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II

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Carlos Clubak ahora viaja en el Talgo rumbo a Sevilla acompañado de Simón, su ayudante, el que no cesa de preguntarse qué caso tiene ir en su búsqueda.

—Revolver Europa al derecho y al revés para encontrar tal amasijo de basura, por muy madre que ella sea, resulta un desperdicio —comentan los detectives convencidos de que el esfuerzo y el dineral que a la mujer le está costando movilizar a la gente no valen la pena. Sin embargo, Carlos reconoce que gracias a personas como esta y a casos estrafalarios como el que ahora se le presenta, vive con cierto desahogo económico; él se mantiene de sus pesquisas, de buscar lo que nadie encuentra y casi siempre lo consigue. Tiene bien fundamentada la reputación que lo acompaña: “Es un excelente profesional.” Detallan quienes lo conocen.

—No sé si mi destino se me presenta como lo hace porque trato de hacer las cosas con rigor, o simplemente por azar. También pudiera ser porque casi siempre me dejo guiar por ese sexto sentido que, según la teoría junguiana, es gracias a la parte femenina que todos los hombres tenemos y la descuidamos. Por lo visto yo la atiendo bien.

—Lo más seguro, amigo mío, es que se trate solo de olfato, nada más que olfato… —comenta Simón siempre que se pone sobre el tapete el tema de la perspicacia de su compañero; en cuanto a esa parte femenina que Carlos presume de tener bien puesta, él lo duda. De haber sido tal premisa cierta, la realidad de Simón seguro que sería otra muy diferente. Los dos amigos, trabajando en equipo por los mismos intereses, podrían haberse comido el mundo, sin embargo no es así. Hoy el universo de Simón es sombrío, el de su amigo no. Sean cuales sean los peligros a los que se enfrenta, Carlos sale de ellos sano y salvo. No le sucede al otro lo mismo: al menor desliz que se gaste acaba perdiendo los empleos, las amistades cocidas al vapor y hasta la camisa perdería si Carlos no estuviera siempre esperándolo allí, en el fondo del abismo, con los brazos abiertos. La vida los unió desde que nacieron, sin embargo la guerra los mantuvo distantes. Primero la de España: 1936 y, después, la mundial en 1939. Pero ahora el destino ha querido acercarlos más que nunca.

Los sueños de juventud se perdieron entre la pólvora y las traiciones que Simón planeaba a conciencia sin escrúpulo ni reproches inútiles, sacando provecho a los disparates de las posguerras. Venganzas y rencillas entre gente del mismo lugar, vecinos, hermanos… ¡todos contra todos!, parecía ser la consigna. Señales de locura que le llenaron las arcas.

“Aunque la verdad, ser mayordomo del diablo de poco te sirvió.” Razona su conciencia cuando piensa en el pasado, cosa que trata de evitar aunque a veces no lo consiga. Es por lo mismo que se encuentra en el tren con su amigo del alma.

—Seguramente se esconde en Marsella. Fue eso lo que te dijo la secretaria de Erik, ¿o no es cierto lo que me contaste ayer mientras cenábamos? —pregunta Simón.

—¿Un poco más de café? —ofrece la camarera a la vez que el convoy se detiene en la última parada que realiza antes de llegar a Sevilla.

“Qué tal si el ferrocarril en vez de llegar a Selvalavari tuviese la terminal en Barcelona? Eso os facilitaría las cosas”.

Pensamiento que se vuelve palabra en boca Simón cuando se lo comenta a Carlos, señalando de paso lo inútil que está siendo la “caza” que llevan a cabo. ¿Por cuánto tiempo? Si los dos camaradas lo supieran no estarían en este tren, aun así, como la duda es hoy por hoy la protagonista de sus vidas, hete ahí, que están viajando en el Talgo.

—Claveles, clavelitos. Señorito, llévelos usted. Ande, no sea tímido y dígale a esa morena que le ha “robao el sentío” lo mucho que la quiere con un manojo de claveles; baratitos se los doy.

Apenas descender del tren, los dos hombres se sienten acosados por una gitana, se miran sin terminar de comprender a la mujer que sigue empecinada con la venta. Camina por el andén al mismo paso que ellos pegada a Carlos, quien más por quitársela de encima que por regalarle claveles a ningunos ojos negros, termina comprando las flores rojas.

—Gracias, muchas gracias “resalao”.

La mujer le lanza la sentencia antes del adiós mirándolo fijamente:

—Cuídate del gato negro que puede arrancarte las entrañas.

Y se marcha presurosa a seguir ofreciendo claveles rojos, según ella talismanes para el romance Pret a Porter.

Simón no puede ocultar la sorpresa que le provocan las palabras de aquella desaliñada mujer y así se lo hace saber a su compañero.

—Efectivamente, es muy extraño que se haya referido a el gato negro con tal naturalidad —contesta este tratando de no darle importancia al asunto.

—No olvides que las casualidades existen, Simón.

Y se suben al taxi que se les acerca.

—Por favor llévenos al Hotel Alfonso xiii.

Durante el trayecto nadie habla. Las palabras de la gitana han quedado atrapadas en la mente de Simón haciendo que el tiempo retroceda. Ni imaginar quería lo que pudo haberles sucedido en Alemania, de no haber conseguido que les entregaran a tiempo los nuevos pasaportes…

—Calma, amigo mío, todo saldrá bien, ya lo verás —dice Simón mientras Carlos no cesa de quejarse. Por lo que se ve, el dolor intenso persiste; comenta que no siente ningún alivio a pesar de que le extrajeron la bala del tórax hace unos días en Berlín. El doctor, amigo suyo y compañero de camino en la rebeldía que a todos ellos les ahoga, se lo dijo sin tapujos:

—No puedes exponerte, te andan buscando, han descubierto que eres tú quien diseñó la emboscada de la otra noche en el retén de Múnich. Tu cabeza tiene precio y yo no puedo hacer nada más por ti, Carlos. Acatar las órdenes y resguardaros en la dirección señalada en el sobre que os he traído.

La bodega del almacén donde se encuentran, medio derruida por el último bombardeo que realizaron los nazis hace dos noches, está húmeda, sin luz y las corrientes de aire se cuelan por todas las grietas que descubre. Simón teme por su compañero, se encuentra muy débil y ve sobrecogido que en el rostro de Carlos el color se ha quebrado. Lividez que hace brotar la desesperación de la impotencia; es por lo mismo que le pregunta si se encuentra con fuerzas para seguir la aventura que van a emprender, totalmente obligados por las circunstancias.

—Estoy dispuesto —dice con algo de alivio al escuchar la contraseña del mensajero quien, seguro, trae los pasaportes falsos:

—Me envía el gato negro.

Acaba de gritar ahogadamente el intermediario y es Simón el que sale de la penumbra dejándose ver por el hombre que se les acerca; lo envuelve en una gabardina, al parecer, del ejército alemán, una gorra de oficial le cubre la cabeza tapándole casi toda la frente.

—Aquí están los documentos, también me dieron esto, contiene tres mil francos suizos. Los gastos que tendrán hasta llegar a Barcelona están cubiertos, pero antes de tres meses tienen que devolver el dinero; dentro del sobre van los datos de cómo y quién lo recogerá allí donde ustedes se encuentren. La propaganda que tienen que distribuir les será entregada en la ciudad Condal por uno de los nuestros, eso es todo. Suerte.

Con estas breves palabras se despide el contacto haciendo sonar los tacones de las botas al unirlos marcialmente, mientras les tiende la mano con firmeza y con cierta prisa, lo cual a Simón le parece normal, dadas las circunstancias. Sin embargo, con todo y su cansancio, Carlos no lo ve tan natural, la mano de un hombre hecho y derecho no suele ser tan delgada; además ese lunar plasmado en el inicio del dedo pulgar… Hoy todavía duda cuando piensa en ello.

A pesar de su mal estado y la oscuridad que invadía el lugar, él apuntó el detalle de tal manera que su cerebro ya no lo borraría.

—Hemos llegado señores —anuncia el taxista— aquí tienen el Hotel Alfonso xiii, cerca del Guadalquivir y pegado al parque de María Luisa y sé, porque me lo comentan los turistas, que aún con las ventanas cerradas penetra el espléndido aroma de sus rosales.

La venganza, placer de los dioses

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