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Prólogo

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Desde niños, los hijos de Thomas Mann lo llamaban “el Mago”. Lo era no sólo por las historias que les contaba, por los juegos que les proponía; lo era también por el modo en que lograba conciliar sus deseos, la realidad y sus obligaciones, pero la magia siempre es irreal, tiene un precio y su brillo de fantasía nace de la oscuridad y de un fraude calculado.

Durante toda su carrera, Mann alternó la escritura de novelas monumentales como Los Buddenbrook, La montaña mágica y Doktor Faustus con la de cuentos y nouvelles en los que con frecuencia anticipaba los temas de aquellos trabajos más ambiciosos. En la presente antología, se han seleccionado siete relatos de distintas épocas (de 1900 a 1953), lo que permite comprobar hasta qué punto la producción de Mann se nutrió de su vida privada, pero también de la historia pública del siglo XX que lo llevó, tan luego a él, un “apolítico” –en verdad, un conservador originariamente de tendencia monárquica– a convertirse en un escritor comprometido con la democracia.

Los Mann eran oriundos de Lübeck, una pequeña ciudad de la Liga Hanseática, a la que habían llegado en el siglo XVIII. Se dedicaron al comercio de granos y, poco menos de una centuria después, en 1880, los descendientes de aquellos fundadores integraban una de las familias más ricas y distinguidas de la comunidad. El padre del escritor, Thomas Johann Heinrich (1840-1891), era cónsul de los Países Bajos y senador. En la novela que le valió a su hijo la fama nacional e internacional, Los Buddenbrook, de 1901, con la que obtuvo el premio Nobel en 1929, Mann se inspiró en la historia del clan.

El senador Thomas Johann Heinrich, padre del novelista, se había casado en segundas nupcias con una mujer muy hermosa, Julia da Silva-Bruhns, nacida en Brasil, hija de un aventurero que se había abierto camino en Sudamérica y en Europa de manera poco convencional. Julia tenía una belleza perturbadora y exótica que recordaba la sensualidad del trópico; amaba la música y estaba acostumbrada a una atmósfera más libre y desenfadada que la alemana. Thomas era su hijo preferido. Este le atribuía a ella las inquietudes literarias y artísticas que brotaron en el círculo familiar.

El mayor de los hijos del senador y Julia fue Heinrich, el notable autor de El súbdito y El profesor Unrat (adaptada para el cine con el título de El ángel azul, con Emile Jannings y Marlene Dietrich). Después de él, nacieron Thomas (1875), Julia (apodada Lula, en 1877), Carla (1881) y Viktor (1890).

Un mal negocio puso en peligro la empresa de los Mann. La melancolía y el carácter débil del senador, hasta entonces disimulados y contenidos por su brillante posición social, lo llevaron a la inercia y agravaron la crisis económica. Thomas Johann Heinrich Mann enfermó de cáncer y murió en 1891 por una septicemia.

Julia se mudó con sus hijos a Múnich poco después de la muerte de su esposo para alejarse de la atmósfera provinciana de Lübeck. Dos años más tarde, Thomas Mann publicó su primer cuento, “Visión”, en la revista Frühlingsturm (Tormenta de primavera) que había fundado con un grupo de amigos.

Para entender algunas de las actitudes de Thomas hay que referirse a la relación que mantuvo con Heinrich, su hermano mayor. Cada uno de ellos veía en el otro lo que rechazaba desde un punto de vista estético y social. Thomas detestaba las inclinaciones bohemias, la rebeldía y los ambientes sórdidos que frecuentaba Heinrich. Este se burlaba de las pretensiones principescas de Thomas, de su anhelo de convertirse en una prestigiosa figura pública. Sin embargo, en los dos había al mismo tiempo una nostalgia o un anhelo de lo que rechazaban en el otro. El mismo Thomas dijo que mucho de lo que él era, lo era para no parecerse a Heinrich. Thomas, preferido de la madre, siempre pensó en ser un representante, o mejor dicho, el representante por excelencia de Alemania.

La sexualidad fue uno de los aspectos conflictivos en la vida de Mann que amenazaban aquel propósito. Sus libros, con los que buscaba alcanzar la gloria, le permitieron, a la vez, sublimar sus impulsos. Thomas buscaba métodos para apagar el deseo sexual, que consideraba un obstáculo en su carrera literaria y en su evolución espiritual. En las cartas a su amigo Otto Grautoff, le dice que está dispuesto a no comer más que arroz para librarse del deseo. Por otra parte, se sentía torturado porque tanto o más que las chicas le atraían los muchachos. En la edad escolar se había enamorado, como puede hacerlo un púber, de un compañero, Armin Martens, al que le escribió versos sentimentales que provocaron el rechazo de este; también se sintió atraído por Wilri Timpe, hijo de un maestro; y diez años más tarde, se enamoró de Paul Ehrenberg, pintor e hijo de un pintor. Ese amor surgió cuando Thomas escribía los capítulos finales de Los Buddenbrook y es contemporáneo de “Luisita”, el primer cuento de esta antología.

En 1900, Mann es un escritor de veinticinco años y está a punto de publicar la novela que, en 1929, le valió el premio Nobel de Literatura. Como Los Buddenbrook, “Luisita” transcurre en una ciudad de provincia. La ambición de Thomas Mann de ser el representante intelectual y artístico de Alemania, pero de la Alemania burguesa, más aún, de la gran burguesía con aspiraciones aristocráticas, se traducía a veces en un estilo grandilocuente y pomposo. La ironía y el grotesco lo salvaban de ese riesgo. Varios de los primeros cuentos de Mann transcurren en ambientes sórdidos y tienen como protagonistas a seres patéticos, al borde de la caricatura expresionista. En “Luisita”, el obeso doctor Christian Jacoby, perdidamente enamorado de su bella esposa Amra, no duda en humillarse si es preciso para ganarse la buena voluntad de su mujer o la condescendencia de sus conocidos; hasta sabe ocultarse a sí mismo que ella lo engaña con un apuesto músico de talento. Amra, cebada de desprecio, propone realizar una fiesta y le sugiere al comité organizador que su esposo anime un número cómico de un ridículo extremo. Por primera vez, el doctor Jacoby se rebela ante tamaña afrenta, pero sólo por pocas horas: terminará por aceptarla y prestarse a la deshonra.

Thomas Mann luchó casi hasta su muerte contra una fuerte tendencia homosexual, poco compatible en esa época con la figura de un gran escritor que aspiraba a representar a Alemania. Sin embargo, dos de sus nouvelles más celebradas, Tonio Kröger (1903) y La muerte en Venecia (1912), desarrollan aquel tema. Por medio de la literatura se liberaba en gran medida de esas pulsiones, pero el freno que Mann imponía a sus deseos lo obligaba a ejercer una perpetua vigilancia sobre su conducta y su escritura. Ese límite inhibía su espontaneidad y lo llevaba a utilizar la ironía en sus obras como recurso estético para ocuparse de los asuntos y de los sentimientos tabú (homosexualidad e incesto, por ejemplo), sin renunciar a la respetabilidad y a sus ambiciones de gloria. La consagración literaria era la meta de Mann, pero también el salvoconducto que le permitiría mostrar, tras las máscaras de sus personajes, todo lo que él se vedaba porque era socialmente condenable. Más aún, el mundo lo celebraría por el retrato de esos seres que vivían lo que él buscaba eliminar de su propia existencia. Sin embargo, nunca dejó de sentir nostalgia por todo aquello a lo que había renunciado y, durante breves lapsos, se abandonó a la sexualidad que se había prohibido; lo hacía de un modo tímido, velado por referencias eruditas (mitológicas, históricas, poéticas) destinadas a sentar antecedentes prestigiosos que convirtieran un simple beso en un hecho cultural eminente. Se convertía así en un ser desvalido cuyo extremo pudor, teñido de sabionda cursilería, inspiraba una sonrisa piadosa y conmovida: el autor se convertía en personaje.

Los artistas y los escritores que aparecen en los relatos de Mann están separados de la vida y de los impulsos “naturales”; se dedican a contemplar ese mundo turbulento, a analizarlo, a recrearlo, pero le temen. No se sienten cómodos en sus cuerpos y admiran a aquellos seres, muchos de ellos rubios, de ojos celestes, que actúan con seguridad, que se mueven con la soltura de un bailarín. En “Un instante de felicidad”, el apuesto barón Harry, capitán de caballería al que no se resiste ninguna mujer, baila con la misma naturalidad que respira y, mientras baila, abraza a las mujeres como si sólo hubiera nacido para hacerlo, para rendirlas. El barón, en medio de una gran fiesta, no duda en festejar y abrazar ante la vista de Anna, su esposa, a una mujer que forma parte de un grupo de cantantes nómade, “Golondrinas”, contratado para animar la reunión: casi una prostituta. En esa misma fiesta, como contrafigura, hay un joven suboficial que apenas si sabe bailar, que teme al tipo de mujeres encarnadas por las “Golondrinas” y que, por supuesto, es poeta.

El divorcio entre la vida y el pensamiento, entre la naturalidad y la reflexión aparece en la trama de las obras de Mann. Aparece sobre todo en las novelas, casi como una metáfora traicionera, cuando busca articular esos dos aspectos en la estructura mezclando los géneros literarios, la narración (la vida) y el ensayo (el pensamiento). Esa combinación le confiere a sus relatos originalidad literaria, los hace “modernos”, innovadores, según la crítica literaria actual, pero los perjudica desde el punto de vista artístico. Se nota el injerto. Por ejemplo, en La montaña mágica y en Doktor Faustus, Mann ensambla los géneros, convierte el relato en ensayo y el ensayo en relato. Sus personajes, devenidos portavoces de teorías, se aman, se desean, se traicionan o mueren entre largas discusiones políticas (La montaña mágica) o complejas exposiciones accesibles sólo a lectores especializados en técnicas de composición musical (Doktor Faustus). Tan arduos son esos desarrollos musicales que Mann tuvo que recibir, para escribirlos, el asesoramiento del joven, y en ese entonces casi desconocido, Theodor Adorno. Es más, esos pasajes fueron escritos por este, que se sentía honrado por colaborar de modo anónimo con un escritor consagrado. Durante mucho tiempo ese hecho fue ocultado por ambos. Finalmente Mann lo reveló.

Quizá por eso, los cuentos y nouvelles de Mann, en los que no pretende abarcar el mundo y teorizar sobre él (entre otras razones, porque no puede extenderse demasiado), sean lo más logrado de su producción.

Una muestra de los beneficios que la brevedad aporta a la obra del escritor es Tristán, que integra la presente antología. En este relato, Mann, como hace a menudo, anticipa parte del material que desarrollará en obras mayores: en este caso, La montaña mágica y Doktor Faustus. El escenario de la narración es un sanatorio en las montañas regido por el severo doctor Leander, donde se trata no sólo a tísicos sino también a pacientes perezosos para seguir un régimen. Allí llega el comerciante Klöterjahn y su mujer Gabriela. El marido, desbordante de sanos y lujuriosos instintos, sólo permanecerá un breve período en la clínica. En cambio, su mujer, bella, enferma y desfalleciente, perfecta heroína posromántica, de alma sensible y vulnerable (es pianista), permanecerá en las heladas alturas de Enfried hasta el final. Uno de los pacientes, el escritor Dedev Spinell, en verdad, no sufre de ninguna enfermedad, salvo de una sensibilidad excesiva hasta el ridículo. Tiene alma de “artista”, como Gabriela Klöterjahn. Por cierto, Mann se burla de esos seres acosados por los sentimientos elevados, de esas almas que no soportan la vulgaridad y la prosaica vida cotidiana, sofocados por una afectación en el límite de la cursilería, pero también los compadece. Una vez más, el novelista se defiende de la gravedad y de la sensiblería por medio de un tono irónico, a veces sarcástico. Sin embargo, tras ese velo, casi cómico, desarrolla (como un conocedor que las ha padecido) las dolorosas etapas del amor pasión de final trágico.

Gabriela y Spinell vivirán una parodia del amor de Tristán e Isolda. Lo harán mientras ella interpreta en el piano Tristán e Isolda de Wagner durante una fría tarde de invierno en que la clínica ha quedado casi abandonada por los pacientes que partieron de excursión. El arte cultivado por ciertos adoradores burgueses aparece en Tristán, de una manera mordaz, como una coartada que permite llevar adelante vidas fracasadas, inauténticas y quizá hasta cobardes. ¿Pero qué artista no corre el peligro de caer en el espejo abismal e irrisorio donde se ahoga Narciso? Sólo la ironía, la sonrisa que niega aquello que muestra, permite llegar a la cima de lo sublime sin perder la vida y, sobre todo, la compostura.

En “Sangre de Welsungos”, una vez más, Thomas Mann toma como referencia la obra de Wagner para trazar un paralelo con la historia que narra. El cuento se centra en una familia de la alta burguesía judía, los Aarenhold, integrada por los padres y cuatro hijos: los dos mayores, Kunz y Märit, y los dos menores, mellizos, Sigmundo y Siglinda. El relato apareció en una revista en 1905, el año en que Mann se casó con Katia Pringsheim. La publicación produjo revuelo porque se lo leyó en clave autobiográfica. Katia era miembro, como los jóvenes hermanos de la narración, de una rica y muy cultivada familia judía; tenía, por otra parte, un refinado hermano mellizo, Klaus, al que estaba estrechamente unida. Klaus es el nombre que el matrimonio Mann le dará al mayor de sus hijos varones. Los mellizos de la narración forman un grupo aparte dentro de la familia: siempre están juntos, comparten los mismos gustos y se desplazan tomados de la mano. Los cuatro jóvenes Aarenhold, pero particularmente los mellizos, consideran al resto de la sociedad con una enorme condescendencia, como si fueran de sangre real. Han desarrollado una mirada estética y un juicio severos respecto de las obras de arte, pero también de las costumbres sociales. Lo mismo ocurría con los hermanos de Katia. Los Pringsheim eran los miembros más brillantes de la comunidad judía. Por su gran riqueza y cultura se sentían a la par con las más distinguidas familias católicas y protestantes.

La acción de “Sangre de Welsungos” se desarrolla el día antes de la boda de Siglinda con un aristócrata, Von Beckerath, que se siente intimidado por la soberbia de los Aarenhold y, en especial, de los mellizos. Del mismo modo, en la realidad, Thomas Mann, a pesar de su éxito literario y social y de su promisorio futuro, se sintió inhibido cuando empezó a festejar y a noviar con Katia por el esplendor y la superioridad intelectual que se arrogaban los Pringsheim. El escándalo suscitado por el relato se debió sobre todo a la atracción incestuosa que une a los mellizos Aarenhold. El incesto se consuma después de que estos asisten a una representación de La valquiria. Los hermanos se aman en la lujosa habitación de Sigmundo sobre una piel de oso blanco, tal como lo hicieron en la función teatral los personajes de Wagner.

En su versión original, “Sangre de Welsungos” se cerraba con una frase en yiddish de Sigmundo, el esteta aspirante a pintor, en la que le dice a su hermana, refiriéndose a su futuro cuñado, Von Beckerath: “Hemos engañado al goy” (o sea, al no judío). Para terminar con los rumores y el escándalo, Mann eliminó esa frase y la reemplazó en ediciones posteriores con otra menos comprometida, la que figura en esta antología.

Hay otro aspecto muy extraño y profético. Los dos hijos mayores de Thomas Mann, Erika y Klaus, eran homosexuales y tenían un vínculo muy estrecho que varios amigos juzgaban casi incestuoso. Eran un espejo el uno para el otro. Lo más probable es que, en ese caso, el incesto nunca se haya producido, pero la atmósfera espiritual que reinaba entre los jóvenes Mann se parecía mucho a la de los hermanos Pringsheim, y en la ficción a la de los hermanos Aarenhold.

El sarcasmo y la parodia en “Sangre de Welsungos” son mitigados o más bien desplazados por una sonrisa elegante donde asoma el drama. El brillo social y económico de los Aarenhold, la inteligencia precisa y cruel de los hermanos, la conciencia que tienen de sus propias limitaciones (Sigmundo sabe que nunca será un gran artista, apenas un rico diletante) les evita el abismo humillante de la cursilería, el grotesco, pero los hunde en el infierno pretencioso de la soberbia.

El tema del incesto no aparece por casualidad. Thomas y Heinrich Mann estuvieron mucho tiempo enfrentados por la atracción incestuosa que Heinrich sentía por su hermana Carla. En este caso, es bastante probable que el incesto se haya consumado. Ella, tras una vida agitada, se suicidó en 1910, cinco años después de la publicación de “Sangre de Welsungos”. Por cierto, Heinrich y Carla no se parecían en nada a Sigmundo y Siglinda. Pero el incesto, la homosexualidad y el suicidio acompañaron toda la historia de la familia Mann y también aparecen en la obra de Thomas, quizá para exorcizar esos fantasmas por medio de la escritura, pero también para satisfacerse de un modo imaginario. En sus Diarios, describe sin atenuantes la conmoción sexual que le producía la juventud y la belleza de su hijo Klaus. Lo terrible era que Klaus se había dado cuenta de la seducción física que ejercía sobre su padre y jugaba con ella.

“Desorden y dolor precoz” gira también alrededor de una familia, la del eminente profesor de historia Abel Cornelius. Esta vez, el cuento es una comedia, podría agregarse “dramática”, porque abundan las lágrimas de una niña. La trama es muy sencilla e inocente. Los hijos de Cornelius son Ingrid, de dieciocho años; Bert, de diecisiete, y los pequeños Lorchen y Beisser. Lorchen, de cinco años, es la hija preferida del profesor. Los hermanos Ingrid y Bert organizan como todas las semanas una fiesta de jóvenes, con bailes, disfraces y números de variedades interpretados por los amigos invitados. Entre estos, aparece un apuesto muchacho, Max Hergesell, vestido de esmoquin, infatigable y eximio bailarín que recorre la sala al ritmo de la música abrazado a una chica. Por si fuera poco, es un estudiante de ingeniería que tiene ya bien planeada su vida, lo que llena de admiración al profesor, porque Bert, el hijo de Cornelius, no tiene nada muy serio pensado para el futuro, salvo lanzarse a la vida, convertirse en cabaretero o camarero, vivir aventuras y, sobre todo, el presente. El tono despectivo con que Cornelius-Mann se refiere a Bert expresa lo que Thomas pensaba de su hijo Klaus.

Lorchen, la niña protagonista del cuento, no puede sustraerse al encanto que emana del cuerpo flexible de Max, mientras este se desplaza con gracia y naturalidad por la casa. Cuando llega la hora de acostarla, la fiesta no ha terminado; Max sigue bailando y Lorchen llora desconsolada: no se resigna a separarse del hombre que se ha convertido, sin que ella misma pueda usar esa expresión porque no sabe qué le pasa, en su primer amor. Mann describe de manera admirable esa pasión precoz, pero también se detiene en el profesor Cornelius, es decir, en sí mismo. El retrato que Mann hace del joven estudiante es el que puede hacer un anciano escritor hechizado, como el Gustav von Aschenbach de La muerte en Venecia, por un hermoso muchacho que se lleva bien con la vida. Sólo Max es capaz de consolar a Lorchen con su presencia y sus palabras. El cuento es la transcripción literaria de un episodio real que ocurrió en casa de los Mann y del que fue heroína y víctima apasionada la pequeña Eleonora, hija menor de Thomas y Katia.

“Mario y el mago”, de 1930, de un modo satírico y paródico, introduce en la literatura de ficción de Mann el tema político, mostrando sesgadamente la degradación de la sociedad italiana durante el período fascista. El cuento fue publicado ocho años después de que Mussolini se convirtiera en el temible Duce, y tres años antes de que Hitler tomara el poder. Narra las vacaciones de una familia alemana, un matrimonio de la alta burguesía y sus dos pequeños hijos, en un elegante balneario italiano del Tirreno. El narrador es el padre, un intelectual. Desde el primer momento, el jefe de familia se siente incómodo en el Grand Hotel, donde se los trata como huéspedes de segunda clase por ser extranjeros. El nacionalismo y la xenofobia se notan en los menores detalles de la vida cotidiana. Hasta los niños italianos están contagiados de patrioterismo. Después de un roce con una altiva princesa italiana, la familia alemana decide mudarse a una pensión sin pretensiones.

Siempre se ha visto en “Mario y el mago” una caricatura alegórica de la relación grotesca entre el Duce y su pueblo. Curiosamente, Giorgio Bassani, el autor de El jardín de los Finzi-Contini, dice en una reseña del cuento que el centro de la narración no es Italia porque la Italia de ese relato es una Italia de fantasía, falsa, sino la aventura y la irritación de un intelectual germano que se enfrenta “con la magia del Sur”. El jefe de familia choca de un modo inesperado con un país “del que la Kultura ha sido barrida por la más irracional y escandalosa de las confusiones”. Las palabras de Bassani revelan la irritación que el relato de Mann produjo desde muy temprano en muchos peninsulares. Mann hace un retrato crudelísimo y sarcástico de la clase media italiana en la década del 20, un grupo social desbordante de vulgaridad y nacionalismo. Pero en buena medida ese fresco social todavía hoy sigue vigente y señala costumbres que trascienden la crítica contra el fascismo, como la sobreprotección, al mismo tiempo tierna y autoritaria, de las madres italianas respecto de sus hijos, el modo en que lentamente los domestican por medio de dulzura y órdenes hasta hacer de ellos adultos en los que se mezclan de un modo perturbador la debilidad de carácter, la molicie y la fascinación por el autoritarismo teñido de corrupción.

Una noche, el matrimonio alemán decide llevar a sus hijos a ver un espectáculo del famoso “Cavaliere” Cipolla, “forzador”, ilusionista y prestidigitador, de gira por los balnearios. El narrador se siente confundido por el magnetismo siniestro de ese artista de variedades de aspecto grotesco. El terrible personaje se especializa en convertir a la mayoría de sus espectadores en títeres que acatan sus órdenes después de haber sido hipnotizados y los hace caer en el ridículo mientras que el resto de sus compañeros de butaca, aún no hipnotizados, se burlan de los que ya lo han sido o se quedan paralizados de asombro y espanto. Saben que, con una sola palabra, Cipolla podría doblegarlos a todos. Es más: aun los que conservan la lucidez, como el intelectual alemán, no tienen la fuerza de levantarse y retirarse de la sala. Consienten en ser testigos y, por lo tanto, cómplices de lo que sucede. Cipolla hace literalmente bailar al público según el ritmo que le impone. Y ese público, al mismo tiempo, lo teme, lo obedece y lo admira.

El personaje de Cipolla está inspirado en el más famoso, prestigioso y aterrador de los hipnotizadores italianos de la época: Cesare Gabrielli. Durante las vacaciones que Mann pasó en 1926 en Forte dei Marmi asistió a uno de los espectáculos de Gabrielli. Hay muy pocas fotografías de este, pero se lo puede ver en una breve escena de Los niños nos miran, una película de Vittorio de Sica, de 1943, filmada poco antes de que el mago muriera.

Según las declaraciones del mismo Thomas Mann, él no se imaginaba en 1929, cuando escribió su cuento (ese año ganó el premio Nobel), que Alemania tendría su propio Mago, su propio Cipolla: no sospechaba que Hitler pudiera subir al poder, a pesar de que el putsch de la cervecería de Múnich, por el que el nombre de Hitler por primera vez tuvo un alcance nacional, se produjo en noviembre de 1923.

El hecho de que los hijos y los amigos de Mann lo apodaran “el Mago” le da a la lectura del relato un significado adicional: Mann hechizaba y, con frecuencia, imponía su voluntad por medio de las palabras. Los hijos de Thomas sufrieron ese hechizo, fueron sus principales víctimas, y se rebelaron con poco éxito en contra de él, salvo en cuestiones políticas. Mann nunca sintió simpatía por el nazismo, pero tardó en oponerse oficialmente al movimiento y a su líder: temía que prohibieran sus libros. En cambio, Heinrich Mann, el hermano de Thomas, y los hijos del Mago, Erika y Klaus, muy rápidamente tomaron posición en contra del nacionalsocialismo y se exiliaron. Heinrich se fue a Francia en febrero de 1933; Erika y Klaus Mann un mes después. Erika se refugió en Suiza; Klaus, al principio, en Francia, como su tío. Thomas y Katia, durante ese mismo período, marzo de 1933, estaban de vacaciones en Suiza. Erika y Klaus les aconsejaron a sus padres que no volvieran a Múnich y se radicaran en Suiza. El matrimonio siguió ese consejo. Después de una corta estadía en el sur de Francia, Mann regresó a Suiza y se radicó en las cercanías de Zúrich. Con todo, Thomas no hizo pública su oposición al régimen hasta 1936, a pesar de que nadie ignoraba que no tenía simpatía por Hitler y sus secuaces. Fue una cruda carta de Erika, que lo presionaba de continuo, la que lo llevó a escribir un durísimo artículo de ruptura con el Tercer Reich. En 1937, escribió: “Desde que me inicié en la vida espiritual me he sentido en feliz conjunción con los presupuestos anímicos de mi nación, seguro y recogido en sus tradiciones espirituales. He nacido más para representante que para mártir, más para aportar un poco de noble alegría que para alimentar el odio”. A partir de entonces, se convirtió en uno de los opositores al nacionalsocialismo más ilustres, escuchados e influyentes.

Thomas Mann publicó su último relato, “La engañada”, en 1953, dos años antes de su muerte. Era la historia preferida de Katia, su esposa. Muchos pensaron que el personaje principal, Rosalie von Tümmler, estaba inspirado en la mujer del escritor. Y, en ciertos aspectos, puede creerse que fuera así. Pero en ese cuento final, Mann volvió a un tema que siempre le interesó y sobre el que ya había escrito, por ejemplo, en La muerte en Venecia: el enamoramiento de un hombre o de una mujer maduros de un ser mucho más joven.

La protagonista, Rosalie, es la viuda de un coronel y madre de dos hijos: Anna, la mayor, que tiene pie equino y se siente condenada a la soledad por la cojera, lo que la ha convertido en la confidente de su madre, y Eduard, doce años menor que Anna, aún estudiante, que para mejorar el aprendizaje de inglés toma clases con Ken Keaton, un atractivo muchacho estadounidense de veinticuatro años. Rose ama la naturaleza y siempre tuvo una relación muy fluida y espontánea con su propio cuerpo, por eso ama tanto la “naturalidad” en el comportamiento de los seres humanos como la armonía y la fuerza física que facilitan la vida. Ken es un muy buen jugador de tenis y representa el ideal casi perfecto de lo que Rosalie considera en su temprana madurez (tiene cincuenta años) que debe ser un hombre en su plenitud. Por supuesto, se enamora de Ken, aunque primero lucha contra ese sentimiento y luego trata de disimulárselo; por último, acepta que, contra todas las convenciones y las reglas, lo ama como nunca ha amado, como no ha amado ni siquiera a su esposo. Ve a Ken como su presa, lo ve con la óptica de un hombre, del hombre que elige y desea a una mujer.

El amor rejuvenece a Rosalie porque, contra lo que esperaba, es correspondido por Ken. El resultado es un aparente milagro: la naturaleza le devuelve al cuerpo de la matrona el signo mensual más evidente de la femineidad. O, al menos, eso es lo que Rosalie cree. Podría tomarse el relato de Mann como un cuento feminista que desarrolla los derechos de la mujer al deseo, más aún, los derechos de la mujer mayor a la sexualidad. En ese sentido, hasta sería razonable pensar que la estadía de Mann en los Estados Unidos, donde la condición femenina, en general, era mucho más debatida que en Europa, había influido en él. Y si se diera un paso más, se vería la influencia del cine de Hollywood, de los melodramas interpretados por Bette Davis, Margaret Sullavan o Joan Crawford, aun en el modo de contar de Mann. Con todo, no hay que desdeñar el párrafo en el que Rosalie compara sus deseos y sus derechos con los de un hombre, porque Mann, en sus últimos años, había caído bajo el hechizo de distintos jóvenes –uno de ellos, un camarero de un hotel suizo, con el que no tuvo más contacto que unas brevísimas charlas mientras le ordenaba un café o un postre, o cuando lo premiaba con una propina especial–. En el documental Thomas Mann y los suyos, ese camarero da, en su propia madurez, un testimonio de aquel vínculo sutil y, al mismo tiempo, de una aguda intensidad para el escritor que se satisfacía con la mera visión del servidor de chaqueta blanca. En “La engañada”, al final de su vasta obra, el amor, una vez más, va unido en Mann a la muerte, pero esta vez la muerte ya no amenaza sólo a los personajes sino también al autor que le rinde tributo, consciente de la inminente derrota.

HUGO BECCACECE

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