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III

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Al día siguiente Carlos y Simón caminan por la ribera el río, que les ofrece su acostumbrado espectáculo bullanguero. Jarana renovada siempre por la juventud que, a esas horas de la tarde, pasea en pequeñas barcas río abajo, tocando la guitarra y cantando coplas; gracia que tropieza de frente con la brisa mientras los espectadores aplauden desde la orilla. En medio de la corriente, en el sitio donde es más profunda el agua, están ancladas las distintas goletas; esbeltos los postes, dibujan sus rasgos en negro con perfecta nitidez, sobre el fondo azul del cielo.

—Mira, para ser la primera vez que visitamos Sevilla, no vamos tan desencaminados —dice Simón al ver al otro lado del río lo que buscan y que se encuentra precisamente ahí, en Triana: barrio castizo donde los haya, salpicado por pequeños comercios de talabarteros, sastrerías y talleres donde los demiurgos entrecruzan hilos de múltiples colores, elaborando mantones de Manila, batas de cola para bailarinas y estrellas del cante o trajes de luces para los toreros que deslumbran a la propia muerte. Callejones que rezuman intriga, secretos y escondrijos donde también habitan familias trabajadoras que mantienen las tradiciones y los buenos hábitos de convivencia. Todos ellos, todos, bajo la protección de la Virgen de la Esperanza, su patrona y por quien dan la vida si es preciso.

Una vez cruzado el puente, caminan dos calles a la derecha y en efecto, ahí, adentrándose un poco en el callejón indicado, se encuentra el bar La Damajuana donde Cosme los ha citado.

Soledad, cuando les habló desde Barcelona, dijo que era un hombre de avanzada edad. Y así le pareció a Carlos después de oír su voz a través del teléfono. Antes de entrar al local se arremolinan en torno a los detectives tres o cuatro críos chillando. Estos se encuentran en el estado más primitivo, negros como el cobre sin pulir, con grandes vientres y miembros flacos y que mendigando céntimos tiran de las chaquetas de los dos adultos.

Carlos y Simón desconocen que en Triana son comunes los encuentros de esta guisa, pues hay en el barrio diferentes estilos de enfrentarse a la vida; desde gente trabajadora y formal hasta gitanos que tienen la opinión más avanzada en cuanto a la pachorra. Las mujeres hacen sus frituras al aire libre y los hombres se dedican al contrabando, cuando no a cosas peores.

Descolgándose como pueden de aquella circunstancia que provocaron los mocosos, entran y miran. Cerca de la barrica de vino a granel donde se “ordeña” el tinto peleón que la clientela va demandando, se encuentra Cosme: apoya una mano sobre el mostrador mientras bebe con la otra el mosto que pidió.

—Es él, lleva la varita de olivo en la mano como dijo que haría para ser reconocido —escucha Simón lo que dice Carlos mientras va acercándose a donde se encuentra el viejo que sí, es al que buscan.

—¿Entonces ustedes son los detectives que doña Soledad mandó venir? Pues bien, lo que yo sé no creo que pueda servirles de mucho; la penúltima vez que estuve con el hijo de esa pobre mujer, fue en la plaza de La Maestranza viendo torear a Dominguín. ¡Qué espectáculo, Señor! Un torero de tronío, de esos que se dan cuando se abrazan los obispos y nada más, se lo digo yo que de eso sé mucho. Este pellejo que hoy me cubre alguna vez fue joven y terso; sintió correr la sangre por sus venas, sangre taurina, porque aquí donde me ven, encogido, arrugado, sin pelo —dice levantando la vara para señalar la calva que corona su testa—, yo me la jugué.

Ahora endereza la encorvada espalda y demuestra a los oyentes el poderío de su estilo, dando con la mano derecha unos pases que él cree estupendos y que más bien parecen simulacro de que va a fregar el piso.

—Sí, yo quise ser torero pero no lo logré, ya que a la primera cornada que recibí de aquel burel más semejante a un galgo que a un cornúpeta, aparecieron mi madre y mi abuela por el dispensario y en cuanto me levanté del camastro me agarraron con las alpargatas de mi padre y a la vez, golpe a golpe, me llevaron para casa. ¡Ay!, Virgen de los Martirios, dos semanas estuve sin poder sentarme.

Impaciente, Carlos corta la charla diciéndole en tono de pocos amigos que ellos de toros no saben nada, que no han llegado a Sevilla para hablar de las aficiones truncadas de nadie y que por favor, diga lo que tiene que decir y ya.

—Está bien, está bien… no se me enfurruñen. No termina de expresarse el viejo cuando los dos amigos sienten un golpe seco en la cabeza que les hace perder el sentido.

—Por poco y no llegáis, so burros; ya no sabía que cuento inventar para estirar el tiempo.

—No beba usted ansias, don Cosme, que esto ya es pan comío —dice uno de los fortachones que asestaron por la espalda, con una cachiporra de buen calibre, los golpes fulminantes en las cabezas del detective y su ayudante, lo hicieron con rapidez y destreza. En la taberna: silencio absoluto. Todo sucede en segundos.

—Vamos rápido, afuera tengo la tartana esperando.

De pronto salen, quién sabe de dónde, tres mozalbetes renegridos como los chiquillos que los aturullaron hace un rato en la puerta. Sin perder ripio, levantan del suelo los cuerpos que se encuentran al pie del mostrador y los sacan a la calle, donde ahora mismo acaban de tropezarse unos contra otros logrando que la pesada carga se les caiga sobre la acera cubierta de tierra y gravilla.

Sin pensárselo, esos mangantes arrastran los cuerpos de los detectives y vemos como, a empujones, logran subirlos a la carreta, tirada por un famélico caballo que según lo que nos dicen sus costillas, arrastra más hambre que Rocinante. El carromato permanece muy cerca de la entrada del bar. Los dos compañeros de infortunio han sufrido rasguños y magullones considerables; sus ropas, en uno la chaqueta y en el otro, esta y parte del pantalón, se han echado a perder. Mientras tanto, en la cabeza de Carlos el sol se rompe, la luz se diluye, la fuerza del viento y el sonido del aire lo trasplantan a otro lugar.

Esta boira persistente, mansa y gris, la lleva asociada a su memoria. Cuando la traspasa puede observar con toda claridad aquella avalancha de pájaros negros desprendiéndose de los alambres que hay en la estación de ferrocarril, para lanzarse a muerte sobre los cepos: unas migajas de pan esparcidas, lo más seguro, por el bolsillo agujereado de aquel soldado desposeído que sale de su tierra porque no ha ganado la batalla.

Diez minutos pasaron formando fila, cinco para que saliese el tren y ya están camino de Barcelona; largo e incómodo camino que recorren aguantando el montón de heridos, unos encima de otros y con las botas llenas de barro, testigo de los senderos recorridos con el infierno en el estómago, soportando la falta de agua para beber y la copiosa lluvia que empapó sus gruesas guerreras hasta calarles los huesos.

—Ahí van los presos, encerrados en un vagón de carga ahí están bien —se oye la voz de un paisano decir con aire de suficiencia—. Carlos no puede evitar la repugnancia que le produce el comentario prepotente de aquel nube de cardo y le contesta indignado:

—Aquí todos somos igualmente desgraciados. Nosotros, los que vamos en este compartimiento, también somos reos porque todos intentamos fugarnos, saltar el muro, saltar la zanja, saltar los días… ¡Dios!, que cese la matanza absurda.

—¿En nombre de qué? —se cuestiona Carlos.

El pasado se queja en su cerebro. ¿De que llegue el día en que no haya espacio para la arena de las playas de tanto soldado enterrado en ellas?

—Arrastrarse, arrastrarse es lo nuestro —balbucea volviendo al ahora, mientras se lleva las dos manos hacia la frente pues cree que le va a estallar— ¿por qué siento esta descarga en mi cabeza?

—No te preocupes, la mía está en las mismas condiciones, abollada como una lata de sardinas en el basurero —responde Simón no sin reconocer, porque salta a la vista, que es Carlos quien se ha llevado la peor parte.

—Algo más de media hora ha permanecido usted inconsciente.

Habla el médico que los atiende en el hospital, a donde los llevó la guardia civil después de encontrarlos en un terreno baldío a las afueras de Sevilla y en estado lamentable. También les explica que los carabineros llegaron a pensar que aquello que estaba tirado en el rincón del solar, eran solo dos sacos grandes de esparto rellenos de cualquier cosa, dos bultos abandonados.

—Y eso fue a primera vista —continua el médico hablando— lo que parecía y lo que los dos guardias pensaron que era hasta que se acercaron lo suficiente como para distinguir su morfología.

—Esto me huele mal —dijo uno.

—A mí lo mismo —dijo el otro.

E inmediatamente, con una navaja, rasgaron la tela quedando así la incógnita despejada. cada uno de los costales carga un cuerpo de género masculino, las caras no se ven porque el pelo mezclado con la sangre que chorreó por sus frentes lo impide. La ropa hecha jirones deja a medio desnudar la anatomía magullada de aquellos desgraciados. Al ver el panorama llaman a la ambulancia. Mientras esperan, los guardia civiles buscan excusas y disculpas diciéndose que podrían ser dos inocentes turistas asaltados por los gitanos.

—Como sucede a menudo sin que nosotros lo podamos impedir —dijo uno, mientras que el otro contestó pesimista.

—Por lo visto estas son témporas de mala mar —convencido él de que el mundo está siendo regido por la pupila retorcida de un tirano imposible de vencer.

Al día siguiente, terminados los exámenes a los que fueron sometidos y ya aplacadas la perplejidad, la irritación y las explicaciones, se les dice en el hospital a los agraviados que pueden retirarse, que la policía investiga y que cuando hallen alguna pista del tal Cosme, les avisaran. También les recomiendan que se presenten en la comisaría lo más pronto posible, para denunciar formalmente lo ocurrido. Ellos aseguran que lo harán sin falta.

La venganza, placer de los dioses

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