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IV

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Por la mañana, mientras desayunan, Carlos comenta con Simón la pesadilla que tuvo durante el largo tiempo de inconsciencia provocada por el fuerte golpe recibido en la cabeza.

—La nebulosa me atacó, asomó las garras y aprovechándose del sopor me jugó una mala faena estrellándome contra el frío y la lluvia del pasado —termina así la reflexión.

Simón le aconseja que mejor lo olvide. Que la guerra ha terminado, la Civil en España y la Mundial —por segunda vez— también.

—Hay impactos que no se diluyen. Cuando la historia personal queda escrita en las páginas de tu piel no existen ni el olvido ni el perdón.

Y se deslizan en la charla mientras esperan en la antesala de la comisaría a donde han llegado caminando; quedaba cerca del hotel. En Sevilla, a donde se quiera llegar, se llega mejor a pie que en cualquier transporte. Ahora aguardan a ser llamados para denunciar formalmente lo ocurrido en la taberna La Damajuana. Después de un silencio que quizás no duró tanto, Simón le da a su amigo la última noticia del día.

—Terminan de asesinar a Gandhi. Lo escuché hace un rato en la radio.

—Eso ya se veía llegar, son demasiados los intereses creados en el mundo de chiflados en que vivimos. ¡Cuánta locura, Dios mío! Esta es una época donde la cólera de los imbéciles se corona. Y lo más terrible es que nos instalemos en ese frenesí con la misma naturalidad con la que nuestros pulmones respiran —le contesta Carlos a Simón y callan un buen rato.

Al fin se abre la puerta del despacho y aparece el comisario que los recibe para cuestionar, ya que no logra entender el percance, ¿cómo es posible que dos caballeros como ellos, hayan ido a parar a ese lugar tan poco recomendable: La Damajuana?

—Si no es una taberna aceptable para la gente de la ciudad, mucho menos lo es para los visitantes. ¿Qué se les ha perdido en un tugurio así? La parroquia que asiste ahí es de mala calaña: carteristas, borrachines de tercera, vagos, asesinos, vagabundos, contrabandistas y espías venidos a menos.

Después de una machacona entrevista con los denunciantes, el señor comisario da por concluído el interrogatorio aunque no lo terminaron de convencer. Costó trabajo hacerle creer que ellos solo eran turistas, desde luego, mal aconsejados por algún bromista que intentó pasarse y lo consiguió. Para los dos camaradas la mentira es el pan de cada día, así pues, no significó gran esfuerzo el conseguir que los llevasen hasta la misma puerta del hotel y por cuenta del propio Estado Español. Una vez ahí deciden no subir a la habitación y se van al bar; es la hora del aperitivo.

—Necesitamos un trago —sugiere Simón.

Después lo lógico, las dudas empiezan a fugarse. Carlos se mira la mano izquierda. El vacío que dejan los dos aros en su dedo anular le duele en el hígado hasta rabiar, gritaría si en vez de encontrarse ahí estuviera en algún lugar donde nadie lo juzgase. Pero repliega las ganas y solo murmura.

—Me cuesta entender la violencia innecesaria. ¿Por qué agredirnos? Asaltarnos, quitarnos el dinero, los relojes, y lo que más me revienta, las sortijas de matrimonio de mis padres. Más, es mucho más lo que me han robado, esos dos anillos son mi biografía, lo único que me quedaba para no olvidar quién soy. ¿Por qué ya no los tengo?

Simón no le responde. Sin embargo, los recuerdos para Carlos están más vivos que nunca…

En Berlín tomó las alianzas de entre los escombros y guardó un silencio de espanto al mirar el mapa que tenía en frente: restos de ropa pegada a muñones humanos que pertenecieron a su familia, de eso no le quedaba la menor duda. Haciendo un gran esfuerzo caminó como pudo entre las ruinas tratando de armar las “piezas” igual que se arma un rompecabezas, ayudando así a que las estadísticas designaran el número de cadáveres habidos después de que los nazis bombardearan la ciudad apenas hacía unas horas.

Es como si todo acabase de suceder, ¿verdad, Carlos? El cáliz que te aprieta el corazón no desaparecerá jamás. La imagen de las bombas lloviendo en picada sobre el edificio de cuatro plantas donde naciste no te permite descanso. Evocas una y mil veces el desmorone de lo que fue tu hogar, hecatombe retratada para siempre en el álbum de tu vida desde el primer momento que lo miraste todo, oculto en aquel agujero donde te escondiste al oír la sirena tocando a refugio.

Dos sortijas; una por aquí, otra un poco más allá. Así fue como las encontraste, dos alianzas que estuvieron unidas por casi cincuenta años brillaron frente a tus ojos asomándose entre la tierra del jardín o de lo que de él quedaba, cerca del huerto donde el abuelo se entretenía sembrando frutas y flores. “Algo hay que inventar para no salirse del vivir, hijo mío, ya lo entenderás cuando seas mayor.”

Y así sucedieron los hechos, Las argollas llegaron a sus manos con la sencillez de lo natural. Veinte minutos y se acabó: Carlos dejó de ser nieto, hijo, hermano, tío… de testigos dos trozos de metal quemando su genio, dos aros grabados por dentro, dos iníciales intercaladas, las de sus padres…

En este momento su rostro, igual que la nieve, transparenta finos hilos morados, ríos de sangre envenenada.

—Y todo al garete, ¿por qué?

El ataque sensible estalla en medio de aquel desconcierto para terminar exclamando enfurecido.

—Es la sinrazón. La barbarie colectiva alimentada con música marcial y patriotera que embruja, deslumbra haciendo crecer las filas de la intolerancia. Mala yerba para los caudillos, los caciques prepotentes que subyugan al mundo ungidos de democracia. Socialistas, comunistas, liberales, conservadores… La política es una mierda rebozada de blanco merengue con el que impregnan sus cojones los Colosos de la Soberbia —sigue vaciándose el hombre ahora vencido, humillado—. ¡Traidores!

Quizás llegó a gritar ido de ira durante muchas de sus noches desengarzadas. Lo cierto es que pasado el caos, el huracán que zarandeó su historia personal lo hizo romper con el Führer y cambiar de bando uniéndose al enemigo: ¡La Resistencia Francesa! Tales aconteceres sucedieron justo en el momento preciso en que Hitler se encontraba en la frontera franco-española de Hendaya, pavoneándose por tener a Francia en su poder pero… volvamos a Sevilla, al bar del Hotel Alfonso xiii.

La venganza, placer de los dioses

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