Читать книгу Ravensong. La canción del cuervo - TJ Klune - Страница 10
PROMESAS
Оглавление–Nos marcharemos –dijo el Alfa.
Ox estaba de pie junto a la puerta, nunca antes lo había visto tan pequeño. La piel debajo de sus ojos parecía amoratada.
Esto no iba a terminar bien. Las emboscadas nunca terminan bien.
–¿Qué? –preguntó Ox, entrecerrando levemente los ojos–. ¿Cuándo?
–Mañana.
–Sabes que aún no puedo irme –dijo. Toqué el cuervo en mi antebrazo y sentí el aleteo, el latido de la magia. Ardía–. Debo ver al abogado de mamá en dos semanas para revisar el testamento. Además, está la casa y…
–Tú no irás, Ox –lo interrumpió Joe Bennett, sentado en el escritorio de su padre. De Thomas Bennett solo quedaban cenizas.
Vi el instante en el que las palabras calaron. Fue salvaje y brutal, la traición a un corazón ya roto.
–Tampoco lo harán mamá y Mark –Carter y Kelly se revolvieron incómodos a ambos lados de Joe. Yo no era manada desde hacía un largo, largo tiempo, pero hasta yo podía sentir cómo la vibración grave de la furia los recorría por dentro. No estaba dirigida a Joe. Ni a Ox. Ni hacia nadie en la habitación. La venganza les latía en la sangre, la necesidad de desgarrar con sus colmillos y garras. Ya se habían perdido en ella.
Y yo también. Pero Ox aún no lo sabía.
–Entonces serán tú, Carter y Kelly.
–Y Gordo.
Y ahora lo sabía. Ox no me miró. Era como si estuvieran solo ellos dos en la habitación.
–Y Gordo. ¿A dónde?
–A hacer lo correcto.
–Nada de esto está bien –replicó Ox–. ¿Por qué no me lo dijiste?
–Te lo estoy diciendo ahora –respondió Joe y, ay, Joe. Tendría que saber que esa no era la…
–Porque eso es lo correcto… ¿A dónde irán?
–Tras Richard.
Una vez, cuando Ox era un niño, el pedazo de mierda de su padre se marchó con rumbo desconocido sin siquiera mirar atrás. A Ox le llevó semanas levantar el teléfono para llamarme, pero lo hizo. Habló lentamente, pero percibí el dolor en cada palabra cuando me dijo “no estamos bien”, que había cartas del banco diciendo que iban a quitarles la casa en la que él y su mamá vivían en el viejo y familiar camino de tierra.
“¿Podría trabajar para ti? Es que necesitamos el dinero y no puedo dejar que perdamos la casa, es todo lo que nos queda. Lo haré bien, Gordo. Haré bien mi trabajo y trabajaré para ti por siempre. Iba a suceder de todas formas, así que, ¿podemos adelantarnos? ¿Podemos hacerlo ahora? Lo siento. Es que necesito comenzar ahora porque debo ser un hombre”.
Era el llamado de un niño perdido.
Y aquí, frente a mí, el niño perdido había regresado. Ah, claro, era más grande ahora, pero su madre estaba bajo tierra, su Alfa no era más que humo en las estrellas y su compañero, maldita sea, estaba clavándole las garras en el pecho y retorciendo, retorciendo, retorciendo.
No hice nada para detenerlo. Era demasiado tarde. Para todos nosotros.
–¿Por qué? –quiso saber Ox, la voz se le quebró a medio camino.
Por qué, por qué, por qué.
Porque Thomas estaba muerto.
Porque nos lo habían quitado.
Porque habían venido a Green Creek Richard Collins y sus Omegas, con los ojos violetas en la oscuridad, gruñendo al enfrentarse al Rey Caído.
Yo hice lo que pude.
No fue suficiente.
Y aquí estaba el niño, un niño pequeño que no tenía ni dieciocho años, cargando con el peso del legado de su padre, con el monstruo de su infancia hecho carne. Los ojos le ardían rojos, y no pensaba en otra cosa que en venganza. Vibraba a través de sus hermanos en un círculo interminable que alimentaba la furia del otro. Era un príncipe convertido en rey furioso, y necesitaba mi ayuda.
Elizabeth Bennett estaba callada, permitiendo que todo transcurriera frente a sus ojos. Siempre la reina silenciosa, con un chal tejido sobre los hombros, contemplando el desarrollo de esta maldita tragedia. Ni siquiera podría afirmar que estuviera allí en verdad.
Y Mark, él…
No. No él. No ahora.
El pasado era el pasado, era el pasado.
Empezaron a discutir, mostrándose los dientes y gruñendo. Ida y vuelta, cada uno hiriendo al otro hasta que sangrara delante de nosotros. Yo entendía a Ox: el miedo a perder a quienes amas, a una responsabilidad que nunca pediste. A que te digan algo que nunca quisiste escuchar.
Entendía a Joe. No quería hacerlo, pero lo entendía.
“Creemos que fue tu padre, Gordo”, declaró Osmond. “Creemos que Robert Livingstone encontró un nuevo camino hacia la magia y rompió las guardas que contenían a Richard Collins”.
Sí. Creo que entendía a Joe mejor que a nadie.
–No puedes dividir a la manada –dijo Ox y, Jesús, estaba suplicando–. No ahora. Joe, eres el maldito Alfa, te necesitan aquí. Todos ellos. Juntos. En verdad crees que los demás van a acceder a...
–Lo saben hace días –lo interrumpió Joe, y luego se encogió en una mueca de dolor–. Mierda.
Cerré los ojos.
Ocurrió esto:
–Es una mierda, Gordo.
–Lo es.
–Y vas a seguirle el juego.
–Alguien debe asegurarse de que no se mate a sí mismo.
–Y ese alguien eres tú. Porque eres de la manada.
–Eso parece.
–¿Por elección?
–Eso creo.
Pero, por supuesto, nunca era así de fácil. Nunca lo era.
Y:
–Quieres decir matar. ¿Te parece bien?
–Nada de todo esto está bien, Ox. Pero Joe tiene razón. No podemos dejar que esto le vuelva a suceder a nadie más. Richard quería a Thomas, pero ¿cuánto más tardará hasta que vaya tras otra manada para convertirse en un Alfa? ¿Cuánto más antes de que reúna a otros seguidores, más grandes que los que logró reunir en el pasado? Estamos perdiéndole el rastro. Tenemos que terminar con esto mientras podamos, por todos. Esto es venganza, simple y pura, pero viene del lugar correcto.
–Realmente lo crees.
–Tal vez. Joe lo cree y eso es suficiente para mí.
Me pregunté si me había creído mis propias mentiras.
Y finalmente:
–Debes hablar con él. Antes de que se vayan.
–¿Con Joe?
–Con Mark.
–Ox…
–¿Qué si no regresas nunca más? ¿Realmente quieres que piense que no te importa? Porque eso es pura mierda, amigo. Me conoces, pero a veces creo que te olvidas de que te conozco igual de bien. Incluso un poco más.
Maldito sea.
Ella estaba de pie en la cocina de la casa de los Bennett, mirando por la ventana. Tenía los puños sobre la encimera. Sus hombros estaban tensos y la envolvía la pena como una mortaja. Aunque yo no había querido saber nada con los lobos por años, no me había olvidado del respeto que imponía. Era realeza, lo quisiera ella o no.
–Gordo –dijo Elizabeth sin volverse. Me pregunté si estaría oyendo a los lobos cantar canciones que hacía mucho que yo no podía oír–. ¿Cómo está?
–Enfadado.
–Es lógico.
–¿Lo es?
–Supongo que sí –señaló en voz baja–. Pero tú y yo somos mayores. Quizás no más sabios, pero mayores. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos visto, esto es… algo más. Ox es un niño. Lo hemos protegido todo lo posible. Nosotros…
–Ustedes lo involucraron en esto –dije sin poder contenerme. Las palabras salieron disparadas cual granada y explotaron en sus pies–. Si se hubieran mantenido alejados, si no lo hubieran metido en esto, él podría seguir…
–Lamento lo que te hicimos –dijo, y me invadió la emoción–. Lo que tu padre hizo. Él era… No fue justo. O correcto. Ningún niño debería pasar por lo que tú pasaste.
–Y, sin embargo, no hicieron nada para detenerlo –le reproché–. Tú, Thomas y Abel. Mi madre. Ninguno de ustedes. Solo les importaba lo que yo podría ser para ustedes, no lo que implicaría para mí. Lo que mi padre me hizo no significaba nada para ustedes. Y cuando se marcharon…
–Quebraste los lazos con la manada.
–La decisión más sencilla que he tomado en la vida.
–Puedo oír cuando mientes, Gordo. Tu magia no puede ocultar el latido de tu corazón. No siempre. No cuando más importa.
–Malditos lobos –y continué–: Tenía doce años cuando me convirtieron en el brujo de la manada Bennett. Mi madre había muerto. Mi padre se había ido. Pero, a pesar de eso, Abel me tendió la mano, y la única razón por la que dije que sí fue porque no conocía otra cosa. Porque no quería quedarme solo. Tenía miedo y…
–No lo hiciste por Abel.
–¿De qué demonios estás hablando? –exclamé, entrecerrando los ojos.
Por fin se volvió y me miró. Aún tenía el chal sobre los hombros. En algún momento se había atado el cabello rubio en una coleta y algunos mechones le caían alrededor de la cara. Sus ojos eran azules, naranjas, azules de nuevo, y brillaban sin fuerza. Cualquiera que la mirase pensaría que en ese momento Elizabeth Bennett era débil y frágil, pero yo sabía que no. Estaba con la espalda contra la pared, el lugar más peligroso para un depredador.
–No fue por Abel.
Ah. Entonces ese era el juego que quería jugar.
–Era mi deber.
–Tu padre…
–Mi padre perdió el control cuando le quitaron su lazo. Mi padre se alió con…
–Todos teníamos un rol que cumplir –dijo Elizabeth–. Cada uno de nosotros. Cometimos errores. Éramos jóvenes y tontos, y estábamos llenos de una furia enorme y terrible por todo lo que nos habían quitado. Abel hizo lo que pensó que era lo correcto en su momento. Al igual que Thomas. Ahora, yo estoy haciendo lo mismo.
–Y, sin embargo, no te has enfrentado a tus hijos. No has hecho nada para impedirles cometer los mismos errores que cometimos nosotros. Te echaste panza arriba como un perro en esa habitación.
–¿Y tú no? –preguntó, sin morder el anzuelo.
Mierda.
–¿Por qué?
–¿Por qué qué, Gordo? Tendrás que ser más específico.
–¿Por qué les permites que vayan?
–Porque nosotros fuimos jóvenes e imprudentes alguna vez, y llenos de una rabia enorme y terrible. Y ahora ha pasado a ellos –suspiró–. Tú lo has vivido antes. Ya has pasado por esto. Pasó una vez. Y está pasando de nuevo. Confío en que tú evitarás que cometan los mismos errores que nosotros.
–No soy manada.
–No –confirmó, y no debería haberme dolido como me dolió–. Pero esa es una decisión tuya. Estamos aquí por las decisiones que tomamos. Quizás tengas razón. Quizás, si no hubiéramos venido aquí, Ox sería...
–¿Humano?
Un destello le atravesó la mirada de nuevo.
–¿Thomas…
Resoplé.
–No me contó una mierda. Pero no es difícil darse cuenta. ¿Qué ocurre con él?
–No lo sé –admitió–. Ni sé si Thomas lo sabía tampoco. No exactamente. Pero Ox es… especial. Distinto. Aún no se ha dado cuenta. Y quizás le lleve mucho tiempo hacerlo. No sé si es magia o algo más. No es como nosotros. No es como tú. Pero no es humano. No del todo. Es más que eso, creo. Que todos nosotros.
–Tienes que protegerlo. He fortalecido las guardas todo lo posible, pero tienes que…
–Es manada, Gordo. No hay nada que no haría por la manada. Me imagino que no te has olvidado de eso.
–Lo hice por Abel. Y luego por Thomas.
–Mentira –dijo, ladeando la cabeza–. Pero casi te lo crees.
–Tengo que… –murmuré, dando un paso atrás.
–¿Por qué no puedes decirlo?
–No hay nada que decir.
–Él te amaba –dijo, y nunca la odié más que en ese momento–. Con todo su ser. Así somos los lobos. Cantamos y cantamos y cantamos hasta que alguien oye nuestra canción. Y tú la oíste. La oíste. No lo hiciste por Abel o Thomas, Gordo. Ni siquiera entonces. Tenías doce años, pero lo sabías. Eras manada.
–Maldita seas –dije con la voz ronca.
–Sé que a veces… –replicó, no sin amabilidad–, las cosas que más necesitamos escuchar son las que menos queremos oír. Amé a mi esposo, Gordo. Lo amaré por siempre. Y él lo sabía. Incluso al final, incluso cuando Richard… –se quedó sin aliento. Sacudió la cabeza–. Incluso entonces. Él lo sabía. Y lo extrañaré cada día hasta que pueda volver estar a su lado, hasta que pueda mirar su cara, su cara hermosa, y decirle lo enojada que estoy. Lo estúpido que es. Lo bello que es verlo de nuevo y que, por favor, diga mi nombre –tenía lágrimas en los ojos, pero no las derramó–. Me duele, Gordo. No sé si este dolor me dejará en algún momento. Pero él lo sabía.
–No es lo mismo.
–Solo porque tú no lo permites. Él te amaba. Te dio su lobo. Y tú se lo devolviste.
–Tomó su decisión. Y yo tomé la mía. No lo quería. No quería tener nada que ver con ustedes. Con él.
–Tú. Mientes.
–¿Qué pretendes de mí? –pregunté, la voz me desbordaba de furia–. ¿Qué demonios quieres?
–Thomas lo sabía –repitió–. Incluso a punto de morir. Porque yo se lo dije. Porque yo se lo demostré una y otra vez. Me arrepiento de muchas cosas en mi vida. Pero nunca me arrepentiré de Thomas Bennett.
Se movió hacia mí, sus pasos lentos pero seguros. Me mantuve firme, incluso cuando me puso la mano sobre el hombro y me lo apretó fuerte.
–Te irás por la mañana. No te arrepientas de esto, Gordo. Porque si dejas palabras sin decir, te perseguirán hasta el fin de tus días.
Me rozó al pasar.
–Por favor, cuida de mis hijos –me dijo, antes de salir de la cocina–. Te los confío, Gordo. Si descubro que has traicionado mi confianza, o que te has hecho a un lado sin hacer nada mientras ellos se enfrentan a ese monstruo, no existe lugar en el que puedas esconderte en el que no vaya a encontrarte. Te haré mil pedazos y el remordimiento que sentiré será mínimo.
Luego se marchó.
Él estaba de pie en el porche, contemplando la nada con las manos detrás de la espalda. Alguna vez había sido un niño con bonitos ojos azules como el hielo, el hermano de un futuro rey. Ahora era un hombre, endurecido por las asperezas del mundo. Su hermano ya no estaba. Su Alfa se estaba por marchar. Había sangre en el aire, muerte en el viento.
–¿Está ella bien? –preguntó Mark Bennett.
Porque por supuesto sabía que yo estaba allí. Los lobos siempre lo saben. Especialmente cuando se trata de su…
–No.
–¿Y tú?
–No.
No se volvió. La luz del porche brillaba débilmente sobre su cabeza afeitada. Inspiró profundo y sus hombros anchos se levantaron y cayeron. Me picaba la piel de las palmas.
–Es raro, ¿no te parece?
El mismo imbécil misterioso de siempre.
–¿Qué cosa?
–Te marchaste una vez. Y aquí estás, yéndote de nuevo.
–Tú me dejaste primero –apunté, molesto.
–Y volví tan seguido como pude.
–No fue suficiente.
Pero eso no era del todo cierto, ¿verdad? Ni de cerca. Aunque mi madre llevaba muerta mucho tiempo, su veneno seguía sonando en mis oídos: los lobos hicieron esto, los lobos se llevaron todo, siempre lo hacen porque esa es su naturaleza. “Mintieron”, me dijo. “Como siempre”.
Lo dejó pasar.
–Lo sé –respondió.
–Esto no es… No estoy tratando de empezar nada aquí.
–Nunca lo haces –podía oír la sonrisa en su voz.
–Mark.
–Gordo.
–Vete a la mierda.
Se volvió, por fin, tan apuesto como el día en que lo conocí, aunque yo era un niño y no había sabido lo que significaba. Era grande y fuerte, y sus ojos seguían siendo de ese azul helado, inteligentes y omniscientes. No tenía dudas de que podía sentir la furia y la pena que se agitaban en mí, por más que intentara bloquearlas. Los lazos entre nosotros estaban rotos desde hacía tiempo, pero aún quedaba algo allí, por más que me esforzara mucho en enterrarlo.
Se pasó una mano por el rostro, los dedos desaparecieron en su barba. Recordaba cuando se la comenzó a dejar a los diecisiete, era una cosa desigual por la que lo había molestado sin cesar. Sentí una punzada en el pecho, pero ya estaba acostumbrado. No significaba nada. Ya no.
Casi me convencía de ello.
–Cuídate, ¿está bien? –dijo, dejando caer la mano. Sonrió con frialdad y se dirigió hacia la puerta de la casa Bennett.
Y pensaba dejarlo ir. Iba a dejar que me pasara por al lado. Sería el fin. No volvería a verlo de nuevo hasta… hasta. Se quedaría aquí y yo me iría, al revés de lo que había ocurrido aquel día.
Iba a dejarlo ir porque eso sería lo más fácil. Para todos los días que vendrían.
Pero siempre había sido estúpido en todo lo relacionado a Mark Bennett.
Estiré la mano y lo tomé del brazo antes de que pudiera dejarme.
Se detuvo.
Nos quedamos de pie, hombro con hombro. Yo me enfrentaba al camino que se extendía delante. Él se enfrentaba a todo lo que dejaríamos atrás.
Esperó.
Respiramos.
–Esto no… No puedo…
–No –susurró–. Supongo que no puedes.
–Mark –logré escupir, luchando por encontrar algo, cualquier cosa que decirle–. Volverá… volveremos. ¿Está bien? Vamos a…
–¿Es una promesa?
–Sí.
–Ya no creo más en tus promesas –declaró–. Hace mucho tiempo que no. Cuídate, Gordo. Cuida a mis sobrinos.
Y luego entró a la casa y la puerta se cerró tras él.
Bajé del porche sin mirar atrás.
Estaba sentado en el taller que llevaba mi nombre, con un pedazo de papel sobre el escritorio frente a mí.
Ellos no lo entenderían. Los quería, pero podían comportarse como idiotas. Tenía que decirles algo.
Tomé un viejo bolígrafo barato y empecé a escribir.
Tengo que irme por un tiempo. Tanner, quedas a cargo del taller. Asegúrate de enviar las ganancias al contador. Él se ocupará de los impuestos. Ox tiene acceso a todas las cosas bancarias, personales y del taller.
Lo que necesites, se lo pides a él. Si necesitas contratar a alguien para ayudar con el trabajo, hazlo, pero no contrates a ningún imbécil. Hemos trabajado demasiado duro para llegar a donde estamos. Chris y Rico, manejen las operaciones diarias. No sé cuánto llevará esto, pero, por las dudas, cuídense entre ustedes. Ox los necesitará.
No era suficiente.
Nunca sería suficiente.
Esperaba que pudieran perdonarme. Algún día.
Tenía los dedos manchados de tinta y dejé manchones en el papel.
Apagué las luces del taller.
Me quedé de pie en la oscuridad un rato largo.
Inhalé el olor a transpiración y a metal y a aceite.
Aún no había amanecido cuando nos encontramos en la calle de tierra que llevaba hacia las casas al final del camino. Carter y Kelly estaban sentados en el todoterreno, observándome a través del parabrisas mientras caminaba hacia ellos con la mochila al hombro.
Joe estaba de pie en la mitad de la calle. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las fosas nasales dilatadas. Thomas me había dicho una vez que por ser un Alfa estaba en sintonía con todo lo que estaba en su territorio. Las personas. Los árboles. Los ciervos en el bosque, las plantas meciéndose en el viento. Era todo para un Alfa, una sensación de hogar profundamente arraigada que no se podía sentir en ningún otro lugar.
Yo no era un Alfa. Ni siquiera era un lobo. Nunca quise serlo.
Pero comprendí lo que quiso decir. Mi magia estaba tan arraigada a este lugar como él. Era diferente, pero no tanto como para que importara. Él lo sentía todo. Yo sentía el latido del corazón, el pulso del territorio que se extendía a nuestro alrededor.
Green Creek estaba conectado a sus sentidos.
Y estaba grabado en mi piel.
Dolía partir, y no solamente por aquellos que dejábamos atrás. Existía una tensión física que el Alfa y el brujo sentían. Nos llamaba y nos decía aquí aquí aquí estás aquí aquí aquí quédate porque este es tu hogar este es tu hogar este es…
–¿Siempre fue así? –me preguntó Joe–. ¿Para papá?
Miré de reojo al todoterreno. Carter y Kelly nos observaban con atención. Sabía que nos estaban escuchando. Volví la vista hacia Joe y a su cara alzada.
–Creo que sí.
–Pero nos fuimos. Mucho tiempo.
–Él era el Alfa. No solo el tuyo. No solo el de tu manada. Sino el de todo. Y, entonces, Richard…
–Me secuestró.
–Sí.
Joe abrió los ojos. No brillaban.
–No soy mi padre.
–Lo sé. Pero no se supone que lo seas.
–¿Estás conmigo?
Vacilé.
Sabía lo que me estaba preguntando. No era formal, para nada, pero era un Alfa, y yo era un brujo sin manada.
Cuida a mis sobrinos.
Respondí la única cosa posible:
–Sí.
Su transformación ocurrió rápidamente, su cara se alargó, la piel se le cubrió de pelo blanco, las garras surgieron de las puntas de sus dedos. Y cuando sus ojos ardieron en llamas, echó la cabeza hacia atrás y cantó la canción del lobo.