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Capítulo tres

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Durante la primera hora que pasaron a caballo, ocurrió lo más extraño del mundo. Ante los ojos de Kate, el cabo Thorne se transformó en un hombre completamente distinto.

En un hombre atractivo.

La primera vez que se atrevió a mirarlo, a dejar que sus ojos emprendieran el lento ascenso desde el regazo hasta el rostro, se le antojó tan recio e intimidante como siempre. Los rasgos de su cara estaban iluminados con el implacable sol de media tarde. Y Kate se encogió.

Pero entonces, después de haber recorrido varias yardas del camino, volvió a levantar la vista cuando pasaron cerca de una hilera de árboles. Esta vez lo vio de perfil, sus rasgos abrazados por las sombras. Le pareció… no tan imponente, sino protector. Fuerte.

El muro de músculos cálidos que se apoyaba en su espalda no hacía más que reforzar aquella impresión. Así como el brazo gigantesco que le rodeaba la cintura y la facilidad con que guiaba al caballo. Nada de gritos ni de golpes con la fusta: se limitaba a darle suaves golpecitos con los talones y a pronunciar alguna que otra palabra en voz queda. Aquellas palabras temblaban sobre los huesos de Kate como si fueran notas de un violonchelo, pues cada una de ellas provocaba un grave y excitante canturreo que le nacía en la base de la columna.

Cerró los ojos. Las voces graves la acariciaban en las profundidades de su cuerpo.

A partir de ese instante, mantuvo la mirada tercamente clavada en el camino que se abría ante ellos. Sin embargo, la imagen mental que tenía de Thorne siguió cambiando. En su cabeza había pasado de ser un hombre obstinado e intimidante a resultar protector y fuerte y…

Atractivo.

Loca, improbable y ofensivamente atractivo.

No, no. No podía ser. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Kate era consciente de que muchas de las trabajadoras de Cala Espinada suspiraban por el cabo Thorne, pero nunca había entendido el porqué. Los rasgos del militar no despertaban ninguna emoción en ella, probablemente porque siempre echaba mano de ellos para fruncir el ceño o para fulminarla con la mirada. En aquellas raras ocasiones en que la miraba, por supuesto.

Al cabo de otras tantas millas, el cachorro se quedó dormido en sus brazos. Kate había repasado los numerosos y desagradables encuentros que había mantenido con aquel hombre y logró afianzar en su cabeza la idea de que no lo encontraba atractivo.

«Una última mirada», se dijo…, solo para confirmarlo.

Cuando volvió la cabeza, sin embargo, sucedió lo peor.

Lo vio mirándola fijamente.

Los ojos de ella se clavaron en los de él. El azul penetrante de los del cabo invadían todo su ser. Para su gran desgracia, Kate soltó un suspiro. Y, acto seguido, se apresuró a mirar hacia otra parte, la que fuera.

Demasiado tarde.

Los rasgos de Thorne estaban grabados a fuego en su mente. En cuanto cerraba los ojos, era como si alguien le hubiera pintado los párpados por dentro con aquel azul tan intenso y subyugador. Ahora se le ocurría que tal vez se tratara del hombre más atractivo que hubiera visto nunca, una valoración que no se basaba en ningún argumento racional. En ninguno.

Kate se dio cuenta de que tenía un grave problema.

Estaba locamente enamorada. O un tanto loca. Probablemente, ambas cosas.

Más que nada, estaba abatida. Su corazón palpitaba a un ritmo histérico y, tan cerca como estaban sobre la silla, sabía que él lo notaba. Por el amor de Dios, si incluso debía de oírlo. Los latidos acelerados y balbuceantes confesaban todos sus secretos. Resultaba tan revelador como si se hubiera erguido y hubiera exclamado: «Soy una estúpida que está confundida y falta de cariño, y que no se ha encontrado jamás tan cerca de un hombre».

Desesperada por dejar cierto espacio entre ambos, enderezó la espalda y se inclinó hacia delante.

En ese momento, el caballo se adentró en un surco y Kate se vio peligrosamente impulsada hacia un lado. Experimentó la breve e impotente sensación de caer al vacío.

Y, entonces, con la misma celeridad, sintió que la sujetaban.

Thorne corrigió el rumbo del caballo con un movimiento de los talones. Tiró de las riendas con una mano y su otro brazo se apretó con mayor firmeza alrededor de la cintura de Kate. Sus gestos eran fluidos, fuertes e instintivos, como si su cuerpo entero formara un puño y la hubiera agarrado desde dentro.

—La tengo —dijo.

Sí, la tenía. La tenía tan cerca y tan apretada que seguramente los ojales de su corsé le estaban dejando marcas en el pecho.

—¿Ya llegamos? —preguntó Kate.

—No.

Reprimió un quejumbroso suspiro.

Cuando el sol se hundía cerca del horizonte, se detuvieron en una posta del camino. Kate esperó con el cachorro mientras Thorne le compraba a un aldeano un poco de leche y tres hogazas de pan caliente y crujiente. Lo siguió y bajaron unos escalones rumbo a una ladera cercana.

Se sentaron el uno al lado del otro en una colorida pradera de brezos en flor. La ya tenue luz del sol teñía de naranja todas y cada una de las florecillas moradas. Kate dobló el chal hasta formar un cuadrado y el cachorro lo rodeó varias veces antes de decidirse a atacar los flecos de la tela.

Thorne le entregó una de las hogazas.

—No es gran cosa.

—Es una maravilla.

La hogaza le calentó las manos y le provocó un rugido de tripas. Kate la partió en dos y el pan despidió una nubecilla de vapor delicioso con olor a levadura.

A medida que se lo comía, el pan parecía rellenar cierta parte de la intensa estupidez de su interior. Con el estómago lleno resultaba muchísimo más fácil sobrellevar un comportamiento prudente. Ya casi se atrevía a volver a mirarlo a la cara.

—Le estoy muy agradecida —le dijo—. Para mi bochorno, no estoy segura de habérselo comentado antes. Pero le estoy muy agradecida por su ayuda. Estaba viviendo el peor día del año, y ver su rostro…

—Lo empeoró aún más.

—No. —Kate protestó con una risotada—. No me refería a eso.

—Tal como yo lo recuerdo, rompió a llorar.

—¿En sus palabras no habrá por casualidad un destello de humor? —Agachó la barbilla y lo miró de reojo—. ¿El severo e intimidante cabo Thorne tiene sentido del humor?

Él no respondió. Kate lo vio darle al perrito pedazos de pan mojados en leche.

—Santo Dios —exclamó la joven—. Me pregunto cuál será su próxima treta. ¿Un guiño? ¿Una sonrisa? Como se ría, me desmayaré y me moriré aquí mismo.

Aunque su tono era más bien de burla, decía lo que pensaba de verdad. Ya estaba siendo objeto de numerosas punzadas de atracción basadas tan solo en el físico y la fuerza del militar. Si, además, demostraba hacer gala de un agudo ingenio, Kate estaría en un auténtico apuro.

Por suerte para sus volubles emociones, Thorne contestó con su habitual falta de encanto.

—En ausencia de lord Rycliff, soy el teniente de la milicia de Cala Espinada. Usted es una residente de Cala Espinada. Era mi deber ayudarla a regresar a casa sana y salva. Nada más.

—En ese caso —terció Kate—, la fortuna ha querido que me encontrara al alcance de su deber. El percance con el conductor del carruaje realmente fue mi culpa. Me precipité a la calzada sin ni siquiera mirar.

—¿Qué ocurrió justo antes? —preguntó.

—¿Qué le hace suponer que ocurrió algo justo antes?

—No es propio de usted estar tan distraída.

«No es propio de usted».

Kate masticó el pan lentamente. Al cabo no le faltaba razón, quizá, pero era extraño que dijera aquello. Ella creía que la esquivaba como un gorrión esquiva la nieve. ¿Qué derecho tenía a decir qué era propio y qué era impropio de ella?

Pero Kate no podía hablar con nadie más y creyó innecesario esconder la verdad.

—Fui a visitar a mi antigua profesora. —Tragó un bocado de pan y se rodeó las rodillas con los brazos—. Esperaba encontrar algo de información sobre mis orígenes. Sobre mi familia.

Thorne guardó silencio unos instantes.

—¿Y la encontró?

—No. Jamás me ayudaría a encontrarlos, me dijo, aunque pudiera. Porque no quieren que los encuentre. Siempre pensé que era huérfana, pero al parecer… —Parpadeó varias veces—. Al parecer, me abandonaron. Una hija de la vergüenza, me llamó. Nadie me quería entonces y nadie va a quererme ahora.

Los dos se quedaron observando el horizonte, donde el sol, una rezumante yema de huevo, bañaba las colinas blancuzcas.

—¿No tiene nada que decir? —Kate se atrevió a mirarlo.

—Nada apropiado para los oídos de una dama.

—Pero ya ve que no soy ninguna dama. —Sonrió—. Por lo poco que sé de mis ancestros, de eso sí que estoy segura.

Kate vivía en la misma posada que las demás damas de Cala Espinada, y unas cuantas eran muy buenas amigas, como lady Rycliff o Minerva Highwood, que acababa de convertirse en la flamante vizcondesa Payne. Pero muchas otras se olvidaban de ella tan pronto se marchaban. En la opinión de esas muchachas, Kate ocupaba el mismo lugar que las gobernantas y una compañera cualquiera. Si no había más remedio, y si no había nadie mejor disponible, servía como compañía. A veces le mandaban cartas durante una temporada. Si sus maletas estaban demasiado llenas, le regalaban sus vestidos usados.

Kate acarició la falda embarrada de su vestido de muselina rosa. Estaba destrozada, no podría remendarse.

A sus pies, el perrito estaba medio inclinado sobre la jarra de leche y lamía con alegría las últimas gotas del recipiente. Kate agarró al animal y le dio la vuelta para frotarle la barriguita.

—Somos almas parecidas, ¿verdad que sí? —le preguntó al cachorro—. Sin hogar del que enorgullecernos. Sin distinguido pedigrí.

El cabo Thorne no hizo amago de contradecir el comentario de ella. Kate supuso que era lo que se merecía por haber ido a pescar galanterías a un desierto.

—¿Qué me dice de usted, cabo Thorne? ¿Dónde creció? ¿Tiene familia?

El militar se quedó callado durante un tiempo extrañamente largo, dada la naturaleza directa de la pregunta.

—Nací en Southwark, cerca de Londres. Pero hace casi veinte años que no visito ese lugar.

Kate examinó la expresión de aquel hombre. A pesar de su comportamiento encorsetado, no debía de tener más de treinta años.

—Supongo que se marchó de casa siendo muy joven.

—No tan joven como otros.

—Ahora que la guerra ha terminado, ¿no siente deseos de regresar?

—En absoluto. —Los ojos de él se clavaron en los de ella durante unos segundos—. Más vale dejar atrás el pasado.

A tenor del desastre en que se había convertido su vida, Kate dedujo que Thorne llevaba razón. Arrancó una larga brizna de hierba y se la ofreció al perro para que la mordisqueara y jugueteara. La cola fina del can se movía de izquierda a derecha con alegría.

—¿Qué nombre pensaba ponerle? —le preguntó.

—No lo sé. —El cabo se encogió de hombros—. Mancha, supongo.

—Pero eso es horrible. No puede llamarlo Mancha.

—¿Por qué no? Tiene una mancha, ¿verdad?

—Sí, y esa es precisamente la razón por la que no puede llamarlo así. —Kate bajó la voz, apretó al perrito contra su pecho y acarició la mancha de color teja que tenía sobre el ojo derecho—. Se acomplejará. Yo tengo una mancha, pero no me gustaría que me definiera hasta tal punto. No necesito que me recuerden que está ahí.

—Pero es diferente. Es un perro.

—Eso no significa que no tenga sentimientos.

—Pero es un perro. —El cabo Thorne profirió un resoplido de burla.

—Podría llamarlo Rex —le propuso mientras ladeaba la cabeza—. O Duque. O Príncipe, quizá.

—¿Qué parte de este perro le hace pensar a usted en la realeza? —La miró de soslayo.

—Ninguna. —Kate dejó al animal y observó cómo echaba a correr por la pradera—. Pero de eso se trata. Un nombre grandilocuente compensará sus orígenes humildes. Se llama ironía, cabo Thorne. Como si a usted yo lo llamara Chiquitín. O como si usted a mí me llamara Helena de Troya.

El militar se detuvo y frunció el ceño.

—¿Quién es Helena de Troya?

Kate estuvo a punto de mostrar la sorpresa que le había despertado esa pregunta. Por suerte, se contuvo justo a tiempo. Debía recordar que un cabo era un rango de un oficial del ejército y que la mayoría de los hombres del ejército solamente contaban con una educación básica.

—Helena de Troya fue una reina de la Antigua Grecia —le explicó—. Decían que la belleza de su rostro era capaz de hundir mil barcos. Era tan hermosa que todos los hombres la deseaban. Hubo guerras por ella, de hecho.

Thorne guardó silencio durante un rato.

—Así pues, llamarla a usted Helena de…

—Helena de Troya.

—Eso. Helena de Troya. —Se formó un ligero fruncido entre sus oscuras cejas—. ¿Por qué sería irónico?

—¿No resulta obvio? —se rio ella—. Míreme.

—La estoy mirando.

Cielo bendito. Sí que la estaba mirando. La estaba mirando de la misma manera en que lo hacía todo. Con intensidad y con una tranquila fuerza. Kate casi percibía la tensión de los rasgos de él. La ponía muy nerviosa.

Se llevó los dedos hasta la marca de nacimiento por inercia, pero en el último momento los utilizó para colocarse unos mechones de pelo detrás de la oreja.

—Ya lo ve usted, ¿no es así? Es irónico porque no soy ninguna belleza legendaria. Los hombres no libran batallas por mí. —Esbozó una ligera sonrisa—. Para ello habrían de participar por lo menos dos hombres. Tengo veintitrés años y, hoy por hoy, no se ha interesado por mí ni uno solo.

—Vive en un pueblo de mujeres.

—En Cala Espinada no viven solo mujeres. Hay unos cuantos hombres. Está el herrero. El vicario.

Thorne desestimó ambos ejemplos con un gruñido.

—Y también… está usted —añadió Kate.

Se quedó petrificado.

Al fin. Habían llegado al clímax de la cuestión. Probablemente no debería ponerlo en una situación tan incómoda, pero había sido él el que había insistido en ese tema.

—Está usted —repitió—. Y a duras penas es capaz de compartir el mismo aire que respiro yo. Cuando llegó a Cala Espinada, intenté ser amable con usted. No surtió efecto.

—Señorita Taylor…

—Y no se trata de que no le interesen las mujeres. Sé que ha estado con otras.

Thorne parpadeó, y aquel pequeño gesto hizo que se sintiera inquieta. Su parpadeo tenía el mismo efecto que el movimiento con que cualquier otro hombre se golpearía la palma de una mano con el puño contrario.

—En fin, es bien conocido —se explicó mientras hurgaba en la tierra con los dedos del pie en busca de valentía—. En el pueblo, sus… arreglos… generan bastante especulación. Aunque no quiera oírlos, terminan llegando hasta mí.

Thorne se puso en pie y echó a andar hacia el camino. Los hombros erguidos y los pasos medidos. Una vez más, salía huyendo. Kate estaba harta. Estaba harta de restar importancia a sus rechazos, de ignorar sus sentimientos heridos con una carcajada impostada.

—¿No lo ve? —Se levantó y corrió por la pradera con la intención de alcanzar el extremo de la sombra alargada y monumental que proyectaba el militar—. Es exactamente a esto a lo que me refiero. Si sonrío en su dirección, usted me da la espalda. Si encuentro un asiento libre cerca de donde está usted, de pronto decide que prefiere quedarse de pie. ¿Le provoco urticaria, cabo Thorne? ¿El olor de mis polvos secantes le da ganas de estornudar? ¿O acaso hay algo en mi comportamiento que le resulte desagradable o aterrador?

—No diga tonterías.

—Pues admítalo. Me evita.

—Muy bien. —Se detuvo de pronto—. La evito.

—Ahora dígame por qué.

Thorne se volvió para encararse a ella y sus ojos gélidos y azules incendiaron los de ella. Pero no pronunció palabra alguna.

El aliento de Kate abandonó sus pulmones con un suspiro, y relajó los hombros.

—Adelante —lo apremió—. Dígalo. No pasa nada. Después de tantos años, creo que oír que alguien dice la verdad sería un acto compasivo. Sea sincero.

Con un movimiento impulsivo, le agarró la mano y se la llevó hasta la cara, tocándose la marca de nacimiento con los dedos de él. Thorne intentó retirarla, pero Kate no se lo permitió. Si ella debía vivir todos los días con esa marca, él podría soportarla tocarla una sola vez.

Se le acercó y presionó la mancha de pigmento de su sien con la palma de él. Estaba muy frío.

—Esta es la razón —dijo—. ¿No es así? La razón por la que no le intereso. La razón por la que no le intereso a ningún hombre.

—Señorita Taylor, yo… —Apretó la mandíbula—. No. No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

No recibió respuesta.

Le ardía la cara. Quería golpearle el pecho, abrirlo en canal.

—¿Qué es? Por el amor de Dios, ¿qué encuentra tan insoportable de mí? ¿Qué le resulta tan horriblemente desagradable que no puede ni siquiera encontrarse en la misma habitación que yo?

—Deje de provocarme. —Masculló un juramento—. La respuesta no le va a gustar.

—Quiero oírla de todos modos.

Hundió una mano en el pelo de ella y le arrancó un grito de sorpresa de los labios. Unos dedos fuertes se colocaron en su nuca. Los ojos de él buscaban el rostro de ella, y todas las terminaciones nerviosas de Kate chisporrotearon por la tensión. El sol, que se hundía casi por completo en el horizonte, lanzó una última llamarada de luz anaranjada entre ellos, prendiéndole fuego a aquel momento.

—Es esto.

Thorne flexionó el brazo y la acercó para besarla.

Y la besó de la misma manera en que lo hacía todo. Con intensidad y con una tranquila determinación. Sus labios se apretaron firmes contra los de ella exigiendo una respuesta.

Kate reaccionó por puro instinto y le golpeó el pecho.

—Suélteme.

—La soltaré. Pero todavía no.

Su brazo la mantenía inmóvil. No tenía escapatoria.

Sin embargo, el militar no le daba miedo. No, lo que le daba miedo era la sensación que con tanta velocidad llenaba el espacio que los separaba. El hambre cruda de los ojos de él. El calor que desprendían ambos cuerpos. La repentina pesadez de sus miembros, de su abdomen, de sus pechos. La alocada aceleración de su pulso. El aire que los rodeaba parecía cargado de intenciones. Y no todo se debía solo a él.

Thorne se inclinó para volver a besarla, y esta vez la reacción de Kate fue distinta.

Se movió para encontrarse con él a medio camino.

Cuando aquellos labios tan fuertes rozaron los suyos, todo su ser se volvió blando. Él la estrechó y le rodeó la cintura con el otro brazo. Kate ni siquiera intentó resistirse. La voz de su consciencia se había callado y sus párpados aleteaban en una exquisita rendición. Anhelaba ese beso. Un anhelo vergonzoso que le costaba confesar.

Los labios de él estaban muy calientes. Y, a pesar de su apariencia fría y pétrea, sabía delicioso y reconfortante. Como una hogaza de pan recién horneada, mezclada con un ligero regusto amargo por la cerveza. Tuvo una visión del cabo unas horas antes, bebiendo en una taberna tenuemente iluminada. Solo. La desgarradora soledad de aquella imagen hizo que le apeteciera abrazarlo. Debía conformarse con agarrarse a las solapas de su abrigo y recostarse contra su pecho.

Se permitió abrir los labios con la intención de saborearlo mejor. Él le atrapó el labio superior entre los suyos, y luego tiró del inferior. Como si también se muriera por paladear el sabor de ella.

Thorne le depositó besos firmes en las comisuras de la boca, en la mandíbula, en el pulso palpitante de su cuello. Cada presión de sus besos era rauda y enérgica. Kate notaba cómo sus besos se imprimían en su piel como si dejaran marcas ardientes a su paso. La marcaba con sellos de su aprobación.

Los labios hinchados por la pasión… «Querida».

El cuello ligeramente arqueado… «Deseada».

Un movimiento por su mejilla… «Amada».

Y, por último, la marca como de vino vertido sobre su sien… «Dulce».

Sus besos merodearon por su mancha durante varios segundos. Su aliento subía y bajaba, y le revolvía el pelo. Estar así, tan cerca de él, la hacía experimentar el poder apenas reprimido que atravesaba el cuerpo de aquel hombre. Todo su ser se estremecía con un deseo palpable.

Y, entonces, se apartó.

Kate se agarró a su abrigo, mareada.

—Yo…

—No se preocupe. No volverá a ocurrir.

—¿Ah, no?

—No.

—En ese caso, ¿por qué ha llegado a ocurrir?

Thorne le puso un dedo debajo de la barbilla y se la alzó para que lo mirara a los ojos.

—Nunca piense que ningún hombre la desea. Jamás. Eso es todo.

«¿Eso es todo?».

Kate se quedó observando a aquel hombre terco, atractivo e imposible. La besaba en plena puesta de sol, en una pradera de brezos floridos, para que se sintiera bella y deseada; lograba que su cuerpo entero palpitara con un sinfín de emociones… ¿y volvía a ponerle los pies en el suelo y le decía «Eso es todo»?

Él se movió como si quisiera apartarse.

—Un momento. —Kate lo agarró con mayor firmeza y lo sostuvo cerca de sí—. ¿Y si yo quiero más?

Una dama a medianoche

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