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Ya se ha insinuado antes: la razón que pudo mover a Amra a contraer matrimonio con el abogado Jacoby siempre será una incógnita. Él, en cambio, la amaba, y lo hacía con un amor tan apasionado como sin duda es difícil de encontrar en alguien de su constitución, y con tanta humildad y temor como respondía al resto de su ser. Muchas veces, entrada la noche, cuando Amra se había retirado ya a descansar al gran dormitorio cuyos altos ventanales estaban cubiertos por cortinas plisadas y con estampado de flores, el abogado se acercaba a su pesada cama, tan silenciosamente que no se podían oír sus pasos, sino sólo el lento crujir del suelo y de los muebles, se arrodillaba frente a ella y le cogía la mano entre las suyas con un cuidado infinito. En tales casos, Amra solía estirar las cejas hasta formar con ellas una línea horizontal en su frente y, con una expresión de sensual perversidad, miraba en silencio a su monstruoso marido, que estaba tendido frente a ella a la tenue luz de la lamparita de noche. Él, en cambio, mientras le retiraba con delicadeza el camisón del brazo con manos torpes y temblorosas y apretaba su rostro patéticamente gordo contra la mórbida articulación de este miembro de morena plenitud, allí donde unas diminutas venas azules se destacaban sobre la piel oscura, arrancaba a hablar con voz reprimida y trémula y un tono que los hombres razonables no acostumbran a emplear en su vida cotidiana:

–Amra –susurraba–. ¡Mi querida Amra! ¿No te estaré molestando? ¿No estarías durmiendo? ¡Dios mío, llevo todo el día pensando en lo hermosa que eres y en lo mucho que te quiero...! Presta atención a lo que vengo a decirte, pues me resulta muy difícil de expresar...: te amo tanto que a veces mi corazón se contrae y yo no sé adónde ir. ¡Te quiero con todas mis fuerzas! Seguramente no lo entenderás, pero vas a creerme, y tienes que decirme por lo menos una vez que me vas a estar un poquito agradecida por ello, pues, mira, un amor como el que yo siento por ti tiene su valor en esta vida... Y que nunca vas a traicionarme ni engañarme. Ya sé que tú no puedes amarme, pero por agradecimiento, sólo por agradecimiento... Vengo a ti para pedírtelo de todo corazón, con toda la pasión de que soy capaz...

Y tales monólogos solían terminar con que el abogado, sin cambiar un ápice su postura, rompía a llorar amargamente en voz baja. Pero llegado a ese punto, Amra se sentía conmovida y le pasaba la mano a su esposo por las cerdas, diciéndole varias veces en el tono lánguido, consolador y burlón que empleamos para hablarle a un perro que acude a lamernos los pies:

–¡Sí...! ¡Sí...! ¡Mi buen animal...!

Desde luego, no hay duda de que este comportamiento de Amra era impropio de una mujer de buenas costumbres. Por otra parte, a estas alturas ha llegado ya el momento de que me descargue de esa verdad que he guardado oculta hasta ahora. Me refiero a que, a pesar de todo, Amra traicionaba a su marido; lo engañaba, quiero decir, y lo hacía con un señor llamado Alfred Läutner. Éste era un joven músico de talento que, gracias a pequeñas y divertidas composiciones, a sus veintisiete años había conseguido labrarse ya cierta fama. Un hombre delgado de rostro pícaro, pelo suelto y largo y una singular sonrisa en los ojos que denotaba gran confianza en sí mismo. Pertenecía a esa clase de pequeños artistas actuales que no se exigen demasiado a sí mismos y que, por encima de todo, quieren ser personas felices y amables, hacen uso de su agradable y pequeño talento para incrementar su amabilidad personal y gustan de desempeñar el papel de genio ingenuo en sociedad. Conscientemente infantiles, amorales, sin escrúpulos, alegres y autocomplacientes como son, y lo bastante sanos para gustarse incluso cuando están enfermos, su vanidad es ciertamente encantadora, al menos mientras nadie se la hiera. Eso sí, ¡pobres de estos pequeños mimos y de estas felices criaturas cuando les sobreviene una desgracia seria, algún sufrimiento a cuya costa no puedan coquetear, en el que ya no se gusten a sí mismos! Porque entonces no van a saber ser infelices con dignidad, no serán capaces de sacarle ningún partido a su desdicha y terminarán por hundirse... Aunque eso ya es otra historia. El caso es que el señor Läutner creaba cosas muy lindas: generalmente valses y mazurcas, cuyo aire de divertimento tal vez fuera un poco popular en exceso para poder considerarlos «música» (al menos por lo que yo entiendo del tema), si no fuera porque cada una de estas composiciones contenía una pequeña originalidad, una transición, una entrada, un giro armónico o algún pequeño efecto nervioso que revelaba la gracia e inventiva con que fueron creadas y que también las hacía interesantes para los conocedores más serios. Muchas veces estos dos solitarios ritmos musicales tenían un aire singularmente triste y melancólico, que se disolvía de forma rápida y repentina en la euforia propia de sala de baile que caracterizaba en general a la obrita...

Así pues, era este joven quien había encendido en Amra Jacoby una censurable inclinación, mientras él, por su parte, no había tenido el decoro suficiente para resistirse a sus reclamos. Unas veces se encontraban aquí, otras allá, y hacía años que una relación deshonesta los unía: una relación que estaba en boca de toda la ciudad a espaldas del abogado. ¿Y qué pasaba con él, con este último? Amra era demasiado tonta para sufrir por mala conciencia y delatarse por ello. Por increíble que parezca, es forzoso dar por hecho que el abogado, por mucho que le pesara el corazón de preocupación y de miedo, no podía abrigar ninguna sospecha concreta en contra de su esposa.

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