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Capítulo cinco
ОглавлениеLa estancia se emborronó a los ojos de Kate. Tejón saltó al suelo y la joven no hizo amago de detenerlo. A su alrededor, los Gramercy discutían.
—Te dije que no debíamos contárselo de una forma tan brusca.
—Brusco ha sido para todos nosotros. Como quien dice, nos acabamos de enterar. Esta misma mañana…
—Ay, pobre. Está muy pálida.
Menuda… Menuda familia. Kate a duras penas era capaz de creer que pudiera formar parte de ella. La tentación a abrigar esperanzas era mayúscula y el optimismo la embargaba con demasiada facilidad. Pero no quería ponerse en evidencia. Antes de nada, debía darle sentido a cuanto estaba ocurriendo.
Mientras los demás hablaban, Tía Mariposa se le acercó y se sentó a su lado. Extrajo del bolsillo un caramelito envuelto en papel.
—Esto te irá bien, querida.
Aturdida, Kate lo aceptó.
—Vamos —la apremió la anciana—. Cómetelo.
Al no saber cómo negarse, Kate desenvolvió el papel y se metió la dura pastilla en la boca.
«Ay… Qué ardor».
Se le llenaron los ojos de lágrimas al instante. El pedazo de fuego puro y azucarado le quemaba la lengua. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no escupirlo.
—Intenso, ¿verdad? Un poco apabullante al principio. Pero con paciencia, y con un poco de trabajo, llegarás a la parte dulce. —Tía Mariposa le palmoteó el brazo—. Esta familia es igual. —Acto seguido, la anciana se dirigió a todos los presentes—. Vosotros, calma.
Todos obedecieron de inmediato. Incluido el marqués.
—La única manera de relatarlo es como si fuera un cuento, creo. —La mano delgada y ajada de Tía Mariposa aferró la de Kate—. Había una vez un hombre llamado Simon Gramercy, el joven marqués de Drewe. Como todos los Gramercy, se dejaba llevar por las pasiones tempestuosas e inapropiadas. Los intereses particulares de Simon consistían en el arte y en los encantos de una muchacha muy poco apropiada. La hija de un granjero que le arrendaba tierras en Derbyshire, ¿te lo puedes imaginar?
Kate negó con la cabeza, frunciendo todavía los labios por aquel perverso caramelo.
—La madre de Simon, viuda, se escandalizó. Los padres de la muchacha renegaron de ella. Pero Simon no aceptaba censura alguna. Y construyó un nidito de amor con su musa en Ambervale. Vivieron varios meses allí; felices, se limitaban a posar y a pintar y a llevar a cabo apasionados…
—Tía Mariposa.
—Después del cuadro, no creo que le vaya a sorprender a nadie. Sea como fuere —prosiguió la anciana—, la salud del pobre Simon empeoró. Lo siguiente que supo la familia de él fue que había muerto. Una muerte repentina y trágica. Y nadie supo qué le había ocurrido a la hija del granjero. Al parecer, se esfumó. Quizá también enfermó… Quizá se había marchado para ser la musa de otro hombre. Nadie lo sabía. El título pasó a manos del primo de Simon, mi cuñado. Y, cuando él murió, a Evan. —Agitó la mano en dirección hacia lord Drewe.
—¿Ya se ha hecho un lío? —le preguntó Lark a Kate.
—Luego le dibujamos un árbol genealógico —propuso Harry.
—Sí que nos parecemos bastante, lo admito, pero solo tengo veintitrés años. —Kate observaba el cuadro—. Y tengo esto. —Se señaló la marca de nacimiento.
—Ah, pero es que eso es un rasgo de la familia —dijo Lark—. Varios de los Gramercy tenemos algo parecido. Harry solo tiene ese lunarcito. A mí, casi toda mi mancha me la tapa el pelo. La de Evan está detrás de su oreja. Enséñasela, Evan.
Amistoso, lord Drewe se giró para mostrarle el lado de su cuello. Sí, sí que tenía una mancha bermellón que desaparecía debajo de su inmaculado pañuelo almidonado.
—¿Ahora tiene sentido? —quiso saber Lark—. Cuando encontramos la pintura en el desván, supimos que debía de ser la amante de Simon. Hasta ese momento nadie había llegado a saber que quedó encinta. La pregunta era: ¿qué pasó con el hijo?
—Dedujimos que había muerto —dijo Harry—. De lo contrario, sin lugar a dudas habríamos oído algo al respecto. Pero Lark no podía resistirse a la oportunidad de investigar.
—Me encantan los misterios. —Lark sonrió—. Si el bebé nació en Ambervale, sabíamos que debía de haber algún registro del nacimiento. Así pues, fuimos a la parroquia, pero nos enteramos de que la iglesia se quemó en 1782 y tardaron una década en reconstruirla. Fue un accidente con un incensario y un tapiz que…
Lord Drewe carraspeó.
—No te andes con rodeos, Lark. Por el bien de la señorita Taylor.
—Como decía —asintió Lark—, no había registros. Durante aquellos años, la parroquia estuvo dividida entre las tres iglesias vecinas. Decidimos hacer excursiones familiares y visitar una a la semana.
—Solo a esta familia se le ocurre considerar un entretenimiento de primera el ir a analizar registros mohosos en busca de una prima mortinata.
—Empezamos en St. Francis, la más cercana. —Lark ignoró a su hermana—. No hubo suerte. Esta semana debíamos elegir entre St. Anthony’s Glen y St. Mary’s Martyrs. Debo admitir que a mí me apetecía ir a St. Anthony’s, porque me gusta el halo pastoral que envuelve el nombre, pero…
—Pero decidió nuestro mártir residente y fuimos a St. Mary’s.
—Sí, gracias a Dios. ¿El libro, Evan?
Lord Drewe extrajo un tomo gigantesco que parecía un registro eclesiástico muy toqueteado. A Kate le sorprendió que le hubieran permitido sacarlo de la iglesia. Pero, a fin de cuentas, el marqués pagaba al vicario. Supuso que sería harto complicado negar cualquier petición del marqués local.
Lo abrió por una página que habían marcado con anterioridad, buscó una línea con el dedo y leyó en voz alta.
—Katherine Adele, nacida el veintidós de febrero del año mil setecientos noventa y uno. Padre, Simon Langley Gramercy. Madre, Elinor Marie.
—¿Katherine? —El corazón de Kate empezó a latir con fuerza—. ¿Ha dicho Katherine?
—Sí. —Lark se inclinó en la silla, emocionada—. Inspeccionamos los registros de unos cuantos años posteriores, y no había registro de defunción. Tampoco de bautismo, pero nada de defunción. Le preguntamos al vicario si conocía a alguna Katherine que viviera por la zona y que pudiera tener la edad correspondiente. Respondió que no. Sin embargo, dijo que recientemente había recibido una carta.
—¿Una carta? —Tejón frotaba con el hocico las espinillas de Kate, y la joven lo alzó para ponérselo en el regazo—. ¿Mi carta?
Durante los últimos años, había tocado el órgano en la misa de domingo de St. Ursula’s. No pedía compensación económica por el servicio. Solo un favor. Todas las semanas, el señor Keane le permitía pasar una hora en el despacho del vicario. Escogía una parroquia del enorme directorio de iglesias de Inglaterra y escribía una carta, en la cual pedía que buscaran registros de una niña nacida entre 1790 y 1792, con el cristiano nombre de Katherine, que no había vuelto a aparecer en los registros locales. Había empezado con las parroquias más próximas a Margate y se fue alejando.
Lentamente. Durante semanas y meses y años.
El vicario firmaba y enviaba las cartas por ella. También le hacía el favor de mantenerlas en secreto. La mayoría de los aldeanos se habría reído de ella por pasarse tanto tiempo y por invertir tantos esfuerzos en una empresa infructuosa. Por lo que a ellos respectaba, tendría el mismo éxito si metía notas dentro de botellas y las lanzaba al océano.
Pero Kate había sido incapaz de renunciar a su plan. Había convertido la esperanza en una costumbre semanal. Siempre que el correo le respondía otro descorazonador «No» —o, peor, cuando pasaba meses sin recibir contestación alguna y perdía las ganas de seguir removiendo cielo y tierra—, oía aquella voz que le hablaba desde lo más hondo de su ser: «Sé valiente, Katie de mi corazón».
Y ahora…
Ahora el caramelo de Tía Mariposa casi se había disuelto en su boca, y la anciana llevaba razón. Una intensa y deliciosa dulzura le inundó la lengua.
Kate la paladeó.
—Sí —dijo Lark—. Era su carta. Y supe de inmediato que nuestra Katherine debía de ser usted. Partimos enseguida, viajamos durante toda la tarde y llegamos aquí hace unas horas.
—Se lo enseñamos al vicario —Harry señaló el cuadro— y, cuando se hubo recuperado de una leve apoplejía, nos dijo que la señorita Kate Taylor guardaba un notable parecido con la mujer del retrato, en efecto.
—Del cuello hacia arriba, por supuesto. —Lark le dedicó ese comentario, y una ligera sonrisa, al cabo Thorne.
—Y aquí estamos ahora, querida. —Tía Mariposa dio una palmada a la rodilla de Kate—. El cuento tiene un milagroso final. Te hemos encontrado. Y todas las pruebas indican que, al parecer, eres la hija perdida de un marqués.
Las palabras golpearon a Kate como si de un alud se tratara. En ese momento, sus emociones eran sentimientos congelados y esparcidos. Todo aquello era demasiado. Ahora sabía que sus padres se llamaban Simon y Elinor. Sabía cuándo era su cumpleaños. Sabía cuál era su apellido.
En caso de que…
En caso de que pudiera creer cuanto le aseguraban.
—Pero yo jamás he vivido cerca de Kenmarsh —dijo—. Me crie como una niña tutelada de la Escuela Margate y salí de allí hace cuatro años. Fue entonces cuando vine hasta aquí para impartir clases de música.
—¿Y antes de Margate? —le preguntó lord Drewe.
—Por desgracia, no cuento con recuerdos precisos. Le he pedido información a mi antigua profesora. —Dios, ¿la espantosa entrevista con la señorita Paringham había tenido lugar esa misma tarde?—. Me dijo que me abandonaron.
Kate observó a la mujer del cuadro. Su madre, en caso de que lo creyera. ¿Habría muerto? ¿O entregó a su bebé, incapaz de criar a una hija por sus propios medios? Sin embargo, resultaba evidente, por la forma en que la mano de la mujer se posaba con cariño sobre su oronda barriga, que amaba al bebé que llevaba en las entrañas. Kate juzgó increíble la idea de que ella estuviera de algún modo en aquella pintura, debajo de la piel, como un feto que se retuerce y…
Amado.
—Pobre —dijo Lark—. Soy incapaz de imaginar cuánto debe de haber sufrido. No podemos borrar aquellos años, pero haremos cuanto esté en nuestra mano por compensárselos a partir de ahora.
—Sí —asintió Drewe—. Debemos instalarla en Ambervale lo antes posible. Cuando esta noche regrese a casa, enviaré a una doncella para que la ayude a hacer las maletas.
—Estoy segura de que no será necesario.
—¿Ya tiene a su propia doncella?
—No. —Kate se rio, atónita—. No tengo tantas cosas que empaquetar. Quería decir que no es apropiado que me inviten a su casa.
—Por supuesto que es apropiado. —Lord Drewe parpadeó—. Es el hogar de nuestra familia.
«El hogar de nuestra familia».
Aquellas palabras la dejaron afectada y sin aliento.
—Pero… ¿no sería una vergüenza para ustedes?
—En absoluto —le aseguró Harry—. Nuestro hermano Bennett ostenta el cargo de la vergüenza de la familia, título que guarda celosamente lejos de cualquiera que pretenda usurpárselo.
—¿Por qué ibas a ser una vergüenza, querida? —quiso saber Tía Mariposa.
—Aunque todo cuanto dicen sea cierto…, soy su prima segunda ilegítima, la nieta de un granjero.
Kate esperó a que el peso de sus palabras se asentara. Con toda certeza, la alta sociedad a la que pertenecían los Gramercys no se mezclaba con bastardos, ¿verdad?
—Si le preocupa el escándalo, quédese tranquila —dijo Lark—. El escándalo es la seña de identidad del apellido Gramercy, así como tanto dinero que a nadie le importa. Si Tía Mariposa nos ha enseñado algo desde que éramos niños era que…
—Había que evitar sus caramelos —metió baza Harry.
—La familia es lo más importante —replicó lord Drewe—. Puede que seamos un surtido variado de aristócratas, pero nos apoyamos mutuamente cuando hay un escándalo, una desgracia o una improbable victoria. —Señaló el registro de la parroquia—. Simon reconoció a su hija y le dio el apellido de la familia. Por tanto, si ese bebé es usted, señorita Taylor…
Una pausa dramática espesó la atmósfera de aquella sala.
—Entonces, usted no es la señorita Taylor. Usted es Katherine Adele Gramercy.
«¿Katherine Adele Gramercy?».
Y un cuerno.
Thorne apretaba la mandíbula. No era un hombre de muchas palabras. Aquella situación pedía elocuencia, pero a él solo se le ocurrían acciones que llevar a cabo. Principalmente, quería abrir la puerta y echar a aquellos aristócratas tan peculiares y charlatanes de una patada en el trasero. Acto seguido, cogería a la señorita Taylor en brazos y la llevaría arriba para que se abandonara al descanso sosegado que hacía varias horas ya que necesitaba. Sus mejillas lucían una cadavérica palidez.
Le gustaría tumbarse a su lado, pero no lo haría. Porque, a diferencia de aquellos intrusos presuntuosos, él se reprimía. Thorne había oído rumores de que la endogamia entre aristócratas provocaba imbecilidad y mala dentadura. Por lo visto, aquella familia había padecido una especie de cólera verbal. Todo cuanto escupían eran sandeces.
No podía creer que aquella gente se hubiera ofrecido a llevarse a la señorita Taylor. No podía creer que la joven valorara la posibilidad de marcharse con esa familia. Ella tenía sentido común.
Y se lo demostró sin demora.
—Son muy amables. Pero me temo que no puedo abandonar Cala Espinada tan apresuradamente. Tengo obligaciones. Clases, alumnas. Nuestra feria de verano tendrá lugar dentro de poco más de una semana, y soy la encargada de la música y de los bailes.
—Ay, adoro las ferias. —La más joven dio un nuevo brinco sobre la silla. Thorne se había dado cuenta de que tendía a hacer aquel gesto tan irritante.
—No es gran cosa, pero nos lo pasamos muy bien. Es básicamente un festejo para niños, que ubicamos en el castillo en ruinas. El cabo Thorne y sus hombres también echan una mano. —Después de lanzarle una mirada titubeante, la señorita Taylor continuó—: En todo caso, ¿no preferirían que este… vínculo… fuera más oficial antes de invitarme a su casa? Si descubrimos que sus suposiciones no son correctas y que en realidad no soy familiar de ustedes…
—Pero mire el retrato —protestó la joven—. Los registros. Su mancha de nacimiento.
—La señorita Taylor lleva razón —dijo lord Drewe—. Debemos demostrar que no se trata de una mera coincidencia. Despacharé a varios hombres para que acudan a la escuela a indagar y para que sondeen en los alrededores de Ambervale. No me cabe ninguna duda de que, tras hurgar un poco, encontraremos con facilidad la relación entre su infancia y Margate.
Thorne sabía que los hombres de lord Drewe no encontrarían ninguna relación entre los registros de aquella parroquia y la escuela Margate. Él podría aclararse la garganta e informarles con precisión de dónde había pasado Kate Taylor los primeros años de su vida. La muchacha veía con qué entusiasmo afirmaba aquella gente que era una Gramercy. Una cosa era un escándalo de la clase alta y otra muy distinta, una vileza inmoral.
—La señorita Taylor no irá a ninguna parte con ustedes —dijo—. No han presentado más que sospechas acerca de su identidad. Y ni siquiera sabemos quiénes son.
—Cabo Thorne —la señorita Taylor se mordió el labio—, estoy convencida de que…
—No, no —la interrumpió la mujer de aspecto masculino—. El cabo tiene toda la razón, señorita Taylor. Bien podríamos ser una banda de esclavistas blancos o de caníbales sedientos de sangre. O bien ocultistas en busca de una virgen a la cual sacrificar.
Thorne no creía que los Gramercy fueran esclavistas, caníbales ni ocultistas, aunque en su opinión parecían la versión refinada de unos trastornados. Y aunque él supiera algo de la infancia de Kate Taylor, debía admitir que no podía afirmar con convicción que no fueran sus primos. Dedujo que era posible. La joven no había nacido en ese pueblo. Y coincidían tanto su nombre como el año en que nació. Esos hechos, sumados al retrato y a la mancha de nacimiento, constituían un argumento que difícilmente podía rechazarse.
De todos modos, era posible que se tratara de un error, y no se fiaba de aquella gente. En ellos y en su historia había algo que no encajaba. Quizá se equivocaran con el vínculo que los unía, en cuyo caso la señorita Taylor terminaría consternada y convirtiéndose en un potencial objeto de ridículo. O quizá sí que fueran sus familiares y de alguna manera la habían estado ignorando durante casi veintitrés años, dejándola languidecer en una pobreza cruel y solitaria.
En el mejor de los casos, eran unos desconsiderados. En el peor, unos criminales.
Desconfiado, Thorne no le permitiría pasar cinco minutos más con ellos, y mucho menos toda la vida.
—No va a irse con ustedes —repitió—. No pienso consentirlo.
—Recuérdeme quién es usted exactamente —le soltó Drewe con frialdad—. En relación con la señorita Taylor, quiero decir.
Thorne vio la elección frente a él, tan clara como una encrucijada. O pronunciaba las palabras que le hormigueaban en la punta de la lengua, palabras que jamás se había atrevido a soñar y mucho menos a articular en voz alta, o dejaba que la señorita Taylor se marchara con los Gramercy y deponía la posibilidad de tener algo que ver con la seguridad y la felicidad de la muchacha. Para siempre.
No había ninguna decisión que tomar. Pronunció esas palabras.
—Soy su prometido —dijo—. Vamos a contraer matrimonio.