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Introducción: La ontología bíblica de Cristo

La fe católica afirma que Jesús de Nazaret es el Hijo eterno de Dios Padre, que se hizo hombre y que sufrió por la redención del género humano. Sostiene además que este mismo Jesús que fue crucificado bajo Poncio Pilato, ahora vive porque ha resucitado de la muerte y ha sido glorificado en su cuerpo humano de modo que ya no puede morir. Estas verdades, como sostiene la Iglesia Católica, poseen una importancia fundamental para todos hombres, porque solo es posible comprender el significado último de la existencia humana a la luz del misterio de Cristo Jesús.

Sin duda son afirmaciones audaces, escandalosas para muchos. Los primeros cristianos estuvieron dispuestos a morir por ellas. En el mundo intelectual de la Europa medieval fueron objeto de acaloradas discusiones, suscitadas normalmente con el deseo de responder a las objeciones formuladas por las religiones no cristianas. En la modernidad, se consideraron como pasadas de moda o incluso fueron despreciadas en importantes corrientes de la cultura occidental. Está claro que ya no ocupan el lugar que tuvieron (incluso hasta el siglo XVIII) como principal criterio de verdad en el pensamiento universitario. De hecho, muchas de las doctrinas filosóficas que han influido en la cultura moderna han nacido en directa oposición con las afirmaciones dogmáticas clásicas del catolicismo respecto, por ejemplo, a la persona de Cristo, el pecado original, la realidad de la gracia o la autoridad de la revelación divina.

Sin embargo, al margen de la crítica histórica del cristianismo, ya sea antigua, medieval o moderna, su enseñanza sobre la persona de Cristo sigue siendo todavía hoy un tema poco estudiado. De hecho, puede decirse sin exageración que el conocimiento teológico sobre el cristianismo y la persona de Cristo en la moderna cultura europea y americana es muy pobre. Y esto es así tanto para la cultura académica como para la popular. Quizás se podría presentar una objeción contra esta última afirmación. En efecto, ¿no es evidente la práctica del cristianismo a nuestro alrededor y en casi todo el mundo? Una objeción de este tipo, sin embargo, sugiere la presencia casi indetectable de una confusión entre lo que se considera generalmente como cristiano en la cultura (lo cual incluiría algún tipo de práctica intencional del mismo) y un conocimiento teológico más profundo del cristianismo de tipo histórico y sistemático. En nuestro tiempo, aunque la influencia del primero es predominante, raramente se encuentra el segundo modo de conocimiento. Son muy pocos los estudios teológicos serios sobre el cristianismo clásico en general y sobre la persona de Jesús en particular. Lo cual no significa, sin embargo, que no tengan valor.

Ahora bien, la teología no solo es interesante a nivel intelectual, sino también profundamente iluminadora. Ella, en efecto, considera la realidad bajo la luz de la Santísima Trinidad. Por lo mismo, cuando se practica con rigor, la teología normalmente amplía las perspectivas, no las cierra; es cosmopolita y no localista. ¿Por qué? Porque busca entender el mundo a la luz de Dios y Dios es, entre otras cosas, el horizonte más amplio para el pensamiento humano. Cualquier cosa puede entenderse como relativa al misterio de Dios, porque Dios es la causa primera y el fin último de todas las cosas. Consecuentemente, la teología busca explicar el mundo con referencia al último parámetro del pensamiento humano. Los teólogos medievales notaban con acierto que justamente por esto la teología podía considerarse «ciencia» por derecho propio, porque tenía su propio objeto de investigación: Dios y todas las cosas consideradas a la luz de Dios1.

Al mismo tiempo, la teología debe también respetar e incluso asimilar los legítimos desarrollos de las ciencias inferiores, esto es, asimilar las conclusiones de la filosofía, de los estudios históricos y de las ciencias modernas2. Cuando es confrontada con argumentos que provienen de estas disciplinas, la teología debe ofrecer respuestas paciente y razonablemente. Ahora bien, aun cuando la teología posee una autonomía real en su propia materia, no por eso es completamente extraña a la razón ordinaria ni totalitaria en sus impulsos epistemológicos. Es una disciplina sapiencial e inclusiva que busca alcanzar todo lo verdadero, pero es un conocimiento humano inferior en relación con la primera y última verdad respecto de Dios.

A diferencia de las formas naturales de conocimiento, la teología es una ciencia basada en los principios de la revelación divina. La verdad revelada por Dios es dada libremente y como tal trasciende los límites de la razón humana ordinaria. Por ello, los misterios del cristianismo no pueden ser demostrados o refutados con una argumentación filosófica o científica3. Es posible, sin embargo, mostrar su congruencia y conexión armónica con las conclusiones filosóficas, científicas y éticas del realismo4. Más aún, aquello que es revelado por Dios está lleno de sabiduría y tiene su propia inteligibilidad intrínseca5. Los misterios del cristianismo son profundamente inteligibles, aunque sobrenaturales, y por eso pueden ser estudiados y comprendidos en sí mismos. En este sentido, el estudio de la teología posee una naturaleza más especulativa que práctica6. Ciertamente provee a la prudencia humana de una orientación práctica (¿por qué existimos?, ¿qué debemos hacer?, ¿cómo debemos vivir?), aunque de modo más radical, la teología intenta dar sentido a la realidad a la luz de lo que es máximamente real. La teología trata de la verdad primera y última, del Alfa y la Omega. Y es en este sentido que la inclinación profundamente especulativa de la teología adquiere también una dimensión práctica7: es una invitación a tomar todas nuestras decisiones fundamentales a la luz de lo que es realmente esencial.

Cristología ontológica

Este es un libro de teología especulativa. Trata sobre Jesucristo y las afirmaciones fundamentales de la teología católica respecto a su persona. El objetivo de este trabajo es comprender qué significa el misterio de la encarnación y cómo dicho misterio revela quién es Dios para nosotros. Trataremos, por ejemplo, sobre la identidad personal de Cristo (su unión hipostática), su naturaleza divina y humana, así como sobre su conocimiento divino y humano. Este libro, sin embargo, es también un estudio sobre el misterio de la redención. ¿Qué significa afirmar que Cristo fue obediente en cuanto hombre o que sufrió y murió por el bien del género humano? ¿Cómo debemos entender la afirmación dogmática sobre el descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de entre los muertos?

Debo precisar que, al abordar estos temas, soy deudor de las aportaciones teológicas de santo Tomás de Aquino y de la tradición tomista que lo siguió. Esto no impide que recoja también una serie de posiciones modernas e influyentes tanto de tipo teológico como no teológico. En otras palabras, este es un estudio tomista de cristología que busca entender de modo especulativo qué significa que Dios se haya hecho hombre y que este hombre que es Dios haya resucitado de entre los muertos para la salvación del género humano. Y aunque hay una preocupación en la estructura de este libro por entender desde una perspectiva histórica lo que el tomismo ha dicho sobre estos temas, esto no quita el intento por alcanzar lo que es siempre verdadero con respecto al ministerio de Jesús. Por ello, este libro recoge algunas opiniones contemporáneas con el deseo de defender y presentar la sabiduría cristológica que se encuentra en el pensamiento tomista. Presupone, por lo mismo, la existencia de una ciencia teológica tomista perenne que posee un valor perdurable a través del tiempo, de tanta relevancia en el día de hoy como la tuvo en tiempos de santo Tomás de Aquino. Al mismo tiempo, gran parte de lo que considero aquí como tomista fue defendido también por otros autores escolásticos como, por ejemplo, Alejandro de Hales, Buenaventura o Alberto Magno. Por ello, muchos temas en este libro sonarán familiares para quienes estudian otros autores escolásticos.

El argumento básico de este libro es que la cristología tiene una dimensión ontológica que es esencial para su integridad como ciencia. La cristología es en cierto sentido intrínsecamente ontológica, porque hace referencia al ser y la persona de Cristo, a sus naturalezas divina y humana, lo mismo que a sus acciones. Por definición, puede afirmase explícitamente que, sin un estudio ontológico de la persona, del ser y de las naturalezas de Cristo, la cristología deja de ser una ciencia integral, porque pierde de vista su objeto propio que es Dios, el Verbo hecho hombre. Esta no es una afirmación trivial o evidente, ya que la cristología moderna muchas veces ha mirado con recelo una aproximación ontológica y tradicional para hablar de Cristo o abiertamente la ha rechazado8. A lo largo de este estudio defenderé que la teología católica puede, con justa razón, aceptar un discurso intelectualmente sólido para hablar de los aspectos ontológicos del misterio de Cristo. Pero no solo eso, sino que además debe hacerlo, pues solo asumiendo ese tipo de discurso puede renovar una y otra vez el contacto con el pensamiento clásico que es doctrinalmente el pensamiento normativo dentro del cristianismo. Estoy pensando, sobre todo, en las aportaciones sobre Cristo de los concilios de Nicea, Éfeso, Calcedonia y Constantinopla III. Sin una metafísica consistente para pensar en Jesús, la verdad de estos concilios queda oscurecida. Por si fuera poco, esta aproximación en cristología está orientada al futuro y encierra una promesa de permanencia y vitalidad. ¿Por qué? Porque la cristología clásica y ortodoxa tiene una capacidad única e irremplazable para iluminar de modo profundo nuestra comprensión sobre quién es Dios y qué es el ser humano.

Ahora bien, al hablar de ontología no estoy haciendo una distinción real entre «metafísica» y «ontología»9. Con el uso de ambos términos estoy intentando designar lo mismo: el estudio de lo que es o de lo que debe ser. Sin embargo, al hablar de cristología ontológica, no me refiero a un tema determinado de filosofía o a una reflexión filosófica sobre Cristo (por ejemplo, a un análisis sobre la persona de Cristo inspirado en categorías aristotélicas). Me refiero, más bien, a un misterio bíblico concreto: a Cristo que se revela en las Escrituras como una persona que existe verdaderamente. El ser personal de Cristo es el objeto de una investigación teológica. Pero el misterio de Dios hecho hombre posee una «formalidad» interna o una determinación ontología específica. Por una parte, este tema no puede explicarse recurriendo simplemente a las categorías ordinarias de la experiencia humana o a las formas filosóficas de un análisis ontológico. Por otra, este ministerio es luminoso y tiene una cierta inteligibilidad interna. Puede estudiarse en sí mismo y ser considerado en su propia estructura teológica. Un estudio de este tipo siempre ha tenido un marcado carácter ontológico10. ¿Qué significa, por ejemplo, decir que Cristo es una persona divina o hablar de la unión de su naturaleza divina y humana en una sola hipóstasis? ¿Cómo podemos entender la relación entre sus naturalezas divina y humana en su distinción real y en su necesaria inseparabilidad? ¿Cómo debemos entender el hecho de que Cristo posee una naturaleza humana individual y consecuentemente también un cuerpo orgánico y un alma espiritual? ¿Cómo se conjugan todas estas verdades cuando pensamos en el conocimiento humano de Cristo o sus acciones? ¿Cómo entender la acción de Cristo y su conocimiento, presentes en la redención y en su experiencia de la cruz?

¿Son estas preguntas extrañas a la misma Escritura? Algunos sostendrán que lo son. El ejemplo más famoso de este escepticismo se encuentra en la obra de Adolfo von Harnack, historiador del dogma de principios del siglo XX y representante arquetípico del liberalismo protestante11. Según él, los dogmas de los concilios de Nicea y Calcedonia se habrían desarrollado en relativa independencia de las enseñanzas del Nuevo Testamento. Estas formulaciones dogmáticas serían añadidos «helénicos» extraños o especulaciones marginales al mensaje de Jesús y de los primeros cristianos. Su dimensión ontológica es la que los señala decididamente como no-judíos e incluso como post-bíblicos12. La presencia de un acercamiento especulativo a la persona y a las naturalezas de Cristo como Dios y hombre señalaría que estamos fuera de una auténtica teología bíblica. La Escritura, podríamos decir, es un mundo separado y distinto de la metafísica. De acuerdo con esta influyente manera de pensar, una cristología bíblica o ética (profundamente influenciada en el caso de Harnack por la filosofía y la ética kantiana) tiene que distinguirse necesariamente de una cristología filosófica y ontológica (que es la que encontramos en los Padres de la Iglesia y en la escolástica)13.

Es esta una afirmación fuerte con una seductora simplicidad, pero desde un punto de vista histórico y bíblico, insostenible. Más abajo ofreceré algunos argumentos de porqué sostengo esto. Aunque presentar las cosas de este modo tan gentil es, de hecho, conceder demasiado. Si Harnack está equivocado en este punto (y creo que es el caso), entonces no se trata simplemente de establecer el derecho de un intérprete a considerar la dimensión ontológica del misterio de Cristo, como si fuese un modo de leer la Escritura entre muchos otros. Al contrario, debemos decir que a menos que estudiemos el misterio de Cristo ontológicamente, no podremos ni siquiera entender el Nuevo Testamento. La Biblia, en general, tiene un profundo interés por la dimensión ontológica de la realidad y su dependencia a Dios y el Nuevo Testamento, en particular, se preocupa principal y primeramente por la identidad ontológica de Cristo y el hecho de que es a la vez Dios y hombre. Esta es la primera y más importante enseñanza; es la verdad que subyace a todas las otras afirmaciones con respecto a Jesús. Consecuentemente, un estudio realista del Nuevo Testamento es sobre todo el estudio sobre el ser y la persona de Cristo (sus dos naturalezas, sus operaciones divinas y humanas y cómo se manifiestan en su vida, muerte y resurrección). Intentaré mostrar esto a lo largo del libro. Se puede afirmar verdaderamente que la ignorancia de la ontología es la ignorancia de Cristo. Por ello, la comprensión de la Biblia ofrecida por los Padres y la escolástica no es solamente una forma posible de leerla entre otras (como una cierta apologética contra el giro antropológico post-crítico de la filosofía moderna), sino más bien el único modo de alcanzar objetivamente la verdad más profunda del Nuevo Testamento: aquella verdad que nos habla de la identidad de Cristo como el Dios humanado. Del mismo modo, solo esta lectura de la Escritura puede alcanzar una recta comprensión del objeto de la teología bíblica en cuanto tal. Todo lo demás permanece en el campo de lo accidental y, por esta razón, desde el punto de vista del realismo teológico, como una simple sombra de la verdad.

La ontología bíblica del Nuevo Testamento

De diversos modos, todo este libro procura afirmar algo muy sencillo: el estudio de Cristo debe llevarse a cabo ontológica o metafísicamente. Para introducir esta idea, sin embargo, me gustaría señalar cuatro temas del Nuevo Testamento que son básicos dentro de las enseñanzas del cristianismo primitivo y que demuestran que, para comprender rectamente las Escrituras, la investigación sobre la persona de Cristo es inevitablemente metafísica. Por eso vamos ahora a considerar, brevemente y a modo de introducción, los siguientes temas: (i) la preexistencia de Jesucristo y la idea de que él es Creador, (ii) la soberanía de Cristo, (iii) la forma de su naturaleza humana y (iv) la comunicación de idiomas. En cada uno de estos temas encontramos que en el Nuevo Testamento están las semillas de una reflexión ontológica sobre Cristo, y por ello comenzamos a ver que, de hecho, una reflexión de tipo ontológico es inevitable para una verdadera ciencia sobre la persona de Jesús.

La preexistencia y la idea de Cristo como Creador

Es algo comúnmente aceptado entre los biblistas actuales que varios pasajes del Nuevo Testamento hablan sin ambigüedad de la «preexistencia» de la persona de Jesús. En Col 1,15-20, por ejemplo, leemos:

[Cristo] es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz14.

Cristo es presentado en este pasaje como un agente personal que está en el origen de todas las cosas y al cual se le atribuye el poder de la creación, un poder que es exclusivo de Dios de acuerdo con la teología judía antigua15. Además, Cristo es Dios que habita entre los hombres y que ha muerto crucificado («porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud»). Cuando hablamos de la preexistencia de Jesús, nos referimos a una enseñanza común del Nuevo Testamento que señala que el Hijo existía personalmente como Dios antes de su vida histórica como hombre16. Él, que es Dios, se ha hecho hombre, «abajándose» a la condición humana.

Esta idea juega un papel prominente y explícito en el Nuevo Testamento. No se trata simplemente de una idea marginal dentro de la teología del cristianismo primitivo. Es, por el contrario, un tema predominante y consistente del Nuevo Testamento a la luz del cual todo debe entenderse17. Con respecto a este tema hay numerosos ejemplos. La carta de san Pablo a los filipenses (considerada como una de las primeras epístolas cristianas), habla de la preexistencia de Jesús, el cual siendo «de condición divina», adoptó «la condición de esclavo» (Flp 2,6-7)18. La carta a los gálatas dice que «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4,4)19. El prólogo de san Juan enmarca el cuarto evangelio con una referencia a la encarnación: «en el principio existía el Verbo […] y el Verbo era Dios […]. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.3.14)20. El evangelio de san Marcos comienza con la idea de que Jesús es «el Hijo de Dios», una profesión de fe pronunciada también por el centurión, quien parece confesar la divinidad de Cristo al final de este libro (Mc 1,1; 15,39). De este modo, todo el evangelio de Marcos parece quedar enmarcado por la confesión de la filiación de Cristo21. El prólogo de la epístola a los hebreos establece que: «en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (Hb 1,2-3)22.

El objetivo de citar estos versículos no es meramente mostrar que la preexistencia de Cristo es una doctrina normativa que se encuentra en muchos pasajes claves del Nuevo Testamento. El objetivo es mostrar que se trata de un tema que encuadra la perspectiva correcta para entender todo aquello que se presenta en los testimonios apostólicos. Los hagiógrafos consideran como un dato teológico el que la vida histórica, la muerte y la resurrección de Jesús, no pueden entenderse propiamente a no ser que se haga referencia a su identidad preexistente como el Hijo a través del cual el Padre ha creado el mundo. No es nada claro que esta unidad trascendente entre Dios y Jesús haya surgido como una conclusión de un desarrollo temprano del pensamiento cristiano23. En el Nuevo Testamento, o en gran parte de él, la preexistencia y la divinidad de Cristo como Creador parece entenderse como la condición previa de cualquier forma correcta de pensamiento teológico.

Los comentadores señalan normalmente la existencia de un precedente judío claro para esta forma de preexistencia atribuida a Jesús por el cristianismo temprano y que se encuentra en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento24. En esos lugares, la «sabiduría» de Dios es comúnmente representada como un principio preexistente, idéntico a Dios o emanado de él, en el cual y por el cual todas las cosas fueron creadas25. La sabiduría de Dios es como un anticipo de todo aquello que será producido por creación, por una suerte de causalidad trascendente y ejemplar. «[La sabiduría] es irradiación de la luz eterna, espejo límpido de la actividad de Dios e imagen de su bondad […]. Se despliega con vigor de un confín al otro y todo lo gobierna con acierto» (Sab 7,26.8,1). En los evangelios de Lucas y Mateo, Jesús parece en algunas ocasiones atribuirse a sí mismo este poder de la sabiduría (Lc 7,35; Mt 11,28-30, 23,37-39)26. Pablo habla incluso de Jesús crucificado en este sentido, llamándolo «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1,24)27. Como último ejemplo, podemos citar la concepción virginal de Jesús, tal como está narrada en los relatos de Mateo y Lucas. Algunos académicos no dudan en ver aquí reflejada la idea de la preexistencia del Hijo como la sabiduría de Dios, que toma carne en el seno de la Virgen María28. Al leer estos pasajes vemos que no se trata de ningún tipo de especulación mítica de tipo griego (que abordaría el problema de la deidad de manera antropomórfica), sino de una noción específicamente judía sobre el Creador que libremente toma la forma de una criatura sin dejar por ello de ser el Creador. La concepción virginal sucede por el poder exclusivo de Dios, y en este sentido, es un signo milagroso que quien ha sido concebido en el seno de María es realmente aquel que sostiene todas las cosas en el ser. Pues quien ha sido concebido es el «Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Mt 1,23; Is 7,14 [LXX])29.

Ahora bien, ¿qué queremos decir cuando hablamos de «sabiduría»? Conviene examinar ahora la hipótesis genealógica y considerar históricamente (con razonable probabilidad) cómo los términos monoteístas que el judaísmo usaba para referirse a la sabiduría preexistente de Dios podrían haber llegado a ser atribuidos a Jesús de Nazaret. Aunque la pregunta más radical es: ¿qué significamos ontológicamente al hablar de sabiduría divina? De hecho, para entrar en esta comprensión más profunda de la Escritura, necesitamos comenzar a pensar en términos estrictamente ontológicos. Para Tomás de Aquino, el término bíblico «sabiduría» refiere tanto al conocimiento como al amor. Una persona sabia es la que conoce aquello que merece ser amado y que ama inteligente y prudentemente30. En esta lectura de la Escritura, la divina sabiduría es el conocimiento que tiene Dios de sí mismo, pero no es una forma moralmente indiferente de conocimiento. Es el conocimiento que Dios tiene de su propia bondad divina, bondad impregnada del amor de Dios comunicativo y no egoísta de su propia bondad31. Aún más, este conocimiento amado que Dios tiene de sí mismo está en el origen de sus dones en el orden de la creación y de la gracia. Es decir, la divina sabiduría es un conocimiento capaz de crear y de comunicar la vida de gracia. Es un conocimiento que en sí mismo es comunicativo de la divina bondad32.

Indudablemente, al hablar así de la sabiduría, ya hemos comenzado a pensar en términos estrictamente ontológicos para referirnos a Dios y a la realidad de la creación. De hecho, esto solo es un trabajo de aclaración previa. En efecto, si el Hijo de Dios es la sabiduría de Dios, ¿qué significa afirmar que preexiste? Y exactamente, ¿a qué preexiste? En otras palabras, ¿cómo el Hijo preexistente es distinto de la creación que depende de él? Negativamente podríamos decir que el Hijo de Dios no existía como criatura antes de la encarnación. Bíblicamente hablando, una criatura es algo o alguien que comienza a ser o deja de ser y que existe únicamente en una relación de dependencia causal inmediata a Dios que es la causa actual de su ser. Pero el Hijo no puede existir de este modo, ya que él existe eternamente, por él las cosas han sido traídas a la existencia y de él dependen para su existencia. En efecto, todo ente físico y temporal llega a ser por la generación o la corrupción física y en una dependencia causal simultánea con la actividad de otros entes físicos. El Hijo, sin embargo, preexiste a nuestro presente estado de cosas. Parece, por tanto, que si el Hijo ha sido eternamente engendrado antes de los siglos por el Padre como su «Verbo» (Jn 1,17), esto no significa que el Hijo exista eternamente del mismo modo que las criaturas, que son materiales, físicas y temporales. Al contrario, debe proceder necesariamente del Padre de un modo distinto, que no implique comienzo temporal o físico33.

De este modo, como puede verse, la atribución al Hijo de la causalidad creativa está implicada cuando se predica de él la idea de sabiduría divina. El Hijo como sabiduría por quien Dios crea no puede venir a la existencia como una criatura del Creador, puesto que él es la causa del llegar a ser de las criaturas. «Todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). Positivamente, esto significa que el Hijo existe de un modo más elevado y diverso que las criaturas; el Hijo existe como existe Dios o como existe el Padre, porque por él todas las cosas fueron hechas. El Hijo existe, sin embargo, no como la persona del Padre, sino como distinto personalmente de Padre y como siendo uno con el Padre. El Hijo es por quien todas las cosas fueron hechas.

Decir todo esto sugiere que una vez que comenzamos a pensar seriamente en la idea de la preexistencia de Jesús, lo mismo que en su distinción respecto del Padre, ya estamos en camino para pensar a Dios como Trinidad. El Hijo es eternamente distinto del Padre y del Espíritu Santo, pero es también verdaderamente Dios, uno eternamente con el Padre y el Espíritu Santo. Tal como señalamos más arriba, sin embargo, la preexistencia del Hijo es una idea fundamental para comprender el Nuevo Testamento. Consecuentemente, la creencia en la Santísima Trinidad está exigida dentro de una lectura correcta del Nuevo Testamento. Una reflexión sobre la identidad ontológica de Jesús es fundamental para hacer una lectura correcta de los testimonios apostólicos y es también un elemento necesario para cualquier interpretación correcta del texto de la Sagrada Escritura.

La soberanía de Cristo

El concepto bíblico de Cristo como principio preexistente de la creación nos invita a pensar en la soberanía de Cristo en términos de «causalidad eficiente». Todas las cosas llegan a ser en y por el Verbo que es la Sabiduría de Dios. Ahora bien, podemos también pensar en la identidad de Cristo dirigiéndonos directamente a su soberanía encarnada. Aquí la Biblia nos invita a considerar la identidad personal de Jesús de Nazaret. La pregunta «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27) se responde a lo largo de todo el Nuevo Testamento recurriendo al título Kyrios propio de la Septuaginta, un término que frecuentemente denota de modo explícito la divinidad. Jesús es «Señor» en el mismo sentido en que el Dios de Israel es el Señor34. Pero ahora él es ese Señor encarnado.

Podemos percibir este tema teológico, por ejemplo, en la parábola del juicio final (Mt 25,31-46), donde el Hijo del Hombre separa las ovejas de los cabritos basándose en la respuesta que dieron a las necesidades del pobre, del enfermo y del encarcelado. Las ovejas y los cabritos, por su parte, preguntan al Hijo del Hombre: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel?» (Mt 25,44). La autoridad en el juicio escatológico que Israel normalmente reserva exclusivamente a Dios se reconoce ahora como presente en el Hijo del Hombre, en Jesús que es «el Señor»35. Tal como lo narran los evangelistas, probablemente con este espíritu deberíamos entender la percepción imperfecta, aunque real, de la autoridad de Jesús que tienen aquellos que se encuentran con él en su vida pública: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2), «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Cristo lleva en sí mismo un poder y una autoridad análoga a la de Dios. Puede realizar acciones que están normalmente reservadas a Dios. Lo vemos casi en el primer capítulo de Marcos cuando Jesús perdona los pecados por su propia autoridad, ante lo cual los judíos murmuran: «¿quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (Mc 2,7-10). Marcos también da a entender que Jesús mismo posee el poder, propio del Dios de Israel, de perdonar los pecados36.

El cristianismo primitivo, por tanto, no dudó en atribuirle a Cristo resucitado el título de Señor. Aún más, hay bastante evidencia en el Nuevo Testamento de que adoraban a Cristo, una práctica reservada durante el judaísmo del Segundo Templo exclusivamente a Dios bajo pena de pecado grave37. Vemos en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, que cuando Esteban es lapidado, reza directamente a Jesús como Señor y le dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59). Pocos capítulos después, cuando Cristo se dirige a Saulo en su camino a Damasco, él le responde: «¿quién eres, Señor?» y recibe esta respuesta: «yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5). Se dice de aquel que vivió entre nosotros como un hombre mortal y que también murió, que ahora está vivo por la resurrección. Pero también se da a entender que siempre ha sido el Señor, incluso en su vida humana, en su muerte y en su resurrección38. Consecuentemente, san Pablo puede decir: «en cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).

Conforme a la presentación que Lucas hace de la conversión de san Pablo, descubrimos también la idea de que el discípulo de Cristo de algún modo está en el Señor39. Aquellos que persiguen a la Iglesia persiguen a Cristo. Este tema neotestamentario sobre la incorporación al Señor manifiesta claramente la idea de su divinidad. Por gracia podemos ser incorporados a Cristo y, en consecuencia, a la vida de Dios. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con tu espíritu» (Fil 4,23); «mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor» (Col 3,18); «considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas» (Col 4,17); «ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1Ts 3,8). Hay una identidad colectiva de Cristo a la que otros se pueden incorporar, porque Cristo es el «Señor» en quien el discípulo reside por el don de la gracia40. Podemos morir «en Cristo» (cf. 1Co 15,18-20). El Apocalipsis se refiere a Dios Padre y también al Cordero como «Señor» en quien los bienaventurados han puesto su morada. «Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario» (Ap 21,22). Viéndolo todo por la luz del Cordero, los bienaventurados «no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5)41.

Lo que aparece inevitablemente en todos estos pasajes es la pregunta: ¿qué queremos significar cuando afirmamos que Jesús de Nazaret es el Señor, el Dios de Israel? Y podemos también reformular esta pregunta de modo que hagamos referencia explícita al sujeto personal que es Cristo: ¿qué significa para Dios, nuestro Señor, ser personalmente un hombre? Nótese que ya no estamos hablando aquí del Hijo como causa de la creación, sino del Hijo encarnado. ¿Cómo Cristo es a la vez Dios y hombre? Hacer esta pregunta es entrar en un misterio central del Nuevo Testamento, el misterio que posteriormente la teología designará como «unión hipostática». En el cristianismo primitivo, el título de «Señor» aplicado a Cristo como sujeto personal contiene las semillas de este desarrollo teológico. Nos empuja a pensar la unidad personal de Cristo como aquel que es Dios y hombre, como Señor que es uno con el Padre y también como Señor crucificado. Solo una cristología que atienda directamente al problema ontológico es capaz de una reflexión así y, sin embargo, si yerra en esta reflexión, el Nuevo Testamento permanece radicalmente ininteligible.

La naturaleza humana

El Nuevo Testamento se ocupa no solo de la divinidad de Cristo, sino también de la integridad de su naturaleza humana, su desarrollo y sus operaciones. Los evangelios y las cartas toman en serio la realidad y la estructura de la naturaleza humana de Cristo. La carta a los filipenses, por ejemplo, dice que «siendo de condición divina» tomó «la condición de esclavo» (cf. Flp 2,6-7), significando así la naturaleza humana que Cristo comparte con Adán. Mientras Adán en el pecado original rechazó servir a Dios, Cristo ha venido en la forma del siervo doliente (cf. Is 53,11-12) para reparar o restaurar la naturaleza humana, revirtiendo así la desobediencia de Adán que había dejado a los hombres en un estado de naturaleza caída42. El presupuesto narrativo, por tanto, es que Cristo comparte de algún modo lo que es común a Adán y a todos los seres humanos, la naturaleza o esencia que cada uno posee. El Concilio de Calcedonia no dudó en leer el pasaje citado más arriba de este modo:

[Este concilio] resiste a los que piensan en una mescolanza o confusión de las dos naturalezas de Cristo; expulsa a los que tienen la necedad de considerar celestial, o de cualquier otra substancia, aquella forma humana de siervo que asumió de nosotros; y excomunica, finalmente, a los que cuentan fábulas de dos naturalezas del Señor antes de la unión y de una sola después de la unión43.

Las teorías tanto de Apolinar como de Eutiques son aquí rechazadas, pues cada uno concibió (aunque de diverso modo) la unidad de lo divino y lo humano en Cristo según una única naturaleza44. Al mantener la distinción de naturalezas, el Concilio fue coherente con el testimonio bíblico relativo a la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Ahora bien, la afirmación de las dos naturalezas en una persona suscita a su vez cuestiones profundas de tipo ontológico: ¿cuál es la relación entre las propiedades esenciales de la naturaleza humana y la personalidad individual?, ¿cómo debemos entender (lógica y ontológicamente) la relación entre las propiedades individuales de un sujeto personal (Pedro, Pablo, Jesús) y la naturaleza que es común a todos ellos?, ¿en qué consiste esta última? Nos encontramos aquí con temas especulativos que están en el corazón de la cristología neotestamentaria y que solo pueden ser abordados desde una abierta reflexión metafísica sobre las Escrituras.

Ahora bien, este tema no solo es importante por razones especulativas. La reflexión cristológica sobre el contenido normativo de la naturaleza humana está completamente relacionada con la reflexión del Nuevo Testamento sobre la forma práctica de la redención humana. En efecto, una de las premisas básicas del cristianismo primitivo era que normalmente los humanos yerran en la comprensión adecuada de lo que son. Están incapacitados, por la condición de su naturaleza caída, para descubrir el sentido último de su existencia y, por lo mismo, imposibilitados para orientar sus vidas hacia Dios como a su verdadero fin (cf. Rm 1,18-32)45. Por ello, solo Cristo puede revelar plenamente a la persona humana qué es y para qué está hecha radicalmente, a la luz del misterio de la adopción filial por la gracia46. Ahora bien, esto significa que la revelación de Cristo también debe corregir los múltiples errores del entendimiento humano, tanto prácticos como especulativos, que tienden a corromper el pensamiento humano caído con respecto a lo que significa ser hombre. Si esto es así, entonces la salvación de la persona humana depende en gran medida de una recapitulación cristológica y teocéntrica de la propia comprensión de la naturaleza humana. El estudio de la naturaleza humana de Cristo es algo ontológico, pero también posee una finalidad eminentemente práctica, pues se ordena a una recta comprensión del sentido de la existencia humana.

Por último, un estudio cristológico del sentido de la naturaleza humana también debe atender al tipo de vida que llevó Cristo: sus acciones y sufrimientos. Estas acciones proceden del amor de Cristo, de su obediencia y de la humildad de su corazón. A su vez, estas acciones dependen de una forma única de conocimiento profético que caracteriza el conocimiento de Jesús. Cristo ve el bien y lo busca libremente de una manera única y perfecta. Sus pensamientos y sus actos humanos, por tanto, son luminosos en la medida que nos revelan una naturaleza humana radiante de perfección espiritual y moral, «llena de gracia y verdad» (Jn 1,14)47. Esta revelación de la perfección humana alcanza su culmen en el misterio pascual. Aquí Jesús aparece sujeto a un sufrimiento y a una muerte insoportables, pero también transformado en una nueva vida de gloria en el misterio de la resurrección. En palabras del Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor […]. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»48. ¿Cómo debemos pensar, por tanto, en el cuerpo físico y en el alma espiritual de Cristo en su pasión, muerte y resurrección? ¿En qué sentido nos invitan estos eventos a comprender nuestra propia naturaleza humana de un modo cristológico? La cristología conduce inevitablemente a la escatología, pero al mismo tiempo, nos invita a formular las preguntas fundamentales sobre la estructura natural de la persona humana y de su destino final.

La comunicación de idiomas

La comunicación de idiomas empieza en el Nuevo Testamento. «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1Cor 2,7-8). Pablo expresa que el Señor fue crucificado y así afirma implícitamente que todos los atributos humanos y los sufrimientos de Cristo deben ser atribuidos al Señor como a su sujeto. Siguiendo la misma lógica, los atributos divinos que pertenecen a Cristo en cuanto Dios, deben también ser atribuidos al mismo sujeto, ya que Cristo es una única persona, Dios y hombre a la vez. Así lo vemos en el «himno cristológico» citado también más arriba:

El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).

El pasaje comienza con el sujeto preexistente, el Hijo de Dios, que tomó la condición de esclavo (naturaleza humana) y que en sus acciones humanas se humilló a sí mismo y fue obediente. Esta misma persona es el sujeto pasivo de la crucifixión, muerte y exaltación, pero también quien recibe una manifestación pública de su identidad como Señor. Es el mismo sujeto, nuestro Señor Jesucristo, quien vino al mundo, que fue obediente, que murió crucificado y que es exaltado en su resurrección.

Mi lectura de este pasaje puede ser controvertida, aunque expresa la posición mayoritaria de los exégetas, tanto antiguos como modernos, respecto al tema central del texto. Para nuestro propósito, sin embargo, el punto clave se refiere al problema del sujeto. Sea como sea que entendamos aquí la secuencia relativa a una posible preexistencia de Jesús y a un eventual reconocimiento de su identidad divina, lo que está inequívocamente claro es que solo hay un sujeto al cual se le atribuye todo esto. Cristo es de condición divina y también de esclavo. Él es el sujeto tanto de la muerte como de la exaltación y es él quien recibe el nombre sobre todo nombre, el nombre del Dios de Israel. Consecuentemente, es claro que tanto las propiedades divinas como humanas se atribuyen a su única persona.

Deberíamos poner en tela de juicio, por tanto, la idea de que este desarrollo de la tradición con respecto a la comunicación de idiomas (la atribución de propiedades divinas y humanas a la única persona de Jesús) es una proyección externa y extraña de la «teología patrística griega» sobre el Nuevo Testamento. El Concilio de Éfeso, por ejemplo, insistió en que no había dos sujetos en Cristo, uno humano y otro divino49. Por ello es correcto decir que la Virgen María es la «Madre de Dios» o Theotokos, porque ella dio a luz verdaderamente a un hombre que es la persona del Verbo hecho carne. De manera semejante, podemos y debemos hablar de Jesús de Nazaret como «Dios crucificado», porque el hombre que fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato es de hecho el Hijo de Dios50. Cristo fue crucificado en su cuerpo humano y sufrió física y espiritualmente en virtud de su naturaleza humana. Pero es el mismo Verbo, Jesucristo, quien es verdadero sujeto de estos sufrimientos. ¿Acaso estas afirmaciones son extrañas a la Biblia? Claramente no. El evangelio de Mateo presenta a los «magos» venidos de oriente que encuentran al niño Jesús «con María, su madre» y añade que «cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). El sujeto que recibe la adoración es Dios y María es la madre humana de esa persona. Lo mismo Isabel en el evangelio de Lucas: «¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). María de Nazaret es presentada aquí como la madre del Señor. Lo mismo para la crucifixión de Dios, lo cual es evidente a partir de la cita de san Pablo con la que comenzamos esta sección: Jesús crucificado es el «Señor de la gloria» (1Cor 2,8). El evangelio de Juan presenta una teología similar. Jesús dice a sus interlocutores escépticos «cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). La designación de sí mismo que hace Jesús como «Yo soy» (ego eimi) nos remite implícitamente al nombre divino del Señor tal como aparece en el Antiguo Testamento51. Es el Señor quien es levantado en la cruz. Es Dios quien es crucificado.

Todos estos pasajes apuntan a un misterio ontológico más profundo. ¿Cómo puede Dios Hijo (el Verbo) subsistir como un ser humano, tener una naturaleza humana, incluso cuando conserva las prerrogativas de su identidad y de su naturaleza divinas? Cristo es capaz de curar enfermos, resucitar muertos y perdonar pecados. Cristo también es sujeto de sufrimientos, de la muerte y de la resurrección de entre los muertos. El sujeto que actúa es uno, pero actúa como Dios y como hombre, capaz de hacer simultáneamente lo que solo Dios puede hacer y de sufrir lo que solo un hombre puede sufrir. Aproximarse a este misterio en toda su profundidad es aproximarse al corazón del Nuevo Testamento. Pero esta aproximación solo es posible si está enraizada en un modo propiamente metafísico de reflexión cristológica.

Un estudio tomista de cristología

Este libro intenta responder a una serie de preguntas de cristología fundamental y bíblica. ¿Qué significa decir que Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Qué significa atribuir a Cristo una naturaleza humana completa? ¿Cuál es la relación ontológica entre las naturalezas divina y humana en Cristo y cómo esta específica correlación nos remite a la analogía del ente entre la naturaleza humana creada y el Creador? ¿Exige una teología realista de la encarnación un recurso implícito a una reflexión de teología natural? ¿Podemos decir que Cristo en cuanto hombre sabía que era Dios? Y suponiendo que sí lo sabía, ¿cómo era posible? ¿Siguió su voluntad humana siempre las inclinaciones u operaciones de la voluntad divina? ¿Abandonó el Padre a Jesús en la pasión? ¿Qué significa decir que Cristo se «despojó de sí mismo» en la pasión (cf. Flp 2,7)? ¿Renunció acaso a una parte de su divinidad? ¿Qué significa que el Hijo de Dios experimentó la muerte humana y que «bajó a los infiernos»? ¿Padeció Cristo la condenación? ¿En qué sentido la resurrección ilumina la condición humana y nos revela de este modo el sentido de nuestra existencia?

Responder a estas cuestiones implica referirse a un conjunto de temas ontológicos comunes: las nociones de persona divina o hipóstasis, de naturaleza divina y humana, de cuerpo humano y material y de alma inmaterial, de gracia y de visión beatífica, de entendimiento divino y humano y de coordinación de las dos voluntades de Cristo. El uso de estas nociones tiene por objeto manifestar la tesis principal de este libro: la cristología escolástica tiene una importancia perenne para una comprensión recta de los misterios centrales del Nuevo Testamento, es decir, de la encarnación y de la redención. Por eso, estas nociones se emplean en discusión con los temas predominantes de la cristología moderna, para destacar precisamente cuán profundamente puede la herencia tomista contribuir en la reflexión sobre la persona de Cristo. La permanente relevancia del Aquinate para la cristología resplandece en el contexto de las discusiones cristológicas modernas.

La estructura de este libro sigue, de un modo aproximado, el orden del tratado de cristología que Tomás de Aquino desarrolló en la Summa theologiae. Ahí, el Aquinate comienza con la cuestión «por qué Dios se hizo hombre», para mostrar los motivos centrales o «razones de conveniencia» de la encarnación (cf. STh III, q. 1). Considera luego la persona de Cristo y la ontología de la unión hipostática, al tiempo que aborda el hecho de que esta unión ocurre en dos naturalezas, la divina y la humana (qq. 2-6). El punto central que nos interesa es que la unión hipostática para santo Tomás es el primer principio a partir del cual la cristología se desarrolla y a la luz de la cual obtiene su más profunda inteligibilidad. ¿Quién es Cristo? Es el Señor encarnado, el Verbo de Dios hecho plenamente humano sin dejar de ser Dios.

La siguiente sección de la Summa considera la gracia de Cristo en cuanto hombre (qq. 7-8) y el modo como esta gracia afecta sus operaciones intelectuales y volitivas en cuanto hombre (qq. 9-16, 18-19). ¿Cómo sabe Cristo en cuanto hombre lo que pertenece a su misión como redentor del género humano? ¿Qué implica para su voluntad humana estar completamente de acuerdo como hombre con las intenciones de su voluntad divina como Dios? ¿Cómo entender la obediencia y la oración de Cristo? (qq. 20-21). Este orden de proceder es perfectamente lógico, pues como dice Tomás de Aquino, agere sequitur ad esse: el obrar sigue al ser52. La actividad de un ente procede de su subsistir como un ente determinado. Un animal racional produce actos de deliberación racional y de elección. Análogamente, el Verbo encarnado, Jesús, que es Dios y hombre, obra como uno que es a la vez divino y humano. Puede tocar el rostro del ciego y puede curarlo efectivamente de su enfermedad. Sus acciones son, técnicamente hablando, «teándricas» o divino-humanas; son las acciones del Dios humanado53. Pero estas acciones dependen de quién es Cristo. La ontología es la base de la operación54.

Siguiendo esta lógica, después de abordar la composición ontológica de Cristo y de su acción, santo Tomás trata el tema de su vida histórica. Comienza con la concepción y el nacimiento de Jesús (qq. 31-36) y considera en detalle su vida apostólica. Su estudio alcanza su culmen en el examen de la crucifixión de Cristo, de su muerte, sepultura y de su resurrección (qq. 46-59). Los misterios de la vida de Cristo se derivan de su persona y son expresión de su identidad. Ahora bien, no hay que olvidar que estos misterios ocurren en el tiempo y se manifiestan por medio del desarrollo real de la vida humana de Cristo. La ontología de la persona de Cristo y el sentido íntimo del misterio pascual están, por tanto, mutuamente interrelacionados. Es precisamente en su total desarrollo humano (y especialmente en el misterio pascual) donde la identidad divina de Cristo y el sentido último de su misión se hacen manifiestos.

El hilo argumental de nuestro trabajo sigue este esquema mental de un modo particular y selectivo. El libro está dividido en dos partes: la primera trata el misterio de la encarnación y la segunda, el misterio de la redención. Tiene además un prolegómeno y una conclusión que enmarcan todo el trabajo. En el prolegómeno formulamos una pregunta a modo de introducción: ¿qué significa hablar de una cristología tomista y moderna?, ¿cuáles son los factores claves que caracterizan una cristología moderna y cómo una investigación cristológica de inspiración tomista puede situarse (crítica y creativamente) en relación con ella? En esta parte dialogo con Friedrich Schleiermacher y Karl Barth como dos exponentes muy distintos, aunque interrelacionados, de la teología moderna, y propongo como respuesta a cada uno de ellos una serie de tesis claves relativas al carácter ontológico e histórico de la cristología. Esta introducción establece el marco para la argumentación teológica y metafísica que constituye el cuerpo del libro. A diferencia de Schleiermacher y Barth, la cristología moderna debería constituirse como una cristología calcedoniana que respetase completamente las dimensiones ontológicas del misterio de Cristo como el Hijo de Dios que subsiste en dos naturalezas, la divina y la humana. Y debería hacerlo de un modo que respetase también las legítimas contribuciones de la moderna reflexión histórico-crítica sobre la persona de Jesús de Nazaret en su contexto histórico.

En esta línea, la primera parte de este libro intenta recuperar este modo de reflexión genuinamente ontológico sobre Jesús en una discusión crítica con varias corrientes cristológicas modernas y contemporáneas. El capítulo primero trata de la unión hipostática y de la gracia de Cristo, adoptando abiertamente el mismo punto de partida del Aquinate. ¿Quién es Jesucristo? Para abordar esta cuestión debemos tratar de la unión hipostática. En este punto sostengo que el modo como Karl Rahner aborda el tema de la unión hipostática es, en realidad, profundamente problemático. El pensamiento de Rahner ha tenido una influencia profunda en la cristología católica moderna, pero, de hecho, se parece en algunos puntos claves a una forma de pensar medieval y escolástica que santo Tomás condenó como «nestoriana». ¿Es posible que un pensamiento de tendencia nestoriana tenga una influencia predominante en varias corrientes contemporáneas de cristología católica? Me parece que esto es así y creo que la ontología que usa Tomás de Aquino para explicar la unión hipostática nos ayuda a diagnosticar y corregir el carácter problemático del pensamiento rahneriano en esta materia.

El segundo capítulo del libro se centra en la cuestión sobre la esencia o naturaleza humana de Cristo. El Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes 22, proclamó que el misterio de la existencia humana solo puede ser plenamente entendido a la luz de la encarnación y del misterio pascual de Jesús de Nazaret. ¿Cuál es, por tanto, la relación entre la comprensión metafísica de la naturaleza humana común a todos los hombres, y la comprensión histórica y cristológica de la naturaleza humana de Cristo? Aquí me opongo a las ontologías historicistas de Karl Rahner y de Marie-Dominique Chenu, para argumentar que solo una metafísica de la naturaleza humana que defienda la existencia de características invariables en el ser humano a lo largo del tiempo puede permitir una teología histórica sobre la economía divina que subraye las perfecciones salvíficas singulares de la naturaleza humana de Cristo. La cristología y la metafísica se refuerzan mutuamente, no son incompatibles entre sí.

El tercer capítulo de este libro aborda el tema de la analogía del ente. Concretamente, ¿cómo puede la naturaleza humana de Cristo asemejarse ontológicamente a su naturaleza divina? En este problema, el libro establece un diálogo ecuménico con la crítica a la metafísica de santo Tomás realizada por Karl Barth y su discípulo Eberhard Jüngel. Estos sostienen que una metafísica tomista de la analogía del ente constituye necesariamente un obstáculo en la comprensión recta de Jesucristo y de la causalidad creativa de Dios. Yo argumento, por el contrario, que la comprensión del Aquinate respecto de la analogía y de la semejanza ontológica es condición necesaria para salvar correctamente la trascendencia divina que Barth y Jüngel pretenden defender.

El cuarto capítulo continúa el mismo tema. Algunos teólogos católicos, como Gottlieb Söhngen y Hans Urs von Balthasar, intentaron responder a la crítica de Barth sobre la teología filosófica practicada por los católicos. Estos argumentaron que una auténtica teología natural puede ser articulada dentro del quehacer teológico como una dimensión intrínseca de una cristología que mantenga las dos naturalezas de Cristo. La cristología se presupone a la teología natural, pero esta última posee su propia autonomía como una forma auténtica de razonamiento. Sin aceptar ni rechazar los presupuestos de Söhngen y Balthasar, argumento, a mi vez, que es necesario hacer un corolario a su proposición. Si somos capaces, por gracia, de pensar teológicamente en la realidad de la encarnación, entonces es un presupuesto necesario de este hecho que somos naturalmente capaces de pensar de un modo filosófico en el creador por la analogía de los nombres a partir de la creación. En otras palabras, una cristología ortodoxa de ningún modo es reductible a una teología natural, pero tampoco es posible sin ella.

El quinto capítulo trata de los actos intelectuales y voluntarios de Cristo. ¿Sabía Jesús en cuanto hombre que era Dios? Y si lo sabía, ¿cómo lo sabía? Aquí entro en discusión con críticas contemporáneas a la posición de santo Tomás. El Aquinate sostuvo que Jesús de Nazaret poseía visión beatífica en su vida terrena. Basado en este principio, argumento que dicha visión es un prerrequisito para una correcta comprensión del misterio del conocimiento de Cristo respecto a su propia identidad divina, su actividad voluntaria, su obediencia humana y su oración. ¿Cómo puede ser que Cristo poseyera a la vez una voluntad divina y humana y que existiera siempre entre ellas una profunda concordia? ¿Cómo debemos entender la verdadera historicidad humana y el desarrollo de la «conciencia» de Jesús a la luz de la afirmación clásica de las dos voluntades de Cristo?

La segunda mitad de este libro examina el misterio de la redención. Si la «estructura» de la encarnación se aborda en la primera parte, el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús se trata en la segunda. Este estudio comienza en el capítulo sexto con el estudio de la obediencia de Cristo. La idea de obediencia ha sido central en las cristologías modernas, desde Barth y Balthasar hasta Moltmann y Pannenberg. Todas estas teologías atribuyen algún tipo de obediencia no solo a la voluntad humana de Cristo, sino también a la divina. En este sentido, quieren argumentar que lo que ocurre en la pasión es una expresión de lo que Dios es eternamente en sí mismo. Cristo en su divinidad es eternamente obediente al Padre. Pero ¿qué quiere decir esto? ¿Podemos afirmar esto y mantener también la afirmación central sobre la unidad divina tal como es proclamada por el Concilio de Nicea? En este capítulo critico esta posición cristológica de la «divina obediencia» presente en la teología moderna. Argumento que el modo como el Aquinate trata la obediencia humana de Cristo nos ofrece la posibilidad de alcanzar una posición más equilibrada. Las acciones humanas de Jesús en su vida histórica y en su pasión son un indicativo de su identidad divina y de su eterna relación con el Padre, porque lo recibe todo del Padre. Ahora bien, solo es metafórica y no literalmente verdadero decir que el Hijo de Dios en cuanto Dios es obediente al Padre. La distinción de naturalezas debe mantenerse incluso cuando afirmamos sin ambigüedad que la Trinidad se nos revela mediante las acciones y sufrimiento de la humanidad santa de Jesús.

El capítulo séptimo trata sobre la pasión de Cristo y en particular sobre su grito de abandono. ¿Qué significa esta exclamación de Cristo en la cruz: «Dios mío, por qué me has abandonado» (Mc 25,34)? ¿Es compatible esta afirmación con esta otra (también de la Biblia): «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19)? ¿Es compatible con la enseñanza católica tradicional que sostiene que Cristo tuvo visión beatífica en su vida terrestre? El objetivo aquí es descubrir la unidad orgánica entre una teología de la unión hipostática y una teología de la cruz. Pensarlas como yuxtapuestas o en tensión dialéctica equivale a no entenderlas. Al contrario, ambas están orgánicamente interrelacionadas y son mutuamente complementarias en la comprensión de quién es Cristo.

El capítulo octavo examina el misterio de la muerte de Jesús en estrecha referencia a la idea de la «kénosis» de Cristo o anonadamiento. La teología kenótica moderna ha argumentado que la muerte de Jesús alcanza la identidad misma de Dios, al punto de afectar realmente su divinidad. El mismo Dios es sujeto, de algún modo, a la muerte en el misterio de la crucifixión. En esta línea examino diversas explicaciones de esta idea, tomadas de Wolfhart Pannenberg, Eberhard Jüngel y Hans Urs von Balthasar. En contraposición a esta perspectiva, argumento que el Hijo de Dios en cuanto Dios no padece ninguna forma de disminución ontológica ni alienación en el transcurso de la pasión. Una comparación entre la moderna tradición kenótica y la explicación clásica de la muerte de Cristo tal como la presenta Tomás de Aquino nos permite ver hasta qué punto son dos formas de reflexión cristológica muy diferentes y por qué las implicaciones soteriológicas de ambos puntos de vista son de gran importancia para la teología.

Los capítulos noveno y décimo examinan respectivamente el descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de la muerte. En el primero de estos dos capítulos hago una comparación de la teología de Hans Urs von Balthasar y la de Tomás de Aquino con respecto al tema del descenso a los infiernos. ¿Cuáles son las motivaciones claves que subyacen en las teologías de cada uno de ellos? ¿Cómo entienden la separación del alma y del cuerpo que ocurre en la muerte? ¿Qué es el «infierno» en cada caso y qué función soteriológica parece tener el descenso a él? En este capítulo sostengo que la ausencia en Balthasar de una doctrina clara sobre el alma inmaterial afecta su explicación de este misterio de manera grave. El descenso a los infiernos viene a ser algo transtemporal o ahistórico. Por otra parte, el Aquinate tiene una doctrina mucho más profunda y coherente sobre el descenso de Cristo a los infiernos, que le permite atribuir a este misterio una función soteriológica tradicional de relevancia universal, de modo particular con aquellos que murieron en estado de gracia antes de la existencia histórica de Cristo como hombre.

El capítulo décimo concluye este estudio de la vida histórica de Cristo considerando el misterio de su resurrección de la muerte. ¿Qué significa decir que Jesús no solo volvió de la muerte, sino también que, después de la muerte, ha experimentado la reconciliación del cuerpo con el alma y que su cuerpo ha sido transformado en un estado glorioso y resucitado? ¿En qué sentido la resurrección revela la perfecta humanidad y divinidad de Cristo? Aquí entro en discusión con dos teologías modernas muy influyentes. Por una parte, está la teología de Rudolph Bultmann sobre la resurrección que pretende desmitologizar dicho evento, eliminando cualquier referencia física a la resurrección de Jesús. Por otra, la teología de Karl Rahner considera la muerte como la total aniquilación de la persona humana (cuerpo y alma) y la resurrección como una suerte de total recreación de la persona que sigue inmediatamente a la muerte (la llamada teoría de la muerte-en-la-resurrección). Joseph Ratzinger ofrece críticas importantes a ambos modos de pensar, recurriendo en particular a la teoría hilemórfica de Tomás de Aquino. Por eso en este capítulo sigo a Ratzinger al momento de entrar en la escatología de Tomás de Aquino. ¿Cómo ilumina la resurrección de Cristo el sentido de la condición humana? ¿Cómo se revela Cristo como Hijo de Dios a través de la resurrección de su humanidad?

El último capítulo sirve como una conclusión extensiva del libro. La primera parte de este libro trata sobre el misterio de la encarnación y la segunda, sobre el misterio de la redención. Ambas partes muestran la importancia del realismo metafísico para una recta comprensión del núcleo del misterio de Cristo. La conclusión vuelve sobre esta idea al dialogar con el giro postmoderno de la cristología contemporánea. Analizo en esta última parte la cristología hermenéutica e historicista de Eduard Schillebeeckx y argumento que su intento por reinterpretar el dogma cristológico es vulnerable a las críticas antimetafísicas de la narrativa académica moderna (tales como la de Friedrich Nietzsche y Michel Foucault). Contra Schillebeeckx, Nietzsche y Foucault sostengo que la tradición metafísica de Aristóteles y santo Tomás posee un valor perenne y que nos permite articular una ciencia cristológica que posee también un valor perdurable. La cristología, por tanto, no es primariamente una ciencia histórica, aunque tiene en cuenta las diversas reflexiones históricas. Es sobre todo una ciencia y una sabiduría sobre la verdad de Dios y sobre la naturaleza y el destino del hombre a la luz de Dios. Si esto es correcto, entonces la cristología está estructurada ontológicamente de principio a fin, porque se dirige al misterio de Dios, al misterio del hombre y al misterio del Dios-hombre.

Nosotros identificamos de manera acertada a santo Tomás como un teólogo «escolástico». Lo que caracteriza la escolástica, sin embargo, no es meramente la comparación dialéctica entre las fuentes. Es más bien, un examen científico de las causas del ente. Y si esto es así, el ejercicio escolástico teológico es en su centro la consideración de la estructura o de la forma íntima del misterio de Dios. El método escolástico, por lo mismo, es inevitable cuando la teología deviene ella misma, pues la teología busca sobre todo asomarse el misterio de Dios en cuanto tal. Este libro busca, de un modo modesto, considerar quién es Dios a la luz de la encarnación. Jesús es el Señor encarnado. Consecuentemente su vida, muerte y resurrección nos ofrecen una comprensión profunda de quién es Dios y de nosotros mismos como criaturas suyas a las que se les ofrece la redención por la sangre de Cristo. Esta redención es nuestro refugio y nuestro hogar. Es algo luminoso, pues aquel que murió por nosotros es el Verbo de Dios, cuya luz brilla en las tinieblas de este mundo e ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,4.9).

1. Tomás de Aquino, Summa theologiae [STh], I, q. 1, aa. 2–3. Para el concepto de teología como scientia en la Edad Media, cf. U. G. Leinsle, Introduction to Scholastic Theology, trad. M. J. Miller (Washington, D.C.: The Catholic University of America Press, 2010), 120–81.

2. Como bien notó santo Tomás en STh I, q. 1, a. 6, ad 2.

3. Este principio está explícitamente desarrollado en la constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I (1870). Está también recogido y desarrollado en la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II (cf. DV 2.17; CEC 51-53, 153-65). Para un estudio más profundo sobre la revelación divina, cf. A. Gardeil, Le donné révélé et la théologie (Paris: Cerf, 21932), 41–76; J.-H. Nicolas, Synthèse dogmatique: de la Trinité à la Trinité (Fribourg: Éditions Universitaires, 1985), 191–98. Todas las citas y las traducciones del Concilio Vaticano II están tomadas de Concilio Vaticano II, Constituciones, decretos y declaraciones (Madrid: BAC, 1970).

4. Concilio Vaticano I, Dei Filius, c. 3 [DH 3008-3010]; cf. A. Gardeil, Le donné révélé, 252–318.

5. Concilio Vaticano I, Dei Filius, c. 4 [DH 3015-3016]; cf. Concilio Vaticano II Dei Verbum § 2 [DH 4202].

6. STh I, q. 1, a. 4.

7. STh I-II, q. 1, aa. 3–4; q. 2, a. 8.

8. Para ver cómo la filosofía crítica postmetafísica de Immanuel Kant ha influido en el protestantismo liberal, cf. K.-H. Menke, Jesus Ist Gott Der Sohn (Regensburg: Friedrich Pustet, 2008), 335–350; G. L. Müller, Dogmática. Teoría y práctica de la teología (Barcelona: Herder 1998), 265–272.

9. Pace la tan citada distinción heideggeriana que se hace entre ambas. Cf. M. Heidegger, «La constitución onto-teo-lógica de la metafísica», Identidad y diferencia, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte (Barcelona: Anthropos, 1988), 99–157. Sin embargo, los términos «metafísica» y «ontología» se usan con significados superpuestos en la mayoría de los escritos de Heidegger.

10. Cf. C. Journet, Introduction à la Théologie, ch. 2, en Oeuvres Complétes (Paris: Éditions St. Augustin, 2007), 9:977–992.

11. A. von Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, 3 vols. (Freiburg: J. C. B. Mohr, 1886–1889). Utilizamos la traducción inglesa hecha por N. Buchanan sobre la tercera edición de 1909 (7 vols.), History of Dogma, reimpresa en 4 vols. (New York: Dover Publications, 1961).

12. Cf., por ejemplo, A. von Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, «Zur Vorstellung von der Präexistenz» [«Sobre el concepto de preexistencia», 1:318–31.].

13. En esta línea es muy interesante el análisis que hace Benedicto XVI en su locución del 12 de septiembre de 2006 (Fe, razón y universidad: recuerdos y reflexiones): «En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto de vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las “críticas” de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales», en J. Ratzinger et al., Dios salve la razón (Madrid: Encuentro 2008), 38.

14. Las traducciones del AT y NT están tomadas de Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (Madrid: BAC, 2019).

15. Cf. R. Bauckham, Dios crucificado. Monoteísmo y Cristología en el Nuevo Testamento, trad. Ismael López Medel (Barcelona: Clie, 2003). El autor ha publicado recientemente una nueva versión (sin traducir) de este libro que recoge substancialmente el primer trabajo publicado en 1998, ampliando considerablemente su contenido; R. Bauckham, Jesus and the God of Israel. God crucified and other studies on the New Testament’s Christology of divine identity (Grand Rapids, Mich.: Cambridge 2008).

16. Cf. los argumentos de G. Fee, Pauline Christology: An Exegetical-Theological Study (Peabody, Mass.: Hendrickson Publishers, 2007), 88–94, 304–313.

17. En este punto, véase M. Hengel, El Hijo de Dios: el origen de la cristología y la historia de la religión judeo-helenística, trad. José María Bernaldes (Salamanca: Sígueme 1978).

18. Para un análisis de este texto controvertido, cf. N. T. Wright, The Climax of the Covenant: Christ and the Law in Pauline Theology (Minneapolis, Minn.: Fortress, 1993), 56–98.

19. Cf. S. Gathercole, The Pre-existent Son: Recovering the Christologies of Matthew, Mark and Luke (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 2006), 28–29.

20. Cf. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan. Versión y comentario I, trad. Esteban Ros (Barcelona: Herder, 1979), 296–308.

21. El problema textual de este texto sigue siendo objeto de debate. Cf. T. Wasserman, The ‘Son of God’ was in the Beginning (Mark 1:1)», Journal of Theological Studies 62/1 (2011), 20–50.

22. Cf. R. Bauckham, Dios crucificado, 46–48.

23. Contrariamente a las especulaciones de W. Bousset, Kyrios Christos: Geschichte des Christusglaubens von den Anfängen des Christentums bis Irenaeus (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1913), y como argumentó con fuerza L. Hurtado, Señor Jesucristo. La devoción a Jesús en el cristianismo primitivo, trad. Francisco Javier Molina de la Torre (Salamanca: Sígueme, 2008).

24. Cf. K.-H. Menke, Jesus ist Gott der Sohn, 168–89.

25. Cf. Job 28,20-28; Prov 8,22–36; Sir 24,1–12; Sab 7,22–30.8,1.9,1–10.

26. Cf. A. Feuillet, «Jésus et la Sagesse divine d’après les Évangiles Synoptiques: Le ‘Logion johannique’ et l’Ancien Testament», Revue Biblique 62 (1955), 161–96. También son interesantes las reflexiones críticas de Gathercole, The Pre-existent Son, 203-209.

27. J. Dunn, The Theology of Paul the Apostle (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1998), 274, argumenta a favor de la preexistencia en este pasaje; véanse, sin embargo, las reservas críticas de G. Fee, Pauline Christology, 102-106.

28. Cf. S. Gathercole, The Pre-existent Son, 284–89.

29. Ya san Ignacio de Antioquía conectaba el milagro de la concepción virginal de Jesús con su condición ontológica de Hijo de Dios encarnado (Ad Smyrn 1-2): «y es que os vi llenos de certidumbre en lo tocante a nuestro Señor, el cual es, con toda verdad, del linaje de David según la carne (Rm 1,3-4), hijo de Dios según la voluntad y poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen […], finalmente, fue clavado en la cruz bajo Poncio Pilato […], y lo sufrió verdaderamente, así como verdaderamente se resucitó a sí mismo», en Padres apostólicos y apologistas griegos, trad. Daniel Ruiz Bueno (Madrid: BAC 2009), 409.

30. Tomás de Aquino, STh I, q. 1, a. 6, corp., ad 3; q. 20, a. 1; q. 22, a. 2, sed contra et corp.

31. Id., STh I, q. 19, a. 2, corp., ad 2.

32. Id., STh I, q. 20, a. 2, corp., ad 1; q. 44, a. 4.

33. Tomás de Aquino, STh I, q. 27, aa. 1–2; q. 45, aa. 5–6.

34. Cf. L. Hurtado, Señor Jesucristo, 136−147, 212−220.

35. F. Matera, New Testament Christology (Louisville, Ky.: Westminster John Knox, 1999), 27.

36. Para un análisis profundo sobre este tema, cf. L. Hurtado, Señor Jesucristo, 463−64, 332−34.

37. Id., 47−48.

38. Id., 136−156, 219−220, 234−243.

39. Cf. C. Moule, The Origin of Christology (Cambridge: Cambridge University Press, 1977), esp. 57, 86–89.

40. Ibid., 54–69.

41. Ibid., 89.

42. Cf. G. Fee, Pauline Christology, 373–401.

43. DH 300.

44. A. Grillmeier, Cristo en la tradición cristiana: desde el tiempo apostólico hasta el concilio de Calcedonia (451), trad. Manuel Olasagasti Gaztelumendi (Salamanca: Sígueme 1997), 812−16, 832−36. La versión castellana está hecha sobre la tercera edición alemana de la obra (Jesus der Christus im Glauben der Kirche. Von der Apostolischen Zeit bis zum Konzil von Chalkedon (451) [Herder: Freiburg 31990]).

45. Cf. las reflexiones de santo Tomás sobre este tema en STh I-II, q. 109, aa. 3-4.

46. Este argumento está muy desarrollado en Atanasio, La encarnación del Verbo, trad. José C. Fernández Sahelices (Ciudad Nueva: Madrid 1997), 46-64 [n. 3−13].

47. Tomás de Aquino argumenta, a partir de este versículo, que Cristo en cuanto hombre posee la plenitud de gracia y que esta gracia fluye desde él hacia todo el género humano (cf. STh III, q. 7, a. 9)

48. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes [GS], 22.41

49. Concilio de Éfeso, anatema 4 (DH 255): «Si alguno distribuye entre dos personas o hipóstasis las voces contenidas en los escritos apostólicos o evangélicos o dichas sobre Cristo por los santos o por él mismo sobre sí mismo; y unas las acomoda al hombre propiamente entendido aparte del Verbo de Dios, y otras, como dignas de Dios, al solo Verbo de Dios Padre, sea anatema».

50. Concilio de Éfeso, anatema 1 y 12 (DH 252.263): «Si alguno no confiesa que Dios es según verdad Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema. […] Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios padeció en la carne y fue crucificado en la carne, y gustó de la muerte en la carne, y que fue hecho primogénito de entre los muertos según es vida y vivificador como Dios, sea anatema».

51. Principalmente en pasajes de la Septuaginta, tales como Is 43,10.25 y 45,18. Cf. L. Hurtado, Señor Jesucristo, 422−426.

52. Tomás de Aquino, Summa Contra Gentes [CG] III, 69.

53. Id., STh q. 19, a. 1, corp., ad 1.

54. Para una interpretación similar sobre el orden que sigue santo Tomás en STh III, cf. J. Boyle, «The Twofold Division of St. Thomas’s Christology in the Tertia pars», The Thomist 60 (1996), 439–47.

El Señor encarnado

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