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La pertenencia étnica, las transformaciones en la socialización primaria y las culturas parentales

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Una de las tensiones más fuertes que atraviesa la vida de los jóvenes que migran de sus comunidades refiere a la relación con las culturas parentales entramada a su pertenencia étnica, en lo concerniente al cumplimiento de sistemas normativos de compromisos materiales y rituales comunitarios propios de los pueblos. Generalmente, estos sistemas normativos basados en cargos estaban relacionados con una suerte de sistema basado en la adquisición paulatina de responsabilidades, a través del cumplimiento de roles y funciones asignados para cada edad y cada género desde la tradición y la cosmovisión de cada pueblo. Estos sistemas prescriben las maneras correctas —verdaderas— de convertirse en hombre adulto y mujer adulta, con base en el desarrollo de la templanza, el respeto hacia las personas mayores y ciertos ritos de paso que marcan la transición de una etapa de vida a otra. Los cambios que agudizaron la pobreza de los campos y de sus poblaciones, que impulsaron a migrar masivamente a los jóvenes, fueron impactando y posibilitando otros escenarios dentro de las culturas parentales y los sistemas normativos de compromisos vinculados a la edad y la pertenencia identitaria dentro de los pueblos. Estos sistemas que fungían como claros parámetros de socialización y autorreconocimiento son, en la actualidad, puntos de negociación y confrontación entre jóvenes con mayor agencia y movilidad y adultos que en nombre de la tradición pugnan por el cumplimiento de los compromisos ligados a los roles y funciones asignados anteriormente a los solteros, sin ceder en el poder.

Las culturas parentales pueden considerarse como las grandes redes culturales, definidas en lo fundamental por las identidades étnicas y de clase, al interior de las cuales se desarrollan importantes procesos de subjetivación e identidad infantil y juvenil. Estas refieren a las normas de conducta y valores vigentes en el medio social de origen de los jóvenes, y no se limitan a las relaciones directas entre padres e hijos, sino a un conjunto más amplio de interacciones cotidianas entre miembros de generaciones diferentes al interior de la familia y las redes de parentesco, el vecindario, la escuela local, las redes de amistad, las redes asociativas, etcétera. Mediante la socialización primaria, niños y niñas interiorizan, vía las prácticas, elementos culturales básicos como el uso de la lengua, roles sexuales y genéricos, formas de sociabilidad, comportamiento no verbal, reglas de conducta, criterios estéticos y afectivos, así como los sistemas normativos de compromisos materiales y rituales de sus pueblos y de otros de la región, que luego usan en la elaboración de modos de vida propios.

Sin embargo, desde hace ya muchos lustros este ámbito está atravesado por otras instituciones (nacionales e internacionales) que también sirven como referentes culturales importantes en la configuración de niños y jóvenes de los diferentes pueblos originarios y en la construcción de sus expectativas de vida. Nos referimos a la escuela primaria, la obligatoriedad de la escuela secundaria (y el bachillerato en la actualidad), el ingreso de las carreteras, la televisión y actualmente los dispositivos electrónicos de comunicación, las migraciones de un cada vez mayor número de jóvenes (con edades cada vez menores) hacia las ciudades del país y al otro lado de la frontera en busca de empleo, de educación superior y de “aventuras”, las estancias más prolongadas en las regiones y países de destino, las remesas, el mercado y el consumo, así como el retorno de los migrantes.

La escuela secundaria no solo ofreció “estatus y posibilidades de sociabilidad inmediatas de pertenecer a una cultura joven” al incrementar sus relaciones con otras personas de su edad (Martínez y Rojas, 2005), sino que también fomentó una mayor individualidad y poder de decisión y elección permeando las percepciones juveniles sobre los roles tradicionales asignados. Emergió una etapa delimitada entre la niñez y adultez, la juventud, “con una connotación totalmente distinta y nueva para la comunidad”, que Ariel García Martínez (2003:59-60) definió como “período marcado en términos biológicos con la entrada a la pubertad y en términos sociales con la interrupción del tránsito del estado infantil al adulto de acuerdo con la trayectoria vital totonaca”, caracterizándose por el “desempeño de actividades que resultan incompatibles con el matrimonio tradicional campesino”, como la educación media y superior.

Las investigaciones también señalan la corta edad de los jóvenes que salen de sus pueblos, pues algunos no quieren esperar a terminar la escuela secundaria para emigrar. Esto habla de los profundos ajustes en la socialización secundaria de los jóvenes, sobre todo en ciertos aspectos que atañen a una subjetividad e identidad construida entre las fronteras de sus “nuevos” y “viejos” marcos de referencia y de vida, y que hoy los jóvenes viven como uno solo; sin embargo, los adultos y ancianos de la comunidad los viven separados.

Las prácticas de los jóvenes migrantes indican resoluciones muy diversas por parte de los sujetos ante las tensiones (negociaciones, rupturas) que viven en sus experiencias con los ámbitos modernos y con sus culturas parentales. En lo concerniente a este último ámbito, nos referimos a los sistemas normativos (comunales y de compromisos materiales y rituales) que prescriben desde los adultos las maneras correctas (verdaderas) de ser joven varón y joven mujer en una sociedad. Son códigos comunitarios de control social de la población, bajo los cuales cada edad debe cumplir un rol y una función. Algunos investigadores rescatan, si no justifican, estos sistemas de convertirse en hombre adulto y mujer adulta —de adquisición de responsabilidades paulatinas con su familia y con su comunidad—, al sostener que dichos códigos ayudan en el relevo generacional étnico. Sin embargo, muchos relatos de jóvenes que salen de sus comunidades de origen o que ya nacieron en las ciudades señalan esos mismos sistemas como obstáculos para vivir su momento presente, al que denominan juventud, en el que ellos y ellas puedan experimentar y seleccionar otras opciones que trasciendan el matrimonio, los hijos y los cargos comunitarios para los varones y la maternidad para las mujeres como única salida a sus vidas, y así poder opinar y decidir sobre la comunidad. Esta tensión aparece como una salida individualista que frustra el relevo generacional étnico, frente a la salida comunalista o comunitaria que obedece y cumple los mandatos de los adultos y ancianos, que deciden por los jóvenes qué debe hacerse y qué no. Y esta parece ser la salida buena y la primera, la mala en términos de continuidad de las etnias, que se confunde con “la tradición” y los “usos y costumbres de los pueblos”. Sin embargo, esta tensión o “problema” presentado por los investigadores en realidad es un problema epistemológico, una mirada que sofoca el cambio en la subjetividad del sujeto contemporáneo por enfocarse en la continuidad de la tradición en los jóvenes de los pueblos originarios.

Las categorías nativas (propias) rastreadas por Pérez Ruiz (2015, 2019) para nombrar lo que “podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”, y necesarias, según esta autora, para conocer a los jóvenes, si bien no definen rangos de edad, connotan un conjunto de prescripciones (y proscripciones) de género, ancladas en el habitus comunitario que determinan diversas prácticas del ser hombre y del ser mujer (Oehmichen, 2019). Inscritas en la lengua, las categorías de género reproducen una cosmovisión en la que hay distinciones y prescripciones de género que, sostenemos nosotras, expresan relaciones de poder y dominación de los hombres hacia las mujeres de sus pueblos.

Oehmichen expone el caso de las redes de protección entre mujeres mazahuas en la Ciudad de México, quienes cobijan e impulsan a las jóvenes mazahuas que huyen por la violencia de género e intrafamiliar de sus pueblos en la defensa de sus derechos como mujeres. Pérez Ruiz (2019), Olvera (2016), Oehmichen (2019) y Cornejo (2016) observan que en la lengua maya el término chu’palech, que significa muchacha, define a la mujer que por su condición de género y edad representa un “peligro” para la comunidad, para ella misma y para los varones que se le aproximen. En la lengua que hoy practican los jóvenes se nombra a las muchachas con el término xlo´oboyan, asociado al daño, a la primera menstruación, al peligro en que se encuentra ella por estar en posibilidad de reproducir, que demanda de la comunidad su protección, esto es, el control de su sexualidad. Mientras táankelem paal, uno de los términos usado para los muchachos, los define como “el que ya tiene fuerza en sus hombros”; xi’ipal señala soltería, fuerza y vigor. Táankelem alude a su disposición física para laborar.

En tseltal y tsotsil, categorías nativas (propias) rastreadas por Cruz-Salazar (2017), ach’ix y kerem (muchacha y muchacho), son términos que refieren a un llegar a ser, reconociendo la maduración para el matrimonio y el desarrollo de actividades asignadas por los roles de género. Sin embargo, tanto en estas lenguas como en la ch’ol la autora encuentra que es el proceso de llegar a ser adulto que continúa y culmina cuando los varones alcanzan un estatus de “verdaderos”, no así las mujeres. Este estado se adquiere mediante el servicio comunitario, el matrimonio, la procreación, la jefatura familiar y el comportamiento contenido. Este es el verdadero hombre adulto que merece el respeto, la legitimación de la palabra y el poder. Aun así, se observa que la incompletud del ser y la dominación de la adultez sobre los jóvenes ya no son tan sólidas en la actualidad, y que en la cotidianidad de los jóvenes indígenas hay asuntos apremiantes que no son controlados por las culturas parentales, como la búsqueda de la aventura del norte u otras experiencias fuera del yugo comunal.

Los esfuerzos por recuperar las categorías propias para conocer a los jóvenes hablan de una búsqueda por encontrar los hilos de la continuidad de una cultura en la que “lo que podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”; no tenían voz para decidir cómo querían vivir ese momento más que asumiendo los compromisos y responsabilidades que cada rol de género demandaba. Estas nominaciones originales para nombrar una situación de tránsito entre la niñez y la adultez para mujeres y para hombres no pueden confundirse con la categoría juventud tal como ahora la entendemos. Las definiciones propias ubican a los jóvenes en “una condición parcial de desarrollo con miras a entrar en una etapa más ‘formal’ como la reproducción y la labor, dejando de lado sus actuales capacidades”, señala Olvera (2016:118) en un estudio sobre los jóvenes y la migración en Mamita, Yucatán. En la perspectiva actual de juventud, se reconoce a los jóvenes como actores y agentes sociales activos en la creación e intervención de la realidad. Están involucrados en la construcción de sus propias vidas, las vidas de los agentes de sus entornos más inmediatos y de las sociedades en las que viven. Y, sobre todo, admite que los jóvenes son creadores y poseedores de culturas de juventud y otorga prioridad a las prácticas y formas expresivas y simbólicas a través de las cuales la sociedad es experimentada por la gente joven (Urteaga, 2019).

No se trata, por parte de los jóvenes actuales, de una oposición o confrontación con los usos y costumbres y la tradición en su totalidad; se trata, por ahora, de huir —vía la migración y el alargamiento del tiempo de estancia fuera— de lo que Cruz-Salazar (2017) denomina “panóptico comunitario”, que funge como controlador de la sexualidad y del movimiento personal y la búsqueda de horizontes diferentes por parte de las generaciones actuales, situaciones que se encuentran confundidas con los sentimientos que los hacen pertenecer a sus pueblos, a la comunidad, a sus parientes y familias. Las investigaciones actuales muestran el interés de los jóvenes varones por mantener los lazos de pertenencia comunitarios con sus pueblos de origen o con lo que saben de los mismos a través de sus padres (pagando sus multas para mantener la pertenencia, comprando tierra a su familia y para sí mismos, invirtiendo en sus casas, posibilitando con sus recursos la continuidad de los sistemas rituales), pero no quieren regresar a lo mismo porque no pueden realizar allí sus nuevas expectativas de vida y de trabajo.3 De ahí que por ahora nos preguntemos si la pertenencia contemporánea de los jóvenes indígenas está desgajándose de los aspectos de los sistemas normativos que rigen los roles y funciones de los géneros y las edades, pero no del conjunto de los mismos; pues, aunque parezca un contrasentido, simultáneamente ellos mismos están fortaleciendo en términos materiales y simbólicos los sistemas de cargos y compromisos comunitarios al pagar las multas por sus ausencias, solicitar permisos para migrar o buscar reemplazos para aceptar los cargos comunitarios y no ser expulsados a fin de continuar obteniendo los beneficios y las herencias de tierra. Es así como muchas y muchos jóvenes negocian su participación y, por tanto, su pertenencia al pueblo.

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