Читать книгу El Señor encarnado - Thomas Joseph White - Страница 13

Оглавление

Prolegómeno: ¿Es posible una cristología tomista y moderna?

Al comenzar nuestro estudio de cristología tomista, podemos preguntarnos: ¿existe algo así como una cristología tomista moderna? Detrás de esta pregunta hay varias cuestiones por responder. Por ejemplo, ¿qué significa moderno?, ¿qué constituye el tomismo?, ¿cuál es la relación entre el pensamiento tomista y el pensamiento filosófico y teológico propio de la modernidad? Obviamente son temas muy extensos. Sin ánimo de ignorar su importancia, sin embargo, es posible reducir el alcance de nuestra investigación si reorientamos la pregunta inicial en dos direcciones, planteándola de este modo: ¿cuáles son las problemáticas particulares y definitorias de la cristología tal como se articula en la modernidad? ¿Cuáles son las contribuciones o teorías específicas que el tomismo puede ofrecer en el contexto actual al debate sobre este tema?

Este primer capítulo pretende servir como prolegómeno al resto del libro. Introduce muchos temas que atraviesan los capítulos que siguen, puesto que cada uno de ellos se ocupa, de alguna manera, del modo como podemos seguir la cristología tomista en el contexto teológico contemporáneo. En la primera mitad de este capítulo inicial me gustaría describir brevemente lo que considero son los dos desafíos más importantes de la cristología moderna y examinar también dos dilemas que se originan en ellos. Para presentarlo, usaré ejemplos tomados de Friedrich Schleiermacher y Karl Barth respectivamente, con el fin de ilustrar diversos modos en que las antinomias están presentes en la cristología moderna; conflictos o contradicciones que permanecen (a veces) sin resolver o que son tratados inadecuadamente. En la segunda parte de este capítulo, haré un esbozo de lo que considero son dos modos en que la cristología de Tomás de Aquino, especialmente como la leen sus modernos intérpretes, ofrece una serie de distinciones purificadoras que pueden ayudarnos a resolver las tensiones de la cristología moderna y propone también un modo de tratar, potencialmente más completo, del misterio de Cristo tal como está formulado en términos modernos, o al menos desarrollado como respuesta a desafíos modernos. Estas reflexiones ayudan a establecer las bases para el estudio más extenso que sigue.

Dos desafíos modernos para la cristología y dos antinomias cristológicas recurrentes

Identificando dos desafíos de la cristología moderna

La doctrina clásica de la fe proveniente del Concilio de Calcedonia afirma que Cristo es una única persona, el Hijo de Dios, que subsiste en dos naturalezas como Dios y como hombre. Fundamentalmente, se podrían caracterizar de dos modos los desafíos del pensamiento postilustrado formulados contra la cristología clásica y la doctrina de Calcedonia. Por una parte, al menos hasta Hermann Reimarus y Gotthold Lessing, la interpretación teológica moderna de la persona de Jesucristo ha planteado repetidas veces la cuestión sobre la relación entre el Jesús histórico y la presentación doctrinal que hace el Nuevo Testamento de Jesús como Cristo, Hijo de Dios y Señor55. Lessing, por ejemplo, considera fundamentalmente al Jesús histórico como un sabio moral, como un precursor de la Ilustración. El Nuevo Testamento habría proyectado sobre su vida histórica un recubrimiento teológico de tipo dogmático y en clave de ontología cristológica. La pregunta inevitable que tales especulaciones suscitaba era: ¿cuál es la relación entre el Cristo del Nuevo Testamento y el dogma de la Iglesia con las reconstrucciones históricas modernas de la figura que se encuentra en el origen del cristianismo temprano? En cierto sentido, esto equivale a preguntarse si las explicaciones naturalistas sobre los orígenes del cristianismo logran derribar la inteligibilidad racional e histórica potencial de las afirmaciones doctrinales clásicas y de los artículos de la fe. ¿Cómo debería el cristianismo clásico defenderse «apologéticamente» contra esta crítica histórica moderna? Pero al margen de esto y en otro (y distinto) sentido, responder esta pregunta es también lidiar con una pregunta teológica más fundamental: ¿qué importancia (suponiendo que la haya) debería tener la hipotética reconstrucción del Jesús histórico dentro de una cristología moderna basada en la comprensión neotestamentaria del significado de Cristo? ¿Cómo debería hablar la teología moderna de la vida de Jesús, y en particular de sus eventos más reveladores, tales como la transfiguración o la ascensión, donde el misterio mismo y el ser de la persona de Cristo son desvelados? ¿Cuáles son las condiciones histórico-críticas para una discusión más teológica que meramente apologética de estos eventos como reveladores de Cristo?

En segundo lugar, a la luz de la crítica de Immanuel Kant de la metafísica clásica y de la posterior reformulación hegeliana y heideggeriana de la ontología en categorías modernas e históricas, ¿qué importancia tiene la tradición metafísica que se ha empleado clásicamente para explicar el sentido de la encarnación en términos teológicos: «de la misma naturaleza del Padre», «una persona en dos naturalezas», «dos voluntades y dos operaciones» y así sucesivamente?56 En nuestra época postmetafísica, ¿conservan estas expresiones toda la densidad de su formulación clásica?, y suponiendo que sí lo hacen, ¿cómo es posible?57 ¿La modernidad exige o invita a reinterpretar la doctrina de Calcedonia de un modo postkantiano o postontoteológico?58 Y si es el caso, ¿qué forma debería tomar esta interpretación? Paralelamente, ¿qué diferencia puede aportar Cristo a nuestros contemporáneos que claramente viven en una cultura de marcado matiz empirista? Si el cristianismo se quiere presentar a sí mismo como un conocimiento auténtico de Dios en nuestro mundo moderno, ¿hasta qué punto la cristología contemporánea está obligada a salvar o a reformular radicalmente las definiciones ontológicas clásicas con respecto a la persona y las naturalezas de Cristo?

Estas son, obviamente, preguntas muy amplias y en este contexto solo están así formuladas para ofrecer a grandes rasgos los dos modos en los que la cristología moderna ha desarrollado sus respuestas a estos desafíos, al menos en dos de sus más importantes representantes: Schleiermacher y Barth (quienes no representan, en ningún caso, todo el desarrollo cristológico moderno)59. Sostengo que ambos pensadores, muy relevantes desde el punto de vista histórico, han adoptado opciones diferentes con relación a los problemas ya mencionados, pero que el pensamiento de cada uno permanece marcadamente inadecuado en algunos aspectos claves. De hecho, estas inadecuaciones sugieren un cierto substrato común a ambos (una estructura de pensamiento) que es más profundo que las diferencias, y que merece, a su vez, ser confrontado con las reflexiones tomistas.

Estudios históricos sobre Jesús: solución alternativa de Schleiermacher y Barth

Consideremos ahora dos modos diferentes de ser un teólogo moderno a la luz de los dos desafíos mencionados más arriba. La primera diferencia entre Schleiermacher y Barth consiste en el modo como cada uno articula la relación entre los estudios históricos sobre Jesús y la doctrina cristológica clásica. Para el propósito de mi argumento, me ocuparé primeramente de la epistemología de la revelación y del método teológico de cada uno.

En Schleiermacher se percibe ya la aparición de una metodología en la cristología alemana moderna que a su vez evolucionará en el protestantismo liberal desde pensadores como Albrecht Ritschl y Wilhelm Hermann hasta Adolf von Harnack60. Por decirlo brevemente, Schleiermacher pone en relación los estudios postilustrados de la historia de Jesús con una posición hermenéutica decididamente postcalcedoniana con respecto a la ontología cristológica clásica (premoderna). Fundamentalmente, acepta una versión primitiva del estudio moderno propio de la Ilustración con respecto al Jesús de la historia (como distinto del Cristo de las Escrituras), pero sostiene contra la ortodoxia luterana y contra los historiadores seculares de la Ilustración que el método histórico-crítico se puede emplear fructíferamente para identificar racionalmente el significado teológico perenne de la figura histórica de Jesús. Hablando en términos teológicos, la doctrina de Calcedonia debe ser radicalmente interpretada a la luz de los estudios históricos modernos. Tras esta perspectiva subyace el presupuesto de que no existe una distinción clara entre el mundo natural y la actividad sobrenatural de la gracia. Lo que es «dado» en Cristo («por gracia») es lo que siempre está naciendo por la orientación religiosa de la naturaleza humana: una perfección de la conciencia religiosa humana61. El verdadero Jesús de la historia nos muestra lo que significa ser un hombre perfectamente religioso.

La principal preocupación de la teología, por lo mismo, debe ser recapturar a través de un discernimiento histórico-crítico, en su belleza incontaminada, la conciencia religiosa original y los sentimientos del fundador del cristianismo, como distintos de los posteriores añadidos de la Escritura y de las doctrinas y símbolos eclesiales que, de hecho, son «accidentales» para una doctrina teológica de Cristo en cuanto tal. Schleiermacher menciona entre estos elementos accidentales algunas doctrinas clásicas como el nacimiento virginal, las profecías atribuidas a Cristo en el Nuevo Testamento, lo mismo algunos milagros, la resurrección, la ascensión y el juicio final62. Esta perspectiva hace que los estudios sobre el Jesús histórico sean en realidad, el fundamento para discernir lo que constituye o no propiamente el conocimiento teológico de Cristo. Los juicios históricos sobre el Jesús real se deben distinguir de las representaciones apostólicas posteriores sobre el misterio de Jesús tal como aparecen en la Escritura. Schleiermacher es claro con respecto a esto, al menos en relación con el discernimiento básico sobre lo que es esencial al Evangelio como opuesto a lo que es «accidental». Por ejemplo, es el lector de la Escritura quien debería determinar por sí mismo si las doctrinas no-esenciales de la resurrección o de la ascensión deben considerarse históricas (probablemente por medio del estudio exegético moderno y de la reflexión teológica sobre su coherencia), y según su respuesta, determinar cuáles serían las repercusiones teológicas subyacentes para la propia doctrina sobre Cristo63. Sin embargo, la respuesta a esta cuestión particular no puede determinar en cuanto tal el contenido intrínseco de la doctrina de Cristo, el cual permanece íntegro con o sin la creencia en la resurrección o exaltación histórica y física de Jesús. El objeto propio de la fe teológica es reajustado mediante el diálogo crítico con la crítica histórica moderna; y esto se da de tal modo que esta última define el contenido del misterio de fe de un modo significativo (al menos negativamente, si no constructivamente).

Por otra parte, para Schleiermacher la metafísica de Calcedonia de Cristo como verdadero Dios y hombre (una persona en dos naturalezas) es reinterpretada en términos de la «experiencia original» de Dios en el cristianismo, en primer lugar, en la vida de Jesús (en la conciencia que tenía de Dios), y luego transmitida a sus discípulos, quienes a su vez codificaron dicha experiencia en términos doctrinales64. El estudio histórico de Jesús en una era supuestamente postmetafísica, nos permite recuperar nuevamente la verdad del cristianismo que yace tras los artificios de una doctrina ontológica; una verdad fundamental para la existencia de un cristianismo auténtico. No es de extrañar que esta misma verdad predoctrinal y primitiva sea simultáneamente la más relevante para nuestros contemporáneos postdoctrinales.

Barth parece estar, en un principio, en las antípodas de este planteamiento epistemológico. Su doctrina sobre el Jesús histórico se parece en aspectos claves a la doctrina de Martin Kähler, en su famoso trabajo de 1982, El llamado Jesús de la historia y el Cristo histórico bíblico65. En esta obra, Kähler propuso que las modernas «biografías» del Jesús histórico, si las juzgamos según los cánones de la historiografía moderna, no son realmente trabajos garantizados científicamente. Por lo mismo, solo sirven como distracción para una correcta comprensión del objeto de la teología: la persona de Cristo tal como la presenta la Escritura y es interpretada en términos teológicos precisos por la comunidad eclesial posterior66. Esta comunidad posterior depende más de la fe para conocer al Cristo glorioso y resucitado que ahora vive, que de reconstrucciones humanas cuestionables y siempre hipotéticas de los historiadores sobre el llamado «Jesús de la historia», una figura del pasado cuya vida histórica real se nos escapa completamente67.

Como Kähler, Barth aborda el problema de las modernas reconstrucciones del Jesús histórico recurriendo a una apropiación creativa del clásico adagio luterano: sola fide, solo Christo, sola gratia. El Jesús moderno de los estudios históricos responde a conjeturas hipotéticas, inherentemente inciertas y potencial y profundamente defectuosas de la pura mente humana68. La raíz de este problema epistemológico es la incapacidad para comprender qué tipo de libro es el Nuevo Testamento: no se trata de un libro a partir del cual nosotros podemos justificar nuestras propias creencias por medio de reconstrucciones histórico-críticas de la figura de Jesús, sino más bien de un libro a través del cual la Palabra de Dios se nos comunica, estableciendo sus propias condiciones previas en quien lo oye para un auténtico conocimiento de Dios en Cristo69. La neutralización metodológica de la importancia teológica de los estudios histórico-críticos sobre la vida de Jesús es casi una imagen en negativo de Schleiermacher (un contrario lógico del mismo género). Para Schleiermacher las reconstrucciones históricas modernas tienen la capacidad de ofrecernos un retrato más preciso de Cristo y de librarnos de una dependencia excesiva del andamiaje doctrinal históricamente anticuado que cubre a Jesús. Para Barth, las reconstrucciones históricas quedan fuera del objeto propio de la cristología, y dicho objeto posee un contenido intrínsecamente doctrinal que escapa a la pura especulación humana basada en las reconstrucciones hipotéticas de los historiadores modernos70.

Aunque cada una de estas posturas es contraria a la otra en algún aspecto concreto, ambas comparten en términos generales un problema común. Ninguna nos explica cómo, suponiendo que se puede, podemos razonable y explícitamente armonizar de manera metodológica el contenido de los estudios modernos sobre Jesús de Nazaret en su contexto histórico con una defensa actual de la doctrina clásica de Calcedonia. De acuerdo con lo que hemos tratado más arriba, esta deficiencia se puede caracterizar doblemente. Supongamos, dentro de nuestro argumento (basado en la fe teológica), que Cristo es verdaderamente Dios encarnado y que este misterio histórico y ontológico del Hijo de Dios hecho hombre fue realmente expresado con precisión en el Nuevo Testamento (bajo la influencia de la inspiración divina). ¿Cómo deberíamos responder a las dudas que tienen los cristianos respecto a la historicidad de este hecho al encontrarse con narraciones alternativas sobre los orígenes cristianos, concretamente con aquellas que niegan la historicidad del Nuevo Testamento? ¿El recurso apologético a un «Cristo de la historia» es un elemento posible o incluso necesario dentro de una cristología moderna y responsable, aun cuando las reconstrucciones del Jesús histórico permanecen solo como algo hipotético y relativamente probable (o improbable)? Y relacionado con esto, aunque no sea exactamente lo mismo, cuando se presupone la historicidad del Verbo encarnado y se asume la premisa de la fe en la historicidad fundamental de la interpretación evangélica de Cristo, ¿qué sentido teológico constructivo deberían tener la cuestión de cómo se desarrolla la vida de Cristo en su contexto histórico? Una cosa es exponer una teología dogmática sobre el misterio de la persona de Cristo y el sentido de la redención, y otra muy distinta exponer una hipotética y reconstruida red de teorías sobre cómo Jesús tendría que haberse expresado originalmente y habría sido percibido históricamente en su contexto cultural y lingüístico. La pregunta es, ¿debemos escoger entre estos dos enfoques que no parecen intrínsecamente opuestos, aunque claramente no son idénticos? De hecho, ¿no es acaso el problema de su posible armonización un desafío ineludible para la cristología moderna frente a las críticas ilustradas?

Ontología postkantiana y cristología: solución alternativa de Schleiermacher y Barth

En Schleiermacher y en Barth hay respuestas distintas a la crítica kantiana sobre la herencia metafísica clásica. Al mismo tiempo, sin embargo, sus aproximaciones a este tema no son del todo distintas. Para Schleiermacher, como ya he notado, la ontología de Calcedonia es radicalmente reinterpretada en referencia a la conciencia divina de Jesús, su experiencia religiosa ejemplar de Dios. La teoría de Schleiermacher depende de una idea de conciencia precategorial de Dios que precede todo artículo de fe y toda formulación dogmática de la teología. Esta idea ha sido objeto de mucha crítica a la luz de las nociones filosóficas de Wittgenstein sobre la articulación lingüística del mundo71. George Lindbeck ha argumentado contra el «expresivismo experiencial» de Schleiermacher que el lenguaje y el contexto cultural de interpretación son siempre intrínsecos al modo como uno entiende la propia experiencia y su significado, y que estas explicaciones generan, en cierto sentido, experiencias posteriores. En otras palabras, el conocimiento doctrinal precede y da forma interna a la experiencia religiosa del tipo que sea. Dada la realidad del carácter social de gran parte del conocimiento humano y su irreductible modo lingüístico de transmisión, la idea de Schleiermacher de un sentimiento pietista de dependencia absoluta que sea preconceptual (y por lo mismo predogmático) se nos revela como algo ingenuo y filosóficamente problemático. Hablando de un modo más propiamente tomista, podríamos decir simplemente que es excesivamente antiintelectual, puesto que niega cualquier «información» necesariamente conceptual en el acto de juzgar, un acto que debe estar en el corazón de cualquier experiencia espiritual, incluso en la aprehensión de la propia dependencia respecto de Dios.

Ahora bien, para el objetivo de mi argumentación, el criticismo de Lindbeck y otros (aunque puedan ser verdaderos), poseen una importancia secundaria. El tema más fundamental pertenece a la naturaleza de la unión de Dios y el hombre en Cristo. Schleiermacher, en realidad, abandona el locus ontológico de la unión divino-humana tal como se concibe clásicamente en la cristología de Calcedonia. Para él, la unión de Dios y el hombre en Cristo no se da en el sujeto personal en cuanto tal (el sujeto hipostático del Hijo que existe como hombre), sino más bien en el mundo de la conciencia humana y, específicamente, en la conciencia humana de Cristo. Cristo está unido a Dios a través de su autoconciencia. El problema es que, hablando ontológicamente, cualquier proceso de la conciencia humana (mientras existe realmente o ha existido) no puede decirse que es toda la persona, aunque sea una propiedad suya importante72. Y esto es verdad también en el caso de Cristo. Su entender y su querer, no importa cuán significativos sean, no son todo lo que él es, sino simplemente «propiedades accidentales» de su ser personal y subsistente. Consecuentemente, estas operaciones no son hipostáticas y, por lo mismo, no pueden constituir adecuadamente el auténtico lugar de la unión divino-humana en la encarnación.

Aquí volvemos, de hecho, a las consideraciones cristológicas clásicas. La teología de la unión hipostática, tal como apareció históricamente (y sobre todo en los escritos teológicos de san Cirilo de Alejandría), se entendió como relativa a la substancia misma del hombre Jesús, en su concreción de cuerpo y alma, y no simplemente en su autoconciencia, su conciencia de Dios, su autoexpresión o su comunicación lingüística. Dios se hizo hombre (es decir, se unió hipostáticamente una naturaleza humana), de modo que Dios subsiste en la carne como el hombre Cristo Jesús73. Para Tomás de Aquino en concreto, esta teología de la unión substancial es lo que caracteriza la comprensión de la unión hipostática en los concilios de Éfeso y Calcedonia, en contraposición a las interpretaciones nestorianas y las llamadas del homo assumptus (trataré esto con mayor profundidad en el próximo capítulo)74. Estas últimas cristologías proponen una unión accidental de Dios con Jesús como ser humano a través de una coordinación entre la sabiduría y la voluntad de Dios y la sabiduría y la voluntad del hombre Jesús. Reducen inevitablemente la unión de Dios y el hombre en Cristo a una unión moral más que substancial y, en consecuencia, eliminan cualquier capacidad de hablar en términos exactos de Dios «existiendo» o subsistiendo como ser humano75.

Contra los presupuestos de la teología clásica, por tanto, la cristología de Schleiermacher introduce algo nuevo que representa una ruptura. Emprende lo que equivale a una «transferencia» del lugar de la unión divino-humana desde un marco substancial a otro de tipo accidental. Este lugar de la unión de lo divino y lo humano en Cristo ya no se concibe haciendo referencia primeramente a la persona subsistente e hipóstasis de Cristo (como categorías ontológicas). Estructuralmente hablando, es la conciencia de Cristo el punto importante para identificar la virtud transformadora de su vida histórica, y esto es claramente una decisión teológica que afecta a la cristología a un nivel más profundo que las diversas concepciones sobre cómo se interpreta o estructura el mundo accidental de la «conciencia» (antes o después de Wittgenstein). En la filosofía postcartesiana, la conciencia es típicamente el último refugio de la identidad personal, un locus intensificado por Kant como conciencia moral introspectiva. Después de Schleiermacher es la conciencia moral introspectiva de Cristo lo que conserva todavía alguna importancia para nosotros en la era científica, después del colapso de la cultura de la metafísica tradicional. Ahora bien, mientras esta interpretación de Cristo dio origen a las grande cristologías «éticas» del liberalismo protestante del siglo XIX, a continuación estableció las bases para su transformación a las cristologías del «pluralismo religioso» durante el siglo XX, donde la unidad de conciencia de Cristo con Dios (o «Última Realidad») se entiende en términos de su capacidad para articular y simbolizar al interior de una cultura y un lenguaje particular, la comunión con Dios que posee de modo ejemplar76.

Podría parecer, en principio, que la cristología de Barth es totalmente diferente a la de Schleiermacher. En primer lugar, Barth rechazó claramente el proyecto básico de Schleiermacher en sus constantes polémicas y críticas abiertas contra la «religión humana» tal como la concebía el liberalismo protestante. En consecuencia, rechazó sistemáticamente especular sobre la naturaleza de la conciencia histórica y religiosa de Jesús. En segundo lugar, Barth es ciertamente postkantiano en su metodología teológica, pero entiende la prohibición moderna de la metafísica de un modo muy distinto a Schleiermacher77. Schleiermacher percibe la limitación kantiana de la razón especulativa como una apertura que potencia la experiencia religiosa, las prácticas éticas del cristianismo y una religión pietista. Barth ve en la misma limitación especulativa el espectro de la humanidad caída, incapacitada para resolver las cuestiones básicas de la religión por sus propias fuerzas, tales como la existencia y la naturaleza de Dios, o incluso el contenido y el significado de la naturaleza humana y de la ética. Por ello, la cristología emerge dialécticamente contra los límites del conocimiento filosófico humano. Más que reinterpretar a Cristo a la luz de presupuesto filosóficos modernos, encuadrándolo en la falacia pseudocientífica del racionalismo, Barth intenta reinterpretar el enigma del sujeto humano moderno (y postkantiano) desde la perspectiva de la revelación en Cristo. El agnosticismo metodológico de Kant se mantiene como estructura en la antropología de Barth, pero traspuesto ahora en una clave cristocéntrica superior. La crisis del sujeto moderno se resuelve solo mediante la revelación dada en el Señor78. Contra la antropología de Schleiermacher, Barth propone una teología cristocéntrica.

En tercer y último lugar, a diferencia de Schleiermacher, Barth persigue una forma de reflexión teológica abiertamente trinitaria y cristológica de carácter claramente ontológico. Reintroduce temas nicenos y calcedonianos en una teología postkantiana, con influencias de las fuentes clásica, así como una ontología del acontecimiento marcada por la influencia de Hegel79. Su trabajo de madurez busca recuperar una ontología de la unión hipostática y de la distinción de «naturalezas» de Cristo como aquel que es a la vez Dios y hombre80. Esta ontología no se alcanza por la razón natural, sino que es posibilitada únicamente a través de la divina revelación expresada en el Nuevo Testamento.

Pero al margen de todas estas diferencias, que no son triviales, hay, sin embargo, importantes semejanzas entre Schleiermacher y Barth. Como se dijo anteriormente, Barth rechaza categóricamente la comprensión del protestantismo liberal sobre el ser humano como una entidad históricamente religiosa; y al hacer eso, pretende librar al cristianismo de cualquier dependencia respecto de una antropología humana o de una teología natural «apriorísticas». Comparte con Schleiermacher, sin embargo, una convicción común con respecto a la crítica kantiana sobre cualquier conocimiento especulativo natural de Dios. Barth pretende (siempre contra el protestantismo liberal) desarrollar una reflexión ontológica sobre Dios a la luz de la elección (CD II, 2), para reflexionar cristológicamente en el ser humano (CD III, 1) y también en el ser de Cristo y sus naturalezas divina y humana (CD IV, 1-2). Pero continuamente insiste que el discurso sobre el verdadero ser de Dios solo es posibilitado por la cristología, nunca de modo natural o filosófico. En otras palabras, defiende con Schleiermacher la imposibilidad de un acceso intelectual a Dios por vía de la razón especulativa. En este sentido, es significativo y no meramente accidental que mantenga una constante reserva respecto a la analogia entis a lo largo de toda su vida81. Barth pretende construir una teología que nos permita superar el problema del secularismo radical del entendimiento humano en la modernidad. Y su manera propia de conseguirlo es releer el agnosticismo especulativo de Kant como una situación «normal» cuando se considera el carácter caído del entendimiento humano sin Cristo. Barth retoma así la crítica luterana contra la theologia gloriae o teología especulativa humana, en favor de la exclusiva teología crucis, de la exclusiva revelación de Dios en Cristo82.

El problema es que, tal como intuyó Schleiermacher, no podemos articular una genuina metafísica calcedoniana sin asumir simultáneamente postulados generales de la metafísica clásica. Calcedonia debe enfrentar el mismo destino que todas las otras formas de ontología premoderna. Si esto último se puede defender, también la cristología clásica puede serlo. En caso contrario, la doctrina tradicional de la Iglesia está en peligro. Si este presupuesto es verdadero, entonces Barth evita enfrentar la cuestión radical. ¿Cómo podemos responder críticamente a la restricción kantiana de pensar especulativamente en Dios de modo general? Si no tenemos una capacidad filosófica (natural) para hablar de la presencia de Dios en el mundo en términos generales, entonces un tratado sobre la ontología de Cristo no será posible.

El mismo Kant, en respuesta a Hume, intentó dejar un espacio conceptual adecuado para una consideración especulativa del problema de Dios como algo distinto de la realidad empírica, y lo hizo defendiendo la posibilidad de un concepto análogo de Dios derivado de estas mismas realidades empíricas. Y aquí apela a la analogía de proporcionalidad83. Ahora bien, también insiste (siguiendo la lógica de sus propios principios epistemológicos) en que cualquier aparición de Dios en la historia necesitaría ser interpretada en total continuidad con las formas de los fenómenos naturales tal como se nos aparecen (en términos estrictos de causalidad natural) o como existiendo en oposición dialéctica con aquellas formas (pensamiento sobrenatural como pensamiento mágico). Cualquier «revelación» gratuita de Dios es o reductible necesariamente al campo de la mera racionalidad o es, de hecho, pura ilusión84. Si se asumen fielmente las consecuencias de la restricción de un pensamiento especulativo sobre la presencia de Dios en la historia, entonces la trascendencia del Dios encarnado, tal como se entiende que se ha revelado en Cristo, es de hecho algo que la mente simplemente no tiene la capacidad de alcanzar intelectualmente. Solo podemos concebir la presencia de Dios en este mundo de manera unívoca, conforme a las categorías naturales de nuestro mundo. La realidad de la divinidad de Cristo presente históricamente en una carne como la nuestra es una verdad intrínsecamente ininteligible si aceptamos los límites kantianos de la razón.

Es claro que, si se adoptan estos presupuestos epistemológicos, hay graves consecuencias para la cristología. En la medida en que Dios es pensado en Cristo, así es pensado en términos puramente naturales. Schleiermacher parece tomar este tipo de transposición de un modo fluido: se da por una reducción del misterio de Jesús al mundo humano de los sentimientos religiosos y de la ética. Lo que importa sobre Jesús no es mantener que hizo milagros o la ontología de la encarnación o el evento histórico de la resurrección. Lo que importa es la evolución de su conciencia religiosa. Cuando la naturaleza humana alcanza el punto culminante de su trayectoria religiosa natural (en Jesús de Nazaret), entonces es divina.

Al parecer, Barth rechaza esta posición; el problema es que no nos ofrece una alternativa satisfactoria. A su modo, Barth intenta comprender la divinidad y el ser de Cristo recurriendo únicamente a categorías intramundanas, basado en acciones humanas y eventos históricos. Aquí descubrimos de modo extraño la sombra de Kant: el pensamiento humano no se puede elevar especulativamente sobre las formas de este mundo y, por ello, Dios, en un acto de condescendencia, asume nuestra propia forma en su divinidad, como camino para mostrarnos cómo es Dios en sí mismo. Pensemos, por ejemplo, en el intento de Barth por interpretar toda la teología trinitaria y cristológica a la luz de la obediencia humana de Cristo (cf. CD IV, 1). En su explicación, descubrimos a Dios en la historia únicamente en la humanidad de Cristo y específicamente en la obediencia humana de Cristo. ¿Cómo pueden las acciones humanas de Cristo revelarnos qué es Dios? Para Barth, Dios ha creado este mundo de modo que la naturaleza humana de Cristo pueda revelarnos en qué consiste la divinidad de Dios desde toda la eternidad. Consecuentemente, el acontecimiento de la obediencia de Cristo en su muerte es la expresión de la misma vida del Hijo de Dios en su constitución eterna. Lo que la cruz nos revela es que el Hijo de Dios es eternamente obediente al Padre85. Pero el argumento va más allá: el acontecimiento de la pasión en el tiempo es de hecho un acontecimiento en la vida misma de Dios. Dios en su propia divinidad obedece y sufre. La misma divinidad de Dios puede padecer la muerte y recuperar la vida eterna. Así es, al menos, como algunos discípulos como Moltmann, Jüngel y Jenson han interpretado a Barth (probablemente con razón) al momento de presentar un retrato historicista de la divinidad de Dios86.

Esta perspectiva es obviamente distinta a la de Schleiermacher. El problema, sin embargo, es que tampoco es capaz de mantener la estructura clásica del pensamiento de Calcedonia. ¿Qué significa decir que Dios «existe» personalmente como ser humano en medio de nosotros? ¿Cómo deberíamos entender la diferencia entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina? Ambas cuestiones apuntan a la necesidad de una metafísica de la analogía del ente: ¿en qué difiere la existencia de la persona del Verbo respecto a la nuestra? Por otra parte, debemos también examinar los distintos sentidos del término «naturaleza»: ¿cómo podemos atribuirla a la esencia humana de Cristo, en cuanto distinta de su esencia divina? Al intentar recuperar la ontología de Calcedonia en un contexto postkantiano, pero sin asumir la metafísica clásica, la «tradición» barthiana no puede responder adecuadamente a estas preguntas. Ha elaborado respuestas que son creativas, pero que son también ambivalentes en su significado.

Continuando con esta crítica, descubrimos que no deja de haber algo irónico en el modo como Barth trata las operaciones humanas de Jesús en cuanto reveladoras de su divinidad. Barth rechaza claramente esta idea del protestantismo liberal según la cual nuestra conciencia religiosa sería el lugar del encuentro entre lo divino y lo humano y, a pesar de ello, intenta encontrar el «sitio» de la unión hipostática en un extraño lugar: la identidad trascendente de Dios se nos revela en un acto voluntario de Cristo hombre (la sumisión libre y voluntaria de Cristo a Dios). Por consiguiente, lo mismo que con la conciencia pietista de Dios en el planteamiento de Schleiermacher (el sentimiento de absoluta dependencia), también aquí un «elemento» accidental del hombre Cristo (la autodeterminación consciente de Cristo) se transforma en el lugar privilegiado de la unión divino-humana. Barth intenta recuperar el sentido de la ontología cristológica clásica contra el protestantismo liberal, pero podría decirse que termina proyectando antropomórficamente un elemento de la vida humana creada en la divinidad.

Podríamos resumir el argumento de este modo: Schleiermacher rechaza la metafísica y recurre a la conciencia, mientras Barth rechaza la metafísica humana y recurre a una suerte de metafísica cristológica revelada. La estrategia de Barth, sin embargo, intentando escapar, al parecer, del reduccionismo de Schleiermacher, termina (irónicamente) transformándose en una aplicación de las categorías humanas e incluso (aún más irónicamente) estas categorías resultan pertenecer a la conciencia. Ahora bien, se pueden evitar estos problemas si aceptamos la posibilidad de una capacidad natural en el ser humano para la reflexión metafísica, siempre y cuando esta metafísica esté equipada con un sentido de la analogía, de modo que los elementos divinos no se reduzcan a los humanos87.

La teología clásica de Calcedonia, por tanto, puede responder tanto a Barth como a Schleiermacher al formular las siguientes preguntas. ¿Está asegurada la unión de Dios y el hombre en Cristo primera y principalmente por su obediencia o por algo más fundamental, es decir, por su identidad personal como Verbo hecho carne? ¿Cristo es obediente y padece en virtud de su divinidad o únicamente en virtud de su humanidad? ¿Existen en la naturaleza divina propiedades distintas de la esencia divina que le permiten atravesar una «historia» del desarrollo a través de actos de obediencia? Siguiendo la más sólida tradición patrística y medieval, podemos decir que Barth falla al momento de reconocer la doctrina de la actualidad pura de Dios88. Dios en su incomprehensible divinidad no está compuesto de potencia y acto y por lo mismo, no está sujeto al desarrollo accidental o al enriquecimiento progresivo89. En consecuencia, si queremos atribuir a Dios características propias del pensar o del querer humanos (incluso lícitamente), estas deben ser repensadas analógicamente cuando las atribuimos a su vida eterna, justamente para salvaguardar el sentido de su divina trascendencia90.

Al apelar a la doctrina de Dios como acto puro, no estoy asumiendo que la metafísica de Tomás de Aquino sea necesariamente correcta o que una versión particular de la metafísica clásica deba abrazarse si se quiere hacer hoy una teología cristiana consistente. Solo sugiero que, al margen de las buenas intenciones de Barth y Schleiermacher, ninguno resuelve adecuadamente el problema de cómo o hasta qué punto la ontología clásica es un elemento necesario para cualquier comprensión de la cristología de Calcedonia. ¿Podemos realmente recuperar esta tradición sin recurrir a las categorías y los conceptos ontológicos tradicionales para hablar de Dios, justamente en el modo en que un pensador postkantiano, de hecho, rechazaría? Si el misterio de Cristo debe entenderse en términos ontológicos, quizás la cristología moderna debería recuperar abiertamente el recto uso de la «metafísica del ser» y el lenguaje de la predicación analógica para hablar de Dios, aun cuando se oponga a las restricciones de Kant. (Volveré sobre este tema con más detalle en los capítulos 3 y 4).

Esta reconsideración de la «analogía del ente» nos permite acercarnos a la oposición problemática que aparece en la cristología moderna entre un polo excesivamente antropológico (representado típicamente por Schleiermacher) y otro exclusivamente cristológico (representado por Barth). La metafísica de santo Tomás postula que la mente humana está abierta en última instancia a trascender la historia, alcanzando su completa perfección solo por el conocimiento de Dios y la consideración analógica de los nombres divinos91. Esta apertura natural a la trascendencia de Dios es un signo de que el entendimiento humano es capaz de ser elevado gratuitamente al orden sobrenatural de la gracia e incluso a la visión beatífica92. En esta explicación, no hay oposición dialéctica entre la revelación cristológica del Dios Trinidad y nuestra auténtica plenitud antropológica. La teología de la persona humana y la teología cristocéntrica no se oponen metodológicamente, sino que se relacionan jerárquicamente. Dios revela quién es en Cristo, de modo que podamos asemejarnos a él por la contemplación de su misterio. Al descubrir a Dios en Cristo, también nos encontramos a nosotros mismos. «El Verbo de la vida[...] se hizo visible, y nosotros hemos visto, […] la vida eterna que estaba junto al Padre. [...] Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 1,1-2; 3,2).

Reflexiones tomistas sobre las condiciones de la cristología moderna

Dos reflexiones tomistas

En la primera parte de este capítulo se ha diagnosticado un problema, en esta segunda se pretende dar un remedio. En lo que sigue, quisiera abordar dos modos en que la cristología de Tomás de Aquino nos ofrece materiales para evitar las dos antinomias especulativas descritas anteriormente, cada una de las cuales ejerce gran influencia en la cristología moderna. Para hacerlo recurriré a algunas distinciones claves de santo Tomás tal como han sido interpretadas por tomistas contemporáneos. Por eso consideraré, en primer lugar, el tema de la posible armonización o integración de la investigación sobre la vida histórica de Jesús con la reflexión doctrinal de Calcedonia. En segundo lugar, consideraré la cristología de Calcedonia y la metafísica del ser y de los nombres divinos. Estas reflexiones son obviamente muy parciales, pero pretenden mostrar distinciones que están presentes en la obra de santo Tomás y que hablan elocuentemente de los problemas descritos más arriba. De este modo, nos señalan las formas en que una cristología moderna se puede concebir según los parámetros modernos. Y en este sentido, sirven también para los capítulos posteriores.

El Hijo encarnado e histórico: el objeto formal y material de la fe

Para responder a la primera pregunta, vamos a recurrir a una conocida distinción tomista (cf., por ejemplo, STh II-II q. 1, a. 1) entre el «objeto formal» de la fe y el «objeto material». El Aquinate escribe en dicho artículo:

El objeto de cualquier hábito cognitivo incluye dos cosas, a saber, lo que se conoce materialmente y esto es como su objeto material; y aquello por lo que se conoce, que es la razón formal del objeto. Así en la ciencia geométrica se conocen materialmente las conclusiones, pero la razón formal del conocimiento son los medios de la demostración por los que las conclusiones se conocen.

Al hablar del acto epistemológico de la fe, el objeto material es la realidad de lo que creemos por la gracia de la fe y hacia la que tendemos por la esperanza y la caridad. En último término, el objeto material es Dios mismo, en quien creemos y que se nos ha manifestado en Cristo. El objeto formal, por su parte, es el medio por el cual o gracias al cual tenemos acceso a Dios y a Cristo en el acto sobrenatural de la fe. Por decirlo más precisamente, el objeto formal es Dios mismo que se revela, el don del conocimiento de Dios que viene a nosotros mediante Cristo, y posteriormente a través de la transmisión de la verdad divina por la Escritura, la Tradición y el magisterio de la Iglesia93. Por la fe nosotros conocemos el misterio de la Trinidad y del Verbo encarnado que ha vivido en medio de nosotros por nuestra salvación. Lo conocemos por fe a través del medio u objeto formal de Dios mismo que se nos revela.

En su Comentario al De Trinitate de Boecio, lo mismo que en la Summa theologiae, santo Tomás recurre a esta distinción para explicar cómo es posible que conozcamos a Dios a través de este medio formal de la revelación y simultáneamente a través de otro medio formal, como lo es la especulación filosófica94. Las dos formas de conocimiento alcanzan el mismo objeto (Dios), pero no se da conflicto entre ambos, porque su modo de llegar a Dios se realiza de diverso modo (y según distintos grados de imperfección)95. Ahora bien, aunque ambas formas de conocimiento sean distintas, no es extraña la una a la otra, porque, como señala el Aquinate al inicio de la Summa theologiae, el conocimiento de Dios por gracia nos permite usar la gramática de la reflexión metafísica sobre Dios, asimilando las verdades de este discurso en una totalidad sapiencial más grande que es específicamente teológica. La sagrada doctrina puede usar la filosofía para ilustrar las verdades teológicas, tal como (analógicamente) la ciencia política puede usar del conocimiento militar para defender a los ciudadanos y los bienes materiales de un estado96. La reflexión metafísica humana sobre la simplicidad de Dios, su bondad, unidad, conocimiento o voluntad, por señalar algunos ejemplos, pueden utilizarse en un contexto que es específicamente teológico, sirviendo por ello para articular en términos más profundos y esclarecedores el misterio de la Trinidad97.

Esta distinción entre los dos objetos formales (que alcanzan el mismo objeto de dos modos distintos), fue el punto de partida para un desarrollo moderno del pensamiento tomista emprendido a principios del siglo XX por el dominico francés Ambroise Gardeil. Como respuesta a la llamada crisis modernista, Gardeil aplicó el análisis tomista sobre la relación entre fe e historia98. Esta fue la reflexión que transmitió a un estudiante suyo, Yves Congar y que podemos encontrar también en el libro clásico de Congar La Tradición y las tradiciones99. En la distinción entre el objeto material y formal, Gardeil percibió la base de muchas afirmaciones importantes relativas a la fe y a la historia.

En primer lugar, el estudio moderno, racional e histórico, con sus reconstrucciones hipotéticas sobre el Jesús histórico o sobre los caminos sinuosos de los desarrollos pasados de la doctrina de la Iglesia, enfoca el tema de Jesucristo o de la doctrina de la Iglesia desde un punto de vista distinto (bajo una formalidad diversa) al del depósito bíblico y eclesial de la fe en cuanto tal. Este primer estudio, aun cuando tiene en cuenta las afirmaciones de la revelación bíblica o las verdades filosóficas relevantes sobre el hombre, procede desde la base de la especulación histórica racional que comienza desde las certezas empíricas de los hechos históricos y procura deducir de estos hechos probables conexiones entre causas y efectos que puedan explicar los desarrollos posteriores100. Por su parte, el misterio de Cristo, tal como es entendido en la Escritura y en la Iglesia, tiene una formalidad distinta. El objeto de su estudio no es menos concreto en su naturaleza (pues nada más concreto que la encarnación y la resurrección de Cristo), pero esta forma de reflexión llega a lo profundo de la realidad y a los acontecimientos históricos causados divinamente a niveles que el sentido y la mera razón empírica no pueden percibir y que las reconstrucciones de la razón histórica (sin importar cuán formada filosóficamente esté) no pueden demostrar o verificar. El conocimiento teológico de los misterios de la fe está más próximo al conocimiento natural propiamente metafísico u ontológico que a las matemáticas o a las ciencias empíricas. Después de todo, el ser, la esencia, la unidad y la bondad se encuentran presentes en toda la realidad creada, pero no son objeto de la experiencia sensible. El misterio de Dios revelando en Cristo es así. Nosotros no podemos ver la divinidad con nuestros ojos, pero sí podemos alcanzarlo mediante un juicio intelectual. Formalmente hablando, el misterio es totalmente trascendente a la razón humana en cuanto tal (incluida la metafísica) y propiamente sobrenatural. En consecuencia, la metodología del estudio histórico-crítico moderno respecto a la vida de Jesús no se puede emplear para proporcionar los fundamentos para aceptar la verdad de la fe cristiana en cuanto tal. Estos fundamentos solo pueden recibirse sobrenaturalmente por la gracia y entenderse bajo esta luz101.

Debemos notar que el carácter sobrenatural de la «ciencia» teológica fue algo que tanto Kähler como Barth entendieron correctamente y que defendieron contra el pretendido intento del liberalismo protestante de hacer derivar los principios fundamentales de la cristología a partir del moderno estudio de la historia. [Una crítica similar se puede encontrar en John Henry Newman contra el intento anglo-católico de derivar las normas de la doctrina católica a partir del estudio personal de la historia de la doctrina102]. No obstante, la aceptación del realismo sobrenatural no implica que el objeto material de la fe (en este caso el misterio de Jesucristo) no pueda ser también comprendido de un modo complementario mediante el recurso al «medio formal» del estudio histórico sobre Jesús, el estudio histórico de la eventual formación del canon del Nuevo Testamento, de la doctrina eclesial, etc. Al contrario, estas formas de conocimiento pueden contribuir a una mejor comprensión del objeto material que estamos considerando (Jesús de Nazaret), pero solo en la medida en que enriquecen los «datos» originales de la revelación divina; en cuanto iluminan los principios de la ciencia teológica, no como si los demostraran103. El estudio histórico puede aprovecharse después del dato, por decirlo de alguna manera, al servicio de la fe teológica para investigar más a fondo cómo los principios de la fe fueron revelados, dados o recibidos en los contextos históricos posteriores104. La reflexión histórica también nos puede hacer más sensibles frente a algunos aspectos de la vida de Jesús de Nazaret, y tal conocimiento puede a su vez invitarnos a una reflexión más profunda. El misterio ontológico del Verbo encarnado implica unas condiciones histórico-culturales como dimensiones intrínsecas de su realidad que pueden ser estudiadas racionalmente, y por esta razón, el conocimiento de estas circunstancias empíricas e histórico-culturales de Cristo nos invita a una más profunda reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado. En último término, sin embargo, ninguna de estas circunstancias de la vida de Cristo puede ser completamente entendida excepto por el recurso a la fe sobrenatural, puesto que solo en este nivel alcanzamos el núcleo ontológico más profundo de su persona. Por consiguiente, el estudio histórico no nos permite determinar lo que sostiene la fe, aunque nos puede ayudar a clarificar qué es razonable creer y qué no lo es con relación al modo histórico en que un misterio tal fue desvelado históricamente.

Permítaseme poner un ejemplo para ilustrarlo recurriendo a una breve consideración tomista sobre las teorías de N. T. Wrigth relativas a la «intencionalidad sacrificial» del Jesús histórico en las vísperas de su muerte105. Como todos saben, el sistema sacrificial en tiempos de Jesús giraba en torno a la aplicación de los preceptos del Levítico y del Deuteronomio sobre los sacrificios físicos en el contexto del Segundo Templo y de su sociología cultual, política y económica. Sin embargo, en la generación posterior a la muerte de Jesús, los cristianos que redactaron los escritos del Nuevo Testamento consideraban la muerte de Jesús como un «sacrificio» único y definitivo106. Usando imágenes sacrificiales del Antiguo Testamento para describir el sentido de su muerte, sostenían que este acontecimiento había, de alguna manera, reemplazado la economía de los sacrificios del Templo y que tenía efectos redentores para toda la humanidad. También afirmaban (indudablemente) que la eucaristía significaba y hacía presente el cuerpo y la sangre sacrificados de Cristo107.

Pero incluso si todo esto es así, ¿podemos simplemente contentarnos con desarrollar una teología del sacrificio a partir del Nuevo Testamento, si Jesús de Nazaret, él mismo un judío del siglo primero, nunca hubiera concebido su propia muerte en términos sacrificiales? Claramente el objeto formal de la fe es el significado de la muerte de Jesús tal como es presentada y comprendida en la fe y por la fe como Dios lo ha revelado en la Escritura. Aún más, el Nuevo Testamento atribuye a Cristo en varias ocasiones una voluntad de ofrecer su vida «sacrificialmente» por la multitud. Sin embargo, esto no hace irrelevante la pregunta por cómo podemos explicar históricamente el origen de esta creencia en la vida de Jesús en el contexto del judaísmo del Segundo Templo, o la cuestión por cómo su mismo modo judío de expresarse en este contexto histórico pudo haber iluminado su propia convicción respecto del significado «sacrificial» y soteriológico de su muerte. Este es el tipo de argumento probabilístico e hipotético que Wright, por ejemplo, proporciona recurriendo al medio formal de la especulación histórica, siguiendo en esto a otros académicos como Martin Hengel108 y George Caird109, sobre los cuales construye su propia obra110.

Por ejemplo, si podemos remontar la narración de la institución de la eucaristía a la primera comunidad cristiana de Palestina («esta es la sangre de la alianza que será derramada por muchos»), entonces tenemos la evidencia de una teología primitiva sobre la muerte de Jesús que puede razonablemente (por el recurso a los modos histórico-críticos de argumentar) ser considerada como originada con el mismo Cristo. A su vez, esta teología de Jesús de Nazaret nos remite al sacrificio fundacional de la alianza de Éxodo 24 (donde se origina la expresión «sangre de la alianza») y que aparece en el Éxodo como aquello que estableció un contrato de comunión entre las doce tribus y el Dios de Israel. Si Jesús no solo previó su muerte, sino que la interpretó de antemano como una renovación radical y como cumplimiento de la alianza de Éxodo 24, incluso como una universalización de la alianza «por muchos» (cf. Is 53,10-12) y si lo manifestó a sus seguidores por medio de la prescripción de un nuevo modo de sacrificio que ahora tiene lugar fuera del Templo, entonces comenzamos a comprender cómo Cristo en la historia era consciente de explicar el carácter sacrificial de su muerte en términos específicamente judíos y, al mismo tiempo, interpretó su propia vida y misión como poseyendo un significado completamente singular y autoritativo111.

Una muestra de estas imágenes de la autoconciencia de Cristo podría sugerir con una profundidad mayor y más rica cómo el Verbo encarnado se pensaba a sí mismo (su identidad y autoridad), en el contexto del judaísmo del primer siglo, incluso sugiriendo con cierta posibilidad cómo las palabras y acciones del Jesús histórico dieron origen a las creencias posteriores tal como están promulgadas en los escritos del Nuevo Testamento. Pero ¿estas hipótesis históricas determinan el contenido del objeto de la fe o prueban su veracidad? Por ejemplo, si puede mostrarse tan solo con los principios de la razón natural que es históricamente probable que Jesús de Nazaret interpretara su próxima ejecución en términos sacrificiales, ¿demuestra esto que la muerte de Jesús debería considerarse teológicamente como si fuera un sacrificio? Por supuesto que no. Este conocimiento se da al hombre únicamente a través de la gracia, por la acción del Espíritu Santo que nos enseña por medio de la Escritura, la Tradición y la proclamación viva que lleva a cabo la Iglesia. ¿Nos permiten estas reflexiones históricas vislumbrar cómo la vida histórica del Hijo de Dios podría haberse desenvuelto en su contexto histórico y defender una explicación histórica plausible de Jesús en clave apologética contra las construcciones históricas secularistas que intentan contradecir el testimonio de la doctrina misma del Nuevo Testamento? Sí lo hacen, o al menos podrían hacerlo en principio. La ciencia histórica de la investigación histórica racional moderna (que aunque es más modesta en sus certezas que muchas otras ciencias, es capaz de algunas conclusiones demostrativas) puede ponerse al servicio de la fe, como un intento de descifrar una comprensión más perfecta de su objeto material, el Hijo hecho hombre, incluso cuando queda claro que este estudio histórico no proporciona ni alcanza el acceso radical al misterio de Cristo que nos otorga solo la fe por medio de su objeto formal. La confusión o mezcla entre estos dos objetos en la que incurrió Schleiermacher obscurece el misterio sobrenatural de Cristo y encierra su sentido a las especulaciones reduccionistas de los eruditos histórico-críticos y sus conjeturas. Barth expurga (o al menos reduce severamente) la posibilidad de que tales conjeturas sean usadas de manera significativa al servicio del objeto de fe como una forma de la razón histórica al servicio de la revelación. Gardeil busca distinguir en orden a unir. Reconoce la contribución de la reflexión histórico-crítica como una ciencia inferior de la razón que puede ser asumida sapiencialmente por la ciencia superior (e irreductiblemente integral) de la divina revelación. Es solo desde esta última ciencia, sin embargo, de donde la teología recibe sus primeros principios.

Cristología calcedoniana y conocimiento metafísico de Dios: acto primero y segundo

El segundo tema mencionado más arriba se refiere a la relación entre la ontología clásica de Calcedonia y la moderna restricción filosófica de un conocimiento especulativo sobre Dios. Si asumimos por principio que la mente humana está limitada a considerar las realidades trascendentes únicamente bajo la perspectiva de la univocidad intramundana, ¿podemos realmente explicar teológicamente la redención del moderno yo humano por la experiencia de una dependencia religiosa absoluta o por un actualismo revelador que nos abriera a una reflexión ontológica sobre las profundidades de Dios? En otras palabras, ¿debe la cristología someterse a los límites del naturalismo filosófico postkantiano?

He insinuado ya que la recuperación de una metafísica del ser y de los nombres divinos es una parte integral dentro de la renovación cristológica calcedoniana. Ahora quisiera sugerir dos modos en los que la reflexión tomista sobre el ser de Cristo ofrece un remedio a nuestros entendimientos secularizados: no una cura desde Wittgenstein, sino más bien, desde Tomás de Aquino. Esto es, no se trata de replantear el lenguaje ordinario que ya conocemos, sino de replantear desde dentro de la cristología nuestras capacidades naturales para conocer a Dios. ¿Qué nos enseña Cristo sobre nosotros mismos y sobre las capacidades trascendentes y el sentido teleológico de la mente humana? Al responder estas cuestiones, consideraremos primero un punto relativo a las preocupaciones de Barth y luego otro como respuesta a Schleiermacher112.

Estos dos puntos pueden elaborarse sobre otra distinción tomista clave; una distinción no epistemológica, sino metafísica. La distinción que hace santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) entre acto primero y acto segundo113. La actualidad primera, para Tomás de Aquino, pertenece a la substancia de la cosa, su ser en acto como un cierto todo que posee una determinación esencial114. Estar en acto, en el primer caso, significa simplemente ser como un único ente de tal tipo. Por ejemplo, podemos decir que desde el momento en que es concebida una persona, aunque en estado embrionario es ya un nuevo ser humano y este ente, eventualmente, se desarrollará de muchos modos, pero conservará su continuidad substancial a lo largo del tiempo. Siempre existirá en acto. El segundo modo de actualidad, el acto segundo, pertenece a las operaciones; por ejemplo, a la conciencia y a la razón reflexiva, o a la deliberación, o la elección, que se desarrollan y manifiestan progresivamente. Estas operaciones se dan en la persona humana de modo habitual de manera que hacen su comportamiento predecible y sujeto a descripciones normativas (por ejemplo, bajo la forma de vicios o virtudes). Estos actos segundos de la persona (como los actos operativos de la piedad y la obediencia) son propiedades accidentales de la substancia, actos segundos relativos al acto primero que sí es substancial115.

Por tanto, es importante para nuestro objetivo considerar la unión de Dios con el hombre de acuerdo con estos dos modos de ser en acto. La encarnación, en la cual Dios existe como hombre, toma lugar principalmente según el primero de estos modos: Dios subsiste personalmente como un hombre. Nuestra unión con Dios, por el contrario, tiene lugar principalmente según el segundo modo, a saber, mediante las operaciones humanas. Por la gracia operante podemos llegar a conocer a Dios y a amarlo, de modo que nos unimos a él por nuestras acciones humanas116. Esta distinción es importante, porque nos permite ver claramente el verdadero «locus» de la encarnación que es exclusivo de Cristo. Éste no puede estar en la conciencia humana de Jesús ni tampoco en su operación humana de obediencia; se da en la verdadera substancia de la persona de Cristo.

De acuerdo con el modo que tiene el Aquinate de establecer la cuestión, la unión de Dios y el hombre en Cristo es substancial y no accidental. Tiene lugar en la persona subsistente del Verbo y no en las acciones accidentales del hombre Jesús. El Hijo une a su propia persona una naturaleza humana. Consecuentemente, el hombre Cristo Jesús es la segunda persona de la Trinidad117. De este modo, el Verbo existe como hombre de manera que su cuerpo y sangre subsisten en virtud de su esse (el ser actual del mismo Verbo). O, por decirlo de un modo ligeramente diverso, la naturaleza humana del Verbo encarnado subsiste en su persona en virtud de su ser actual divino118. Por lo tanto, todo lo que ocurre a Jesús en su naturaleza humana, desde el momento de su concepción hasta su muerte, es atribuido propiamente al mismo Dios. Así decimos, por ejemplo, que el Hijo de Dios lloró o que el Hijo de Dios fue crucificado119. También podemos decir que Dios obedeció en cuanto hombre o que Dios sufrió en su naturaleza humana. Pero si hacemos esto, lo podemos decir gracias a la subsistencia hipostática del Verbo en la naturaleza humana, y por una trasposición de los atributos humanos a la naturaleza divina. Aunque pongamos la unión de Dios y el hombre en la hipóstasis del Hijo, debemos todavía distinguir adecuadamente entre la naturaleza humana y la divina de Cristo y entre sus operaciones divinas y humanas.

Debe notarse que el ser-en-acto (entelecheia) es entendido por Aristóteles y Tomás de Aquino como significado analógicamente y como poseyendo semejantes, pero no idénticos modos de realización. Podemos estar en acto substancialmente o bien accidental y operativamente120. En este caso, estamos hablando de una analogia entis o realización analógica del ser humano creado que es distinta del tema del conocimiento analógico de Dios basado en el conocimiento natural de las criaturas (teología natural). Ni Barth ni Schleiermacher, sin embargo, captan adecuadamente esta distinción analógica y por ello ambos piensan unívocamente el ser-en-acto de las operaciones (la conciencia de dependencia religiosa de Jesús o la obediencia humana de Cristo) como equivalentes o susceptibles, de alguna manera, de significar formalmente el ser en acto del subsistente (la persona de Cristo en su unidad de ser con el Padre). Esto es lo que los lleva, en dos caminos distintos, a buscar localizar la unión divino-humana en Cristo en las acciones humanas de Jesús. Adicionalmente, Barth no identifica con precisión lo que distingue las operaciones de las naturalezas divina y humana de Cristo. Las operaciones humanas se transforman así en ventanas de las operaciones de la divinidad, como si de algún modo fueran iguales.

He sugerido más arriba que el problema subyacente al que debemos responder es si la cristología de Calcedonia depende en parte de nuestra aceptación de cierta forma de ontología clásica. Si damos la vuelta a la cuestión, también podríamos preguntarnos si una forma consistente de la cristología de Calcedonia posee un recurso implícito al pensamiento analógico para hablar de Dios en términos metafísicos. Piénsese, por ejemplo, en el discurso relativo a la «existencia» que las especulaciones de santo Tomás sobre Calcedonia implican. Requieren que podamos decir que Cristo, este hombre concreto, es Dios y que Dios existe como este hombre121. Esta noción de la existencia del Verbo hecho carne es ciertamente solo accesible para nosotros por el misterio de la fe, y de nuevo, a través del medio del objeto formal revelado en la Escritura. Sin embargo, puesto que exige de nosotros hablar de la relación entre la existencia de Dios Creador y de su creación (porque es el Creador existente que existe como hombre), este lenguaje también implica que el concepto de la encarnación no sea totalmente extraño a nuestro modo ordinario de conocer. Como conocimiento no cae dentro de nuestro alcance ordinario de conocer, y por eso se nos debe revelar en la fe y por la Escritura; pero cuando esto ocurre, la verdad no es algo extrínseco a nuestro pensamiento de modo que permanezca ininteligible. Al contrario, en cuanto sujetos humanos dotados de inteligencia, somos capaces de realizar por gracia un acto intrínsecamente intelectual de fe. Si esto no fuera así, seríamos sujetos tan aptos para recibir la revelación como una roca.

Lo que sugiere esta línea argumental es importante. Dentro de los mismos límites de nuestro conocimiento humano ordinario, poseemos ya una vía para pensar en la existencia que está intrínsecamente abierta a Dios e incluso a la posibilidad de hablar de Dios que existe como uno de nosotros; lo cual no impide reconocer, al mismo tiempo, que la existencia de Dios como creador del mundo no se identifica unívocamente con nuestro propio modo de existir, aun cuando el creador exista como hombre. Existe una analogía del ser implícita en la cristología, pace Kant, Schleiermacher y Barth. Reconocer, por tanto, la presencia trascendente de Dios en Cristo (incluso en medio de su inmanencia como uno de nosotros) exige que nosotros como creaturas estemos naturalmente abiertos a la reflexión sobre la trascendencia metafísica de Dios y que podamos luego establecer una relación con su existencia a través del pensamiento conceptual y analógico. Esta forma de pensamiento cristológico no reduce nuestra comprensión de Dios a la comprensión del mundo. La bondad de Cristo como Dios no es idéntica a su bondad como hombre. Su obediencia como hombre no es idéntica con su divina voluntad como Dios. Un pensamiento analógico de este tipo evita reducir la divinidad de Cristo a formas naturales de este mundo. Todo esto sugiere que si el ser humano puede creer en la encarnación (por la gracia), entonces es también capaz de un pensamiento natural y analógico sobre la trascendencia de Dios. Es decir, la cristología hace un uso implícito de la teología natural122. Si creemos en la encarnación, debemos recuperar cierta forma de metafísica clásica.

¿Qué deberíamos decir, por tanto, del «acto segundo»? ¿Qué valor tienen las acciones de Cristo como revelación del Hijo de Dios y como revelación para nosotros de lo que significa ser realmente hombres? Aquí quisiera cambiar el punto de énfasis de Barth a Schleiermacher. Más arriba he argumentado que Barth quiere recuperar una ontología calcedoniana sólida en la modernidad, pero que falla al momento de identificar de modo correcto el lugar de la unión divino-humana en Cristo (en la subsistencia del Verbo hecho carne). Esto se debe, en parte, a un equivocado rechazo (o uso incorrecto) de la metafísica del ser. Schleiermacher, por su parte, apela a la religiosidad humana de Jesús como modelo de nuestro encuentro con Dios, pero esta aproximación a Cristo sustituye la cristología de Calcedonia. En una cristología ordenada, sin embargo, no deberíamos vernos obligados a elegir entre una ontología de la unión hipostática y una antropología teológica centrada en las acciones humanas de Cristo.

Para ejemplificar esta afirmación, recurriré a un punto soteriológico desarrollado por Jacques Maritain en su libro «Sobre la gracia y la humanidad de Jesús»123. El libro de Maritain contiene un análisis del conocimiento de Cristo, y específicamente sobre su visión beatífica durante su vida terrena, es decir, un análisis del conocimiento inmediato e intuitivo de su propia identidad, así como el conocimiento del Padre y del Espíritu Santo. Tal como lo han notado algunos comentadores de santo Tomás, el mismo Maritain entre ellos, el Jesús histórico no creía por fe que él era Dios, sino que sabía quién y qué era en virtud de una más alta e inmediata percepción124. Sabía también que había venido al mundo para salvarnos. Esta es una doctrina tomista clásica (y también una enseñanza del magisterio ordinario de la Iglesia)125. Lo que Maritain señala en este punto es que hay una doble referencialidad o, podríamos también decir, relatividad en el conocimiento humano de Cristo, esto es, en su «acto segundo» de conciencia, por extraordinario que esto sea126. Por una parte, está la conciencia actual de Cristo por la que conoce su propia identidad como Hijo que dice relación a su ser de Hijo; a su acto primero como indicamos antes. Esto quiere decir que Cristo conoce en cuanto hombre que es uno con el Padre y que desea comunicar este conocimiento de su unidad a los discípulos mediante el acontecimiento de su pasión y muerte (Jn 17,11). Por otra parte, su conciencia nos revela el bien último de nuestra naturaleza humana. Puesto que somos criaturas intelectuales, nosotros estamos hechos para ver a Dios cara a cara en la visión beatífica, que es lo único que satisface definitivamente el corazón humano y su anhelo de la verdad última y del bien imperecedero (Jn ١٧,٢٤)127.

Si aceptamos esta doble concepción de la conciencia de Cristo, podemos superar algunas de las dificultades presentes en la teología moderna, heredadas del pensamiento de Schleiermacher. Contra la tendencia del protestantismo liberal, una cristología tomista sobre la conciencia de Cristo no absolutiza la conciencia de Jesús como lugar exclusivo donde se constituye o mide su unión con Dios. Al contrario, considera la autoconciencia de Jesús como medida por y como testigo de un fundamento ontológico más profundo que es la unidad de Cristo con el Padre. Barth está en lo correcto cuando señala que una teología que ponga el énfasis en los actos de religión de Cristo puede encerrarnos en una forma reductiva de antropocentrismo o en una genérica «filosofía de la ética religiosa». Una explicación tomista, sin embargo, de la conciencia de Cristo como «acto segundo» evita este peligro y nos invita a desarrollar una teología de la persona humana que es teocéntrica en un sentido máximamente trinitario. En efecto, para el Aquinate, Cristo en cuanto hombre es consciente de modo humano de su identidad divina en virtud de la visión beatífica. Consecuentemente, puede revelarnos en su obrar humano y en sus enseñanzas quién es Dios. Además, si solo la visión del Dios Trino satisface y, en último término, redime la persona humana, entonces Cristo también revela a la humanidad lo que ella es, puesto que posee como hombre este conocimiento inmediato de Dios al que estamos llamados. Él vino a nosotros en naturaleza humana para revelarnos la vida íntima de Dios que es Trinidad y para llamarnos a sí mismo en la visión definitiva de la esencia divina y en la revelación directa de Dios a la mente humana.

Si lo que he argumentado es cierto, entonces la teología tomista nos invita a superar la oposición moderna y problemática entre la ontología cristológica y la dimensión antropológica de la teología. Tomás de Aquino señala claramente en las primeras cuestiones sobre la bienaventuranza de la Prima-Secundae que alcanzamos nuestra completa felicidad y así llegamos a ser nosotros mismos solo por medio de la visión de Dios, que no es sino una forma de conocimiento que trasciende todo objeto histórico y al cual estamos naturalmente abiertos o capacitados de alcanzar, aunque no de procurar por nuestras propias fuerzas128. Esta orientación radical hacia el Dios trinitario, por medio de la visión, solo se realiza por la gracia de Dios que se nos da en Cristo. Todo está centrado, por lo tanto, en Jesús, que es el camino al Padre y él mismo el Verbo eterno que procede del Padre y que con el Padre espira el Espíritu Santo. Estamos llamados a conocer a Dios en el tiempo final (esjaton), en la alegría extática por la cual nuestro entendimiento es sacado de la preocupación por sí mismo y es llevado a la única contemplación de la Trinidad. Santo Tomás insiste que cuando amamos por caridad amamos a Dios por Dios mismo, solo por la misma bondad de Dios, a través de un amor y de una admiración a Dios que lo sitúa por encima de todo otro bien, incluso sobre nuestro propio bien de la eterna felicidad129. No existe, por tanto, rivalidad alguna entre una teología de la persona humana y una teología teocéntrica. Bajo la gracia, la persona humana es redimida, de modo que se hace consciente de que él o ella depende de Dios para su salvación, pero que esta salvación nos viene por el conocimiento del verdadero ser y de la vida del Verbo encarnado, que ha habitado en medio de nosotros; Dios mismo viviendo entre nosotros como hombre.

Conclusión

¿Qué ha intentado establecer este prolegómeno? Comenzamos con un análisis yuxtapuesto de dos teólogos modernos: Schleiermacher y Barth. He argumentado que, a pesar de sus diferencias, existen dificultades comunes entre ellos porque sus respectivas teologías, aunque ingeniosas, no consiguen resolver adecuadamente ciertas cuestiones esenciales. ¿Puede armonizarse el concilio de Calcedonia con un recto uso de los estudios bíblicos modernos sobre Jesús? ¿Puede entenderse rectamente la ontología de la encarnación sin recurrir a elementos claves de la tradición metafísica prekantiana? He sugerido que hay problemas tanto con la respuesta de Schleiermacher como con la de Barth a ambas preguntas. El uno pone el acento en el estudio histórico moderno sobre Jesús y en una antropología filosófica postkantiana. El otro pone el acento en el retrato bíblico de Cristo y en la ontología exclusivamente bíblica. De este modo, ninguno resuelve suficientemente la pregunta por cómo podemos reconciliar el retrato bíblico de Cristo con los modernos estudios históricos sobre Jesús. Y tampoco nos ofrecen una adecuada comprensión de la relación entre la ontología calcedoniana y una metafísica realista que reconozca nuestra capacidad de establecer un discurso analógico respecto al Dios trascendente.

Una condición para una cristología moderna coherente es que defienda una teología calcedoniana basada fundamentalmente en la revelación de las Escrituras y en la tradición dogmática, pero que pueda hacer también un uso razonable de las aproximaciones histórico-críticas a la figura de Jesús. Otra condición es que la moderna cristología pueda responder a la restricción kantiana respecto al conocimiento especulativo de Dios. Cualquier investigación medianamente profunda sobre Cristo (sobre Dios presente entre nosotros en la historia) debe recurrir a nuestra capacidad humana para hablar de los atributos de Dios. Este acento metafísico es también necesario en teología para que podamos identificar rectamente en qué punto (o en cuál no) Cristo debe entenderse como modelo de la perfección humana por sus actos de conocimiento y de amor o, por usar una terminología moderna, en su conciencia religiosa de Dios.

Por tanto, una teología tomista moderna necesita estar atenta tanto al ser personal de Cristo como a sus operaciones o actividades. ¿Quién es Cristo en cuanto persona? ¿Qué es la unión hipostática y cómo debe entenderse el hecho de que el Verbo subsiste en una naturaleza humana? Estas son las preguntas que se abordarán en los capítulos 1 y 2. A la luz del misterio de la encarnación, consideraré luego la relación entre este misterio y la analogía del ente en los capítulos 3 y 4. Posteriormente, en el capítulo 5, procederé a una reflexión sobre las operaciones humanas de Cristo; su conocimiento y su obrar voluntario. Estas consideraciones funcionan como fundamentos para el estudio de la segunda parte del libro, en la cual se considera el acto salvífico de Cristo, realizado en su vida, muerte y resurrección. Es a la teología de la unión hipostática, por tanto, a lo que ahora debemos dirigirnos.

55. Cf. Hermann Samuel Reimarus, Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verehrer Gottes, ed. Gerhard Alexander, 2 vols. (Frankfurt-am-Main: Insel, 1972); G. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos. Introducción, traducción y notas de Agustín Andreu Rodrigo (Madrid: Editora Nacional, 1982). El argumento sobre la profunda discontinuidad entre el Jesús histórico y el Cristo del Nuevo Testamento fue desarrollado originalmente por Spinoza y los deístas ingleses y formulado posteriormente de modo explícito por Reimarus y Lessing. Para la discusión histórica, cf. J. Israel, Radical Enlightenment: Philosophy in the Making of Modernity 1650–1750 (Oxford: Oxford University Press, 2001), 197–229, 447–76.

56. Para un análisis sobre las nociones kantianas y heideggerianas relativas a la metafísica clásica como «ontoteología» y las respectivas críticas a dicha metafísica que hacen ambos autores, cf. O. Boulnois, Être et representation: Une généologie de la métaphysique moderne à l’époque de Duns Scot (XIIIe-XIVe Siècle) (Paris: Presses Universitaires de France, 1999); T. J. White, Wisdom in the Face of Modernity: A Study in Thomistic Natural Theology (Naples, Fla.: Sapienta Press, 2009).

57. ¿Realmente nuestra época es «postmetafísica»? La filosofía analítica se interesa, ciertamente, por cuestiones metafísicas, sean o no clásicas (así, por ejemplo, Kripke, Plantinga, Searle o Swinburne). Ahora bien, tales consideraciones no generan un tipo de discurso normativo en la cultura universitaria como las referencias del pensamiento metafísico lo hicieron en la época premoderna. En la comunidad científica en general, el empirismo y el postmodernismo siguen siendo los modos predominantes de unificar el discurso filosófico. Además, al margen de lo que pueda pensarse sobre el renacer de la metafísica en la filosofía analítica, este desarrollo ha afectado muy poco a la teología protestante y católica postkantiana (que han tendido a adoptar sus principios centrales de la filosofía continental).

58. Bruce McCormack argumenta en Karl Barth’s Critically Realistic Dialectical Theology: Its Genesis and Development, 1909–1936 (Oxford: Clarendon Press, 1995) que la crítica kantiana de la metafísica es el soporte de gran parte de la teología temprana de Barth. Desarrolla esta idea con relación al trabajo maduro de Barth en «Karl Barth’s Version of an ‘Analogy of Being’: A Dialectical No and Yes to Roman Catholicism», en The Analogy of Being: Invention of the Antichrist or the Wisdom of God?, ed. Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans: 2010). Diversas cristologías postkantianas y «postmetafísicas» han sido desarrolladas por E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, trad. Fernando Carlos Vevia (Salamanca: Sígueme, 1984) y J. Moltmann, El Dios crucificado: la Cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, trad. Severiano Talavero Tovar (Salamanca: Sígueme, 1977).

59. En el mundo académico anglófono, Schleiermacher y Barth se consideran generalmente como los representantes de dos modos distintos de dialogar con los problemas teológicos modernos. Es también frecuente, sin embargo, reconocer que ambos tienen premisas comunes. En este sentido se puede ver, H. Frei, Types of Christian Theology, George Hunsinger et William C. Placher (eds.) (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1992), donde clasifica a ambos pensadores (al margen de sus diferencias) en un mismo «tipo» de teología. Una lista extensa de las obras donde aparece la conexión entre estos dos pensadores puede encontrarse en la bibliografía de M. Gockel, Barth and Schleiermacher on the Doctrine of Election (Oxford: Oxford University Press, 2006).

60. F. Schleiermacher, Der christliche Glaube (Berlin: G. Reimer, 1821–22); La fe cristiana. Expuesta coordinadamente según los principios de la Iglesia evangélica, trad. Constantino Ruiz-Garrido (Salamanca: Sígueme, 2013); A. Ritschl, Die christliche Lehre von der Rechtfertigung und Versöhnung, 3 vols. (Bonn: A. Marcus, 1870–74) y Theologie und Metaphysik: zur Verständigung und Abwehr (Bonn: A. Marcus, 1887); W. Herrmann, Die Religion im Verhältniss zum Welterkennen und zur Sittlichkeit: eine Grundlegung der systematischen Theologie (Halle: M. Niemeyer, 1879); A. von Harnack, Das Wesen des Christentums (Leipzig: J. C. Hinrichs, 1900).

61. F. Schleiermacher, La fe cristiana, 93: «A pesar de todo hay que afirmar que incluso la visión más rigurosa de la diferencia entre él y todos los demás hombres no nos impide afirmar que la aparición de Cristo, considerada precisamente como la encarnación del Hijo de Dios, es un hecho natural. Porque, en primer lugar, tan cierto que Cristo era un hombre, en la naturaleza humana tiene que residir la posibilidad de asumir en sí lo divino mismo, como sucedió en Cristo […]. Pero, en segundo lugar: incluso si solo la posibilidad de esto reside en la naturaleza humana, de tal manera que la implantación real en ella del elemento divino tenga que ser puramente un acto divino y, por tanto, un acto eterno, sin embargo, la aparición particular de este acto en una Persona particular debe considerarse al mismo tiempo como una acción de la naturaleza humana, fundamentada en su constitución original y preparada para ello por toda su historia pasada, y consiguientemente como el más elevado desarrollo de su poder espiritual».

62. Id., La fe cristiana, 452: «Consiguientemente, la fe en estos hechos no es un elemento independiente de la fe original en Cristo, de un tipo tal que no podríamos aceptarle como Redentor o reconocer el ser de Dios en él si no supiéramos que había resucitado de entre los muertos y tiene que haber ascendido a los cielos, o que, puesto que careció esencialmente de pecado, ha de regresar de nuevo para actuar como juez. Antes bien, tales creencias son aceptadas únicamente porque se encuentran en las Escrituras; y todo lo que puede exigirse a un cristiano protestante es que crea en esos hechos, mientras considere que están adecuadamente atestiguados». El juicio relativo a una certificación propia parece permitir una investigación racional-histórica para determinar si se deben considerar doctrinas con base histórica. Sin embargo, su importancia es secundaria ya que, como doctrinas, se han desplazado fuera del ámbito propio del objeto de «la fe original en Cristo».

63. Ibid., 452.

64. Ibid., 417–18.

65. M. Kähler, Der sogenannte historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus (Leipzig: A. Deichert, 1892); The So-Called Historical Jesus and the Historical Biblical Christ, trans. Carl E. Braaten (Philadelphia: Fortress, 1964).

66. Id., The so-Called Historical Jesus, 54–56: «Obviamente no podríamos negar que la investigación histórica puede ayudar a explicar algunos elementos particulares de las acciones y actitudes de Jesús, lo mismo que muchos aspectos de su enseñanza. Tampoco exageraré mi posición lanzando una duda sobre la capacidad de los historiadores para trazar los contornos de las instituciones y fuerzas históricas que influyeron en el desarrollo humano de nuestro Señor. Pero es comúnmente reconocido que todo esto es totalmente insuficiente para un trabajo biográfico en sentido moderno. Un trabajo de este tipo nunca puede contentarse con un modesto análisis retrospectivo, ya que, al reconstruir un oscuro evento del pasado, también quiere convencernos de que sus conclusiones a posteriori son exactas. El método biográfico gusta en tratar ese periodo de la vida de Jesús del cual no tenemos fuentes y pretende en particular explicar el curso de su desarrollo espiritual durante su ministerio público. Pero para llegar a este resultado, es necesario algo más que un simple análisis cauteloso. Una fuerza externa debe reconstruir los fragmentos de la tradición. Esta fuerza no es otra que la imaginación del teólogo, una imaginación que ha sido formada y alimentada en analogía con su propia vida y con la vida humana en general […]. En otras palabras, un biógrafo que describe a Jesús es siempre alguien dogmático, en el sentido peyorativo del término». [N. del t.: Las traducciones, cuando no ha sido posible acceder al original o a su versión castellana, están hechas sobre el texto citado por el autor].

67. Ibid., 66–67: «El Cristo real es el Cristo predicado. El Cristo predicado, sin embargo, es precisamente el Cristo de la fe. Él es el Jesús a quien contemplan los ojos de la fe en cada paso que da y en cada sílaba que pronuncia; el Jesús cuya imagen imprimimos en nuestras mentes porque queremos y podemos comunicarnos con él, con nuestro Señor vivo y resucitado. La persona viva de nuestro Salvador, la persona del Verbo encarnado, de Dios revelado, nos contempla desde esta imagen que está profundamente impresa en la memoria de sus discípulos… y que fue finalmente desvelada y perfeccionada gracias a la iluminación de su Espíritu». Una propuesta semejante y contemporánea puede encontrarse en L. T. Johnson, The Real Jesus (New York: Harper Collins, 1996).

68. K. Barth, Church Dogmatics, trans. and eds. G. W. Bromiley and T. F. Torrance, 4 vols. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1936–75), I, 1, 325 [abreviatura: «CD»]: «miles de hombres pudieron haber visto y oído al Rabí de Nazaret. Pero el elemento “histórico” no era una revelación. Ni siquiera el elemento “histórico” en la resurrección de Cristo establecido a partir el sepulcro vacío es una revelación […]. Con respecto a la pregunta sobre la certeza “histórica” de la revelación atestiguada por la Biblia, solo podemos decir que la Biblia no se preocupa de ello en la medida en que entendamos que esta cuestión es algo extraño para nosotros, es decir, es clara y absolutamente inapropiada para el objeto de su testimonio».

69. Id., CD I, 1, 109: «El hecho de que la propia dirección de Dios se convierta en un evento en la palabra humana de la Biblia es asunto de Dios, no nuestro. Esto es lo que queremos significar cuando decimos que la Biblia es la Palabra de Dios […]. Si la palabra se impone sorbe nosotros y si la Iglesia en su confrontación con la Biblia se convierte en aquello que es una y otra vez, todo esto es decisión de Dios y no nuestra, todo esto es gracia y no nuestra obra».

70. Id., CD I, 1, 399-406. Cf. la crítica a Bultmann y Dibelius (p. 402): «La verdad esencial queda amenazada si uno concuerda con M. Dibelius (RGG2 Art. ‘Christologie’) en formular el problema de la cristología neotestamentaria en estos términos: “¿cómo el conocimiento de la figura histórica de Jesús se transformó tan pronto en la fe en el Hijo de Dios?”. No es claro que primero haya habido un conocimiento de una “persona histórica” que después se transformara en la fe en el Hijo de Dios y que sea, por tanto, necesario estudiar con la ayuda de la metodología histórica cómo se pudo haber esto producido. Este camino, nos parece, no puede sino terminar en un callejón sin salida».

71. Especialmente, cf. G. Lindbeck, The Nature of Doctrine: Religion and Theology in a Post-Liberal Age (Louisville, Ky.: Westminster John Knox, 1984); F. Kerr, Theology after Wittgenstein (Oxford: Blackwell, 1986); B. Marshall, Trinity and Truth (Cambridge: Cambridge University Press, 2000).

72. Si no fuera así (es decir, si las operaciones del entendimiento y la consciencia constituyen lo que somos esencialmente), entonces la actividad del conocimiento o de la consciencia tendrá que ser el principio unificador de todas las otras potencias del alma, obrando por medio de ellas. La digestión biológica, por tanto, será un acto propio del conocimiento humano y dependerá formalmente de un acto intelectual. Claramente no es así. Nuevamente, la consciencia sería el principio unificador del cuerpo (que es algo substancial en la persona humana), y por ello, el mero hecho de existir de un cuerpo humano sería un acto de consciencia. Pero esto también es falso, ya que seguimos siendo personas corpóreas incluso cuando estamos inconscientes. De hecho, los actos de conocimiento y de amor son propiedades accidentales de la persona corpórea y no constituyen lo que la persona es substancialmente. Solo Dios es su propio entender. Cf. Tomás de Aquino, STh I, q. 77, a. 1, corp. et ad 1.

73. Cirilo de Alejandría, ¿Por qué Cristo es uno?, trad. Santiago García-Jalón (Madrid: Ciudad Nueva 1998), 71–2: «Si, según dicen [los nestorianos], es uno solo el verdadero Hijo por naturaleza y el otro tiene la filiación gracias a un don gratuito, habiendo alcanzado tal dignidad solo porque el Verbo habita en él, ¿qué es lo que hace a este hombre superior a nosotros? También en nosotros habita el Verbo […]. Por consiguiente, siendo verdad que Dios Padre nos ha honrado con los mismos bienes, en nada somos nosotros inferiores a aquel. También nosotros, por un don gratuito, hemos sido hechos hijos y dioses. Hemos sido elevados a esa maravillosa y sobrenatural dignidad porque también en nosotros habita el Verbo Unigénito de Dios». Aunque Schleiermacher no mantenga una posición tradicional con respecto a la distinción de personas en la Trinidad (ni tampoco la doctrina del Logos preexistente o de la distinción de naturalezas en Cristo), el tipo de unión que propone es análogo a la posición que san Cirilo critica en este pasaje.

74. Tomás de Aquino, STh III, q. 2, a. 6. La enseñanza de santo Tomás en este punto ha sido recientemente reexaminada por J.-P. Torrell, Le Verbe Incarné I (Paris: Cerf, 2002), Appendix II, 297–339.

75. Id., CG IV, 34: «Esta posición niega la verdad de la encarnación. En efecto, según ella el Verbo de Dios se unió al hombre según la inhabitación por la gracia y de ella se seguía la unión de la voluntad. Ahora bien, la inhabitación del Verbo de Dios en el hombre no es la encarnación del Verbo de Dios. En efecto, el Verbo de Dios y el mismo Dios, habitó en todos los santos desde la constitución del mundo […]. Esta inhabitación, sin embargo, no puede llamarse encarnación, de otro modo, Dios se hubiera encarnado muchas veces desde el inicio del mundo. Ni basta tampoco para la razón de encarnación que el Verbo de Dios o Dios mismo habite más plenamente en aquel hombre, porque el más y el menos no diversifican el modo de unión. Por tanto, puesto que la religión cristiana se funda en la fe en la encarnación, es evidente que dicha posición remueve las bases de la religión cristiana». (La cursiva es nuestra).

76. Podemos pensar en este punto en intelectuales como John Hick o Jacques Dupuis. Examinaré sus posiciones en el siguiente capítulo.

77. Simon Fischer trata de la influencia del neokantismo de Marburg en el desarrollo del pensamiento de Barth durante su primera fase liberal en, Revelatory Positivism: Barth’s Earliest Theology and the Marburg School (Oxford: Oxford University Press, 1988). Por su parte, Bruce McCormack discute el kantismo de Barth (formulado contra los postulados neokantianos que consideraba excesivamente idealistas) en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, que corresponde a la fase neo-ortodoxa de su pensamiento en Karl Barth’s Critically Realistic Dialectical Theology, 43–49, 129–30, 155–62, 218–26, 245–62.

78. K. Barth, CD I, 1, 236: «Pero, en la medida en que la fe tiene su comienzo absoluto e incondicionado en la Palabra de Dios independientemente de las propiedades innatas o adquiridas del hombre y en la medida en que, en cuanto fe, jamás vive de otra cosa sino de esta Palabra, así es en todos los aspectos con el conocimiento de la Palabra de Dios que estamos investigando ahora. No podemos establecerla dando la espalda a la Palabra de Dios y contemplar en nosotros para descubrir una apertura, un punto de contacto (positivo o negativo) con la Palabra de Dios. Solo podemos establecerlo situándonos rápidamente en la fe y en su conocimiento, es decir, apartándonos de nosotros mismos». (La cursiva es nuestra).

79. Para una presentación del pensamiento de Barth que enfatiza el carácter tradicional de esta ontología cristológica, cf. G. Hunsinger, «Karl Barth’s Christology: Its basic Chalcedonian character», en The Cambridge Companion to Karl Barth, ed. John Webster (Cambridge: Cambridge University Press, 2000), 127–42. Para la influencia de la ontología hegeliana, sin embargo, cf. B. McCormack, «Seek God Where He May Be Found: A Response to Edwin Chr. van Driel», Scottish Journal of Theology 60 (February 2007), 62–79.

80. K. Barth, CD IV, 2, 70–112.

81. Cf. Id., CD I, 1, 238–47 (y muchos otros lugares en este volumen); II, 1, 310–21 y 580–86; III, 3, 89–154. En CD IV, 1 y 2, Barth desarrolla en varios sentidos la idea de una analogía centrada cristológicamente entre Dios y el hombre, establecida por el acontecimiento de gracia de Jesucristo. Intentaré mostrar dónde y cómo Barth malinterpreta el pensamiento de Tomás de Aquino sobre la metafísica de la analogía en el tercer capítulo.

82. Cf. Id., CD I, 1, 14–17 y 167–69.

83. Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia, trad. Mario Caimi (Madrid: Istmo 1999), § 58 (267–71). Kant deja claro que él quiere argumentar contra Hume que la idea de Dios como causa primera del mundo no es ininteligible o literalmente inconcebible, sino que este concepto solo es útil para nuestro modo de pensar el mundo que se nos presenta sensiblemente como posiblemente causado, pero no nos dice nada de Dios mismo.

84. Este es un tema importante en La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. Felipe Martínez Marzoa (Madrid: Alianza Editorial 2009), 83–86.169 [AK 6:63–64.190]. Volveré sobre este tema en el capítulo 3.

85. K Barth, CD IV, 1, 200–1. Bruce McCormack ha analizado recientemente esta sección de CD de manera muy precisa. Cf. B. McCormack, «Karl Barth’s Christology as a Resource for a Reformed Version of Kenoticism», International Journal of Systematic Theology 8/3 (2006), 243–51, y también su ensayo «Divine Impassibility or Simple Divine Constancy? Implications of Karl Barth’s Later Christology for Debates over Impassibility», en Divine Impassibility and the Mystery of Human Suffering, eds. James F. Keating and Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 2009), 150–86. Volveré sobre este tema en el capítulo 7.

86. Este es uno de los puntos de la crítica de Erich Przywara al pensamiento de Barth como «theopanismo» y que ha sido puesto nuevamente en evidencia por David Bentley Hart.Cf. D. B. Hart, «No Shadow of Turning: On Divine Impassibility», Pro Ecclesia 11 (Spring 2002), 184–206.

87. Agradezco a Michael Gorman por el resumen de este argumento.

88. Tomás de Aquino, Scriptum super libros Sententiarum magistri Petri Lombardi episcopi Parisiensis (vols. 1–2), ed. P. Mandonnet (Paris: P. Lethielleux, 1929) y vols. 3–4, ed. M. Moos (Paris: P. Lethielleux, 1933–47), d. 8, q. 4, a. 3 [In I Sent.]; CG I, c. 23; De potentia Dei, ed. P. M. Pession, en Quaestiones disputatae (vol. 2), ed. R. Spiazzi (Turin: Marietti, 1965), q. 7, a. 4 [De Pot.]; STh I, q. 3, a. 6; Compendium theologiae ad fratrem Reginaldum socium suum carissimum, en Sancti Thomae de Aquino opera omnia v. 42 (Roma: Leonina, 1979), c. 23 [Compendium].

89. Id., CG I, 23: «Todo aquello que se encuentra en una cosa accidentalmente tiene una causa de su presencia, porque es algo diverso de la esencia en la que inhiere. Por tanto, si se da algo accidentalmente en Dios, es necesario que tenga alguna causa. Ahora bien, la causa del accidente será la substancia divina o alguna otra causa. Si es otra, es necesario que obre en la substancia divina, ya que nada induce una forma (substancial o accidental) en el recipiente si no es obrando sobre él, según que obrar no es otra cosa que hacer algo en acto, lo cual se realiza por la forma. Por tanto, Dios padecería y se movería por este agente, lo cual va en contra de lo establecido previamente. Pero si la misma substancia divina del accidente que está en ella es imposible que sea causa de él en cuanto lo recibe, porque de este modo lo mismo según lo mismo se haría a sí mismo en acto. Por tanto, es necesario que si en Dios hay algún accidente habrá algo que recibe y algo que cause aquel accidente, al modo como las cosas corpóreas reciben sus accidentes propios por la naturaleza de la materia y lo causan por la forma. Pero en este caso, Dios sería compuesto, lo cual es contrario a lo demostrado antes». En los capítulos 22 y 23, Tomás de Aquino cita el testimonio patrístico de san Hilario, De Trinitate VII, 11; san Agustín, De Trinitate V, 4 y Boecio, De Trinitate II.

90. Id., STh I, q. 13, a. 5.

91. Cf., por ejemplo, Id., STh I, q. 12, aa. 1 et 12; I-II, q. 3, a. 2, ad 4; a. 6.

92. Id., STh I-II, q. 3, a. 8.

93. Id., STh II-II, q. 1, aa. 9–10.

94. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2; STh I, q. 1, a. 1, ad 2. También STh II-II, q. 2, aa. 3–4; CG I, cc. 4–5.

95. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2: «El conocimiento de las cosas divinas se puede considerar de dos maneras. En un primer modo, desde nuestra parte y así son cognoscibles para nosotros por las cosas creadas que adquirimos por los sentidos. De otro modo, por su misma naturaleza, y en este sentido ellas son máximamente cognoscibles por ellas mismas; y aunque según este modo no son conocidas por nosotros, son conocidas por Dios y por los santos. Por eso de las cosas divinas existe una doble ciencia. Una según nuestro modo de conocer, que toma sus principios de las cosas sensibles para llegar a conocer las cosas divinas. Y de este modo los filósofos más eminentes trataron sobre esta ciencia que es la filosofía primera a la que llamaron ciencia divina. Otra es según el modo propio de las cosas divinas, en cuanto las cosas divinas son captadas en sí mismas. No podemos, sin embargo, poseer perfectamente este modo de conocimiento en esta vida, aunque sí alcanzamos una participación de aquel conocimiento y una asimilación al conocimiento divino, en la medida que por la fe infusa se imprime en nosotros la verdad primera por sí misma». En STh, q. 1, a. 5, ad 4, santo Tomás no habla de un distinto «objeto formal», sino del mismo objeto considerado bajo distintos aspectos (haciendo referencia a Aristóteles, Analíticos posteriores I, 33, 89b2) y aplica esto a la distinción entre el conocimiento natural y revelado de Dios.

96. Tomás de Aquino, STh I, q. 1, a. 5, corp. et ad 2.

97. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 3: «Los dones de la gracia no se añaden a la naturaleza de modo que la eliminen, sino perfeccionándola; por eso el lumen fidei, que por la gracia se infunde en nosotros, no destruye la luz de la razón natural impresa en nosotros por Dios […]. Por eso podemos usar la filosofía en tres sentidos. En primer lugar, para demostrar aquellas cosas que son un preámbulo de la fe, es decir, aquello que es necesario conocer [en el acto] de fe. Son aquellas cosas que se prueban por razones naturales sobre Dios, como que Dios existe, que es uno o cosas así, o aquellas cosas demostradas por los filósofos sobre Dios o las criaturas que la fe supone. En segundo lugar, para clarificar por medio de semejanzas aquellas cosas que pertenecen a la fe, como hace san Agustín en su libro sobre la Trinidad, donde usa muchas semejanzas tomadas de las doctrinas de los filósofos para manifestar la Trinidad. En tercer lugar, para refutar aquellas cosas que se dicen contra la fe, ya sea para demostrar que son falsas ya sea para demostrar que no son necesarias».

98. Cf. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique (Paris: J. Gabalda et Fils, 1928), y Le donné révélé et la théologie, (Paris: J. Gabalda & Cie., 1910), esp. 196–223.

99. Y. Congar, La tradition et les traditions, 2 vols. (Paris: A. Fayard, 1960–63).

100. Normalmente causas y efectos naturales.

101. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique, 221–22: «Esto no impide que solo la Tradición y la Escritura contengan la revelación o constituyan los lugares teológicos fundamentales. La Iglesia no tiene otro rol que el de determinar con una autoridad infalible aquello que se contiene en la Tradición y la Escritura. Hablando lógicamente, la Iglesia viene después de la Tradición y las Escrituras [y está subordinada a ellas]. Por tanto, si se comienza tratando de los lugares teológicos con una consideración por el lugar teológico de la Iglesia, esto es solo por algo de orden práctico y cómodo, pero de ningún modo necesario. Pero lo que no se puede hacer sin ir contra el genio propio del Tratado sobre los lugares teológicos, es fundar su autoridad en la autoridad del magisterio de la Iglesia, en la medida en que esta autoridad resulta de las pruebas racionales de la apologética [como las razones histórico-críticas en favor de la fe]. Esto es rebajar los lugares teológicos que, siendo el fundamento de la teología, deben ser el punto inicial de la fe desde el principio. Entre ellos y el objetivo último del tratado apologético sobre la Iglesia se encuentra la adhesión total y definitiva a la fe católica y, con ella, se termina la apologética. Existe una discontinuidad, desde el punto de vista científico, entre la apologética y la teología. En el intervalo interviene un acto psicológico, libre y sobrenatural […]. Es en la fe y no en las conclusiones de la apologética donde se origina la teología quae procedit ex principiis fidei».

102. Cf. Y. Congar, La tradition et les traditions, 1:244, 268–70.

103. Tomás de Aquino enseña que los argumentos de credibilidad de la fe cristiana (como aquellos que argumentan la verdad histórica de los evangelios) no causan la fe, pero permiten defender de algún modo los principios de la fe de una manera estrictamente racional. Cf. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 1, a. 4, ad 2: «Aquellas cosas que pertenecen a la fe pueden considerarse de dos maneras. En primer lugar, en especial, y así no pueden simultáneamente ser vistas y creídas, tal como se dijo. En segundo lugar, en general, es decir, bajo la razón común de credibilidad. Y en este sentido son vistas por el creyente, pues no creería a no ser que viera que deben ser creídas por la evidencia de los signos o por algo semejante». En este sentido, puede decirse que los argumentos, en la medida en que enriquecen la percepción que tiene el entendimiento del objeto, no solo tienen un valor genuinamente apologético (defensa racional), sino también que ilustran más profundamente algo de la verdad del objeto material que se está considerando. Dicha argumentación, sin embargo, es algo formalmente distinto de la revelación en cuanto tal y, en último término, está puesta al servicio del misterio de la fe. El pensamiento de Gardeil está influido en parte por el análisis que hace Garrigou-Lagrange sobre la apologética en De Revelatione, 2 vols. (Roma: Ferrari, 1945), 1:41–44.

104. O, según una formulación más matizada de Gardeil, el estudio histórico o filosófico del cristianismo debería demostrar su carácter razonable, incluso de modo convincente, aunque tal «argumentación apologética» no otorga un acceso inmediato al misterio divino en cuanto tal. Le donné révélé, 204–5: «La fe científica, producida por la evidencia de ciertos motivos de credibilidad, fe adquirida [proveniente de un estudio histórico], humana o natural, garantiza una cierta correspondencia entre la teología [cristiana] y la ciencia de Dios [el conocimiento que Dios tiene de sí mismo], ya que la apologética demuestra rigurosamente que Dios habla en su Iglesia y que todos los dogmas de la Iglesia son, desde el punto de vista humano, creíbles por fe divina. Pero es claro que la certeza que ofrece no es más que una certeza inacabada, de espera; que está ordenada a la certeza misma de la fe […]. Una ciencia subalterna debe poder volver a los principios que la fundan para participar plenamente de su certeza […]. Ahora bien, el único medio por el que la ciencia teológica en cuanto tal puede alcanzar efectivamente el objeto conocido por la ciencia divina [es] la fe sobrenatural que nos permite creer con una seguridad causada directamente por Dios en nosotros, con el conocimiento que tiene de sí mismo y se nos revela». Hay que notar que Gardeil parece reducir la concepción de santo Tomás sobre la sacra doctrina en la STh I, q. 1, a la «teología» como distinta y exclusiva de la revelación, lo cual supone una interpretación problemática del Aquinate, pero este punto es irrelevante para nuestro argumento.

105. Cf. especialmente el modo como Jesús interpretó su muerte inminente en N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, (Minneapolis, Minn.: Fortress, 1996), 540–611.

106. Albert Vanhoye presenta un interesante estudio sobre la aparición temprana del concepto cristiano de sacerdocio en Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, trad. Alfonso Ortiz, (Salamanca: Sígueme, 1992).

107. Es interesante el breve argumento bíblico que hace Charles Journet sobre este punto en La Misa: presencia del Sacrificio de la Cruz, trad. Martín Hormaeche – Ramón Herrán (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1962), 45–50.

108. M. Hengel, The Atonement: The Origins of the Doctrine in the New Testament, trans. J. Bowden (Philadelphia: Fortress, 1981).

109. Cf. G. B. Caird, L. D. Hurst, New Testament Theology (Oxford: Oxford University Press, 1994).

110. Por ejemplo, N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, 257: «El punto crucial aquí es que para Jesús este arrepentimiento (personal o nacional) no implicaba ir al Templo a ofrecer sacrificios. El bautismo de Juan, como vimos antes, ya implicaba esta idea escandalosa: uno se puede “arrepentir” según el camino señalado por Dios ¡bajando al Jordán y no subiendo a Jerusalén! En el mismo sentido, Jesús dio la posibilidad de ser miembro del nuevo pueblo de la alianza por su propia autoridad y por sus propios medios. Esto fue realmente un escándalo. Se comportaba como si pensara (a) que el retorno del exilio ya hubiera tenido lugar, (b) que este se trataba precisamente de él y de su misión y que por tanto (c) él tenía el derecho de determinar quién pertenecía al Israel restaurado». Puede también consultarse, E. P. Sanders, Jesus and Judaism (Philadelphia: Fortress, 1985), 203, 206.

111. No entro en la explicación que hace N. T. Wright sobre cómo adquiere Jesús la percepción de sí mismo. Wright cree que cualquier atribución de una iluminación profética superior dada al entendimiento humano de Cristo que pudiera explicar el autoconocimiento extraordinario de Cristo implicaría una forma de docetismo teológico que disminuiría el realismo sobre la consciencia plenamente humana e histórica de Cristo. ¿Cree Wright que Jesús obtuvo el conocimiento de sí mismo solo por causas naturales? Él sugiere que Jesús conoció algo de su identidad más profunda como Hijo y agente de YHWH por medio de una fe oscura en su misión, sin una certeza clara, expresada por medio de símbolos propios del judaísmo de su tiempo y de las tradiciones que creativamente pudo haber formulado (cf. Jesus and the Victory of God, 648–53). ¿Es suficiente desde un punto de vista soteriológico, este grado de autoconocimiento para justificar la intención moral que debió tener Cristo para que su sacrificio en la cruz fuera un acto salvífico, en la medida en que daba su propia vida en rescate de todos? Al margen de las innumerables ventajas de su trabajo, la interpretación de Wright en este punto me parece basada en presupuesto teológicos naturalistas y que son problemáticos para la soteriología.

112. Al formular este argumento, soy en parte deudor del pensamiento de Hans Urs von Balthasar expresado en su obra temprana Karl Barth: Darstellung und Deutung Seiner Theologie (Köln: Verlag Jakob Hegner, 1951), traducción al inglés por Edward Oakes, The Theology of Karl Barth: Exposition and Interpretation (San Francisco: Ignatius Press, 1992), esp. 267–325. Balthasar argumenta que una ontología natural y una metafísica teológica son posibles e incluso necesarias en el contexto de una doctrina cristológica sobre la analogía entre Dios y el mundo y sobre la consideración católica sobre las relaciones entre naturaleza y gracia. Yo sugiero algo posiblemente complementario, aunque distinto, y más clásico en una perspectiva tomista: puesto que una ontología analógica entre Dios y la creación es posible y necesaria en cristología, por eso es necesario que la teología natural se distinga de la cristología. De hecho, sin una reflexión específicamente metafísica sobre Dios, hecha de modo filosófico, la verdadera reflexión cristológica queda comprometida. Desarrollaré esta idea más abajo.

113. Cf. Tomás de Aquino, De Ver., q. 21, a. 5; STh I, q. 48, a. 5; q. 76, a. 4, ad 1; q. 105, a. 5; I-II, q. 3, a. 2; q. 49, a. 3, ad 1; In IX Meta., lec. 5, 1828; lec. 9, 1870; In de Anima II, lec. 1, 220–24. La distinción se encuentra originalmente en Aristóteles, Metafísica IX, 6, 1048b6–9, y 8, 1050b8–16. Aristóteles aplica específicamente esta distinción a las operaciones del alma en cuanto propiedades accidentales de la substancia («actos segundos») en Sobre el alma II, 1, 412a17–29.

114. Tomás de Aquino, STh I, q. 48, a. 5: «El acto es doble, primero y segundo. El acto primero es la forma y la integridad de la cosa, el acto segundo, la operación».

115. Id., In de Anima II, lec. 1, 224: «La diferencia entre la forma substancial y la forma accidental es que la forma accidental no hace al ente en acto de modo absoluto, sino ser en acto esto o lo otro, por ejemplo, grande, blanco o cosas de este tipo. La forma substancial, sin embargo, hace ser en acto de modo absoluto [facit esse actu simpliciter]. De ahí que la forma accidental advenga en un sujeto que ya preexiste en acto. Pero la forma substancial no adviene a un sujeto que ya preexiste en acto, sino solo a algo que existe en potencia, a saber, la materia prima. Es claro, por eso, que es imposible que una cosa tenga muchas formas substanciales, porque la primera lo hace ser en acto de modo absoluto y todas las otras formas advendrían sobre un sujeto que ya existe en acto, de modo que se añadirían accidentalmente a un sujeto que ya existe en acto, pero no lo harían ser en acto de modo absoluto, sino solo relativo».

116. Id., STh III, q. 6, a. 6, ad 1–2.

117. Id., STh III, q. 2, aa. 2–3.

118. Id., STh III, q. 17, a. 2: «El ser [esse] pertenece tanto a la hipóstasis como a la naturaleza; a la hipóstasis como aquello que tiene ser y a la naturaleza como aquello por lo que algo tiene ser […]. Ahora bien, es imposible que el ser que pertenece a la misma hipóstasis o persona multiplique en una persona o hipóstasis, porque es imposible que una cosa no sea un único ser. Por tanto, si la naturaleza humana se añadiera al Hijo de Dios no hipostática o personalmente, sino accidentalmente (como postularon algunos), sería necesario poner dos esse en Cristo; uno en cuanto es Dios y otro en cuanto es hombre. [Pero] puesto que la naturaleza humana está unida al Hijo de Dios hipostática o personalmente, como se dijo más arriba [STh III, q. 2, aa. 5–6], y no accidentalmente, se sigue que no adquirió un nuevo ser personal según su naturaleza humana, sino solo una nueva relación de la persona preexistente a la naturaleza humana, de modo que se dice que esa persona subsiste no solo según su naturaleza divina, sino también según la humana». ‘La cursiva es nuestra’. En la cuestión disputada sobre el Verbo encarnado (De unione, a. 4), santo Tomás sí considera la posibilidad de un esse creado y humano en Cristo. Apoyados en este texto, el tomista Herman Diepen postuló en el siglo pasado una famosa teoría sobre la «integración» del esse en el pensamiento de santo Tomás. Incluso aceptando la interpretación de Diepen, la subsistencia personal de Cristo es una y su unidad deriva de su esse divino en cuanto Hijo eterno. Por consiguiente, lo que sostengo aquí sobre la unidad de la existencia divina personal de Cristo no tiene una relación directa con la verdad o falsedad de la interpretación de Diepen.

119. Id., Compendium I, c. 210.

120. Aristóteles, Metafísica IX, 6, 1048b6–9: «Pero “estar en acto” no se dice de todas las cosas en el mismo sentido, sino analógicamente: como esto existe en esto o en orden a esto, aquello existe en aquello o en orden a aquello; pues unas cosas están en la relación del movimiento a la potencia, y otras, en la de la substancia a cierta materia», trad. Valentín García Yebra, Metafísica de Aristóteles, edición trilingüe, (Madrid: Gredos 1998).

121. Tomás de Aquino, STh III, q. 16, a. 9.

122. Volveré sobre este argumento con más detalle en el capítulo 4.

123. J. Maritain, De la grâce et de l’humanité de Jésus (Paris: Desclée de Brouwer, 1967).

124. Tomás de Aquino, STh III, q. 9, aa. 2–3.

125. Cf. CEC 472–74.

126. Cf. J. Maritain, De la grâce et de l’humanité de Jésus, 49–131.

127. Esta es la razón por la que santo Tomás defenderá la necesidad de la visión beatífica en Cristo: para ser Salvador en cuanto hombre no debe ser él mismo salvado (STh III, q. 9, a. 2). Volveré sobre este argumento en los siguientes capítulos.

128. Tomás de Aquino, STh I-II, q. 5, aa. 1 et 5.

129. Cf. Id., STh I-II, q. 3, a. 1; II-II, q. 27, a. 3.

El Señor encarnado

Подняться наверх