Читать книгу Una propuesta para Amy - El amor de mi vida - Mi vida contigo - Tessa Radley - Страница 9

Capítulo Cinco

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Todo sucedió a velocidad de vértigo a partir de ese momento.

Heath consultó el calendario en su BlackBerry y concertó una fecha para la boda. Luego habló con varios servicios de catering y… Antes de que ella pudiera decirle que se tomara las cosas con más calma y le diera un poco de tiempo para ir haciéndose a la idea, Kay Saxon, la madre de Heath, se presentó en casa.

–Amy, querida –exclamó Kay dándole un abrazo y envolviéndola en su perfume de lavanda–. Heath me llamó para decirme que estás esperando un bebé de Roland y que os vais a casar. No sabes cuánto me alegro. Deberías haberme dicho antes lo del bebé.

Kay se apartó de Amy con los ojos llenos de lágrimas.

–No lo supe hasta hace unos días –replicó Amy.

–No sé por qué estoy llorando. No suelo hacerlo. Debe ser de felicidad.

–¿No te importa? –preguntó Amy en un hilo de voz.

–¿Importarme? ¿Por qué habría de importarme?

–¿No crees que esto le puede parecer mal a alguien? Habrá quien se extrañe de que me case con Heath habiendo estado prometida de Roland.

–¿Qué importa lo que piense la gente? El bebé es lo único importante. Estoy orgullosa de Heath y de ti. Los dos habéis demostrado una gran sensatez haciendo lo que teníais que hacer. Además, ¿sabes lo que esto significa, Amy? Pues que ya no tiene sentido pensar en divorciarme de Phillip ni irme a Australia. Ahora tengo una nueva obligación: estar aquí a tu lado, contigo y con el bebé de Roland.

Por un momento, Amy pensó que iba a desmayarse de nuevo.

–Me encantará contar con tu ayuda.

–Me pregunto si el bebé será pelirrojo como Roland o tendrá el pelo castaño como Megan –dijo Kay.

–Podría tener también el pelo oscuro como yo –dijo una voz masculina.

Amy alzó la cabeza y vio a Heath con sus ojos inescrutables. Iba vestido de una forma poco habitual en él. Llevaba un traje oscuro y una camisa blanca de vestir con el botón de arriba desabrochado. No llevaba corbata.

–Heath, tu madre ha vuelto –dijo ella con una sonrisa–. Por el bebé.

–Y por la noticia de vuestro compromiso –replicó Kay radiante de felicidad.

–Bienvenida a casa, mamá.

Kay abrazó a su hijo.

–Os he echado mucho de menos a todos. Estoy muy contenta de estar aquí de nuevo. Hijo, ¿no te parece fabulosa la noticia de Amy? Tu padre también está muy contento.

Heath miró a Amy por encima de la cabeza de su madre y le dirigió una sonrisa de complicidad, como si quisiera decirle con los ojos: «¿Lo ves? Mi familia necesitaba este bebé».

Amy sintió una extraña sensación. Era como si estuviese siendo manipulada. Lo único que le importaba a todos era su bebé. Gracias a él, parecía que iban a solucionarse todos los problemas de la familia.

–¡Oh, qué buena idea! –exclamó Kay con las manos juntas y aplaudiendo.

Amy miró a Heath con un gesto de extrañeza.

–¿Perdón? ¿Me he perdido algo?

–Heath va a llevarte a comer por ahí para celebrarlo –respondió Kay.

–Tengo mucho trabajo… No sé si…

–Te sentará bien salir un rato –dijo Heath.

–Llamaré a Voyagers y le pediré a Gus que os reserve una mesa. En ese restaurante fue donde le dije a Phillip que estaba embarazada de Joshua –dijo Kay con los ojos radiantes de alegría–. No te preocupes, querida, yo atenderé esto mientras estéis fuera.

–Gracias, eres encantadora –dijo Amy, mirando a Heath con ojos asesinos.

Voyagers tenía un sabor nórdico como su propietario. Las tablas del suelo de madera clara, algo oscurecidas por la pátina del tiempo, se daban cita con las velas de lino que cubrían el patio.

Amy y Heath pasaron dentro y se sentaron en una mesa junto a un gran ventanal desde el que había una vista espléndida de Marine Parade y del Pacífico.

Gus se acercó a su mesa y les recomendó las especialidades de la casa.

Durante la comida, hablaron sobre la historia de Hawkes Bay y la diversidad de culturas que habían confluido allí. La familia de Gus había llegado a Napier a finales del siglo XIX.

Por una vez, Amy se encontró a gusto hablando con Heath, sin que se produjeran silencios incómodos en ningún momento. Pero después de la comida, cuando les sirvieron una taza de té para ella y un café para él, junto con un platito de bombones, todo cambió.

–Hay una cosa de la que tenemos que hablar, Amy.

Ella se sobresaltó al ver la grave expresión de su mirada.

–¿De qué se trata, Heath?

–De sexo.

–No, no quiero hablar de eso –dijo ella con un intenso rubor en las mejillas.

–Tenemos que hacerlo –replicó él en voz baja–. Vamos a casarnos. Es natural que quiera hacer el amor con mi esposa.

¡Hacer el amor! ¿Qué amor? No había ningún amor de por medio, se dijo ella. Sí, le gustaba Heath. Habían sido amigos en otro tiempo. Pero ¿amor? Nunca. No era su tipo. Eran caracteres opuestos. Él era el típico chico malo y ella la típica chica buena. No tenían nada en común.

Además él le despertaba unos sentimientos que nunca había experimentado. El sexo con él sería muy agradable. Aunque, sin amor, sería solo algo puramente físico, casi animal.

No, no estaba dispuesta a admitir eso. De ninguna manera.

–Yo… no creo que…

–No tienes que creer nada, Amy –dijo él con una sonrisa–. Solo tienes que sentirlo.

El rubor le extendió por todo el cuerpo.

–¡Heath!

La sonrisa maliciosa de Heath se desvaneció y su expresión se tornó más seria.

–No quiero un matrimonio sin sexo, Amy.

–¿Y qué pasaría si te enamoraras de otra mujer?

–Eso no va a suceder nunca.

–Nunca has estado enamorado, ¿verdad? Por eso nunca has querido casarte.

–Algo parecido.

Amy lo miró fijamente, presintiendo que no le estaba diciendo toda la verdad. Pero su expresión irónica parecía advertirle que si seguía insistiendo con sus preguntas, tal vez no le agradasen mucho las respuestas. Sin embargo, necesitaba asegurarse.

–¿Y si tienes un flechazo?

–Eso no va a suceder. Yo no soy de esos.

Ella lo había visto con montones de mujeres. De todos los tipos. No podría soportar que su marido estuviese con otra. Esa había sido una de las razones por las que Roland y ella…

–Pero has tenido varias novias.

–Nunca me he enamorado de ninguna.

–Podrías conocer a más mujeres. ¿Quién podría impedírtelo?

–Mi matrimonio –respondió él sin pensárselo dos veces.

–¿Estarías dispuesto a serme fiel si tuviéramos…?

–¿Relaciones sexuales? –dijo él, viendo que ella no se atrevía decirlo.

Amy se puso colorada. Sabía que estaba tensando demasiado la cuerda, pero si él quería un verdadero matrimonio, con sexo y todo lo demás, necesitaba estar segura de su fidelidad.

–Eh… sí –replicó ella, tartamudeando.

–De acuerdo.

Amy lo miró desconcertada. No había esperado que accediese a eso tan fácilmente.

–Hay otra cosa de la que tenemos que hablar –dijo ella, alzando la barbilla y armándose de valor.

Después de todo, si él había podido pronunciar la palabra «sexo», ¿por qué no iba a poder hacerlo ella?

–Tú dirás.

–La higiene sexual.

–¿Tienes algún problema con eso?

–¿Yo? –exclamó ella–. ¿Tú crees que yo…?

–Te acostaste con mi hermano. Si llevó una vida promiscua, pudo haberte contagiado algo.

Amy pensó en lo injusta que la vida sería si tuviera que pagar un precio tan alto por la imprudencia de una noche de la que tantas veces se había arrepentido.

–Tendré que hacerme algunas pruebas –dijo ella.

–Espero que no sea demasiado tarde para eso –dijo Heath, mirándole el vientre–. Mi hermano, en cuestión de mujeres, no era tan refinado como yo.

–¿Por qué tengo que creerte? –exclamó ella acalorada–. Siempre has sido el chico malo del barrio. Black Saxon te llamaban.

–En cuestiones de sexo, nunca he asumido riesgos. El doctor Shortt puede confirmártelo y darte un certificado si quieres.

–No hace falta, con tu palabra me basta.

–Puedes confiar en mí. Siempre he sido muy precavido, conmigo y con las mujeres con las que he estado.

Ella vio que él estaba llevando las cosas demasiado lejos, como si necesitara dar más explicaciones de las necesarias. Juzgó conveniente cambiar de conversación.

–¿Qué pasaría si el bebé empezara a llamarte papá… y luego decidieras separarte de mí? Podría acabar aburriéndote el matrimonio.

–Te aseguro que no me aburriré contigo.

Amy se sintió confusa y desconcertada. No estaba segura de lo que quería decir con esas palabras.

–Siempre has dicho que no querías casarte. ¿Por qué estás tan seguro de que no te aburrirás en el matrimonio?

–Ya te lo dije. Todos cambiamos en la vida. Ahora tengo una opinión distinta.

Ella volvió a tener la sensación de que le estaba ocultando algo.

–¿Es por el bebé?

Él se quedó mirándola unos segundos y luego asintió con la cabeza.

–Sí.

Amy estaba cada vez más desconcertada. Heath era mucho más complejo que el chico malo que conocía. Pero estaba empezando a cansarse de ser solo la portadora de un bebé con el apellido Saxon. Deseaba hablar de ella misma y de su relación con Heath. De su futuro juntos.

–Bien. Si los dos queremos lo mejor para el bebé, espero que todo funcione bien.

–No va a ser fácil, Amy. Tendremos que poner mucho de nuestra parte –dijo él, inclinándose hacia ella.

Amy comenzó a sentir un hormigueo por el cuerpo. Vio su cara muy cerca de la de ella. Sus ojos eran oscuros e inquietantes. Sus pómulos destacaban de forma prominente. Sintió la sangre agolpándose en su cabeza.

Bajó la mirada antes de que él pudiera descubrir sus sentimientos.

–Amy…

La tensión flotaba en el ambiente.

Alzó la vista y vio una pequeña caja de terciopelo negro sobre el mantel blanco de la mesa.

Sintió la boca seca. El momento de la verdad había llegado.

Se quedó mirando la caja, sin atreverse a tocarla.

–Ábrela –dijo Heath.

Amy alzó la vista hacia él. La caja no podía encerrar ningún misterio. Solo podía ser un anillo de compromiso. No tenía ninguna prisa en verlo.

De hecho, prefería que fuera él quien la abriera, sacara el anillo y se lo pusiera en el dedo. Así no quedaría duda de su compromiso. Sería la prueba de que estaba dispuesto a compartir su vida con ella y su bebé.

Miró a Heath a los ojos y vio su expresión de desafío. Parecía como si temiera que ella pudiera volverse atrás en el último momento. ¿Pensaría que iba a salir huyendo?

Amy se miró la mano. En su dedo anular había ya un anillo. Un brillante de dos quilates, engarzado en platino, que Roland le había regalado cuando ella cumplió veintiún años.

Echó de nuevo un vistazo a la caja que seguía sobre la mesa.

Suspiró hondo. Si iba a casarse con Heath, tendría que llevar el maldito anillo que había en esa caja negra. Extendió la mano hacia ella. Sintió el suave contacto del terciopelo. Dudó unos segundos y luego levantó la tapa con mucho cuidado.

Se sintió sobrecogida al verlo. Era un anillo fabuloso. Un magnífico brillante dorado, cortado en forma de corazón, engastado en oro blanco y flanqueado por una hilera de brillantes más pequeños. El delicado detalle de la filigrana resultaba increíble. Debía ser una joya antigua.

–Es de la época victoriana, ¿verdad?

–Sí –respondió él–. Y hace juego con tus ojos.

Era maravilloso. No quería ni pensar lo que debía haberle costado, se dijo ella, mientras lo tocaba. ¿Cómo podía Heath haber adivinado sus gustos? ¿Había sido solo una casualidad o era un libro abierto para él? Sería algo terrible que pudiera leer sus pensamientos.

Probablemente, Megan lo hubiera elegido por él. Su hermana tenía un gusto exquisito y sabía lo mucho que le gustaban las joyas victorianas. A menudo, se había preguntado si Megan no habría sido también la responsable de la elección de su regalo favorito: el medallón relicario de oro en forma de corazón que Roland le había dado y que tanto le gustaba.

Volvió a mirar el anillo.

–Es una maravilla.

–Me alegro de que te guste.

Amy lo sacó cuidadosamente de la caja.

–Tendrás que quitarse ese otro –dijo Heath, señalando al anillo de Roland y alargando el brazo.

–¡No! –exclamó ella, apartando la mano.

Eso era algo que tenía que hacer por sí misma.

Sin saber por qué, le vino a la memoria lo que Heath le dijo durante el baile de disfraces la noche del fatal accidente de Roland: «Estás cometiendo un error».

Pero ella no había querido escucharlo. Se había puesto el anillo de compromiso de Roland y le había respondido desafiante: «No sabes de lo que estás hablando». No había querido creer los rumores que había oído de que Roland tenía una amante que era una celebridad. Había preferido ponerse una venda en los ojos y engañarse a sí misma, aferrándose a la idea de que Roland la amaba. Pero, en el fondo, había presentido que el sueño de amor que había alimentado desde los diecisiete años había empezado a desmoronarse. Cuando Heath se marchó esa noche, ella se enfrentó a Roland preguntándole abiertamente si los rumores de que tenía una amante eran ciertos o no. Roland había tratado de reírse de sus dudas, pero ella le había planteado un ultimátum. O le era fiel o no sería su esposa.

Amy dejó caer la mano en su regazo y se tocó el vientre. Apenas había algún signo externo del embarazo, pero sabía que llevaba una vida dentro. El bebé de la vergüenza que ella había concebido. El bebé que era la razón de su matrimonio con Heath.

–Tú no querías que me casase con Roland.

–No creía que él pudiera hacerte feliz. Pero no hacías caso a mis consejos y, al final, pensé que sería inútil cualquier cosa que te dijera.

–Roland era el hombre que deseaba desde que cumplí los diecisiete años.

¡El hombre que deseaba!. ¿Qué podía saber ella de deseos a los diecisiete años? Lo único que sabía sobre el deseo lo había aprendido aquella noche fatídica en la que una mano le apartó el pelo de la cara, unos labios acariciaron los suyos, deslizándose luego hacia abajo.

Sintió un fuego abrasador en el cuerpo solo de pensar en aquella noche. Había hecho cosas y había tenido experiencias con las que nunca había soñado. Se había despertado una pasión en ella que no quería revivir.

Pero ¿podría casarse con Heath y ser capaz de guardar en secreto aquel lado lascivo y salvaje que había descubierto la noche en que había concebido a su bebé?

Presa de una gran agitación, volvió a dejar el anillo en la caja de terciopelo.

Debía controlarse. Ahora tenía que pensar solo en el bebé.

–Tengo que volver al trabajo –dijo Amy, deseando cambiar de conversación.

–Olvídate de eso. Te estoy pidiendo que te cases conmigo y ni siquiera te has puesto mi anillo.

–Es gracioso. Desde que era niña y leía cuentos de hadas, he soñado con un chico guapo, un anillo, un vestido de novia y con todas esas cosas del amor. Pero me he dado cuenta de que la realidad es muy distinta. Obedece a aspectos más prácticos, como la posibilidad de quedarte embarazada sin estar casada o la necesidad de asegurarte un trabajo.

–Olvídate de tu maldito trabajo por un día –dijo Heath, levantándose de la mesa–. Mi madre se ha quedado en la empresa para atender a los clientes. Puede que no exista entre nosotros ese amor tan maravilloso que siempre habías soñado, pero disponemos de este día para llegar a conocernos mejor y debemos aprovechar cada minuto.

Salieron del restaurante y dieron un paseo por Marine Parade. Él llevaba la chaqueta al hombro, sujeta con un dedo, con aire despreocupado.

Pero era solo un pose. Sentía una gran frustración. Apretó con la mano la caja del anillo que llevaba en el bolsillo. El anillo que ella debería llevar ahora en el dedo.

Parecía ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, solo tenía ojos para la mujer que llevaba al lado. Apenas le llegaba a la barbilla, pero llenaba todo el vacío de su vida.

–¡Mira, Heath! –exclamó ella, parándose en seco.

Delante de ellos, había una niña de pelo oscuro, vestida de rosa, a la que se le acababa de caer una bolsa de caramelos en la acera. La pequeña se puso a llorar. Su madre, que llevaba un bebé en los brazos, trató de agacharse para recoger la bolsa del suelo.

–Déjeme que la ayude –dijo Amy, acercándose.

La joven madre sonrió agradecida. La niña se quedó mirando el vestido rosa de Amy y dejó de llorar. Amy recogió los caramelos, los metió en la bolsa y se los dio a la pequeña.

–Gracias.

–No hay de qué –respondió la mujer a Amy con una dulce sonrisa.

La madre metió al bebé en el cochecito y agarró luego a la niña de la mano.

Heath se quedó mirando la escena, enternecido.

–Ven –dijo él–. Vamos a ver el acuario.

–¿El acuario?

–¿Te das cuenta de que ni siquiera sé cuál es tu especie de peces favorita, ni si te dan miedo los tiburones?

–¿Necesitas saber eso?

–Por supuesto.

–No recuerdo ya la última vez que he estado en un acuario.

–Razón de más para ir –dijo él, agarrándole de la mano y dirigiéndose hacia la entrada–. Vamos, doña Perfecta. Olvídate del trabajo y disfruta un poco.

Ella se echó a reír y él se dio cuenta de que era la primera vez que la veía reír así en los últimos meses.

–¡Doña Perfecta! –exclamó ella, después de que sacaron las entradas–. No sabes la rabia que me daba que me llamaran así.

–¿Por qué? ¿Querías ser acaso del grupo de animadoras del equipo de rugby? Ellas nunca habrían llevado vestidos de color rosa ni joyas victorianas.

–No. Vestían de cuero y encaje negro. Eran muy pedantes.

–Iban provocando a todos los chicos del instituto –dijo Heath con una sonrisa.

–Tú debes saberlo mejor que nadie.

Heath sonrió mientras contemplaban la célebre estatua de bronce de Pania, la doncella sirena de la mitología maorí.

Habían entrado ya en la bóveda de cristal del acuario. Heath juzgó que la conversación estaba tomando unos derroteros peligrosos y prefirió no decir nada, fingiendo sentirse fascinado por un tiburón y una raya que nadaban lentamente al otro lado del cristal.

Durante veinte minutos, estuvo viendo la cara de entusiasmo que Amy ponía al ver los diversos peces del acuario, especialmente los caballitos de mar.

Subieron luego unas escaleras hacia la zona donde estaba el estanque de los cocodrilos.

–¡Mira qué dientes tiene ese! –exclamó ella–. Me recuerda a ti.

–¿A mí? –dijo él con una mirada burlona–. Ese bicho es horrible.

–Sí, tú no eres tan feo, pero tienes una reputación tan terrible como la suya.

–Olvídate de mi reputación. Ya me he reformado.

–Espero que sea verdad.

–Por si no lo sabes, los cocodrilos son unos padres ejemplares. Ayudan a sus crías a salir del cascarón haciendo rodar los huevos entre sus temibles dientes.

–Mira está empezando a sumergirse –dijo ella en voz baja, mirando al cocodrilo–. En unos pocos meses, yo también tendré un bebé. Espero hacerlo tan bien como ese monstruo acorazado.

–Serás sin duda una madre maravillosa. No vas a estar sola –replicó Heath, sacando de nuevo la caja del bolsillo–. Yo estaré a tu lado. ¿Lo habías olvidado?

Estaba dispuesto a hacerle recordar su promesa. No quería que se volviese atrás. Y más ahora, después de habérselo comunicado a sus padres. Pero sabía que no debía presionarla.

–No voy a obligarte a que te cases conmigo.

Amy apartó la vista del anillo que él tenía en la mano y lo miró fijamente a los ojos.

–Tienes que decidir por ti misma, Amy. Yo no puedo hacerlo por ti.

Heath vio su cara de desconcierto. Envidiaba la forma en que Roland había sabido llevar su relación con ella. Amy se había mostrado siempre muy dócil y comprensiva con su hermano. Todo lo contrario que con él.

La diferencia era que ella había amado a Roland… y a él no lo amaba.

Cerró la caja del anillo.

–No voy a obligarte a llevar este anillo. Si no quieres ponértelo, debo entender que este matrimonio supone un problema para ti.

–No, no, sí… quiero casarme contigo… Es solo que…

Amy se tapó la cara con las manos. El anillo de compromiso de Roland centelleó bajo la luz iridiscente del acuario. Era el anillo del que no quería desprenderse. El símbolo de una relación que no quería romper.

Heath se sintió embargado de un sentimiento de amargura próximo a los celos. ¿Cómo podía haber caído tan bajo como para sentir envidia de su hermano muerto y codiciar a su prometida?

–¡Maldita sea! He convertido mi vida en un desastre –susurró Amy.

Heath se quedó sorprendido. Ella nunca decía palabrotas. Nunca. ¿Tenía él la culpa de ello?

Se sentó a su lado y la habló dulcemente.

–Dime qué quieres que haga, Amy, y lo haré.

Amy apartó las manos de la cara.

–¿Lo dices en serio?

Ella nunca había imaginado que él fuera capaz de sacrificarse por ella. Siempre se había mostrado muy reservado, ocultando sus emociones.

–¿Aún lo dudas?

Ella extendió la mano.

–Ponme el anillo, entonces.

Heath pareció transfigurarse de alegría ante la idea de verla con el anillo en el dedo.

–Antes tendrás que quitarte el anillo de Roland.

–No puedo –dijo ella con un destello de nostalgia en la mirada.

¡Por todos los diablos! ¿Cómo podía haberse hecho ilusiones? El espíritu de Roland se interpondría siempre entre ellos.

Heath se puso de pie, dejando caer el anillo sobre su falda.

–Olvídalo. Olvídate de todo este maldito asunto.

–¿Qué quieres decir…?

–Esto no va a funcionar –dijo él, volviendo a meterse las manos en los bolsillos.

–¿Ya no quieres casarte conmigo? –exclamó ella con cara de desolación.

–No es eso, Amy. Es que creo que…

Amy inclinó la cabeza y tomó la caja del anillo que tenía entre los pliegues de la falda.

–¿Y qué hacemos con el anillo? –preguntó ella con la voz quebrada.

–Puedes quedártelo, si quieres. Lo elegí para ti.

–¿Lo elegiste tú? –dijo ella emocionada.

–Sí. ¿Quién si no?

–No lo sé. Tal vez, Megan.

–¿Megan? ¿Por qué iba mi hermana a elegir tu anillo?

–Porque tiene mucho gusto para estas cosas. Y para ahorrarte molestias.

–Yo quería algo que fuese con tu personalidad. Que fuese único como tú. Que te sintieses orgullosa llevándolo.

Heath pensó que ya había dicho suficiente. Miró el reloj. Ya era tarde. Amy debía estar agotada. Tomó la chaqueta y se la puso.

–Ven, te llevaré a casa.

–¡No lo entiendo!– exclamó ella, poniéndose de pie–. Durante la comida, me dijiste que nuestro matrimonio podría funcionar si los dos poníamos algo de nuestra parte. Y ahora estás deseando llevarme a casa y separarte de mí solo porque no quiero quitarme el anillo de Roland. Si has cambiado de opinión, dímelo sinceramente.

–Esto no es fácil para mí, Amy. Nunca he sido un cobarde. He hecho todo lo que he podido. Ahora la pelota está en tu tejado.

–Me dijiste que el matrimonio no era para los hombres como tú. Sé que si me has propuesto casarme contigo ha sido por el bebé, por tu sentido de la responsabilidad. Como una obligación. Así que puedo comprender que te sientas atrapado y quieras…

–¿Romper nuestro acuerdo?

–Tal vez sería lo mejor –replicó ella, desviando la mirada.

–Si no estás dispuesta siquiera a desprenderte del anillo de Roland, es que no estás preparada para esto. Creo, por tu propio bien, que será mejor que lo dejemos.

–Pero yo no quiero que te vayas. Preferiría que te casaras conmigo. Mi bebé va a necesitar un padre. Creo que estábamos de acuerdo en eso.

Heath dejó escapar un suspiro de resignación. El bebé. Claro. No se trataba de lo que ella desease, sino de lo que pensaba que era mejor para su bebé.

Heath vio con cara de incredulidad cómo ella se quitaba el anillo de brillantes de Roland y se lo guardaba en el bolso.

–Ya está –dijo, mostrando su dedo desnudo con gesto desafiante–. ¿Estás ya contento?

–Aún no –respondió él con la voz apagada, sin atreverse a considerar la felicidad que parecía tener ahora casi a su alcance.

–Está bien –dijo ella, agachándose a recoger el anillo que se había caído a sus pies y sosteniéndolo en los dedos para ponérselo–. ¿Te hace esto feliz?

–Dámelo –dijo él, deseando no ver la cara de desagrado que ella pondría cuando se pusiese el anillo en el dedo–. ¿Puedes darme la mano izquierda… por favor?

Ella le tendió la mano sin rechistar y Heath le colocó el anillo en el dedo con mucha ceremonia. Se ajustaba perfectamente, como si estuviera hecho para ella.

Conteniendo un suspiro de satisfacción, inclinó la cabeza y le besó la mano en señal de gratitud. Sintió la frialdad de sus dedos. Bajó la cabeza y volvió a besarle la mano, resistiéndose a soltarla. Sintió una sensación de triunfo al percibir el temblor de sus dedos en los labios.

Ella lo deseaba. Tanto como él a ella.

Apartó la boca de su mano con un gesto de satisfacción, convencido de que, al menos, por el lado físico, no habría ningún problema en su matrimonio.

–Ese dedo se supone que va directamente al corazón –dijo ella con voz temblorosa.

Heath alzó la cabeza y vio en sus ojos el color de la miel. Debía dejar de pensar en el pasado y concentrase en las emociones que hervían entre ellos dos.

Siguió mirándola intensamente. Sus ojos de color ámbar parecían empezar a derretirse. Entonces comprendió lo que debía hacer. Se inclinó y la besó.

Oyó un gemido y su lengua se abrió paso entre la suave barrera de sus labios, llenando su boca.

Cerró los ojos, concentrándose en cada respiración, en cada sensación. Ella sabía a chocolate con menta. Su boca era ardiente y dulce. Se sintió embriagado de deseo.

–¡No!

Heath abrió los ojos, sorprendido de su inexplicable negativa, y dejó de besarla.

–Esto es un lugar público –añadió ella, retirándose unos pasos de él.

Amy se pasó la lengua por los labios y él sintió una gran desazón en la boca del estómago. Tenía deseos de saborear aquellos labios carnosos, pero se contuvo al ver al expresión de su mirada.

–¿Es esa la única razón?

–Heath, no deseo esto.

–¿Esto? –exclamó él, frunciendo el ceño–. ¿No te gusta que te bese? ¿Ni siquiera aunque vayamos a un lugar más privado?

–Así es.

–¿Por qué? Hace unas horas, quedamos de acuerdo en que haríamos el amor cuando estuviéramos casados.

–Heath, no quiero sentir esto.

Él imaginó la angustia que debía estar sintiendo. Comprendía su sensación de culpabilidad por entender que aquello podía significar una traición para Roland.

Pero ella lo deseaba. Se lo había demostrado respondiendo a su beso. No había enterrado el corazón con su hermano. Eso significaba que no tendría una mujer de cartón piedra en la cama. Él no quería sacrificios, deseaba una esposa de carne y hueso en el dormitorio.

–No te preocupes por eso –dijo él, volviendo a meterse las manos en los bolsillos para vencer la tentación de estrecharla en sus brazos–. Cuando estemos casados, todo será más fácil.

Ella lo miró tímidamente a los ojos.

–Eso es lo que he estado tratando de decirme a mí misma, pero tengo miedo de…

–¿De qué?

Ella se mordió el labio inferior.

–Tengo miedo de que si dejo que esto suceda… ¡Oh, Dios! ¡No puedo decírtelo! –exclamó, tapándose la cara con las manos.

–Amy –dijo él, sacándose las manos de los bolsillos y acariciándole las mejillas para tranquilizarla–. No tienes por qué tener reservas conmigo. Te conozco de toda la vida. No hay nada que no puedas decirme.

–Te equivocas. Hay muchas cosas que no sabes de mí y que me resulta muy difícil decírtelas. Hay un aspecto de mí que… ¡Oh! ¡Es vergonzoso!

Heath sonrió aliviado, comprendiendo que se trataba del deseo que sentía de hacer el amor con él. La acarició dulcemente.

–Créeme –dijo él con la voz apagada–. Estoy deseando conocer ese lado tuyo. Así que será mejor que nos casemos cuanto antes. Porque estoy seguro de que nuestro matrimonio va a ser muy apasionado –dijo él, acercándose a ella hasta casi pegar su cuerpo al suyo.

–¡No! –susurró ella, cerrando los ojos.

Pero no se apartó.

Heath sonrió emocionado al ver que todos sus temores eran infundados. Ella había accedido a casarse con él. Se había quitado el anillo de Roland y se había puesto el suyo.

Lo único que quedaba era concertar la boda lo antes posible. Su madre y su hermana se encargarían de ello. Amy no era el tipo de mujer que dejaría plantado a un hombre al pie del altar. Doña Perfecta nunca haría una cosa así. Su sentido del deber no se lo permitiría.

–Te daré tiempo. Pero no nos engañemos, seremos amantes. Pasión no será lo que falte en nuestro matrimonio.

Cuando Heath se inclinó hacia ella, sabía que ahora no iba a rechazarlo. Ella se apretó contra su pecho mientras él la estrechaba por la cintura. Heath sintió el calor de su cuerpo. Sus labios se abrieron antes de que él acercara la boca.

Era hora de que ella aceptase que iba a convertirse en su mujer, en su esposa. En todos los sentidos.

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