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Capítulo dos

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—¿Más té, señorita Taylor?

—No, gracias. —Kate le dio un sorbo a la suave infusión de la taza y reprimió una mueca. Se habían utilizado las mismas hojas por lo menos tres veces ya. Era como si les hubieran arrebatado el último vago recuerdo que tuvieran de haber sido té.

Supuso que era lo apropiado. Los recuerdos vagos estaban a la orden del día.

La señorita Paringham dejó la tetera.

—¿Dónde dices que vives?

—En Cala Espinada, señorita Paringham. —Kate sonrió a la mujer de pelo cano sentada en la silla de enfrente—. Es un célebre pueblo de vacaciones para muchachas jóvenes educadas con esmero. Me dedico a dar clases de música.

—Me alegra comprobar que tus estudios te proporcionan ingresos honestos. Es más de lo que habría podido esperar una mujer con tan poca suerte como tú.

—Sin duda. Soy muy afortunada.

Mientras dejaba a un lado el «té», Kate miró furtivamente el reloj de la repisa de la chimenea. El tiempo se le iba acabando. Detestaba perder valiosísimos minutos con lugares comunes cuando había preguntas que le quemaban la punta de la lengua. Actuar con brusquedad, sin embargo, no la ayudaría a conseguir ninguna respuesta.

Tenía un paquete envuelto en el regazo, y jugueteó con el lazo.

—Me sorprendió mucho saber que se había instalado aquí. Imagínese: mi antigua profesora, jubilada a pocas horas a caballo. No podía resistir la tentación de visitarla para evocar aquella época. Tengo muy gratos recuerdos de los años que pasé en Margate.

—No me digas. —La señorita Paringham arqueó una ceja.

—Así es. —Hurgó en su mente para dar con algún ejemplo—. En particular, echo de menos aquella sopa tan… nutritiva. Y los habituales oficios religiosos. Hoy en día cuesta encontrar dos horas enteras para leer sermones.

En lo que a niños huérfanos se refiere, Kate sabía que había sido más feliz que la mayoría. La atmósfera de la Escuela Margate para Chicas tal vez fuera austera, pero no le habían pegado, dejado sin comer ni sin vestir. Entabló amistades y recibió una educación útil. Y lo más importante de todo fue que le habían enseñado música y la habían animado a practicar.

Ciertamente, no podía quejarse. Margate había cubierto todas sus necesidades, salvo una.

El amor.

En todos los años que pasó en esa institución, no llegó a conocer el amor auténtico. Tan solo una pálida dilución del amor, reaprovechada en tres ocasiones, como el té. Otra muchacha se habría convertido en una mujer resentida. Kate, en cambio, no estaba hecha para sentir tristeza. Aunque su mente fuera incapaz de recordarlo, su corazón sí que rememoraba una época anterior a Margate. En cada uno de sus latidos resonaba un lejano recuerdo de felicidad.

Alguien la quiso. Lo sabía. No lograba ponerle un nombre ni un rostro a la emoción, pero ese detalle no la volvía menos real. Hubo un tiempo en que estaba donde debía estar: con alguien o en un lugar concreto. La mujer que tenía delante tal vez fuera la última esperanza que albergaba para encontrar la conexión.

—¿Recuerda el día que llegué a Margate, señorita Paringham? Debía de ser muy pequeña.

—Como mucho, tenías cinco años. —La anciana torció los labios—. No había manera de saberlo con seguridad.

—No. Por supuesto que no.

Nadie sabía cuándo era exactamente el cumpleaños de Kate, y ella menos que nadie. Como maestra, la señorita Paringham decidió que todas las tuteladas de la escuela cumplirían años el mismo día que Nuestro Señor, el 25 de diciembre. En teoría, se pretendía que ese día, cuando todas las demás se marchaban a casa a disfrutar de la festividad con sus familias de carne y hueso, el resto de las muchachas se reconfortaran al recordar a la familia sagrada a la que pertenecían.

No obstante, Kate siempre sospechó que detrás de aquella decisión había un motivo más pragmático. Si las jóvenes cumplían años el día de Navidad, no había necesidad alguna de celebrarlo. Ni de hacerles regalos especiales. Las tuteladas de la escuela debían conformarse todos los años con lo mismo: una naranja, un lazo y un corte de muselina estampada doblado con cuidado. A la señorita Paringham no le gustaban los dulces.

Por lo visto, seguían sin gustarle. Kate mordisqueó una esquina diminuta de la galleta seca e insípida que le había ofrecido, y acto seguido la dejó en el plato.

Sobre la repisa de la chimenea, el tictac del reloj parecía acelerarse. Tan solo faltaban veinte minutos para que saliera la última diligencia hacia Cala Espinada. Si no llegaba a subirse al carruaje, iba a verse obligada a pasar la noche en Hastings.

Se armó de valor. Basta de titubeos.

—¿Quiénes eran? —preguntó—. ¿Usted lo sabe?

—¿A quiénes te refieres?

—A mis padres.

—Eras una tutelada de la escuela. —La señorita Paringham resopló—. No tienes padres.

—Eso ya lo entiendo. —Kate sonrió en un intento por añadir ligereza a la cuestión—. Pero no salí de un huevo, ¿verdad que no? No aparecí de debajo de una hoja de repollo. Tuve un padre y una madre. Quizá los tuve durante al menos cinco años. Me he esforzado mucho por acordarme. Todos mis recuerdos son muy vagos, están revueltos. Recuerdo sentirme segura. Una cierta tonalidad azul. Una habitación con paredes azules, tal vez, pero no estoy segura. —Se pellizcó el puente de la nariz y frunció el ceño al ver los flecos de la alfombra—. Puede que, en mi afán por recordar, esté imaginándome cosas.

—Señorita Taylor…

—Recuerdo sonidos, sobre todo. —Cerró los ojos e indagó en sus adentros—. Sonidos sin imágenes. Alguien que me decía: «Sé valiente, Katie de mi corazón». ¿Se trataba de mi madre? ¿De mi padre? Esas palabras están grabadas a fuego en mi memoria, pero no consigo ponerles cara, por más que lo intente. Y luego está la música. Melodías de piano interminables, y la misma canción…

—Señorita Taylor.

Al repetir el nombre de Kate, la voz de la antigua profesora se quebró. No se resquebrajó como si fuera de porcelana, sino que más bien sonó como una especie de chasquido.

En un acto reflejo, Kate se irguió en la silla. Unos ojos afilados la observaban.

—Señorita Taylor, te recomiendo que abandones de inmediato esta línea de investigación.

—¿Cómo voy a abandonarla? Entiéndame. Me he pasado la vida entera formulándome estas preguntas, señorita Paringham. He tratado de hacer lo que usted siempre me aconsejó y ser feliz con lo que la buena fortuna de la vida me ha dado. Tengo amigos. Tengo trabajo. Tengo música. Pero sigo sin tener la verdad. Quiero saber de dónde vengo, aunque no me guste lo que encuentre. Sé que mis padres han fallecido ya, pero quizá haya alguna esperanza de contactar con otros familiares. Debe de haber alguien en alguna parte. El detalle más nimio podría resultarme útil. Un nombre, un pueblo, un…

—Señorita Taylor. —La anciana golpeó las tablas del suelo con el bastón—. Aunque dispusiera de alguna información, jamás te la contaría. Me la llevaría hasta la tumba.

—Pero… —Kate se reclinó en la silla—. ¿Por qué?

La señorita Paringham no respondió. Se limitó a apretar los labios, finos como el papel, para formar una tensa línea de desaprobación.

—A usted nunca le caí bien —susurró Kate—. Lo sabía. Siempre dejó muy claro, sin llegar a verbalizarlo, que cualquier gesto amable que me dedicara era de mala gana.

—Muy bien. Tienes razón. Nunca me caíste bien.

Se miraron fijamente a los ojos. La verdad había salido a la luz.

Kate se esforzó por reprimir cualquier muestra de decepción y de dolor. Pero entonces el fardo de partituras envueltas cayó al suelo…, y, al hacerlo, una sonrisilla engreída curvó los labios de la señorita Paringham.

—¿Puedo preguntar en base a qué merecía tales agravios? Me mostraba agradecida por todo lo que se me daba. Nunca hacía ninguna travesura. Nunca me quejaba. Me concentraba en mis clases y sacaba muy buenas notas.

—Precisamente. No mostraste ninguna humildad. Te comportabas como si te merecieras la felicidad tanto como las demás chicas de Margate. Siempre cantando. Siempre sonriendo.

La idea era tan absurda que Kate no pudo evitar echarse a reír.

—¿Le caía mal porque sonreía demasiado? ¿Debería haber estado melancólica y triste?

—¡Avergonzada! —La señorita Paringham gritó aquella palabra—. Una hija de la vergüenza tiene que vivir avergonzada.

Estupefacta, Kate se quedó unos instantes en silencio. «¿Una hija de la vergüenza?».

—¿A qué se refiere? Siempre he creído que soy huérfana. Nunca me dijo que…

—Estás maldita. Tu vergüenza salta a la vista. El mismísimo Dios te marcó. —La señorita Paringham la señaló con un delgado dedo.

Kate no podía responder siquiera. Se llevó una temblorosa mano hasta la sien.

Con la punta de los dedos, empezó a frotarse la marca distraídamente, de la misma forma que hacía de jovencita, como si así pudiera borrársela de la piel. Se había pasado toda la vida creyendo que era la amada hija de unos padres cuya muerte fue prematura. Cuán horrible era pensar que se habían deshecho de ella, que no la quisieron.

Sus dedos se quedaron paralizados encima de la marca de nacimiento. Quizá se habían deshecho de ella por esa mancha.

—Pobre tonta. —La carcajada de la anciana era áspera y mordaz—. Has soñado con cuentos de hadas, ¿verdad? Has pensado que algún día un mensajero llamaría a tu puerta y afirmaría que eres una princesa desaparecida.

Kate se dijo que debía mantener la calma. Obviamente, la señorita Paringham era una anciana solitaria y amargada que ahora se dedicaba a hacer que los demás se sintieran desdichados. No pensaba darle a aquella arpía la satisfacción de verla afectada.

Pero tampoco pensaba permanecer ni un solo minuto más allí.

Se agachó para recoger el paquete de partituras del suelo.

—Siento haberla molestado, señorita Paringham. Me marcho. No hace falta que diga nada más.

—Ah, pero es que aún no he terminado. Eres tan ignorante que has cumplido veintitrés años sin comprenderlo. Veo que es mi responsabilidad enseñarte una última lección.

—Por favor, no se moleste. —Kate se levantó de la silla y le hizo una reverencia. Acto seguido, alzó la barbilla y se pintó una desafiante sonrisa en el rostro—. Gracias por el té. Tengo que marcharme ya, no quiero perder el carruaje. No hace falta que me acompañe hasta la puerta.

—¡Muchacha impertinente!

La anciana movió el bastón y golpeó a Kate detrás de la rodilla.

Kate trastabilló y se agarró al marco de la puerta del salón.

—Me ha golpeado. No me puedo creer que acabe de golpearme.

—Debería haberte pegado hace años. Así puede que te hubiera borrado la sonrisa de la cara.

Kate se había herido el hombro con la jamba de la puerta. La punzada de humillación era mucho más intensa que el dolor físico. Una parte de ella quería hacerse un ovillo en el suelo, pero sabía que debía abandonar aquel lugar. Más aún, debía abandonar aquella conversación. La horrible e impensable posibilidad de que la vida la hubiera dejado marcada por la vergüenza de su nacimiento.

—Que tenga un buen día, señorita Paringham. —Apoyó el peso de su cuerpo en la rodilla dolorida y respiró hondo. La puerta principal estaba a unos pocos pasos de ella.

—Nadie te quería. —La voz de la anciana desprendía veneno—. Nadie te quería entonces. ¿Quién diablos te va a querer ahora?

«Alguien», insistía el corazón de Kate. «Alguien, en algún lugar».

—Nadie. —La maldad torció el gesto de la anciana, que volvió a atizar con el bastón.

Kate oyó el golpe seco contra la jamba de la puerta, pero en ese momento ya abría el cerrojo de la entrada de la casa. Se recogió las faldas y salió a la calle adoquinada a toda prisa. Las suelas de sus botas de tacón bajo estaban desgastadas, y resbaló y trastabilló mientras corría. Las calles de Hastings eran estrechas y curvas, flanqueadas por tiendas y posadas atestadas. Era imposible de todo punto que aquella mujer malencarada la hubiera seguido.

Aun sí, Kate no paraba de correr.

Corría sin apenas prestar atención a la dirección que tomaba, solo le importaba alejarse. Si seguía corriendo lo bastante rápido, quizá la verdad no la alcanzaría nunca.

En cuanto dobló hacia las caballerizas, el retumbante tañido de la campana de una iglesia le llenó el estómago de terror.

Uno, dos, tres, cuatro…

«No, no. Detente. No vuelvas a repicar».

Cinco.

Le dio un vuelco el corazón. El reloj de la señorita Paringham debía de estar atrasado. Llegaba demasiado tarde. El carruaje ya habría partido sin ella. No saldría otro hasta la mañana.

El verano había alargado la luz del sol al máximo, pero al cabo de unas pocas horas se haría de noche. Había gastado casi todos sus fondos en la tienda de música y solamente tenía el dinero suficiente para el trayecto de regreso a Cala Espinada… No le quedaba ninguna moneda extra para dormir en una posada ni para cenar.

Kate se detuvo en la calle abarrotada. La gente la empujaba y avanzaba en tropel desde todos los lados. Pero ella no conocía a nadie allí. Nadie la ayudaría. La desesperación reptó por sus venas, gélida y oscura.

Sus peores temores se habían materializado. Estaba sola. No solo esa noche, sino siempre. Su propia familia la había abandonado años atrás. Nadie la quería ahora. Moriría sola. Viviría en el estrecho piso de una pensionista como el de la señorita Paringham, bebiendo hojas de té hervidas tres veces y masticando su propia amargura.

«Sé valiente, Katie de mi corazón».

Desde que tenía uso de razón se había aferrado al recuerdo de aquellas palabras. Se había agarrado con fuerza a la creencia de que significaban que alguien, en algún lugar, se preocupó por ella. No iba a permitir que aquella voz se acallase. Esa clase de pánico no encajaba con su forma de ser y no le haría ningún bien.

Cerró los ojos, respiró hondo e hizo un repaso mental. Contaba con su inteligencia. Contaba con su talento. Contaba con un cuerpo joven y saludable. Nadie iba a arrebatarle nada de eso. Ni siquiera aquella bruja cruel y marchita con su bastón y su té aguado.

Tenía que haber alguna solución. ¿Poseía algo que pudiera vender? Su vestido de muselina rosa era muy elegante —un regalo cosido a mano por una de sus alumnas, adornado con cintas y lazos—, pero no podía vender su ropa y quedarse sin nada. Había dejado su mejor sombrero en casa de la señorita Paringham, aunque prefería acabar durmiendo en la calle que volver a por él.

Si el verano anterior no se la hubiera cortado tanto, tal vez habría intentado vender su cabellera. Pero ahora los bucles a duras penas le cubrían más allá de los hombros, y eran de un color castaño común y corriente. Ningún peluquero iba a quererlos.

La tienda de música resultaba su mejor opción. Si le contaba su aprieto y se lo pedía con mucha amabilidad, quizá el propietario aceptara que le devolviera las partituras y le reembolsaría el dinero. Con eso le bastaría para alojarse en una habitación de una posada bastante respetable. Estar sola nunca era aconsejable, y ni siquiera llevaba su revólver, pero podría atrancar la puerta con una silla y pasar la noche en vela, agarrada a un hurgón de la chimenea y con la voz más que lista para chillar.

Al fin. Ya tenía un plan.

En cuanto empezó a cruzar la calle, un codazo le hizo perder el equilibrio.

—Eh —exclamó esa persona—. Vaya con cuidado, señorita.

Kate se dio la vuelta para disculparse. El cordel del paquete se rompió. Varias hojas echaron a volar y planearon en plena tarde ventosa de verano, como si de una bandada de palomas asustadas se tratara.

—No, no, no. Las partituras.

Empezó a mover los brazos en todas las direcciones. Unas cuantas páginas desaparecieron calle abajo, otras cayeron sobre el adoquinado y enseguida fueron pisoteadas por los transeúntes. El grueso del paquete aterrizó en el centro de la calzada, envuelto todavía en papel marrón.

Se precipitó a recuperarlo, desesperada por salvar la mayor parte posible.

—¡Cuidado! —gritó un hombre.

Las ruedas de un carruaje chirriaron. En algún punto, demasiado cerca de ella, un caballo corcoveó y relinchó. Kate levantó la vista desde su posición agachada en la calle y vio moverse dos cascos con herraduras, grandes como los platos de una cena, dispuestos a aplastarla.

Una mujer chilló.

Kate se lanzó al suelo de costado. Los cascos del caballo se clavaron justo a su izquierda. Con el siseo de las ruedas al frenar, el carruaje se detuvo a pocos dedos de destrozarle la pierna.

El paquete de partituras yacía a varias yardas de distancia. Su «plan» se había convertido en un borrón manchado de barro y atropellado por las ruedas.

—Por todos los demonios —maldijo el conductor desde el asiento mientras blandía las riendas—. Una bruja, eso es lo que eres. Has estado a punto de hacerme volcar.

—Lo… lo siento, señor. Ha sido un accidente.

El hombre hizo restallar el látigo contra los adoquines de la calle.

—Apártate de mi camino. Eres una…

Cuando levantó el látigo para asestar otro golpe, Kate se encogió y se agachó.

No hubo ningún impacto.

Un hombre se había colocado entre ella y el carruaje.

—Vuelve a amenazarla —lo oyó advertir al conductor con una voz grave e inhumana— y arrancaré a latigazos la carne que cubre tus lamentables huesos.

Qué palabras tan estremecedoras. Pero efectivas. El carruaje reanudó la marcha y se alejó.

A medida que unos brazos fuertes la ayudaban a ponerse en pie, la mirada de Kate ascendió una auténtica montaña humana. Vio unas botas negras y pulidas. Bombachos beis sobre unos muslos de granito. La inconfundible casaca de lana roja de un oficial.

Le dio un vuelco el corazón. Esa casaca la conocía bien. Probablemente ella misma había cosido los botones de latón de los puños. Era el uniforme de la milicia de Cala Espinada. Se encontraba entre brazos conocidos. Estaba a salvo. Y cuando levantó la cabeza, estaba convencida de que encontraría un rostro amigable, a no ser que…

—¿Señorita Taylor?

A no ser que…

A no ser que fuera él.

—Cabo Thorne —susurró.

En cualquier otro día, Kate se habría reído ante la ironía de la situación. De entre todos los hombres que podrían rescatarla, tenía que ser él.

—Señorita Taylor, ¿qué diablos está haciendo aquí?

Al oír aquella voz tan dura, todos los músculos de ella se tensaron.

—He… he venido al pueblo a comprar partituras nuevas para la señorita Elliott y a… —No se atrevía a mencionar la visita a la señorita Paringham—. Pero se me ha caído el paquete y ahora he perdido el carruaje de vuelta. Qué boba soy.

«Boba, estúpida, marcada por la vergüenza y no deseada».

—Y ahora me he quedado atrapada, me temo. Si hubiera traído algo más de dinero, me podría permitir una habitación para pasar la noche, y volvería a Cala Espinada por la mañana.

—¿No tiene dinero?

Kate se giró, incapaz de soportar la reprimenda que desprendían los ojos del militar.

—¿En qué estaba pensando al viajar tan lejos usted sola?

—No tenía elección. —Se le quebró la voz—. Estoy completamente sola.

—Estoy aquí. —Thorne le apretó los brazos con más fuerza—. Ahora no está sola.

Las palabras no sonaron poéticas. Más bien se trataba de una observación objetiva. A duras penas compartían el mismo vocabulario en lo que a amabilidad se refería. Si la comodidad más absoluta fuera una hogaza de pan integral y nutritivo, lo que le ofrecía el cabo se limitaba a unas cuantas migajas.

Tanto daba. Tanto daba. Era una muchacha que se moría de hambre y no tenía la dignidad de rechazarlo.

—Lo siento mucho —consiguió decir reprimiendo un sollozo—. Esto no le va a gustar.

Dicho esto, Kate se abandonó a aquel abrazo inmenso, rígido y reticente…, y se echó a llorar.

Maldita sea.

Había roto en llanto. Ahí mismo, en la calle, por el amor de Dios. Su bonito rostro, arruinado. La joven se inclinó hasta que su frente se apoyó en el pecho de él, y entonces profirió un sonoro y desgarrador sollozo.

Luego, un segundo. Y un tercero.

Su caballo se removía ansioso y Thorne compartía la inquietud del animal. Si tuviera que elegir entre ver llorar a la señorita Kate Taylor u ofrecerle el hígado a una bandada de aves carroñeras, habría sacado el cuchillo antes de que la primera lágrima rodara por la mejilla de ella.

Thorne chasqueó la lengua con suavidad, un gesto que sirvió para calmar un poco al caballo. Con la mujer no tuvo ningún efecto. Aquellos delgados hombros se convulsionaban a medida que lloraba contra su casaca. Las manos de él siguieron clavadas en sus brazos.

En un gesto desesperado, las movió hacia arriba. Y hacia abajo.

En vano.

«¿Qué ha ocurrido?», quería preguntarle. «¿Quién le ha hecho daño? ¿A quién debo desfigurar o matar por haberla afligido de esta manera?».

—Lo siento —dijo Kate al separarse de él al cabo de unos cuantos minutos.

—¿Por qué?

—Por llorar encima de usted. Por obligarlo a abrazarme. Debo de haberlo disgustado. —Recuperó el pañuelo que llevaba debajo de una de las mangas y se enjugó los ojos. Los tenía rojos, al igual que la nariz—. No quiero decir que no le guste abrazar a mujeres. En Cala Espinada todo el mundo sabe que le gustan las mujeres. He oído mucho más de lo que me gustaría acerca de su…

Palideció y dejó de hablar.

Menos mal.

Thorne tiró del caballo con una mano y colocó la otra en la espalda de la señorita Taylor para acompañarla a salir de la calzada. En cuanto llegaron a la acera, ató las riendas de su caballo en un poste y barrió la calle con la mirada, pues quería llevarla a un lugar cómodo. No había ningún sitio en que pudiera sentarse. Ningún banco, ninguna caja.

Y eso lo alteró más allá de los límites de la razón.

Sus ojos se clavaron en la taberna que se alzaba al cruzar la calle, el tipo de establecimiento en que él jamás la permitiría entrar, pero valoraba seriamente la posibilidad de acercarse a la otra acera, derribar de su asiento al primer borracho al que se encontrara y arrastrar la silla, ya libre, para ella. Una mujer no debía llorar de pie. No le parecía adecuado.

—¿Podría prestarme unos cuantos chelines, por favor? —le pidió Kate—. Buscaré una posada donde pasar la noche y prometo no volver a molestarlo más.

—Señorita Taylor, no puedo dejarle dinero para que pase la noche sola en una posada cualquiera. No es seguro.

—No tengo más alternativa que quedarme. Hasta mañana no sale otro carruaje hacia Cala Espinada.

—Si sabe montar a caballo —Thorne observó su semental—, le alquilaré uno.

—Nadie me ha enseñado a montar. —Negó con la cabeza.

Maldición. ¿Cómo iba a arreglar aquella situación? Disponía sin problemas del dinero necesario para alquilar otro caballo, pero no del suficiente para contratar una diligencia privada. Bien podría llevarla hasta una posada, pero de ninguna de las maneras consentiría dejarla sola.

Una peligrosa ocurrencia vino a visitarlo y se agarró a su mente con las zarpas.

Podría quedarse con ella.

No con intenciones sórdidas, se dijo. Solamente como su protector. Para empezar, le hallaría un condenado asiento donde descansar. Se aseguraría de que le proporcionaban comida, bebida y sábanas calientes. Se quedaría velándola en su sueño y comprobaría que nada la molestaba. Estaría a su lado cuando se despertara.

Después de tantos meses de frustrada añoranza, tal vez aquello bastaría.

«¿Bastaría? Y un cuerno».

—Santo cielo. —De repente, la muchacha dio un paso atrás.

—¿Qué sucede?

—Una parte de su cuerpo se está moviendo. —Bajó la mirada y tragó saliva, no sin dificultad.

—No, no es verdad. —Thorne hizo una rápida y silenciosa evaluación a todas sus pertenencias. Vio que estaba todo bajo control. De haber sido una ocasión diferente, una con menos lágrimas involucradas, ese grado de cercanía sin duda alguna habría despertado su deseo. Pero ese día la joven lo afectaba más bien en la parte superior de su torso. Le había creado tensos nudos en el interior y había golpeado las cenizas negras y humeantes que quedaban de su corazón.

—Es su morral. —Señaló la bolsa de piel que le cruzaba el pecho—. Está… agitándose.

Ah. Eso. Con tanta conmoción, casi se había olvidado del animalito.

Metió una mano en la bolsa y extrajo la fuente de tanto movimiento. La sostuvo en alto para que la viera.

—Tan solo es esto.

Y, de pronto, todo cambió. Fue como si el mundo se hubiera detenido por completo y se hubiera inclinado en un nuevo ángulo. En menos tiempo de lo que tardaba el corazón de un hombre en latir, el rostro de la señorita Taylor se transformó. Las lágrimas habían desaparecido. Sus elegantes y llorosas cejas se arquearon por la sorpresa. Sus ojos renacieron con un destello; resplandecían, de hecho, como dos estrellas. Sus labios se separaron en un jadeo de emoción.

—Oh. —Se llevó una mano a la mejilla—. Si es un perrito…

Sonrió. Dios, cómo sonrió. Y todo por una bola nerviosa con hocico y pelo que era tan probable que se hiciera pis sobre sus zapatos como que los destrozara a dentelladas.

—¿Me permite? —Kate se inclinó hacia delante.

¿Cómo negarse? Thorne le colocó el cachorro en los brazos.

La joven lo meció y lo acunó como si se tratara de un bebé.

—¿De dónde has salido tú, preciosidad?

—De una granja cercana —respondió Thorne—. Pensaba llevarlo hasta el castillo. Necesitan un sabueso.

—¿Es un sabueso? —Kate ladeó la cabeza y se quedó mirando al cachorro.

—En parte.

Sus dedos recorrieron la mancha de color teja que el animalito tenía sobre el ojo derecho.

—Supongo que es en parte muchas cosas, ¿verdad que sí? Qué cosa tan bonita.

Kate alzó el perro con ambas manos y lo miró con el hocico apoyado en su nariz mientras arrugaba los labios para proferir un suave gorjeo. El animal le lamió la cara.

«Chucho afortunado».

—¿El malvado cabo Thorne te ha metido en un morral oscuro y mugriento? —Le dio un meneo juguetón al perrito—. Te gusta mucho más estar aquí fuera conmigo, ¿a que sí? Pues claro que sí.

El animal dio un débil ladrido. Kate se echó a reír y se lo llevó hasta el pecho, con la cabeza apoyada en el cuello peludo.

—Eres perfecto —la oyó susurrar—. Eres justamente lo que necesitaba hoy. —Acarició el pelaje del perro—. Gracias.

Thorne notó una punzada en el pecho. Como si un nudo oxidado se hubiera soltado. Era lo que solía hacer aquella muchacha, era como lo hacía sentirse. Siempre había sido así, desde hacía ya muchos años. Al parecer, aquella época tan lejana en el tiempo quedaba fuera del alcance de sus primeros recuerdos. Por suerte para ella.

Pero Thorne se acordaba. Se acordaba de todo.

—Será mejor que nos pongamos en marcha. —Carraspeó—. Ya casi habrá oscurecido cuando hayamos llegado a Cala Espinada.

—Pero ¿cómo? —Kate desvió la atención del animal y miró a Thorne con ojos curiosos.

—Montarán conmigo. El perro y usted. La ayudaré a sentarse en mi silla. Usted llevará al perro.

Como si quisiera consultar a todas las partes implicadas, Kate observó al caballo. Acto seguido, al perro. Por último, levantó la vista hacia Thorne.

—¿Está seguro de que cabremos?

—Un tanto justos, pero sí.

La muchacha se mordió el labio, insegura.

Su resistencia instintiva al plan que le proponía era simple. Y comprensible. Thorne tampoco se moría por llevar a cabo aquella idea. ¿Tres horas a horcajadas sobre un caballo con la señorita Kate Taylor enclavada entre sus muslos? Una tortura de las más dolorosas. Pero no se le ocurría una mejor manera de llevarla sana y salva hasta casa.

Podría con ello. Si había permanecido un año en el mismo pueblecito que ella, podría soportar estar cerca de ella unas cuantas horas.

—No pienso dejarla aquí —insistió—. Tendrá que ser así.

Los labios de Kate esbozaron una divertida y tímida sonrisa. Verla resultaba reconfortante, así como devastador.

—Si me lo dice así, me es imposible negarme.

«Por el amor de Dios, no digas eso».

—Gracias —añadió. Y le acarició la manga con suavidad.

«Por tu propio bien, no hagas eso».

Thorne se apartó de su caricia y ella pareció dolida. A él le apetecía tranquilizarla, pero no se atrevía a intentarlo.

—Ocúpese del perro —le dijo.

Thorne la ayudó a sentarse en la silla impulsándola desde la rodilla, no desde el muslo, que habría sido mucho más útil. Él montó sobre el caballo, agarró las riendas con una mano y pasó el otro brazo alrededor de la cintura de la joven. En cuanto le indicó al animal que comenzara a trotar, la notó contra su cuerpo, suave y cálida. Sus muslos soportaban los de ella.

Su pelo olía a trébol y a limón. Aquel aroma embargó todos los sentidos de Thorne antes de que pudiera evitarlo. «Maldición, maldición». Podría convencerla para que dejara de hablarle, de tocarlo. Podría lograr que se distrajera con el perro. Pero ¿cómo iba a evitar que tuviera el cuerpo de una mujer y que oliera igual que el paraíso?

Atrás quedaban las peleas, los azotes, los años pasados en la cárcel…

Thorne sabía, sin asomo de duda, que las próximas tres horas serían el castigo más severo que hubiera experimentado nunca.

Una dama a medianoche

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