acabó la frase por él. Su paciencia tenía un límite y las vueltas del bolígrafo entre sus dedos la estaban desquiciando—. ¿Quién alquiló un coche?
—Antes de nada, creo que deberían contarme de qué va todo esto. No puedo facilitarles información que puede ser perjudicial para la empresa. Si ha sucedido algo…
Ahora fue Marcela la que suspiró. La puerta empezaba a cerrarse. Miguel aprovechó para volver a colocarse al frente de la conversación. Un poco de mano izquierda, un poco de mano derecha… Ese era el juego.
—Tenemos motivos para creer que un Renault Clio alquilado por alguien relacionado con AS Corporación se ha visto implicado en un accidente. Necesitamos localizar al conductor cuanto antes.
—¿Tienen pruebas de que efectivamente el coche fue requerido por alguien de esta empresa?
—Por supuesto —afirmó Miguel—. Nos lo confirmó la propia agencia de alquiler. No tenemos ninguna duda al respecto, pero al tratarse de una tarjeta corporativa, no consta el nombre del arrendatario. Por eso estamos aquí.
—Entiendo…
De nuevo el silencio y un rápido vistazo a la pantalla, como si quisiera comprobar una vez más los resultados de la búsqueda, o como si dudara de la conveniencia de compartir ese dato.
—Es imprescindible para la investigación conocer la identidad del conductor, señor Lozano. No tenemos ningún motivo para pensar que la empresa esté implicada de ningún modo en lo que a todas luces parece un accidente.
Miguel era consciente de que sólo había dicho una verdad a medias, y seguramente muy cogida con pinzas, pero veía al gerente dudar y no quería salir de allí sin una respuesta.
—¿Y bien? —insistió Marcela.
—Bien, verán… He encontrado un cargo a una empresa de alquiler de vehículos pagada con la tarjeta de doña Victoria García de Eunate. Es una de nuestras altas ejecutivas. Lleva cinco años con nosotros.
Miguel anotó a toda velocidad los datos y lanzó su siguiente petición. Por el rabillo del ojo podía ver el brillo en la mirada de Marcela. Era como un depredador que acababa de distinguir un rastro de sangre. No cejaría hasta cobrarse la pieza.
—Nos gustaría hablar con ella, por favor.
Sin responder, Lozano levantó el auricular y pidió que le pasaran con la oficina de la señora García de Eunate.
—Entiendo… —dijo unos momentos después—. Y eso, ¿desde cuándo? —Silencio—. Bien, avíseme si aparece, gracias.
Colgó, se alisó la corbata y entrelazó las manos sobre la mesa. ¿Había sonreído? En cualquier caso, Marcela estaba segura de que ese hombre se sentía aliviado por algún motivo. Pronto supo por qué.
—Me temo que la señora García de Eunate no ha venido hoy a la oficina, lo siento.
Los policías se miraron sin disimulo.
—¿Hace cuánto que falta al trabajo? —quiso saber Marcela.
—Según su secretaria, no sabe nada de ella desde el pasado jueves.
—¿Es eso habitual? ¿Puede salir de viaje o trabajar desde otro lugar sin avisar?
—No, en absoluto. Esto es muy irregular. De hecho, su secretaria me ha comentado que estaba a punto de informar al vicepresidente. —Guardó silencio un instante—. ¿Creen que le ha podido ocurrir algo?
—¿Se había ausentado sin avisar en alguna otra ocasión? —continuó Marcela, ignorando su pregunta.
—No, que yo sepa. Ha estado de baja un tiempo. Fue una enfermedad larga, tardó varios meses en reincorporarse al trabajo, pero entonces estaba justificado, no como ahora. La señora García de Eunate es un modelo de responsabilidad, tesón y compromiso con la casa. Estoy empezando a preocuparme…
—¿Sabe si tenía un hijo?
—¿Un hijo? Estaba soltera.
—Bueno, eso nunca ha sido un impedimento para quedarse embarazada… —respondió Marcela.
—Usted no lo entiende. En esta empresa, en esta casa, sólo trabajan personas de bien, decentes, comprometidas con el espíritu de entrega y abnegación del fundador y presidente de la corporación, un ejemplo de dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia.
—¿Están prohibidas las madres solteras? —preguntó, sorprendida.
—No, no es eso —negó el gerente—. Simplemente, a ninguna de nuestras empleadas se le ocurriría hacer semejante… cosa. Son mujeres de bien, rectas, que se hacen valer y respetar dentro y fuera de la empresa. Educadas por buenas familias y en buenos colegios.
—Entiendo —asintió Marcela.
Lozano sonrió.
—Me alegro.
—¿Puede facilitarnos la dirección de la señora García de Eunate? —pidió Miguel.
—No sé si debo… —dudó Lozano.
—No se preocupe —zanjó Marcela—. Ya la conseguiremos. Muchas gracias por su tiempo y su colaboración.
Se levantaron y salieron sin esperar a que el gerente los acompañara a la puerta. No habían dado dos pasos cuando escucharon su voz al teléfono, informando sin duda de su conversación con la policía.
Recuperaron sus paraguas en la entrada y salieron a la desapacible mañana. Los dos agradecieron el aire fresco y la ráfaga de lluvia.
—¿Un café? —propuso Miguel.
—Sí, por favor.
Caminaron a buen paso hasta una pequeña cafetería cercana. La mitad del local era una panadería y pastelería, así que tuvieron que abrirse paso entre quienes esperaban para comprar el pan hasta alcanzar una de las pocas mesas que quedaban libres. El aroma a masa cocida, a pan crujiente, a hojaldre y mantequilla caliente alcanzaba cada rincón del local. En esos casos era una de las pocas veces en las que se alegraba de que la ley antitabaco la hubiera convertido en una proscrita, porque así al menos podía disfrutar del olor de la canela, la vainilla, la nata y, sobre todo, del buen café.
—Uno solo y dos cruasanes —pidió Marcela. Miguel, de pie junto a la mesa, la miró divertido.
—¿No has desayunado?
—Ni he desayunado hoy, ni cené ayer. Pero, sobre todo, necesito algo dulce que me ayude a tragar este sapo.
Bonachera volvió al cabo de un momento con el pedido. Dos cafés y cuatro cruasanes. El sapo era grande y compartido.
—Dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia —recitó Miguel con la boca llena. Pequeñas migas de hojaldre cayeron sobre la mesa.
—Mujeres de bien, rectas…, ¿qué más?
—Que se hacen valer…
—… dentro y fuera de la empresa —concluyeron al unísono.
—Apesta a Opus Dei —musitó Marcela en voz baja.
—Cierto —reconoció Miguel—, y sabes lo que eso significa, ¿no?
—Sí, lo sé.
Marcela agachó la cabeza y se concentró en el segundo cruasán.
Problemas y más problemas, eso era lo que significaba.