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DESTROZADO /
TIERRA Y HOJAS Y LLUVIA

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Tenía seis años cuando vi por primera vez transformarse en lobo a un niño mayor.

–Es el hijo de Abel –susurró mi padre–. Se llama Thomas, y un día será el Alfa de la manada Bennett. Tú le pertenecerás.

Thomas.

Thomas.

Thomas.

Me tenía fascinado.


Tenía ocho años cuando mi padre tomó una aguja y quemó tinta y magia en mi piel.

–Te dolerá –me dijo con una expresión sombría en el rostro–. Te dolerá como nada te ha dolido antes. Sentirás que te estoy destrozando y, en cierto modo, tendrás razón. Hay magia en ti, niño, pero no se ha manifestado aún. Estas marcas te centrarán y te darán las herramientas necesarias para empezar a controlarla. Sentirás dolor, pero es necesario para quien debes convertirte. El dolor es una lección. Te enseña las formas de este mundo. Es necesario lastimar a los que amamos para hacerlos más fuertes. Para hacerlos mejores. Un día me entenderás. Un día serás como yo.

–Por favor, padre –supliqué, luchando contra las ataduras que me sujetaban–. Por favor, no hagas esto. Por favor, no me lastimes.

Mi madre quiso decir algo, pero mi padre sacudió la cabeza.

Ahogó un sollozo mientras la acompañaban fuera de la habitación. No miró atrás.

Abel Bennett se sentó junto a mí. Era un hombre fornido. Un hombre amable. Era fuerte y poderoso, con cabello oscuro y ojos oscuros. Tenía manos que parecían capaces de partirme en dos. Había visto cómo surgían garras de ellas, garras que habían destrozado la carne de aquellos que se habían atrevido a quitarle cosas.

Pero también podían ser suaves y cálidas. Me tomó el rostro entre ellas y con los pulgares me secó las lágrimas de las mejillas. Alcé la vista hacia él, y sonrió en silencio.

–Serás especial, Gordo –dijo–. Lo sé.

Y mientras sus ojos se volvían rojos, respiré y respiré y respiré.

Luego, sentí la aguja contra mi piel y me rompí en pedazos.

Grité.


Se me apareció en forma de lobo. Era grande y blanco, con manchones negros en el pecho, las patas y el lomo. Era mucho más grande de lo que yo llegaría a ser nunca, y tenía que echar la cabeza hacia atrás para verlo entero.

Las estrellas centelleaban en lo alto, la luna estaba redonda y brillante, y sentí que algo me latía por las venas. Era una canción que no llegaba a comprender del todo. Me ardían muchísimo los brazos. Por momentos, me parecía que las marcas de mi piel empezaban a resplandecer, pero podía ser un efecto de la luz de la luna.

–Estoy nervioso –dije, porque era la primera vez que me permitían salir con la manada en luna llena. Antes era muy peligroso. No por lo que los lobos podían hacerme a mí, sino por lo que yo podría haberles hecho a ellos.

Ladeó la cabeza ante mí, los ojos le ardían naranjas con motas de rojo. Era mucho más de lo que pensé que alguien podía llegar a ser. Me dije que no le tenía miedo, que podía ser valiente, como mi padre.

Me sentí un mentiroso.

Otros lobos corrieron detrás de él a un claro en el medio del bosque. Gemían y aullaban, y mi padre se reía y tironeaba de la mano a mi madre. Ella se volvió para mirarme y me sonrió en silencio, pero luego se distrajo.

No me importó, porque yo también lo hice.

Thomas Bennett estaba frente a mí, el hombre lobo que se convertiría en rey. Resopló ruidosamente, moviendo un poco la cola y haciéndome una pregunta para la cual yo no tenía una respuesta.

–Estoy nervioso –le dije de nuevo–. Pero no tengo miedo.

Era importante para mí que lo entendiera. Se echó al suelo y se recostó sobre su estómago, las patas por delante, y me contempló. Como si quisiera hacerse más pequeño. Menos intimidante. Que alguien de su posición bajara al suelo era algo que no comprendí hasta que fue demasiado tarde.

Gimió levemente desde lo profundo de su garganta. Esperó, y volvió a hacerlo.

–Mi padre me dijo que serás el Alfa –dije.

Avanzó, arrastrando su estómago por la hierba.

–Y que yo seré tu brujo –continué.

Se acercó un poco más.

–Prometo que haré lo mejor que pueda –añadí–. Aprenderé todo lo que pueda y haré un buen trabajo para ti. Ya lo verás. Seré el mejor que haya existido –abrí los ojos como platos–. Pero no le digas a mi padre que he dicho eso.

El lobo blanco estornudó.

Me reí.

Por último, me estiré y apoyé la mano sobre el hocico de Thomas y, por un momento, me pareció oír un susurro en mi mente:

ManadaManadaManada.


–¿Es esto lo que quieres? –me preguntó mi madre cuando nos quedamos solos. Me había alejado de los lobos, de mi padre y les había dicho que quería pasar tiempo con su hijo. Estábamos sentados en un restaurante del pueblo, y olía a grasa y humo y café.

Me sentía confundido e intenté hablar con la boca llena de hamburguesa.

Mi madre frunció el ceño.

–Modales –me regañó. Hice una mueca y tragué rápido.

–Lo sé. ¿A qué te refieres?

Miró a través de la ventana en dirección a la calle. Un viento cortante sacudía los árboles y los hacía sonar como huesos viejos. El aire estaba frío y las personas se cerraban bien los abrigos mientras caminaban por la acera. Me pareció ver a Marty, con los dedos manchados de aceite, caminando de vuelta a su taller, el único de Green Creek. Me pregunté cómo se sentiría tener marcas en la piel que se pudieran lavar.

–A esto –dijo, mirándome de nuevo. Su voz era suave–. A todo.

Eché un vistazo alrededor para asegurarme de que nadie nos estuviera escuchando porque mi padre había dicho que nuestro mundo era un secreto. No creo que mamá lo entendiera, porque no sabía que estas cosas existían hasta que lo conoció a él.

–¿A las cosas de brujo?

–A las cosas de brujo –repitió, y no parecía contenta al decirlo.

–Pero es lo que se supone que debo hacer. Es quien se supone que debo ser. Algún día, seré muy importante y haré grandes cosas. Padre dijo…

–Sé lo que dijo –replicó cortante. Hizo una mueca antes de bajar la vista hacia la mesa, las manos juntas frente a ella–. Gordo, yo… Escúchame, ¿está bien? La vida… son las decisiones que tomamos. No las decisiones que se toman por nosotros. Tienes derecho a forjar tu propio camino. A ser quien quieras ser. Nadie debería decidir eso por ti.

No entendí.

–Pero se supone que debo ser el brujo del Alfa.

–No se supone que tengas que ser nada. No eres más que un niño. No pueden poner esto sobre tus hombros. No ahora. No cuando no puedes decidir por ti mismo. No tendrías que…

–Soy valiente –le dije y, de pronto, necesitaba que me creyera más que nada en el mundo. Esto era importante. Ella era importante–. Y haré el bien. Ayudaré a mucha gente. Padre lo dijo.

–Lo sé, bebé –respondió con lágrimas en los ojos–. Sé que lo eres. Y estoy muy orgullosa de ti. Pero no tienes que hacerlo. Necesito que me escuches, ¿sí? Esto no… no es lo que yo quería para ti. No pensé que llegaría a ser así.

–¿Así cómo?

Negó con la cabeza.

–Podemos… podemos ir a dónde quieras. Tú y yo. Podemos irnos de Green Creek, ¿de acuerdo? Irnos a cualquier parte del mundo. Lejos de esto. Lejos de la magia y los lobos, y las manadas. Lejos de todo esto. No tiene por qué ser así. Podríamos ser solo nosotros dos, Gordo. Solo nosotros dos. ¿Está bien?

Sentí frío.

–¿Por qué estás…?

De pronto, extendió una mano y aferró la mía sobre la mesa. Pero lo hizo con cuidado, como siempre, para no apartarme las mangas del abrigo. Estábamos en público.

Mi padre había dicho que la gente no entendería que alguien tan joven tuviera tatuajes. Harían preguntas que no merecían respuestas. Eran humanos, y los humanos eran débiles. Mamá era humana, pero a mí no me parecía que fuera débil. Se lo había dicho, y él no había respondido.

–Lo único que me importa es mantenerte a salvo.

–Lo haces –le aseguré, haciendo un esfuerzo para no apartar la mano. Casi me hacía doler–. Tú, y padre, y la manada.

–La manada –se rio, pero no sonó como si algo le hubiera parecido gracioso–. Eres un niño. No deberían pedirte esto. No deberían hacer nada de esto…

–Catherine –dijo una voz, ella cerró los ojos.

Mi padre estaba de pie junto a la mesa.

Posó la mano sobre el hombro de madre.

No hablamos al respecto después de eso.


Los escuché pelear mucho, tarde en la noche.

Yo me envolví en mis cobijas e intenté bloquearlos.

–¿Aunque sea te importa él? –dijo ella–. ¿O solo tu legado? ¿Tu maldita manada?

–Sabías que esto ocurriría –le respondió él–. Desde el principio, lo sabías. Sabías qué se suponía que debía ser.

–Es nuestro hijo. Cómo te atreves a usarlo así. Cómo te atreves a intentar…

–Es importante. Para mí. Para la manada. Hará cosas que no puedes ni imaginarte. Eres humana, Catherine. Jamás podrías entender de la misma manera que nosotros. No es tu culpa. Es quien eres. No se te puede culpar por cosas que escapan a tu control.

–Te vi. Con ella. Cómo sonreías. Cómo te reías. Cómo le tocaste la mano cuando pensabas que nadie los estaba mirando. Lo vi, Robert. Lo vi. Ella también es humana. ¿Qué es lo que la hace tan jodidamente distinta?

Mi padre nunca respondió.


Vivíamos en el pueblo en una casa pequeña que se sentía como un hogar. Estaba en una calle rodeada de abetos de Douglas. No entendía por qué los lobos pensaban que el bosque era un lugar mágico, pero, a veces, cuando era verano y la ventana estaba abierta mientras trataba de dormirme, juro que oía voces saliendo de los árboles, susurrando cosas que no llegaban a ser palabras.

La casa estaba construida con ladrillos. Una vez, mi madre preguntó riendo si vendría un lobo a echarla abajo de un soplido. Reía, pero cuando la risa se apagó se mostró triste. Le pregunté por qué tenía húmedos los ojos. Me dijo que tenía que irse a preparar la cena y me dejó en el jardín delantero, preguntándome qué había hecho mal.


Tenía un cuarto con todas mis cosas. Libros en un estante. Una hoja con forma de dragón que había encontrado, los bordes curvados por el tiempo. Un dibujo de Thomas y yo que me había dado un niño de la manada. Dijo que lo había hecho porque yo era importante. Luego me sonrió, le faltaban los dos dientes delanteros.

Cuando los cazadores humanos llegaron, él fue uno de los primeros en morir.


Yo también la vi.

No debería haberla visto. Rico me estaba gritando “apúrate, papi, ¿por qué eres tan lento?”. Tanner y Chris se volvieron para mirarme mientras pedaleaban lentamente en círculos a su alrededor, esperándome.

Pero yo no podía moverme porque mi padre estaba en un automóvil que no reconocía, aparcado junto a una calle en un vecindario que no era el nuestro. Había una mujer de cabello oscuro en el asiento del conductor, y ella le sonreía como si él fuera lo único en el mundo.

Jamás la había visto antes. Observé a mi padre inclinarse hacia adelante y…

–Amigo –dijo Tanner, me sobresalté cuando pedaleó junto a mí–. ¿Qué estás mirando?

–Nada –respondí–. No es nada. Vamos.

Nos fuimos, las cartas que habíamos sujetado con pinzas de la ropa a los rayos de las bicicletas hacían mucho ruido mientras nos imaginábamos que eran motocicletas.


Los quería por lo que no eran.

No eran manada. No eran lobos. No eran brujos.

Eran normales y sencillos, aburridos y maravillosos.

Se burlaban de mí por usar mangas largas incluso en pleno verano. Yo sabía que no lo hacían por crueldad. Era su manera de ser.

–¿Te golpean o algo? –me había preguntado Rico.

–Si es así, puedes venir a vivir conmigo –agregó Tanner–. Dormirás en mi habitación. Nada más tienes que esconderte debajo de la cama para que mi mamá no te vea.

–Nosotros te protegeremos –dijo Chris–. ¡O mejor nos escapamos todos y nos vamos a vivir al bosque!

–¡Sí, en los árboles y esa mierda! –apuntó Rico.

Nos reímos porque éramos niños y decir groserías era lo más gracioso del mundo.

No podía decirles que el bosque no sería el lugar más seguro para ellos. Que criaturas con ojos brillantes y dientes afilados vivían en él. Así que les conté una versión de la verdad:

–No me golpean. No es nada de eso.

–¿Tienes brazos raros de chico blanco? –me preguntó Rico–. Mi papá dice que debes tener brazos raros de chico blanco. Que por eso usas sudaderas todo el tiempo.

–¿Cómo son los brazos raros de chico blanco? –quiso saber Tanner, frunciendo el ceño.

–Ni idea –respondió Rico–. Pero mi papá lo dijo, y él lo sabe todo.

–¿Tengo brazos raros de chico blanco? –preguntó Chris, extendiendo los brazos. Los observó con los ojos entrecerrados y los sacudió de arriba abajo. Eran delgados y pálidos, y a mí no me parecieron raros. Me dieron envidia, con sus pelos suaves y pecas, sin marcas de tinta.

–Probablemente –dijo Rico–. Pero eso es mí culpa por ser amigo de un montón de gringos.

Tanner y Chris lo persiguieron a los gritos cuando se alejó pedaleando, riéndose como loco.

Los quería más de lo que podía expresar. Me enlazaban de una manera que los lobos no podían.


–La magia proviene de la tierra –me explicó mi padre–. Del suelo. De los árboles. De las flores y del sustrato. Este lugar es… antiguo. Mucho más antiguo de lo que te puedes imaginar. Es una especie de… baliza. Nos llama. Vibra en nuestra sangre. Los lobos también la oyen, pero no como nosotros. A ellos les canta. Ellos son… animales. No somos como ellos. Somos más. Ellos están conectados con la tierra. El Alfa más que ningún otro. Pero nosotros la utilizamos. La doblegamos según nuestro deseo. Ellos son sus esclavos, y de la luna cuando se alza llena y blanca. Nosotros la controlamos. Nunca te olvides de eso.


Thomas tenía un hermano más pequeño.

Se llamaba Mark.

Y era tres años mayor que yo.

Él tenía nueve y yo seis cuando me habló por primera vez.

–Hueles raro –me dijo.

No es cierto –respondí, con el ceño fruncido.

Hizo una mueca y bajó la vista al suelo.

–Un poco sí. Como a… tierra. A tierra y hojas y lluvia…

Lo odié más que a nada en el mundo.


–Nos está siguiendo de nuevo –informó Rico, divertido. Estábamos caminando a la tienda de videos. Rico dijo que conocía al tipo que trabajaba allí y que nos dejaría alquilar una película prohibida para menores y que no le contaría a nadie.

Si encontrábamos la película correcta, Rico nos dijo que podríamos ver tetas. No sabía muy bien cómo me sentía al respecto.

Suspiré y miré por encima del hombro. Tenía once años, y se suponía que era un brujo, pero no tenía tiempo para lobos en ese momento. Necesitaba saber si las tetas eran algo que me interesara.

Mark estaba al otro lado de la calle, de pie cerca del taller de Marty. Fingía no estar observándonos, pero no le salía muy bien.

–¿Por qué hace eso? –inquirió Chris–. ¿No se da cuenta de que es raro?

–Gordo es raro –le recordó Tanner–. Toda su familia es rara.

–Váyanse al demonio –murmuré–. Solo… solo esperen aquí. Yo me ocuparé de esto.

Los oí reírse de mí mientras me alejaba, Rico hacía ruido de besos. Los detesté, pero no estaban equivocados. Mi familia le resultaba rara a cualquiera que no nos conociera. No éramos los Bennett, pero era como si lo fuéramos. Nos agrupaban con ellos cuando la gente comentaba por lo bajo. Los Bennett eran ricos, aunque nadie sabía cómo. Vivían en un par de casas en el medio del bosque a las que muchos forasteros de muchos lugares visitaban. Algunos decían que eran un culto. Otros decían que eran la mafia. Nadie sabía acerca de los lobos que se ocultaban bajo la superficie de su piel.

Los ojos de Mark se agrandaron al verme avanzar hacia él. Miró a su alrededor como si quisiera escaparse.

–Te quedas allí mismo –gruñí.

Y me hizo caso. Era más grande que yo y tenía catorce insoportables años. No se parecía a su hermano ni a su padre. Ellos eran musculosos e imponentes, con pelo negro corto y ojos oscuros. Mark tenía el cabello castaño claro y cejas pobladas. Era alto y delgado, y parecía nervioso siempre que yo andaba por ahí. Sus ojos eran como hielo y, a veces, cuando no podía dormirme, pensaba en ellos. No sabía por qué.

–Puedo estar aquí si quiero –dijo con el ceño fruncido. Sus ojos se movieron hacia la izquierda y luego volvieron a posarse sobre mí. Las comisuras de sus labios bajaron aún más–. No estoy haciendo nada malo.

–Me estás siguiendo –repliqué–. De nuevo. Mis amigos piensan que eres raro.

Soy raro. Soy un hombre lobo.

–Bueno –fruncí el ceño–. Sí. Pero eso no es… Arrrg. Mira, ¿qué es lo que quieres?

–¿A dónde vas?

–¿Por qué?

–Por saber.

–A la tienda de video. Vamos a ver unas tetas.

Se sonrojó con furia. Sentí una extraña satisfacción al notarlo.

–No puedes contarle a nadie –añadí.

–No lo haré. Pero ¿para qué quieres…? No importa. No te estoy siguiendo.

Esperé, porque mi padre me había dicho que los lobos no son tan inteligentes como nosotros y, a veces, necesitan un poco más de tiempo para resolver las cosas.

Suspiró.

–Bueno. Quizás sí, pero solo un poquito.

–¿Cómo se hace para seguir a alguien solo un poquito…?

–Me estoy asegurando de que estés a salvo.

–¿De qué? –exclamé, dando un paso atrás.

Se encogió de hombros, nunca antes lo había visto tan incómodo.

–De... tú sabes. Tipos malos. Y cosas por el estilo.

–Tipos malos –repetí.

–Y cosas por el estilo.

–Ay, por todos los santos, eres tan raro.

–Sí, lo sé. Es lo que acabo de decir.

–No hay tipos malos aquí.

–No lo sabes. Podría haber asesinos. O lo que sea. Ladrones.

Jamás entendería a los hombres lobo.

–No hace falta que me protejas.

–Sí que lo hace –dijo bajito, clavando la vista en sus pies que revolvía inquieto.

Pero antes de que pudiera preguntarle qué demonios quería decir con eso, escuché el insulto más creativo que se haya pronunciado jamás salir de la puerta abierta del taller.

–Maldito jodido hijo de una perra callejera. Eres un bastardo hijo de perra, ¿verdad? Eso eres, bastardo hijo de perra.


Mi abuelo me permitía alcanzarle las herramientas mientras él trabajaba en su Pontiac Streamliner de 1942. Tenía aceite debajo de las uñas y un pañuelo le colgaba del bolsillo trasero del mono. Hablaba mucho entre dientes mientras trabajaba, y decía cosas que probablemente yo no debía escuchar. El Pontiac era una chica boba que a veces no se encendía por más que la lubricara. O eso decía él.

Yo no entendía lo qué significaba.

Y me parecía maravilloso.

–Llave de torque –decía.

–Llave de torque –repetía yo, y se la entregaba. Me movía con cierta dificultad, habían pasado unos pocos días desde la última sesión de agujas con mi padre.

El abuelo sabía. No era mágico, pero sabía.

Mi padre lo había heredado de su madre, una mujer que no conocí. Murió antes de que yo naciera.

Más maldiciones.

–Martillo antirrebote.

–Martillo antirrebote –anunciaba yo y le clavaba el martillo en la mano.

La mayoría de las veces, el Pontiac ronroneaba de nuevo antes de que se terminara el día. El abuelo, de pie junto a mí, me ponía la mano ennegrecida sobre el hombro.

–Escúchala. ¿Oyes eso? Eso, mi niño, es el sonido que emite una mujer feliz. Tienes que escuchar, ¿entiendes? Así es cómo te enteras de lo que está mal. Escucha, y te lo contarán –resopló y sacudió la cabeza–. Es algo que probablemente debas saber, además, acerca del sexo opuesto. Escúchalas y hablarán.

Yo lo adoraba.

Murió antes de verme convertido en el brujo de lo que quedaba de la manada Bennett.

Ella lo mató, al final. Su chica.

Viró bruscamente para evitar algo en un camino oscuro. Chocó contra un árbol. Mi padre dijo que fue un accidente. Un ciervo, probablemente.

No sabía que yo había oído al abuelo y a mamá susurrando acerca de llevarme lejos justo el día anterior.


–La luna dio a luz a los lobos. ¿Sabías eso? –me dijo Abel Bennett.

Caminábamos entre los árboles. Thomas estaba a mi lado, mi padre junto a Abel.

–No –respondí.

Las personas temían a Abel. Se quedaban paradas frente a él, balbuceando con nerviosismo. Él hacía brillar sus ojos y se calmaban casi de inmediato, como si el rojo les diera paz.

Yo nunca le tuve miedo. Ni siquiera cuando me sujetó para mi padre.

La mano de Thomas me rozó el hombro. Mi padre decía que los lobos eran territoriales, que necesitaban marcar con su olor a la manada, por eso siempre nos tocaban. No parecía muy contento cuando me dijo eso. Yo no sabía por qué.

–Es una vieja historia –continuó Abel–. La luna se sentía sola. El sol, a quien amaba, estaba siempre del otro lado del cielo, y nunca podían encontrarse, por más que se esforzara. Ella se hundía y él se alzaba. Ella estaba a oscuras y él era el día. El mundo dormía cuando ella brillaba. Crecía y menguaba y a veces desaparecía por completo.

–La luna nueva –me susurró Thomas al oído–. Es una tontería, si lo piensas.

Me reí hasta que Abel carraspeó enfáticamente.

Quizás sí le tenía un poquito de miedo.

–Se sentía sola –dijo el Alfa de nuevo–. Y, por eso, creó a los lobos, criaturas que le cantarían cada vez que apareciera. Y cuando estuviera más llena, la adorarían poniendo las cuatro patas sobre el suelo y echando las cabezas hacia atrás. Los lobos eran iguales y sin jerarquías.

Thomas me guiñó y luego puso los ojos en blanco.

Me caía muy bien.

–No era el sol, pero le alcanzaba –continuó Abel–. Ella iluminaba a los lobos y ellos la llamaban. Pero el sol oía sus canciones mientras trataba de dormir, y se puso celoso. Quiso eliminar a los lobos del mundo con fuego. Pero antes de que pudiera hacerlo, la luna se alzó frente a él y lo cubrió por completo, dejando visible solamente un anillo de fuego rojo. Los lobos cambiaron a partir de eso. Se convirtieron en Alfas, Betas y Omegas. Y con esta transformación llegó la magia, marcada a fuego sobre la tierra.

»Los lobos se transformaron en hombres con ojos rojos, naranjas y violetas. Al debilitarse, la luna vio el horror en el que se habían convertido, bestias con una sed de sangre que no podía ser saciada. Con sus últimas fuerzas, modeló la magia y la metió en un humano. Se convirtió en brujo, y los lobos se calmaron.

–¿Los brujos han estado siempre con los lobos? –pregunté, fascinado.

–Siempre –respondió Abel, pasando los dedos contra la corteza de un árbol viejo–. Son importantes para la manada. Son una especie de lazo. El brujo ayuda a mantener a raya a la bestia.

Mi padre no había dicho una palabra desde que habíamos dejado la casa de los Bennett. Se lo veía distante, perdido. Me pregunté si había escuchado lo que Abel estaba diciendo. O si ya lo había escuchado innumerables veces.

–¿Has oído eso, enano? –dijo Thomas, pasándome la mano por el pelo–. Evitarás que me coma a todo el pueblo. Sin presiones.

Y, entonces, sus ojos anaranjados brillaron y me mostró los dientes. Me reí y corrí hacia adelante, y oí que me perseguía. Yo era el sol y él era la luna, siempre persiguiéndome.

–No necesitamos a los lobos –comentó, más tarde, mi padre–. Ellos nos necesitan, sí, pero nosotros nunca los hemos necesitado. Usan nuestra magia como lazo. Mantiene junta a la manada. Sí, existen manadas sin brujos. Son la mayoría. Pero las que tienen brujos son las que tienen el poder. Existe una razón para eso. Debes recordarlo, Gordo. Siempre te necesitarán más a ti que tú a ellos.

No lo puse en duda.

¿Por qué iba a hacerlo?

Era mi padre.


–Prometo que daré lo mejor de mí –afirmé–. Aprenderé todo lo que pueda y haré un buen trabajo para ti. Ya lo verás. Seré el mejor que haya existido –abrí los ojos como platos–. Pero no le digas a mi padre que he dicho eso.

El lobo blanco estornudó.

Me reí.

Finalmente, me estiré y apoyé la mano sobre el hocico de Thomas y, por un momento, me pareció oír un susurro en mi mente.

ManadaManadaManada.

Y, luego, salió a correr con la luna.

Mi padre vino después. No le pregunté dónde estaba mi madre. No me pareció importante. No en ese momento.

–¿Quién es? –le pregunté. Señalé a un lobo café que rondaba cerca de Thomas. Tenía garras grandes y los ojos entrecerrados. Pero Thomas no lo vio, estaba concentrado en su compañera y le olfateaba la oreja. El lobo café saltó, mostrando los dientes. Pero Thomas era un Alfa en potencia. Atrapó al otro lobo por la garganta antes de que tocara el suelo. Le dobló la cabeza a la derecha y el lobo café cayó a un lado, haciendo un ruido desagradable.

Me pregunté si Thomas lo habría lastimado.

Pero no lo hizo. Se acercó y puso su hocico sobre la cabeza del lobo. Gimió, y el lobo café se levantó. Se persiguieron el uno al otro. La compañera de Thomas se sentó y los observó con atención.

–Ah –explicó mi padre–. Será el segundo de Thomas cuando se convierta en el Alfa. Es hermano de Thomas en todo menos en sangre. Se llama Richard Collins, y espero grandes cosas de él.

Ravensong. La canción del cuervo

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