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EL PRIMER AÑO / TE SABES LA LETRA

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El primer año nos dirigimos hacia el norte. El rastro estaba frío, pero no helado.

Algunos días, me daban ganas de estrangular a los tres Bennett al oír a Carter y a Kelly gritarse, sumidos en la pena. Eran insensibles y crueles, y, en más de una ocasión, se mostraron las garras y corrió sangre.

A veces, dormíamos en el todoterreno aparcado en un campo, con maquinaria agrícola oxidada y cubierta de maleza descansando a lo lejos, cual monolitos descomunales.

En esas noches, los lobos se transformaban y corrían para quemar la energía casi maníaca que los embargaba después de haber pasado el día encerrados en un coche.

Yo me sentaba en el campo, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, e inhalaba y exhalaba, inhalaba y exhalaba.

Si estábamos a buena distancia del pueblo, aullaban. No era como en Green Creek. Eran canciones de pena y dolor, de ira y furia.

A veces eran tristes.

Pero, la mayor parte del tiempo, ardían.


Otras veces, nos quedábamos en un hotel de mala muerte lejos de las zonas más transitadas y compartíamos camas demasiado pequeñas. Carter roncaba. Kelly daba patadas dormido.

Joe solía sentarse con la espalda contra la cabecera de la cama para mirar su teléfono.

Una noche, un par de semanas después de que nos hubiéramos marchado, no podía dormir. Era plena noche y estaba agotado, pero mi mente no paraba, me latía rápido el corazón. Suspiré y me puse de espaldas en la cama. Kelly dormía junto a mí, hecho un ovillo y dándome la espalda mientras abrazaba una almohada.

–No imaginé que sería así.

Giré la cabeza. En la otra cama, Carter resopló en sueños. Los ojos de Joe me miraban, brillantes en la oscuridad.

–¿Qué cosa? –suspiré, volviendo la vista al techo.

–Esto –respondió Joe–. Ahora. Como estamos. No imaginé que sería así.

–No sé de qué estás hablando.

–¿Crees que…?

–Lárgalo, Joe.

Cielos, era tan joven, maldición.

–Hice esto porque era lo correcto.

–Por supuesto, chico.

–Soy el Alfa.

–Así es.

–Tiene que pagar.

–¿A quién estás tratando de convencer? ¿A mí o a ti?

–Hice lo que tenía que hacer. Ellos… no lo entienden.

–¿Y tú?

No le gustó mucho eso.

–Mató a mi padre –respondió, con ligero gruñido en la voz.

Me daba pena. Esto no debería haber sucedido. Thomas y yo no éramos exactamente mejores amigos (no podíamos serlo, no después de todo lo que ocurrió), pero nunca hubiera deseado nada de esto. Estos muchachos no deberían haber tenido que ver cómo su Alfa caía bajo el ataque de Omegas salvajes. No era justo.

–Lo sé.

–Ox, no… no entiende.

–No lo sabes.

–Está enojado conmigo.

Cielos.

–Joe, su madre ha muerto. Su Alfa ha muerto. Su compa… le lanzaste una bomba y te marchaste. Por supuesto que está enfadado. Y si es contigo, es porque no sabe hacia dónde más dirigir su enojo.

Joe no dijo nada.

–¿Respondió tu mensaje? –pregunté.

–¿Cómo…?

–Te la pasas mirando el teléfono.

–Ah. Eh... Sí. Me respondió.

–¿Y está todo bien?

Rio, fue un sonido hueco y vacío.

–No, Gordo. No está todo bien. Pero nada ha regresado a Green Creek.

Si fuera mejor persona, le hubiera dicho algo para reconfortarlo. Pero no lo soy.

–Para eso están las guardas.

–¿Gordo?

–¿Qué?

–¿Por qué… por qué estás aquí?

–Me lo ordenaste.

–Te lo pedí.

Me cago en mi madre.

–Duérmete, Joe. Arrancaremos temprano.

Se sorbió la nariz en silencio.

Cerré los ojos.


No los conocía. No tan bien como debía. Durante un mucho tiempo, no me importó. No quería tener nada que ver con manadas y lobos, y Alfas y magia.

Cuando a Ox se le escapó que los Bennett habían vuelto a Green Creek, mi primer pensamiento fue Mark y Mark y Mark, pero lo hice a un lado porque era el pasado, y no quería saber nada con eso.

Mi segundo pensamiento fue que debía mantener a Oxnard Matheson bien lejos de los lobos.

No lo logré.

Antes de que pudiera detenerlo, ya estaba demasiado comprometido.

Los mantuve a una distancia prudencial. Incluso cuando Thomas vino a verme por Joe. Incluso cuando, de pie frente a mí, me rogó. Incluso cuando sus ojos se pusieron rojos y me amenazó. Nunca me permití conocerlos, no como eran ahora. Thomas tenía la misma aura de poder de siempre, pero era más intensa. Más enfocada. Nunca había tenido tanta fuerza, ni siquiera cuando se convirtió en el Alfa por primera vez. Me pregunté si habría tenido otro brujo en algún otro momento. Me sorprendió sentir el ardor de los celos al pensar en ello, y me odié por sentirme así.

Acepté ayudarlo, ayudar a Joe, solo para impedir que Ox sufriera. Si Joe no podía controlar su transformación después de todo lo que había vivido, si poco a poco se había vuelto salvaje, Ox estaba en peligro.

Esa fue la única razón.

No tenía nada que ver con un sentido de responsabilidad.

No les debía nada.

No tenía nada que ver con Mark. Él había elegido. Yo también.

Había elegido a su manada en vez de a mí. Yo había decidido desligarme de todos ellos.

Pero nada de eso importaba. Ya no.

Ahora me veía obligado a conocerlos, lo quisiera o no. Perdí la cabeza por completo cuando acepté seguir a Joe y a sus hermanos.

Kelly era el silencioso, el observador. No era tan grande como Carter y probablemente nunca lo sería. No como Joe, que daba la sensación de que iba a crecer y crecer y crecer. Era extraño, pero cuando Kelly sonreía, su sonrisa era pequeña y tranquila, apenas mostraba los dientes. Era más inteligente que todos nosotros juntos; siempre estaba calculando, observando y procesando antes que los demás. Su lobo era gris, con manchones negros y blancos en la cara y en los hombros.

Carter era pura fuerza bruta: menos charla, más acción. Gritaba y respondía, y se quejaba de todo. Cuando no conducía, ponía las botas sobre el salpicadero, se hundía en el asiento y se subía el cuello de la chaqueta hasta que le rozaba las orejas. Usaba las palabras como armas para infligir la mayor cantidad de dolor posible. Pero también las usaba para distraer, para eludirse. Quería aparentar ser frío y distante, pero era demasiado joven e inexperto para lograrlo. Su lobo se parecía al de su hermano, gris oscuro con negro y blanco en los cuartos traseros.

Joe era… un Alfa de diecisiete años. No era la mejor combinación. Tanto poder después de tanto trauma, siendo tan joven, era algo que no le deseaba a nadie. Lo entendía más que a los otros, solamente porque sabía lo que estaba viviendo.

Quizás no era lo mismo (la magia y la licantropía no están ni de cerca en la misma liga) pero había una afinidad que yo intentaba ignorar desesperadamente. Su lobo era blanco como la nieve.

Se movían juntos, Carter y Kelly rondaban a Joe, consciente o inconscientemente. Lo respetaban la mayor parte del tiempo, incluso cuando lo maltrataban. Era su Alfa, y lo necesitaban.

Eran tan diferentes entre sí, estos muchachos perdidos.

Pero tenían una cosa en común.

Los tres eran unos imbéciles que no sabían cuándo cerrar la maldita boca. Y yo tenía que cargar con todos ellos.

–… y no sé por qué piensas que tenemos que seguir haciendo esto –dijo Carter una noche, unas semanas después de que nos hubiéramos marchado. Estábamos en Cut Bank, Montana, un pueblito en el medio de la nada, no muy lejos de la frontera canadiense. Nos dirigíamos hacia una manada pequeña que vivía cerca del Parque Nacional de los Glaciares. Nos habíamos cruzado con un lobo en Lewiston que nos contó que habían lidiado recientemente con Omegas. El lobo había temblado ante los ojos de Alfa de Joe, con el miedo y la reverencia pintados en el rostro. Cuando paramos esa noche, Carter enseguida arremetió con el tema.

–Déjalo ya –pidió Kelly agotado, frunciendo el ceño mientras intentaba encontrar un canal de TV que no mostrara porno duro de los años ochenta.

Carter le mostró los dientes sin decir una palabra.

Joe contemplaba la pared.

Flexioné las manos y esperé.

–¿Qué sucederá cuando alcancemos la manada? ¿Se han detenido a pensarlo en serio? Nos confirmarán que hubo Omegas por allí, ¿y luego qué? ¡Maldición! –exclamó Carter y miró con furia a Joe–. ¿Piensas que sabrán dónde está el bastardo de Richard? No lo saben. Nadie lo sabe. Es un fantasma y nos está acechando. Nos…

–Es el Alfa –replicó Kelly, los ojos centelleantes–. Si cree que esto es lo que tenemos que hacer, lo haremos.

Carter rio con amargura mientras caminaba de un lado a otro a lo largo de aquella habitación de porquería.

–Un buen soldadito. Siempre en la línea. Lo hacías con papá, y ahora lo haces con Joe. ¿Qué mierda sabrán ustedes? Papá está muerto y Joe es un niño. Solo porque es un maldito príncipe no tiene el derecho de apartarnos de…

–No es justo –afirmó Kelly–. Que estés celoso porque no eres el Alfa no te da derecho a que te desquites con los demás.

–¿Celoso? ¿Piensas que siento celos? Vete al diablo Kelly. ¿Qué mierda sabes? Yo soy el mayor. Joe era el niñito de papá. ¿Y quién demonios eres tú? ¿Qué tienes para ofrecer?

Carter sabía dónde cortar. Sabía qué haría sangrar a Kelly. Qué cosas lo harían reaccionar. Antes de que pudiera moverme, Kelly se había lanzado sobre su hermano, las garras extendidas, los ojos naranjas y brillantes.

Carter se enfrentó a su hermano con colmillos y fuego, los dientes afilados y el pelo brotándole de la cara mientras se transformaba a medias. Kelly era rápido y aguerrido, y cayó de cuclillas sobre los pies después de que su hermano le cruzara la cara de un bofetón. Me puse de pie, sintiendo el aleteo de las alas del cuervo, la necesidad de hacer algo antes de que llamaran a la maldita policía y…

Basta.

Un estallido de rojo me golpeó el pecho. Decía deténganse y ahora y Alfa soy el Alfa, y me tambaleé al sentir su fuerza. Carter y Kelly se quedaron quietos de la conmoción, con los ojos abiertos, gimoteando quedamente, heridos y en carne viva.

Joe estaba de pie junto a la cama. Sus ojos brillaban con la misma furia roja que los de Thomas. No se había transformado, pero parecía que no le faltaba mucho. Tenía la boca retorcida, las manos a los costados cerradas en puños. Noté que un hilo de sangre caía sobre la alfombra sucia. Debía de haber sacado las garras, que se le estaban clavando en la palma.

El poder puro que emanaba de él era devastador. Era salvaje y lo abarcaba todo, amenazaba con arrollarnos a todos. Carter y Kelly empezaron a temblar con los ojos abiertos y húmedos.

–Joe –dije en voz baja.

Me ignoró, le palpitaba el pecho.

Joe.

Se volvió para mirarme, mostrándome los dientes.

–Basta. Tienes que contenerte.

Por un instante, pensé que me ignoraría. Que se volvería hacia sus hermanos para quitarles todo, y convertirlos en cáscaras vacías y dóciles. Ser un Alfa conlleva una responsabilidad extraordinaria y, si quisiera, podría hacer que sus hermanos satisficieran hasta el más mínimo de sus caprichos. Serían parásitos sin cerebro, su libre albedrío completamente destrozado.

Yo lo detendría. Llegado el caso.

No hizo falta.

El rojo de sus ojos se desvaneció y no dejó más que a un muchacho de diecisiete años asustado, llorando y temblando.

–Estoy… –dijo con la voz ronca–. No lo sé… Oh, Dios, oh…

Kelly se movió primero. Apartó a Carter y se apretó contra Joe, le frotó la nariz cerca de la oreja y contra el cabello. Las manos de Joe aún eran puños cuando Kelly lo abrazó. Rígido e inconmovible, tenía los ojos abiertos clavados en mí.

En ese momento, Carter se acercó también. Abrazó a sus dos hermanos y les susurró palabras que no llegué a entender.

Joe nunca me apartó la mirada.

Esa noche, durmieron en el suelo. Hicieron un nudo con el edredón floreado y las almohadas que quitaron de la cama. Joe en el medio, con un hermano a cada lado. La cabeza de Kelly descansaba sobre su pecho. La pierna de Carter estaba extendida sobre los otros dos.

Se durmieron primero, agotados por el ataque mental.

Me quedé sentado en la cama, contemplándolos.

–¿Por qué me está pasando esto? –me preguntó Joe, bien entrada la noche.

–Tenías que ser tú –suspiré–. Era… –sacudí la cabeza–. Eres el Alfa. Siempre estuviste destinado a serlo.

Sus ojos brillaron en la oscuridad.

–Vino a buscarme. Cuando yo era pequeño. Para llegar a papá.

–Lo sé.

–No estabas allí.

–No.

–Estás aquí ahora.

–Lo estoy.

–Podrías haberte negado. Y no podría haberte obligado. No como a ellos.

No supe qué decirle.

–Papá no lo habría hecho. No habría…

–No eres tu padre –dije, en un tono más brusco de lo que pretendía.

–Lo sé.

–Eres dueño de ti mismo.

–¿Lo soy?

–Sí.

–Podrías haberte negado. Pero no lo hiciste.

–Tienes que mantenerlos a salvo –repuse en voz queda–. Esta es tu manada. Eres su Alfa. Sin ellos, no existes.

–¿En qué te convertiste cuando estuviste sin nosotros?

Cerré los ojos.

No dijo nada más por un largo rato después de eso. La noche se extendía a nuestro alrededor. Pensaba que se había dormido cuando habló:

–Quiero ir a casa.

Volvió la cabeza, la cara contra la garganta de Carter.

Me quedé mirándolos hasta que amaneció.


Él a veces soñaba. Tenía unas pesadillas terribles que lo hacían despertar llamando a los gritos a su papá, a su mamá, a Ox y a Ox y a Ox. Kelly le tomaba el rostro entre las manos. Carter me miraba con una expresión de impotencia.

Yo no hacía mucho. Todos tenemos monstruos que invaden nuestros sueños. Algunos hemos vivido más tiempo con ellos, eso es todo.


Los lobos de los Glaciares señalaron al norte. La manada era pequeña; vivían en un par de cabañas en el medio del bosque. La Alfa era una imbécil, en pose y amenazante.

–Mi padre era Thomas Bennett –dijo Joe–. Se ha ido y no descansaré hasta que quienes me lo quitaron sean solo sangre y huesos.

Las cosas se calmaron mucho después de eso.

Los Omegas habían entrado a su territorio. La Alfa señaló un montón de tierra con una cruz de madera y rodeado de flores. Una de sus Betas, explicó. Los Omegas habían llegado como un enjambre de avispas, con los ojos violetas y las fauces babeantes. Murieron, la mayoría. Los que escaparon lo hicieron a duras penas. Pero no sin llevarse a una de las suyas.

Richard no estaba con ellos.

Pero habían oído susurros desde lo profundo de Canadá.

–Conocí a Thomas –me comentó la Alfa antes de que nos marcháramos. Su compañero les daba conversación a los muchachos y no paraba de ofrecerles tazones de sopa y rodajas de pan–. Era un buen hombre.

–Sí –respondí.

–A ti también te conocía –agregó–. Aunque nunca nos vimos en persona.

No la miré.

–Él sabía… –me dijo–, lo que habías vivido. El precio que pagaste. Pensaba que algún día volverías a él. Que necesitabas tiempo, espacio y…

–Esperaré afuera –la interrumpí bruscamente.

Carter me miró, con las mejillas a reventar y caldo cayéndole por la barbilla. Le hice señas de que no era nada.

El aire estaba fresco y las estrellas brillaban.

Vete a la mierda, pensé, contemplando la inmensidad. Vete a la mierda.


No encontramos a Richard Collins en Calgary.

Encontramos lobos salvajes.

Nos atacaron, perdidos en su locura.

Me daban lástima.

Hasta que nos superaron en número y fueron por Joe.

Lanzó un grito cuando lo hirieron, y sus hermanos gritaron su nombre.

El cuervo extendió sus alas.

Quedé agotado cuando terminó, cubierto en sangre de Omegas. Los cadáveres cubrían el suelo a mi alrededor.

Joe se apoyaba entre Carter y Kelly, la cabeza gacha mientras su piel volvía a tejerse lentamente. Respiraba agitado.

–Me salvaste –me dijo–. Nos salvaste.

Aparté la mirada.

Mientras él dormía, tomé el teléfono desechable que traía conmigo. Resalté el nombre de Mark y pensé en lo sencillo que podía ser. Podía apretar un botón y su voz estaría en mi oído. Podía decirle que lo sentía, que jamás debería haber dejado que llegara tan lejos. Que entendía la decisión que había tomado tanto tiempo atrás.

En vez de eso, le envié un texto a Ox.

Joe está bien. Nos topamos con algunos problemas. Está descansando.

No quería que te preocuparas.

Esa noche, soñé con un lobo café que apretaba su hocico contra mi barbilla.


Un teléfono sonó cuando estábamos en Alaska.

Lo contemplamos sin saber qué hacer. Habían pasado cuatro meses desde que habíamos dejado Green Creek atrás, y no estábamos más cerca de Richard que antes.

Joe tragó al tomar el teléfono desechable del escritorio de otro motel sin nombre en el medio de la nada.

Pensé que ignoraría la llamada.

Pero la atendió.

Todos escuchamos. Cada palabra.

“Tú, maldito cretino” dijo Ox, y deseé con todas mis fuerzas ver su cara. “¡No puedes hacerme esto! ¿Escuchaste? No puedes. ¿Acaso te importamos una mierda? ¿Te importamos? Si te importamos, si alguna parte de ti se preocupa por mí, por nosotros, tendrías que preguntarte si todo esto vale la pena. Si lo que estás haciendo vale la pena. Tu familia te necesita. Maldición, yo te necesito”.

Nadie dijo nada.

“Cretino. Tú, maldito bastardo”.

Joe dejó el teléfono sobre el borde de la cama y se dejó caer de rodillas. Apoyó la barbilla sobre la cama y contempló el teléfono mientras Ox respiraba.

Después de un rato, Kelly se sentó junto a él.

Carter lo imitó, y los tres se quedaron mirando el teléfono y escuchando los sonidos de casa.


Condujimos por una polvorosa carretera secundaria; los campos verdes se extendían alrededor nuestro. Kelly iba al volante. Carter estaba en el asiento del acompañante, la ventanilla baja, los pies sobre el salpicadero. Joe iba atrás conmigo, con la mano colgando fuera y el viento soplándole entre los dedos. La música de la radio sonaba bajito.

Nadie dijo una palabra durante horas.

No sabíamos a dónde estábamos yendo.

No tenía importancia.

Imaginé que pasaba los dedos por una cabeza rapada, que con los pulgares seguía las cejas y la curva de una oreja. Que oía las vibraciones graves del gruñido de un depredador dentro de un pecho fuerte. La sensación de una estatua de piedra minúscula en la mano por primera vez, con su sorprendente peso.

Carter emitió un sonido y se estiró para subir el volumen de la radio. Le sonrió a su hermano. Kelly puso los ojos en blanco pero sonrió en silencio.

La carretera seguía.

Carter fue el primero en empezar a cantar. Desafinaba y era impetuoso, cantaba fuerte cuando no correspondía, y se equivocaba todo el tiempo con las letras.

La primera estrofa la cantó solo.

Kelly se le unió para el estribillo. Su voz era dulce y cálida, y más fuerte de lo que me imaginaba. La canción era más antigua que ellos. La habían aprendido de su madre. Recordé observarla de pequeño, mientras revisaba su colección de discos. Me había sonreído al descubrirme espiando desde una esquina de la casa de la manada. Me había llamado, y cuando estuve junto a ella, me rozó el hombro por un instante.

–Amo la música. A veces, dice cosas que tú no puedes –me dijo.

Miré de reojo a Joe.

Contemplaba maravillado a sus hermanos, animado como nunca lo había visto en semanas.

Carter le echó un vistazo. Sonrió.

–Te sabes la letra. Vamos. Tú puedes.

Pensé que Joe se negaría. Pensé que volvería a mirar por la ventanilla.

Pero cantó con sus hermanos.

En voz baja al principio, un poco tembloroso. Pero a medida que la canción avanzaba, cantó más y más fuerte. Todos lo hicieron, hasta acabar gritándose, felices como nunca desde que el monstruo de su infancia había asomado la cabeza y les había quitado a su padre.

Cantaron.

Rieron.

Aullaron.

Me miraron.

Pensé en un chico con ojos de hielo diciéndome que me amaba, que no quería irse de nuevo, pero que debía hacerlo, que debía, su Alfa se lo exigía, y que volvería a buscarme, Gordo, tienes que creer que volveré por ti. Eres mi compañero, te amo, te amo, te amo.

No podía hacer esto.

Y, en ese momento, Joe puso su mano sobre la mía.

Me la apretó, una sola vez.

–Vamos, Gordo –me animó–. Te sabes la letra. Tú puedes.

Suspiré.

Canté.

Todos estábamos hambrientos como el loooooobo.

Condujimos y condujimos y condujimos.

En los rincones más recónditos de la mente, volví a oírlo. Por primera vez.

Susurraba manada y manada y manada.


Sabía que ocurriría. Cada texto, cada llamada, se volvió más difícil de ignorar. Nos tironeaban hacia casa, eran un peso sobre nuestros hombros. Un recordatorio de todo lo que habíamos dejado atrás. Me di cuenta de lo mucho que afectó a Carter y a Kelly el enterarse de que su madre, por fin, se había transformado en humana de vuelta.

Lo mucho que le pesaba a Joe que Ox hiciera preguntas que no podía responder.

Mark nunca dijo nada.

Pero yo tampoco le decía nada.

Era mejor así.

–Tenemos que deshacernos de los teléfonos –dijo Joe, y no se lo discutí demasiado.

Sus hermanos se resistieron. Era admirable que se opusieran a su Alfa. Me rogaron que le dijera que estaba equivocado. Que había una manera mejor de hacerlo. Pero no lo hice porque ahora soñaba con lobos, con la manada. No sabían lo que yo sabía. No habían visto cómo los cazadores habían llegado a Green Creek sin advertencia, cómo habían llegado a la casa al final del camino para impartir muerte. No nos habíamos dado cuenta. No estábamos preparados. Había visto a Richard Collins caer de rodillas con la sangre de sus seres queridos manchando el suelo a su alrededor. Había echado la cabeza atrás y había chillado su espanto. Y cuando el nuevo Alfa le puso la mano sobre el hombro, Richard había reaccionado.

–No hiciste nada –gruñó–. No hiciste nada para detenerlo. Esto es culpa tuya, tuya.

Así que cuando Joe se volvió hacia mí en búsqueda de validación, le dije que estaba siendo estúpido. Que Ox no entendería, ¿y en serio quería hacerle eso?

Pero eso fue todo.

–Es la única manera –afirmó.

–¿Estás seguro?

–Sí.

–Su Alfa ha hablado –les dije a Carter y a Kelly.

Les quité los teléfonos.

Durmieron mal esa noche.

La luna no era más que una astilla cuando abrí la puerta del motel y salí a la noche.

Había un cubo de basura al final del estacionamiento.

El teléfono de Joe fue el primero. Luego el de Carter. Después el de Kelly.

Sostuve el mío con fuerza.

La pantalla brillaba en la oscuridad.

Resalté un nombre.

Mark.

Escribí un texto.

Lo siento.

Mi pulgar flotó sobre el botón de enviar.

Como a tierra. A tierra y a hojas y a lluvia…

No envié el mensaje.

Eché el teléfono en el cubo de basura y no miré atrás.

Ravensong. La canción del cuervo

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