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VI

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Si se pudieran entender los gestos de las personas sabríamos lo que Soledad piensa sentada en ese banco de madera, cuando con marcada lentitud da de comer a las palomas o como hace un rato, que levantó su falda porque al sentarse rozó el suelo y no lo notó; igualmente el porte que dibujan los brazos al reunir con las manos esos mechones de pelo que le caen al desaire sobre la nuca. Además, ¿qué dicen sus ojos chispeantes de furia? ¿Recogen sus lágrimas para hacérselas tragar de nuevo? Ella y sus gestos frente al pícaro teatro en la Avenida del Marqués del Duero dicen mucho al buen entendedor.

En este instante la mujer abre la bandolera que descansa a su lado sobre el banco y saca un papel que se ve azul grisáceo, el tono de los telegramas, y lo vuelve a leer:

El viejo ha muerto. El forense dictaminó infarto fulminante.

Ellos van camino a Barcelona. Fracaso de objetivo. Lo siento,

besos, Amada.

Amada es la única persona en la que Soledad confía desde que tiene memoria. La solapó de pequeña en sus correrías, de adolescente la ayudó a comprender muchas cosas que a su madre nunca se atrevió a preguntar. De recién casada estaba ahí si la necesitaba, sus consejos siempre tan oportunos. Era soltera pero sabía sobre la organización familiar, no en vano quedó al frente de la suya al morir la madre cuando contaba con escasos quince años y cinco hermanos. Al tomar “los nacionales” el poder, en el hogar de la joven sonó el cornetín de la desbandada: los dos mayores fueron encarcelados por anarquistas, la hermana había muerto de tuberculosis poco antes de terminar la guerra, y los otros dos lograron cruzar la frontera. Tales desventuras hicieron que se unieran aún más, haciendo sus desdichas propias.

—Pobre, he de ayudarla hasta que mis fuerzas me lo permitan —se dijo cuando todos los cielos cayeron sobre el destino de su entrañable Amada. Por ese entonces ninguna de las dos podía imaginar que la vida les sería tan adversa.

Lo cierto es que ella siempre acude si la amiga la necesita y desde que la guerra ha finalizado, las dos mujeres se amparan una en la otra para resistir y también, por qué no decirlo, vengar las canallas consecuencias que hoy las paralizan.

—¡Si al menos el tiempo pudiera detenerse! —es Soledad hablando sola, como dicen que hacen los locos.

—Toqué el cielo con las manos, es hora de escarbar en el infierno. Una y mil veces lo intentaré. El que a hierro mata a hierro ha de morir. Sí lo es, ya lo creo que lo es, la venganza es placer de dioses y necesito beber de esa hiel. Todo pudo ser tan diferente si las circunstancias no hubiesen cambiado… Carlos, Simón, vaya par de crápulas, ¡quién se lo iba a figurar!

Termina de censurar la mujer ahí sentada frente al Molino Rojo del Paralelo. Simón es amigo de la familia desde que Soledad recuerda y también, según la madre de esta, presumible pretendiente.

—Es muy culto, cualquier chica bebería los vientos por él.

—Pues yo no soporto sus aires prepotentes.

Contestaba la joven Soledad cada vez que mamá se dejaba caer con el tal sonsonete. Sin embargo no dudó a la hora de ir a pedirle ayuda y Simón la escuchó… ella revive la escena:

Necesitaba apoyo y acudió en busca del amigo, pues le comentaron que él, desde que “los nacionales” fueron ganando terreno, ostentaba un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

¡Tiene tan vivas aquellas escenas!

—Guerra, maldita guerra —dice Soledad mientras se sienta— perdona, sé que estás muy ocupado, pero no encuentro a nadie que pueda atender mi problema.

—Cálmate —contesta este mientras también toma asiento— si puedo hacer algo por ti, cuenta conmigo.

Ahora que lo tienes enfrente no sabes por dónde empezar. Vence escrúpulos, ¿a qué le temes?

El sillón que él ocupa lo hace verse imponente, a pesar de que guarda una línea que los separa: la gran mesa rectangular del amplio despacho. Soledad no se lo explica, no puede evitar la fuerte lluvia de temores que la invaden; dentro de su lógica no hay ni motivo ni tiempo para el miedo, aun así, empieza a saborear la amarga desnudez de la indefensión. Aquella atmósfera severa, el olor a humedad que desprenden sus paredes forradas, de lo que en otros tiempos podrían haber sido libros, pero que hoy enlistan gruesos archivos desangelados, la marea. De la pared que Simón tiene a sus espaldas cuelga un retrato del Generalísimo:

“Francisco Franco Bahamonte Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Desde el lienzo, el general parece recriminarla por sus intenciones, o al menos es lo que la mujer percibe, sin embargo a ella no le importa, necesita ayuda y la va a conseguir. Se remueve en la silla, acomoda el desgastado bolso sobre sus rodillas, dirige la mirada hacia Simón e intenta expresarse pero no lo logra, las palabras no le salen. Un aire de mal augurio le aprieta el ánimo.

—Soledad ¿te encuentras bien? —la voz de él corta el hilo de los malos presagios en la mente de la mujer, quien se ubica en seguida.

—Perdona… es que no sé por dónde empezar.

—Por el inicio.

—Tienes razón, estoy tan aturdida. Verás… —insegura comienza a hablar hasta que la pasión se la lleva.

Simón la deja explayarse. Ella cuenta el viacrucis que está sufriendo al tener que ir de cárcel en cárcel, de una comisaría otra, por los retenes… en fin, ha visitado infinidad de lugares y siente que ha sido en vano. Sebastián no aparece.

—Tú eres mi última esperanza.

El amigo le agradece su llaneza y le pide que siga dándole datos de lo ocurrido, cuantos más, mejor. Ahora, algo más serena, comienza a explicar con detalle lo sucedido allí, cerca de la frontera de Portbou, cuando ella y su marido derraparon con la moto.

Según anotó aquel funcionario, Sebastián Llorente Palau era capitán de la policía motorizada del régimen contrario. Eso estaba claro, y fue parte fundamental en los datos que quedaron asentados en su expediente.

—Yo —sigue Soledad— fui puesta en libertad al poco de apresarnos. Cuando esto sucedió nos llevaron, por lo que pude apreciar, a una Masía ahora convertida en cuartel de la Guardia Civil; a mí me sacaron de allí rápido y eso es todo lo que ocurrió. Tres días con sus noches estuve pegada a la gran verja que tienen a la entrada de aquella casona, rodeada por densos muros de piedra. Camiones repletos de soldados iban y venían con bastante regularidad: “Seguramente en uno de ellos se han llevado a su marido, señora; le vuelvo a repetir que ya no queda ningún detenido.” Me dijo el joven guardián que vestía el uniforme militar y que junto con otros tres vigilaban los accesos.

Soledad rechaza el coñac que Simón le ofrece para seguir hablando.

—Por más que pregunto nadie sabe nada, para ellos los hombres desaparecen como si nunca hubiesen existido — los ojos de la mujer se encienden llenos de rabia y salen las palabras por la boca mientras se levanta de la silla.

—¡Pero eso no es así, amigo mío! —reta a Simón mirándole con dureza— ¿Sabes? esas personas desaparecidas alguna vez tuvieron una vida. ¡Alguien tendrá que rendir cuentas de todo este infierno que estamos soportando!

—Toma —Simón insiste mientras quizá piense que a lo mejor ella conoce la verdad— esto te sentará bien —y le vuelve a ofrecer la copa que ahora ya no rechaza. A pequeños sorbos irá tomando ese licor ámbar como la miel.

Y así también, poco a poco, vacía su historia inmediata sobre aquella rectangular mesa donde su amigo la escucha: De nada les sirvió el intento de cruzar la frontera para refugiarse en Francia, como hicieron muchos republicanos con más suerte. Él, Sebastián, no la tuvo.

—No, ninguno de los dos tuvimos fortuna —dice Soledad.

Simón mira hacia la calle a través de los visillos que cubren el balcón, al que ha ido acercándose mientras ella le explica cómo fue que estando muy cerca de la meta no lograron alcanzarla; el destino tenía otros planes.

La profunda herida en la pierna por causa del accidente que sufrieron cuando a campo traviesa corrían con la Guardia Civil pisándoles los talones, trastocó sus deseos. Sucedió que al tomar de nuevo la carretera, mojada por la lluvia que cayó durante toda la tarde con intensidad, Sebastián no pudo frenar y rodaron por aquella bajada hasta aterrizar sobre unos matorrales de zarzas y flores silvestres bastante crecidas.

—Ahí permanecimos agazapados con el miedo apretado en el estómago unos minutos que se hicieron interminables, vendiendo nuestras almas al diablo con tal de no ser descubiertos.

Él la escucha sentado de nuevo en el sillón, a donde ha regresado con sigilo para no distraerla.

—Por suerte anochecía y pude distinguir las luces de las otras dos motos que conducían los perseguidores. Pasaron de largo casi por encima de nuestras cabezas. La curva donde Sebastián perdió el dominio de la máquina nos hizo derrapar y despeñarnos, siendo a la vez nuestra salvación. “Al menos de momento”. Comenté en voz alta convencida de que mi marido me escuchaba. Pero no fue así… Sebastián se había desmayado…

Y sentada en el banco de madera, mientras recuerda la entrevista con Simón, revive el suplicio del accidente.

Sobre la pierna izquierda, el manillar y el freno del mismo lado, como lanza afilada, le atraviesan aquellas carnes por donde a borbotones la sangre no para de fluir. Ella, al percibir la gravedad, raja su combinación de lino y forma unas vendas con las que trata de detener la hemorragia; llega a pensar que lo ha logrado, pero no; el líquido rojo avanza mientras dibuja en sus augurios siniestras figuras que podrían ser de otros infiernos salvo que este es real, de aquí, de la tierra, diseñado por seres humanos. La mujer, desesperada al intuir que aquello no cesaría, pregunta ¿qué puedo hacer, Dios mío?

Como respuesta: el silencio de la noche que calla cuando el alma tiembla de pánico.

—No sé cuánto tiempo duró aquella quietud, lo único que recuerdo es que después de la tregua comencé a percibir el ruido de un motor que se acercaba, y dando gracias a quién sabe quién, subí la cuesta y en un tris, me clavé en medio de la carretera. “Pararán, a fuerzas me tienen que ver y se detendrán”. Alcé la voz al pedir auxilio. El frenazo en seco que dio el camión me trajo la confianza aunque solo por unos segundos, pues el militar que vi bajar del vehículo portaba el uniforme del ejército franquista. Ese hombre, mientras se me acercaba preguntando en tono cordial si me sucedía algo, cuando reconoció a Sebastián como a uno de los contrarios, cambió la amabilidad por odio y, de inmediato, entró en acción el salvajismo. Se nos acercaron otros dos soldados y sin importarles el estado en que se encontraba el herido lo arrastraron hasta el vehículo, y como si fuera un fardo lo metieron en el camión junto a otros, seguramente también requisados en la contienda. A mí me empujaron y caí sobre él quedando cuerpo a cuerpo, sentía su sangre. A los poco segundos ese líquido tibio nos fue calando hasta la médula. En ese momento pensé en nuestros hijos: qué bien que se habían quedado con mis padres.

Termina su relato Soledad y entra en llanto, pero no son lágrimas lo que derrama, lo que resbala por su cara es el quejido reseco del dolor cuando no puede más. Al verla tan deshecha, Simón se levanta y, cortando la distancia que los separa, la acerca hacia sí con el ánimo de confortarla.

Si Soledad abre los ojos, descubrirá la cínica sonrisa que dibujan los finos labios del amigo, pero no, no averigua nada fuera de la comprensión que este le demuestra mientras ella solloza.

—Tranquilízate, Sebastián aparecerá, ya lo verás, aparecerá… —dice mientras la abraza con suavidad estudiada, a la vez que deja volar la mente hasta aterrizarla en el punto justo. Es entonces cuando su cinismo empuja la pregunta: ¿Qué beneficio podrás sacar de tal situación? De momento no encuentras la respuesta, que no te preocupe demasiado: el azar tiene sus esquinas, ¿no es eso lo que sueles repetirte cuando ciertas dudas te asaltan?

La venganza, placer de los dioses

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