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VII

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Simón averiguó que a Sebastián y a otros cuatro detenidos el mismo día por los alrededores de la frontera de Portbou, los llevaron de la seca a la meca hasta que a él y a otro compañero de suerte los registraron como presos limpios de sangre, es decir, que no pesaba sobre ellos ningún crimen, por lo tanto los consignarían a la Cárcel Modelo de Barcelona.

Cuando el amigo habló con Soledad para darle el resultado de sus pesquisas, también le dijo que no tenía idea del tiempo que el preso iba a permanecer encarcelado; trató de darle fuerzas al aconsejarle que no tuviera miedo:

—Si bien es cierto que nos encontramos en plena guerra, también lo es que los fusilamientos se revisan con cuidado. Seguro tu marido saldrá de la cárcel en cuanto comiencen a concederse los primeros indultos y, mientras la libertad llega, conseguiré que puedas ir a visitarlo cuanto antes.

Lo cierto es que para Soledad los días se perfilaban de inquietud permanente, injertada en esa hostilidad española que parecía no tener fin. Mientras tanto, la bruma de la guerra ahuyentaba a los espíritus del bien dando paso a las almas tenebrosas quienes, sobre tumbas improvisadas, seguirían decorando el paisaje de cruces.

Como bandadas de pájaros, los recuerdos llenan la cabeza de Soledad que sigue ahí, en el viejo banco de madera, frente al Molino Rojo del Paralelo, en Barcelona.

Desde que apresaron a su marido la vida ya no ha sido la misma para nadie. Sole gasta los días en un ir y venir de la cárcel a casa, de casa al trabajo… Se ocupa de los niños tratando de que sus vidas transcurran dentro de la mayor normalidad posible. Los tres conocen que a papá lo llevaron preso por asuntos de política y creen firmemente en lo que mamá les promete.

—En cuanto empiecen los indultos saldrá de los primeros, ya que nada malo ha hecho, simplemente trabajar en el bando de los que perdieron.

Días después de que apresaran a Sebastián, los padres de Soledad la hicieron titubear cuando fue a Esparraguera en busca de los chicos, la idea era que los hijos se quedasen con los abuelos hasta que el peligro hubiera pasado; una vez instalados en Francia volverían a encontrarse los cinco; sin embargo ese cuento de hadas no tuvo el final feliz que ellos diseñaron a base de desearlo con todas sus fuerzas.

Ella dudó mucho sobre lo que más les convendría a los niños, ya que su padre no cesaba de insistir en que ella y los nietos se quedaran ahí, aquel era un pueblo tranquilo y la comida no escaseaba. Aun así, se decantó por volver a la capital. Allí se hallan los colegios, su casa y la posibilidad de encontrar trabajo. A pesar de que los aires estaban revueltos y eran muchos los obstáculos a vencer, contaba con amigos y tocaría todas las puertas que fuera necesario. Además, ahora que sabe dónde está Sebastián con más razón, porque la Cárcel Modelo también se ubica allí y la mujer quiere estar cerca de él, llevarle a los pequeños, que los mire aunque sea a través de las rejas.

—Después de la tempestad vuelve el sosiego —se dice una y otra vez cuando las dificultades la empapelan. La vida no se detiene y Soledad tampoco. Los chicos van al colegio, la ayudan en casa y los domingos, a pesar de la guerra, ella los lleva al teatro como hicieron siempre.

No se equivocó, el presentimiento del accidente se hizo realidad: la moto les causó la ruina. Ella lo intuía y siempre se lo dijo, sin embargo él nunca la escuchó, y no podía ser de otra manera porque para Sebastián las motos eran su pasión.

—Por eso fue que, siendo cadete aún, decidió inscribirse al Cuerpo de la Policía Motorizada y no a otro —contesta Soledad siempre que alguien le habla sobre tal asunto— Sebastián es muy cuidadoso en cuanto a ese tema de la moto, a la hora de guardarla en casa, por lo general al anochecer, la sujeta con una cadena resistente que hay al fondo del patio cerciorándose de que el candado que la fija esté bien cerrado, sobre todo para evitar accidentes con los chicos; hay que vigilar al mayor, que recién cumplidos los trece años se cree con la suficiente destreza como para subirse al vehículo y tomar carretera.

Las mañanas de los sábados, cuando él no estaba de servicio, las consagraba a sus hijos, los llevaba de paseo. Cosa que a Soledad le venía bien, reconocía que así iban a hacer lo que les apeteciera sin temer las amonestaciones de mamá: que no corráis. Isamar, no te subas a los árboles. No bajéis los escalones del parque tan deprisa. No beber con la boca pegada al grifo, aunque se trate de la Font del Gat, los microbios caminan y contagian. Con tanto sermón la madre comprendía que terminaba por quitarle encanto al paseo. Ella es de las personas convencidas de que a Montjuïc hay que ir sin nervios ni prisas, y los empujaba cariñosa:

—Ir, iros a pasear que mañana domingo asistiremos los cinco al teatro.

Así, entre risas y alborotos, se despedían de la madre los cuatro cómplices, mientras esta, asomada al balcón, les decía adiós con la mano. Cualquier vecino podía observar tal escena muchos sábados por la mañana.

Pero esos fueron otros tiempos, los que corren ahora son otra cosa. Soledad piensa que el diablo anda suelto; todos los días las noticias hablan sobre lo mismo: atropellos y muerte, hambre, corrupción y prepotencias de mandamases, injusticias; ¡en fin!, hay que tirar para adelante. Además, dentro de lo que cabe, no puede quejarse, su marido se encuentra vivo y con muchas posibilidades de que lo indulten pronto; al menos esas son las últimas informaciones que le hizo llegar el amigo a través del mensajero que va siempre. No le extrañó en ningún momento que no fuera Simón el que le diera las noticias, bien por teléfono, bien acercándose a la casa. Está convencida de que es un hombre de múltiples compromisos. Lo que no llega a imaginar es que a este nada le importa la angustia de Soledad, todos los avisos que le hace llegar son mentira. De esa forma tan sencilla evita que ella lo visite, o se le cuelgue del auricular con aquellas ridículas lágrimas: santo y seña de la debilidad femenina.

Qué fastidio. Bastante hice con decirle en qué prisión tenían a ese rojo de mierda. Eso es lo que piensa Simón; ella, mientras tanto, logra algo de sosiego reconociendo que su situación no es tan precaria. Dentro de la negrura que tapa a media España, Soledad ve la luz; obtuvo trabajo en una academia para señoritas de familias adineradas. Ahí se las prepara para ser buenas esposas e inmejorables amas de casa. Entre labores y organización del hogar aprenden francés, literatura, filosofía, historia del arte; esa es precisamente la asignatura que imparte Soledad de lunes a sábado, todas las mañanas, las tardes por lo general, son para ella.

Dentro de las costumbres que la madre conserva, está la de llevar al teatro a sus chiquillos los domingos, aunque con muchos esfuerzos, porque las localidades para ir a disfrutar cualquier espectáculo cuestan caras.

—Todo sea por la cultura, por enseñarles a mis hijos que existen otros mundos, que soñar estira la imaginación y ensancha el espíritu —se enfrenta a quienes metiéndose donde no se les llama, le reprochan tal gasto.

Sentada ahí, en la pequeña plaza, Soledad recuerda aquellas charlas interminables con Amada cuando esta y la compañía de ballet a la que pertenece descansaban de sus giras; tardes largas tomando café mientras revisaban en casa de la maestra los trabajos de la Academia para la Mujer Moderna donde Soledad laboraba.

—La vida en el Paralelo es insólita. Solían decirse asombradas, no entendían muy bien cómo era que en esa parte de la ciudad todo continuara como si nada…

La venganza, placer de los dioses

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