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Capítulo cuatro
Оглавление«Más».
Thorne respiró hondo. Aquella palabra sacudió la tierra bajo sus pies. Habría puesto la mano en el fuego por que la ladera en la que estaban se había despeñado y balanceado.
«Más». ¿Qué significaba esa palabra para ella? Sin duda, algo distinto a las visiones que la mente le proporcionaba a él. Se los imaginó a los dos, enredados en la pradera, las faldas de la muchacha arrugadas y embarradas. Por eso iba en busca de mujeres experimentadas que compartían su definición de más, y que no tenían reparo alguno en decirle exactamente cuándo, dónde y con qué frecuencia lo querían.
Pero la señorita Taylor era una dama, por más que se esforzara en negarlo. Era inocente, joven, dada a ridículas ensoñaciones. Thorne se estremeció al intentar dilucidar qué significaba más en la mente de ella. ¿Galanterías? ¿Cortejo? Una jarra de vinagre era mucho más dulce que él. Su experiencia con los cortejos se había limitado a cortejos peligrosos.
Aquel desatinado beso había sido otro ejemplo de ello.
Estúpido, estúpido. Su propia madre lo había definido con tino. «Eres tan terco como feo, hijo mío. No aprendes nunca».
—No puede alejarse de mí así como así —dijo Kate—. No después de un beso como ese. Tenemos que hablar.
Maravilloso. Era peor que la dulzura, más espeluznante que correr riesgos al cortejar a alguien. Ella quería hablar.
¿Por qué las mujeres no dejaban que las acciones hablaran por sí mismas? Si él quisiera utilizar palabras, las habría utilizado.
—No tenemos nada de que hablar —dijo.
—Lamento estar en desacuerdo.
Thorne se la quedó mirando, pensativo. Se había pasado la mayor parte de una década en campañas con la infantería británica. Sabía perfectamente cuándo una retirada era su mejor opción.
Se giró y llamó al perro con un silbido. El cachorro trotó hasta él. Thorne estaba complacido. Había dudado de la conveniencia de dejarlo tanto tiempo con el criador, pero al parecer las semanas extras de entrenamiento habían dado buenos resultados.
Se encaminó hacia el lugar donde había dejado pastoreando al caballo, cerca de unos escalones de madera que hacían las veces del único agujero entre el muro de piedra a la altura de la cintura que cercaba el prado.
—Cabo Thorne… —La señorita Taylor lo siguió.
Él alcanzó la escalera y saltó al otro lado de la cerca.
—Debemos regresar a Cala Espinada. Esta tarde no ha asistido a las clases con las hermanas Youngfield. Se estarán preguntando dónde está usted.
—¿Conoce mi horario de clases? —Su voz contenía un deje de interés.
—No de todas. —Thorne maldijo entre dientes—. Solo de las fastidiosas.
—Ah. Las fastidiosas.
Le lanzó al perro un hueso de conejo que llevaba en el bolsillo antes de comenzar a inspeccionar los arreos del caballo.
Ella colocó ambas manos sobre la cima del cercado de piedra, equitativamente argamasado, y se impulsó para sentarse en él.
—Así pues, es casualidad que mis clases coincidan con sus sesiones de bebida. Suceden los mismos días a las mismas horas, hasta el punto de que conoce mi horario. De memoria.
Por el amor de Dios. ¿Qué memoria?
—No se invente una historia sensiblera de que la he estado extrañando. —Negó con la cabeza—. Es una mujer suficientemente atractiva y yo soy un hombre con ojos en la cara. Me he fijado en usted. Nada más.
La joven se recogió las faldas con una mano, levantó las piernas y las pasó al otro lado del muro.
—Y, sin embargo, jamás me ha dirigido la palabra.
Al estar ella sentada sobre el cercado de piedra, estaban casi a la misma altura. Kate dobló un dedo y se pasó un bucle rizado detrás de la oreja. Era la manera elegante e inconsciente en que las mujeres llevaban a los hombres hasta el límite de la desesperación.
—No soy un hombre que hable con soltura. Si transformara mis deseos en palabras, haría que usted se ruborizara tanto que hasta su vestido adquiriría una tonalidad rosada más intensa.
Al fin. Eso tenía que asustarla.
Se puso un poco colorada, pero no se amilanó.
—¿Sabe qué creo yo? —le dijo—. Creo que quizá, solo quizá, su comportamiento terco e intimidante es una curiosa forma de modestia masculina. Una manera de desviar la atención. Casi me avergüenza confesar que conmigo ha funcionado durante buena parte del año, pero…
—De veras, señorita Taylor…
—Pero ahora —lo miró a los ojos— estoy prestando mucha atención.
Maldita fuera. Con qué intensidad lo observaba.
Él llevaba precisamente un año evitando la posibilidad de que algún día lo viera en la iglesia o en la taberna, de que le sostuviera la mirada un segundo más de lo habitual, y entonces… lo recordara todo. No iba a permitir que sucediera. Si la señorita Kate Taylor, como insistía, llegaba a establecer un vínculo con el antro de miseria y pecado que hizo las veces de su cuna, para ella todo quedaría arruinado. Su reputación, su sustento, su felicidad.
De ahí que se alejara de ella. No era una tarea sencilla, pues el pueblo era diminuto y la joven —que ya no era tan joven, sino una mujer fascinante— parecía encontrarse en todos y cada uno de los rincones del municipio.
Y lo de ese día…
El año entero dedicado a esquivarla y a intimidarla había saltado por los aires en una sola tarde gracias a aquel beso tan desatinado y estúpido como condenadamente glorioso.
—Míreme.
Thorne se inclinó hacia delante y colocó las manos sobre el muro de piedra para enfrentarse cara a cara con ella. Desafiaba a aquella muchacha, desafiaba al destino. Si iba a reconocerlo algún día, que fuera ahora.
En tanto ella lo contemplaba, él también aprovechó para examinarla bien. Bebió de los detalles nimios que había evitado durante largos meses. El vestido de color rosa claro, con lazos de marfil cosidos por el cuello como si fueran cucharadas de glaseado de un confitero. La peca diminuta de su pecho, justo debajo de la clavícula derecha. Su valiente mandíbula y el modo en que los labios rosados se curvaban, cautivadores, en las comisuras.
Acto seguido, buscó en aquellos ojos avellana, inteligentes y encantadores, alguna señal o destello de reconocimiento.
Nada.
—Usted no me conoce —le dijo. Era tanto una afirmación como una pregunta.
Ella sacudió la cabeza. Y entonces pronunció las palabras que eran, con toda probabilidad, las más absurdas e improbables que hubiera oído él jamás.
—Pero creo que me gustaría conocerlo.
Thorne se agarró al muro de piedra como si se encontrara en el borde de un precipicio.
—Tal vez podríamos… —empezó a decir ella.
—No. No podríamos.
—No me ha dejado terminar.
—No es necesario. Sea cual sea su sugerencia, no va a ocurrir. —Se apartó de la cerca y se aproximó a su caballo para soltarlo.
—Tarde o temprano tendrá que hablar conmigo. Al fin y al cabo, vivimos en el mismo pueblecito.
—Por poco tiempo.
—¿A qué se refiere?
—Me marcho de Cala Espinada.
—¿Cómo? —Kate se detuvo—. ¿Cuándo?
—Dentro de un mes. —Un mes demasiado tarde, por lo visto.
—¿Lo asignan a otro lugar?
—Abandono el ejército. E Inglaterra. Es lo que he ido a hacer hoy a Hastings. He reservado un pasaje a América a bordo de un barco mercante.
—No. —Se puso las manos sobre el regazo—. A América.
—La guerra ha llegado a su fin. Lord Rycliff me está ayudando para que pueda licenciarme con honor. Me gustaría poseer algunas tierras.
La joven se movió como si quisiera descender del muro. En un acto reflejo, Thorne la agarró por la cintura y la bajó lentamente hasta dejarla en el suelo.
Una vez allí, no mostró interés alguno por soltarse de las manos de él.
—Pero si acabamos de empezar a conocernos —le dijo.
Ay, no. Aquello terminaba allí y ahora. Ella no lo deseaba de verdad. Estaba agitada por lo acontecido ese día y se aferraba a la única alma que tenía a su alcance.
—Señorita Taylor, nos hemos besado. Ha sido un beso. Ha sido un error. Y no volverá a suceder.
—¿Está usted seguro? —Le rodeó el cuello con los brazos.
Thorne se quedó paralizado, asombrado por la intención que leía en los ojos de ella.
Dios misericordioso. Pretendía besarlo.
Supo con precisión el momento exacto en que se atrevió a hacerlo. Su mirada se clavó en los labios de él y Thorne la oyó inspirar una bocanada de aire. La joven se estiró y, cuando sus labios se acercaron a los suyos, el militar se maravilló ante la seguridad con que ella obedecía su instinto y no daba media vuelta.
Cerró los ojos. Él también podría haberlos cerrado, pero no.
Debía ver lo que estaba a punto de suceder.
La joven colocó sus labios sobre los de él en el instante preciso en que decaían los últimos rayos de sol. Y el mundo se convirtió en un lugar que Thorne no reconocía.
Qué bien olía. No era un olor tan solo agradable, sino bueno. Puro. Los ligeros toques a trébol y a cítrico eran la esencia de algo limpio. Aquel aroma lo bañó por completo. Casi se atrevía a imaginar que nunca le había mentido a nadie, nunca había robado nada, nunca había temblado en la cárcel. Que nunca había partido hacia una batalla, nunca había sangrado. Que nunca había matado a cuatro hombres a una distancia tan inexistente que todavía era capaz de recordar el color de sus ojos. Marrones, azules, azules otra vez y verdes.
«Es un error».
Un oscuro gruñido rugió en su pecho. Sus manos seguían fijas en la cintura de ella, pero separó los dedos.
Sus pulgares ascendieron y pasaron de una costilla a otra hasta acariciar la suave parte inferior de los pechos de ella. Con el meñique de ambas manos, rozaba la costura de la cintura. Había extendido las manos hasta los límites posibles. Era lo máximo de ella que iba a poder abarcar.
Tuvo que hacer acopio de todo su valor para apartarla de sí.
Cuando se separaron, la joven lo miró a los ojos. Expectante.
—No debería haber hecho eso —le dijo él.
—Quería hacerlo. ¿Me convierte en una libertina?
—No. La convierte en una boba. Las jóvenes como usted no pasan tiempo con los hombres como yo.
—¿Con los hombres como usted? ¿Se refiere a la clase de hombres que rescatan de la calle a damiselas desamparadas y que llevan cachorros en sus bolsas? —Burlona, se echó a temblar—. Dios me libre de tratar con hombres como usted.
Una tímida sonrisa se asomó a la comisura de sus labios. Thorne quería devorarla. Rodearla con los brazos y enseñarle las consecuencias de provocar a una bestia a duras penas civilizada y embargada por la lujuria.
Sin embargo, salvar a aquella muchacha era la única acción decente que había llevado a cabo en toda su vida. Diecinueve años atrás, había vendido las últimas migajas de su propia inocencia para comprar la de ella. De ninguna de las maneras pensaba arruinarla ahora.
Con un gesto firme, desató los brazos de ella, que le rodeaban el cuello. Le sujetó las muñecas con las manos tensas como grilletes.
Kate soltó un grito.
—Tenga cuidado, señorita Taylor. Asumo la responsabilidad del beso. Ha sido un descaro y un error por mi parte. He dejado que un impulso carnal me distrajera de mi deber. Pero, si imagina algún sentimiento de ternura en mí, es tan solo eso: una imaginación.
—Me está asustando. —Retorció las manos para intentar liberarse.
—Bien —respondió con gravedad—. Debería estar asustada. He matado a más hombres de los que podría usted besar a lo largo de su vida. No quiere involucrarse conmigo y yo no siento absolutamente nada por usted. —Le soltó las muñecas—. No tengo nada más que decir.
***
No tenía nada más que decir.
Kate deseaba no tener nada más que soportar.
Por desgracia para ella, le quedaban otras dos horas a galope durante las cuales tendría que apoyarse, mortificada, en el pecho de él y saborear su completa humillación. Qué día tan tan horrible.
No estaba acostumbrada a montar a caballo. A medida que se sucedían las millas recorridas, sus músculos comenzaron a contraerse. Le dolía el trasero como si se lo hubieran azotado. Y el orgullo… Ah, el orgullo le escocía a rabiar.
¿Qué le pasaba a aquel hombre? La besaba, le decía que la deseaba y ¿después la rechazaba sin piedad alguna? Después de haber soportado que la tratara de forma tan distante durante todo un año, debería haberlo supuesto. Pero ese día había creído que tal vez hubiera encontrado el lado emocional escondido de él. Había creído que tal vez aquel animal fiero contaba con un punto débil, cierta ternura hacia ella. No se había podido resistir a hurgar en su interior.
Pero él le había apartado los dedos de un manotazo.
Qué vergüenza. ¿Cómo había interpretado tan erróneamente las intenciones de él? Tendría que haber declinado su propuesta de llevarla a casa y haberse pasado la noche cantando por las calles de Hastings para ganarse algún que otro penique. Habría sido menos degradante.
«No siento absolutamente nada por usted».
Lo único que la consolaba era que el cabo se marcharía de Cala Espinada al cabo de unas pocas semanas, y que jamás tendría que volver a hablar con él.
Borrarlo de su mente sería una tarea más ardua. Por más años que viviera, aquel hombre siempre sería su primer beso. O, lo que era peor aún, su único beso.
Maldito ogro cruel y provocador.
Al final llegaron a unos recodos del camino que le resultaron familiares. Las luces ámbar diseminadas por el pueblo aparecían en el horizonte, justo debajo de las estrellas plateadas.
Kate se rio de sí misma en silencio. Había partido del pueblo a primera hora de la mañana con el corazón lleno de esperanzas y sueños vanos. Regresaba por la noche con dolor en la espalda por culpa de seis tipos diferentes de humillación y con un perro mestizo en los brazos.
—Si todavía admite sugerencias, yo lo llamaría Tejón —dijo cuando el silencio resultó demasiado insoportable—. Le queda bien, creo. Tiene el hocico alargado, muchos dientes y pelaje suave.
La respuesta del militar tardó bastante en llegar.
—Póngale al perro el nombre que quiera.
Kate inclinó la cabeza y acarició el pelo del perrito.
—Tejón —susurró jugueteando con una de las orejas del animal—, tú nunca vas a rechazar mis besos, ¿verdad que no?
El cachorro le lamió un dedo. Kate se recogió una triste lágrima.
En cuanto se aproximaron a la iglesia y al centro del pueblo, levantó la vista hacia El Rubí de la Reina. En todas las ventanas había luz. El panorama le encendió un cálido resplandor en el corazón. Tejón empezó a agitar la cola, como si hubiera percibido que ahora estaba más animada. Sí que tenía amigas, y esas amigas estaban esperándola.
Thorne la ayudó a desmontar y dejó libre al caballo, para que pastara por la hierba del pueblo.
—¿Tiene intención de entrar y comer algo? —le preguntó Kate.
—No es una buena idea. —Se encogió de hombros—. Ya sabe que hablan a menudo sobre mí. La estoy trayendo a casa y ya está muy oscuro. Lleva el vestido sucio y el pelo hecho un desastre.
—¿Mi pelo está hecho un desastre? —Se encogió ante el impacto recibido en la poca dignidad que le quedaba—. ¿Desde cuándo? Podría haberme avisado.
Con Tejón agarrado en un brazo, se toqueteó las horquillas con la mano que tenía libre. La preocupación del cabo por las apariencias no estaba infundada. Los pueblos pequeños hervían con chismes. Kate era consciente de que debía mantener intacta su reputación si deseaba seguir viviendo en El Rubí de la Reina y siendo la profesora de las jóvenes nobles que veraneaban en aquellos lares.
—Deme al perro, señorita Taylor, y me marcharé.
—No. —Reaccionando por instinto, se apretó el cachorro contra el pecho—. No, creo que no se lo daré.
—¿Cómo dice?
—Nos llevamos bien, él y yo. Voy a quedármelo. Creo que será más feliz conmigo.
—En una posada no puede quedarse con un cachorro. —La gravedad de su fruncido parecía atravesar la oscuridad—. Su casera no se lo permitirá; y, aunque se lo permitiera, un perro como ese necesita espacio para correr.
—También necesita amor. Cariño, cabo Thorne. ¿Me está diciendo que usted se lo proporcionaría? —Jugueteó con el cogote del animal—. Dígame ahora mismo que quiere a este perro y se lo devuelvo en un santiamén.
No le respondió.
—Cuatro palabras de nada —lo provocó—. «Quiero… a… este… perro». Y será suyo.
—Ya es mío —dijo secamente—. Es de mi posesión. He pagado dinero por él.
—Pues se lo reembolsaré. Pero no pienso dejar esta criaturilla dulce e indefensa con un hombre sin sentimientos, sin corazón. Sin la capacidad de amar.
En ese momento, la puerta de El Rubí de la Reina se abrió de par en par.
La señora Nichols salió corriendo de la posada, tanto como la pobre anciana era capaz de correr. Le temblaban las manos.
—¡Señorita Taylor! Señorita Taylor, ay, gracias a Dios que ha regresado al fin.
—Siento mucho haberla preocupado, señora Nichols. Perdí el carruaje de vuelta y el cabo Thorne fue muy amable al…
—La hemos esperado y esperado. —La anciana enlazó el brazo con el de Kate y tiró de ella hacia la puerta—. Su visita lleva horas aquí. He preparado té tres veces y he agotado todos los temas de conversación habidos y por haber.
—¿Visita? —Kate se quedó anonadada—. ¿Tengo visita?
La señora Nichols le arrebujó el chal sobre los hombros.
—Cuatro personas.
—¿Cuatro personas? ¿Sabe qué es lo que desean?
—No han querido informar al respecto. Se han limitado a afirmar que la esperarían a usted. Hace horas ya de eso.
Kate se detuvo en el umbral y arrastró las botas para quitarse el barro de las suelas. No imaginaba de quién se trataba. Quizá una familia que quería pedirle clases de música. Pero ¿a esas horas de la noche?
—Siento mucho haberle causado tantos problemas.
—En absoluto, querida. Es un honor recibir en mi salón a un hombre de tal rango y estatura.
«¿Un hombre? ¿De rango y estatura?».
—¿Le importa si voy unos instantes arriba para adecentarme un poco? Estoy despeinada y con el vestido arrugado por el viaje.
—No, no. Eso es imposible, querida. —La propietaria de la posada la empujó hacia el interior—. Una solamente puede hacer esperar a un marqués cierto tiempo.
—¿Un marqués?
Mientras la señora Nichols cerraba la puerta, Kate se giró para ver su reflejo en el espejo. Se llevó un sobresalto al encontrarse de frente con la casaca del cabo Thorne.
—Creía que no pensaba entrar —acusó a los botones de la chaqueta.
—He cambiado de opinión. —Cuando por fin se atrevió a mirarlo, lo vio entornar los ojos, suspicaz—. ¿Conoce a algún marqués? —le preguntó.
—El hombre de mayor rango al que conozco es lord Rycliff. —Kate negó con la cabeza—. Y es conde.
—Entro con usted.
—Estoy segura de que no es necesario. Nos encontramos en una posada, no en un antro inmoral.
—Entro de todos modos.
Antes de que pudieran discutir con mayor fervor, Kate se vio arrastrada hacia el salón. Thorne la siguió muy de cerca. En el pasillo había varias de las huéspedes de la posada. A medida que pasaba delante de ellas, la miraban con los ojos como platos y gesto especulativo.
En cuanto llegaron al salón, la señora Nichols empujó a Kate para que cruzara el umbral.
—Aquí tienen por fin a la señorita Taylor, damas y caballeros.
Dicho esto, la anciana salió y cerró la puerta de la sala tras de sí. Kate la oyó al otro lado ahuyentando a las residentes del corredor.
En el salón parecía haber una docena de invitados, pero Kate comprobó, con un rápido barrido, que no eran más que cuatro. La riqueza y la elegancia reinaban por doquier. Y ella llevaba un vestido desgarrado y manchado de barro. Ni siquiera se había retocado el peinado.
Un caballero con traje oscuro se puso en pie e hizo una reverencia. Kate a duras penas había empezado a inclinarse ligeramente cuando oyó un sonoro grito colectivo que estuvo a punto de apagar las velas.
—Es ella. Tiene que ser ella.
—Disculpen… —Kate tragó saliva con dificultad—. ¿Quién tengo que ser yo?
Una joven atractiva se levantó de una silla. Parecía unos años menor que Kate y llevaba un vestido de muselina blanco e impecable, y un chal adornado con verdes jades. A medida que se dirigía al centro de la sala, su expresión era de puro asombro. Observó a Kate como si fuera un fantasma o una especie de orquídea excepcional.
—Debe de ser usted. —La chica alzó la mano y extendió un par de dedos para rozar la mancha de nacimiento de la sien de Kate.
En un acto reflejo, Kate se encogió. Ese día ya la habían tachado de bruja y de hija de la vergüenza por culpa de esa marca.
Y ahora, de pronto, se veía inmersa en un abrazo cálido e impulsivo.
Atrapado entre las dos mujeres, Tejón dio un ladridito.
—Ay, cielos. —Kate se apartó y esbozó una sonrisa de disculpa—. Me había olvidado de él.
La joven que tenía justo delante se rio y sonrió.
—El perro está en su derecho de protestar. ¿Dónde están mis modales? Empecemos de nuevo. Presentémonos antes de nada. —Le tendió la mano—. Soy Lark Gramercy. ¿Cómo está?
—Encantada, sin duda. —Kate respondió estrechándosela.
Lark se giró y le presentó a sus acompañantes uno a uno.
—Mi hermana Harriet.
—Harry —exclamó la mujer en cuestión. Se levantó de la silla y apretó la mano de Kate con firmeza—. Todo el mundo me llama Harry.
Kate intentó no quedársela mirando. Harriet, o Harry, era la mujer más arrebatadoramente bella que hubiera visto nunca. Sin ningún adorno en forma de colorete ni de joyas, su rostro era una sinfonía perfecta: pálido, con piel luminosa, ojos grandes y labios rosados. Un pequeño lunar en el pómulo añadía cierta sensualidad al batir de sus oscuras pestañas. La cabellera oscura como el azabache, la llevaba recogida en un moño lateral que enfatizaba la curvatura de su cuello de cisne. Y, a pesar de su clásica belleza femenina, vestía lo que parecía ropa de hombre. Una camisola sin apenas bordados en el cuello, un chaleco del estilo que hacía furor entre caballeros y, lo que resultaba más sorprendente de todo, una falda pantalón de lana gris, varios dedos demasiado corta para lo que marcaba el buen recato.
Por todos los santos. Kate podía verle los tobillos a aquella mujer.
—Mi hermano Bennett está de viaje por las montañas del Hindú Kush y nuestra otra hermana, Calista, está casada y vive en el norte. Pero con nosotros está Tía Mariposa. —Lark le dio una palmada al hombro de una anciana sentada.
—No la he oído bien. —Kate parpadeó—. Me ha parecido que decía Tía…
—Mariposa. Sí. —Lark sonrió—. En realidad, se llama Millicent, pero de niña yo era incapaz de pronunciarlo. Siempre me salía Mariposa, y el nombre al final caló.
—Cada año que pasa me parezco más a uno de esos animales —exclamó Tía Mariposa con cordialidad.
—Sí, santo Dios —dijo Harry secamente—. El otro día me quejaba de ello. Como eche a volar otra vez y deba ir a cazarla…
—Ay, calla. Me refiero a que soy pequeña y vivaz y adorable hasta decir basta. —La diminuta anciana tendió una huesuda mano en dirección a Kate. Su agarre resultó más cálido y fuerte de lo que Kate habría esperado—. Es un placer verte, hija.
Antes de que Kate encajara las piezas de las palabras de la anciana, Lark hizo la última presentación.
—Y él es nuestro hermano Evan. Lord Drewe.
Kate se giró hacia el caballero que se había colocado frente a la ventana. El marqués, dedujo.
Lord Drewe llevó a cabo una digna y formal reverencia, que ella trató de responder con la mejor inclinación posible. Era un hombre que estaba, como solía decirse, en la flor de la vida. Hermoso, confiado, sofisticado, y aunque sin lugar a dudas había cientos, si no miles, de arrendatarios y subordinados que dependían de él, daba la sensación de que no estaba a cargo más que de sí mismo.
Kate estaba un tanto intimidada en presencia de aquel hombre. Ahora comprendía la agitación de la señora Nichols.
—Nuestro hogar ancestral se encuentra en Derbyshire. Pero tenemos una propiedad cerca de Kenmarsh —le explicó Lark—. Se llama Ambervale. Es tan solo una casita de campo, en realidad. Es donde veraneamos.
—Es un placer conocerlos a todos. —Kate se dejó caer sobre una silla para que el marqués se sentara también—. ¿Y por qué han venido a Cala Espinada?
—Por usted, señorita Taylor —contestó Lark mientras tomaba asiento a su lado—. Naturalmente.
—Ah. ¿Desean clases de música? Doy clases de canto, de piano, de arpa…
Todos los Gramercy se echaron a reír.
Detrás de ella, Thorne se aclaró la garganta.
—La señorita Taylor ha tenido un día muy largo. Estoy convencido de que cuanto les atañe puede esperar hasta mañana.
Lord Drewe asintió.
—Tomamos debida nota de su preocupación, señor…
—Thorne.
—Cabo Thorne —intervino Kate—. Está al mando de la milicia local.
Tal vez podría haber adornado la presentación, pensó después. «Es buen amigo del conde de Rycliff» o «Sirvió con honor en la península Ibérica bajo las órdenes de Wellington». Pero en ese momento no se sentía especialmente benévola con él.
—Me ha dado este cachorro. —Alzó a Tejón.
—Y es un cachorro encantador —pio Tía Mariposa.
—El cabo Thorne lleva razón. —Lark batió palmas, impaciente—. Son horas intempestivas. Harry, enséñale el cuadro.
Harry se levantó y se le acercó con un paquete rectangular envuelto en papel.
Mientras su hermana retiraba el papel que cubría la pintura, Lark siguió hablando.
—Como ve, necesitaba un proyecto veraniego. Ambervale es un lugar muy tranquilo y me pongo un tanto histérica si no tengo nada en que ocupar las manos. Por tanto, decidí hurgar en el desván. Casi todo eran viejas piezas de vajilla. Había unos cuantos libros polvorientos también. Sin embargo, oculto debajo de los travesaños encontré este lienzo envuelto en lona. —Su voz adquirió notas agudas por la emoción—. Ay, date prisa, Harry.
—Tranquila, palomita. —Harry no se movió del sitio.
Por fin terminó de desenvolver el cuadro y lo sostuvo bajo la luz de la lámpara.
Kate soltó un grito.
—Santo Dios.
Se llevó una mano sobre los labios, horrorizada por haber blasfemado sin querer. ¿Cómo se le ocurría maldecir delante de un marqués?
Los Gramercy no parecieron preocupados, no obstante. Se quedaron sentados con calma y en silencio mientras Harry les mostraba la pintura de una mujer recostada y flagrantemente desnuda, enredada entre sábanas blancas y con un cubrecamas de terciopelo rojo. Los pechos hinchados y coronados por sendos rubíes permanecían como almohadas idénticas sobre una barriga redonda de color crema. Era obvio que la mujer del cuadro estaba encinta.
Y se parecía a Kate. Se parecía muchísimo a Kate, a excepción de algunas diferencias en los ojos y en la barbilla, y de la ausencia de cualquier mancha de nacimiento. El parecido era asombroso, inquietante y evidente para todos los que ocupaban el salón de la posada.
—Madre mía —jadeó Kate.
—¿Verdad que es maravilloso? —presumió Lark—. Cuando lo encontramos, supimos que debíamos ir a buscarla.
—Guarde eso. —Thorne dio un paso adelante—. Es repugnante.
—¿Disculpe? —saltó Harry mientras dejaba, orgullosa, el desnudo sobre la repisa de la chimenea y se echaba hacia atrás para admirarlo—. El cuerpo femenino es bello en todos sus estados naturales. Es arte.
—Apártelo —repitió Thorne con voz grave y amenazante—. O le prenderé fuego.
—Está siendo protector —terció Tía Mariposa—. Creo que es un gesto encantador. Un tanto bárbaro, pero encantador.
Harry le quitó a Lark el chal de jades de los hombros y cubrió con él la pintura para oscurecer buena parte de la desnudez.
—Un pueblecito atrasado, repleto de ignorantes. Cuando se lo mostramos al vicario, empezó a tartamudear y casi le salió urticaria.
—Ustedes… —Kate tragó saliva contemplando el cuadro—. ¿Se lo han mostrado al vicario?
—Por supuesto —respondió Lark—. Es así como la hemos encontrado.
Kate cruzó los brazos sobre el pecho. Se sentía inexplicablemente expuesta. Se inclinó hacia delante y observó el rostro de la mujer de la pintura.
—Pero es imposible que se trate de mí.
—No, señorita Taylor. No se trata de usted. —Con un largo y sentido suspiro, lord Drewe se irguió y se dirigió a sus hermanas—. Estáis enmarañando la situación, que lo sepáis. Si después de lo de esta noche no quiere tener nada que ver con nosotros, vosotras seréis las únicas culpables.
¿A qué diantre se refería? El cerebro de Kate se había convertido en un perezoso nudo.
El cabo se dirigió a la sala con voz profunda y autoritaria.
—Les voy a dar un minuto más para que digan algo con cierto sentido. De lo contrario, no me importa que sean damas y caballeros: se marcharán de aquí. La señorita Taylor está bajo mi protección y no pienso permitir que la traten de forma indecorosa.
Lord Drewe se volvió hacia Kate.
—Seré breve. Como mi hermana pequeña ha procurado explicar, soy el atribulado cabeza de este circo andante. Y esperábamos a que llegara usted, señorita Taylor, porque creemos que tal vez sea parte de ello.
—Discúlpeme —dijo la aludida—. ¿Parte de qué, exactamente?
El marqués hizo un gesto con una mano, como si debiera resultar obvio.
—Parte de nuestra familia.