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Capítulo uno

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Verano de 1814

El cabo Thorne era capaz de lograr que una mujer se estremeciera desde el extremo opuesto de una habitación.

Un don muy inconveniente, en opinión de Kate Taylor.

Aquel hombre ni siquiera debía molestarse en conseguirlo, como comprobó Kate con una punzada de tristeza. No tenía más que irrumpir en El Toro y la Mariposa, adueñarse de uno de los taburetes de la barra, fruncir el ceño con una jarra de metal en las manos y darle la espalda, una espalda ancha y musculosa, al local. Y sin una sola palabra, sin ni siquiera una sola mirada, lograba que los dedos de la pobre señorita Elliott, posados sobre las teclas del piano, comenzaran a temblar.

—Ay, no puedo —susurró la muchacha—. Ahora no puedo cantar. No con él aquí.

Otra clase de música echada a perder.

Kate jamás había padecido ese problema, que empezó un año atrás. Antes de eso, en Cala Espinada vivían sobre todo mujeres, y El Toro y la Mariposa era un pintoresco salón de té en que se servían pastelitos y se vendían tarros de mermelada. Pero, desde que se había organizado la milicia local, el establecimiento se había convertido tanto en el salón de té de las damas como en la taberna de los caballeros.

Kate no se oponía a compartir el local, pero con el cabo Thorne era imposible compartir nada. Su presencia adusta e inquietante se apoderaba por completo de la estancia.

—Intentémoslo una vez más —apremió a su alumna mientras se esforzaba por ignorar la silueta intimidante que se le cernía desde la visión periférica—. Ya casi lo teníamos.

—No me saldrá nunca. —La señorita Elliott se ruborizó y entrelazó los dedos sobre el regazo.

—Claro que sí. Es tan solo cuestión de práctica, y no estarás sola. Seguiremos trabajando en el dueto y estaremos preparadas para ensayar la actuación en el salón este mismo sábado.

Al oír la palabra actuación, las mejillas de la muchacha adquirieron un color carmesí.

Annabel Elliott era una jovencita delicada y pálida, pero la pobre se sonrojaba con una gran facilidad. Siempre que estaba nerviosa o aturullada, sus mejillas ardían como si le acabaran de asestar un bofetón. Y estaba nerviosa o aturullada la mayor parte del tiempo.

Algunas jóvenes acudían a Cala Espinada para superar la timidez, un escándalo o un episodio de fiebre debilitante. La señorita Elliott se había presentado con la esperanza de conseguir otro tipo de curación: necesitaba un remedio para el pánico escénico.

Kate había sido su mentora el suficiente tiempo para saber que los problemas de la señorita Elliott no tenían nada que ver con una falta de talento ni de preparación. Solamente necesitaba confiar en sí misma.

—Tal vez nos ayude una nueva partitura —le propuso Kate—. A mí me levanta más el ánimo una melodía nueva y refrescante que comprarme un sombrero. —Se le ocurrió una idea—. Esta semana iré a Hastings a ver qué encuentro.

De hecho, tenía intención de visitar Hastings con un propósito totalmente diferente. Debía saludar a alguien, una visita que llevaba tiempo postergando. Ir a comprar nuevas partituras sería una excusa excelente.

—No sé por qué soy tan tonta —se lamentó la ruborizada joven—. He tenido profesores brillantes durante años. Y me encanta tocar. De verdad que sí. Pero, cuando hay alguien escuchando, me quedo paralizada. Soy una inútil.

—No eres ninguna inútil. Ninguna situación es inútil jamás.

—Mis padres…

—Tus padres tampoco creen que seas inútil. De lo contrario, no te habrían enviado aquí —dijo Kate.

—Quieren que mi puesta de largo sea un éxito. Pero usted no sabe la presión que ejercen sobre mí. Señorita Taylor, es imposible que usted sepa qué se siente.

—No —admitió Kate—. Supongo que no.

La señorita Elliott levantó la vista, afectada.

—Lo siento. Lo siento mucho. No quería decirlo así. Qué desconsiderado por mi parte.

—No te preocupes. —Kate desestimó las disculpas con un gesto—. Es cierto. Soy huérfana. Llevas razón, por supuesto: es imposible que sepa qué se siente al tener padres con expectativas tan altas y desorbitadas.

«Aunque daría lo que fuera por experimentarlo, solo durante un día».

—Pero sí que sé la gran diferencia que supone saber que estás entre amigos —continuó—. Esto es Cala Espinada. Todos somos un tanto diferentes. Y recuerda que en este pueblo todo el mundo está de tu parte.

—¿Todo el mundo?

La mirada recelosa de la señorita Elliott voló hacia el hombre solitario y gigantesco sentado a la barra.

—Es que es tan grande —susurró—. Y aterrador. Siempre que empiezo a tocar, lo veo hacer una mueca.

—No te lo tomes como algo personal. Es un militar, y ya sabes que todos los militares están confundidos por culpa de las bombas. —Kate le dio a la señorita Elliott una alentadora palmada en el brazo—. No le prestes ninguna atención. Limítate a levantar la cabeza, a esbozar una sonrisa, y sigue tocando.

—Lo intentaré, pero es que… es bastante difícil ignorarlo.

Sí. Así era. Que se lo dijeran a Kate.

Aunque al cabo Thorne se le daba estupendamente bien ignorarla a ella, Kate no podía negar el efecto que tenía él en su compostura. Le hormigueaba la piel cuando estaba cerca y, las pocas veces que la había mirado, había observado una honda profundidad en sus ojos. Pero, por el bien de la confianza de la señorita Elliott, Kate dejó a un lado sus propias reacciones.

—Alza la barbilla —le recordó en voz baja a la señorita Elliott, y también a sí misma—. Sonríe.

Kate comenzó a tocar la parte grave del dueto. Cuando llegó el momento de que entrara la señorita Elliott, sin embargo, la joven titubeó después de unas cuantas notas.

—Lo siento, es que… —La voz de la señorita Elliott se fue apagando.

—¿Ha vuelto a hacer una mueca?

—No, peor —gimió—. Esta vez se ha estremecido.

Con un resoplido de indignación, Kate giró el cuello para observar la barra.

—No. No se ha estremecido.

—Sí —asintió la señorita Elliott—. Ha sido horrible.

Kate se cansó. Que él ignorara a sus alumnas era una cosa. Que hiciera una mueca, otra. Pero no había ninguna justificación para un estremecimiento. Un estremecimiento pasaba de castaño oscuro.

—Voy a hablar con él —dijo Kate mientras se levantaba de la banqueta del piano.

—Ay, no. Se lo suplico.

—No pasa nada —le aseguró—. No me da miedo. Puede que sea tosco, pero creo que no muerde.

Kate atravesó el establecimiento y se detuvo justo al lado del hombro del cabo Thorne. Estuvo a punto de hacer acopio del valor necesario para darle un golpecito en la hombrera borlada de la casaca rojiza del uniforme militar.

A punto.

Al final, se aclaró la garganta.

—¿Cabo Thorne?

Él se giró.

En su vida había visto a un hombre con una expresión más dura. Su rostro era de piedra, formado por ángulos implacables y cincelados, y rasgos inflexibles. Un terreno inhóspito que no ofrecía a Kate cobijo ni escondite alguno. Su boca formaba una línea recta. Sus cejas oscuras se unían en un gesto reprobatorio. Y sus ojos… Sus ojos eran del azul de un río helado en la noche más fría y rigurosa del invierno.

«Alza la barbilla. Sonríe».

—Como debe de haber visto —dijo con ligereza—, estoy en medio de una clase de música.

Sin respuesta.

—Verá, la señorita Elliott se pone nerviosa al actuar delante de desconocidos.

—Quiere que me marche.

—No. —La respuesta de Kate la sorprendió incluso a ella—. No, no quiero que se marche.

Eso sería dejarlo ir con demasiada facilidad. Él siempre se iba. Sus ocasionales interacciones se habían limitado a eso. Kate hizo acopio de valentía y procuró desprender amabilidad. Thorne siempre encontraba una excusa para abandonar el local de inmediato. Era un juego ridículo y Kate estaba harta de él.

—No le pido que se marche —insistió—. La señorita Elliott necesita practicar. Ella y yo vamos a hacer un dueto. Le invito a que nos preste su atención.

El soldado se la quedó mirando.

Kate estaba acostumbrada a los contactos visuales extraños. Siempre que conocía a alguien nuevo, era consciente, a su pesar, de que la gente solamente veía la marca de un feroz color burdeos que tenía en la sien. Se había pasado muchos años escondiendo su marca de nacimiento con sombreros de ala ancha o con rizos peinados con esmero, siempre en vano. La gente veía más allá de los complementos y los bucles. Kate había aprendido a ignorar el dolor inicial. Con el tiempo, a los ojos de los demás, dejó de ser tan solo una marca de nacimiento para pasar a ser una mujer con una marca de nacimiento. Y al final los demás la observaban y solo veían a Kate.

La mirada del cabo Thorne era completamente distinta. Kate no sabía qué pensaba de ella. La incertidumbre la colocaba en el filo del precipicio, pero no dejó de intentar mantener el equilibrio.

—Quédese —lo retó—. Quédese y escuche mientras tocamos para usted lo mejor que sabemos. Aplauda cuando terminemos. Golpee el suelo según el ritmo de la música si lo desea. Dele a la señorita Elliott un poco de ánimo. Demuestre que cuenta con una pizca de empatía y déjeme patidifusa.

Pasaron eones hasta que Thorne, al fin, respondió de forma sucinta y áspera.

—Me marcho.

Se levantó y lanzó una moneda sobre la barra. Acto seguido, salió de la taberna sin mirar atrás.

Cuando la puerta pintada de rojo se cerró sobre sus engrasados goznes, burlándose así de ella con un portazo, Kate meneó la cabeza. Aquel hombre era imposible.

Sentada al piano, la señorita Elliott retomó un arpeggio.

—Supongo que ahora tenemos un problema menos —dijo Kate intentando ver, como siempre, el lado positivo. Absolutamente todas las situaciones lo tenían.

El señor Fosbury, el propietario de mediana edad de la taberna, hizo acto de presencia para limpiar la jarra de Thorne. Deslizó una taza de té en dirección a Kate. Una delgadísima rodaja de limón flotaba en el medio, y el aroma del brandi la rodeó con una columnilla de vapor. Se calentó por dentro antes siquiera de darle un sorbo. Los Fosbury la trataban muy bien.

Aun así, no sustituían a una verdadera familia. Para encontrarla iba a tener que seguir buscando. Y pensaba seguir buscando, ajena al número de puertas que se cerraran delante de sus narices.

—Espero que no deje que le afecten los modales groseros de Thorne, señorita Taylor.

—¿Quién?, ¿yo? —Se obligó a soltar una breve carcajada—. Ah, no soy tan sensible. ¿Por qué iban a afectarme las palabras de un hombre despiadado? —Pasó un dedo por el borde de la taza de té, pensativa—. Pero le pediría que me hiciera un favor, señor Fosbury.

—Lo que usted quiera, señorita Taylor.

—La próxima vez que sienta la tentación de tenderle una rama de olivo al cabo Thorne… —Arqueó una ceja y le dedicó una sonrisa juguetona—. Recuérdeme que me limite a golpearlo con la rama en la cabeza.

Una dama a medianoche

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